27
Según la guía Michelin, el Museo Armandier no merecía ser visitado. Pero Ambler lo recordaba debido al año que había pasado en París de joven y dudaba que hubiera cambiado mucho. Era uno de los pocos museos de arte privados de París y, para conservar su estatus fiscal como museo, mantenía un escrupuloso horario de apertura. Estaba casi siempre vacío; quizá tenía menos visitantes que cuando había sido una residencia privada, a fines del siglo XIX y principios del XX. Como mansión —una villa de estilo neoitaliano, con unas imponentes ventanas en arco empotradas en la piedra caliza de Purbeck, y un patio cerrado parcialmente—, no dejaba de ser bonita. Construida por un banquero protestante que había ganado mucho dinero con sus negocios durante el Segundo Imperio, estaba situada en Plaine Marceau en el Distrito Octavo, en aquel entonces un barrio muy apreciado por los nobles de Bonaparte y una nueva clase de financieros, e insólitamente apacible incluso hoy en día. De vez en cuando, el Museo Armandier era alquilado por un equipo cinematográfico que rodaba una película de época. Aparte de eso, era el espacio público menos visitado en París. Tal vez fuese un lugar para una cita juvenil —Ambler sonrió al evocar esos lejanos recuerdos—, pero poco interesante para el público aficionado a visitar museos. Lo malo era la colección. La esposa de Marcel Armandier, Jacqueline, era aficionada al arte rococó de principios del siglo XVIII, una escuela artística que había dejado de estar en boga hacía cincuenta años. Lo peor era que Jacqueline sentía pasión por el arte rococó de tercer orden, lienzos pintados por artistas mediocres como François Boucher, Nicolas de Largillière, Francesco Trevisani y Giacomo Amiconi. Le gustaban los cupidos rollizos y sonrientes, triscando en un perfecto firmamento turquesa, y los pastores arcádicos en ambientes tan bucólicos como fuera posible. Jacqueline coleccionaba los paisajes como si adquiriese los lugares pintados en ellos en lugar de los cuadros.
Al ceder la mansión para que fuera un museo, la señora Armandier, que sobrevivió a su esposo una década, debió de confiar en que sus bienes serían admirados por las futuras generaciones. Sin embargo, el raro historiador que visitaba el museo solía acoger la colección de Jacqueline con silenciosas exclamaciones de desprecio o, peor aún, con afectada adoración.
Ambler apreciaba el museo por otras razones: pese a su escasa popularidad, era un excelente lugar para un encuentro privado, y la combinación de abundantes ventanas y una calle tranquila le permitiría detectar cualquier dispositivo de vigilancia. Al mismo tiempo, la fundación Armandier, encargada de gestionar un presupuesto limitado, contrataba sólo a un guardia de seguridad para todo el museo, el cual no solía pasar de la segunda planta.
Subió la escalera hasta la cuarta planta y enfiló un pasillo decorado con molduradas doradas y un cuadro alargado que mostraba a unas diosas tocando unas liras triscando sobre lo que parecía un campo de golf, y se dirigió hacia una amplia sala situada al fondo, donde Caston y él habían acordado reunirse.
Sus pasos quedaban sofocados por la moqueta de color melocotón y, al acercarse, oyó la voz del auditor.
Ambler se detuvo en seco, sintiendo que el vello del cogote se le erizaba. ¿Estaba Caston con alguien?
Se aproximó sigilosamente, hasta que pudo captar las palabras.
«Perfecto», dijo Caston. Luego: «¿De veras?» Y: «¿De modo que están bien?» Hablaba por un móvil. Tras una larga pausa, dijo: «Buenas noches, gordi. Yo también te quiero». Cerró el móvil y se lo guardó en el bolsillo cuando Hal entró en la sala.
—Me alegro de verle —dijo Caston.
—¿Gordi? —preguntó Ambler.
Sonrojándose, el auditor se volvió y se puso a mirar por la ventana.
—Pedí a los de mi oficina que comprobaran la base de datos de Aduanas —dijo Caston al cabo de unos momentos—. El doctor Ashton Palmer llegó ayer a Roissy. Está aquí.
—¿A los de su oficina? ¿Confía en su discreción?
—En realidad, se trata sólo de una persona. Mi asistente. Y sí, confío en él.
—¿Qué más ha averiguado?
—No he dicho que hubiera averiguado nada.
—Claro que sí —le corrigió Hal—. Aunque no verbalmente.
Caston contempló las paredes cubiertas de lienzos y frunció el ceño.
—Es un tanto complicado, y no sé qué conclusión sacar de ello. Lo llaman «cháchara», breves fragmentos de conversación que consiguen interceptar y que en sí mismos no tienen sentido, no dicen nada…
—¿Y sumados?
—Algo está ocurriendo, mejor dicho, algo está a punto de ocurrir. Algo relacionado con…
—China —le interrumpió Ambler.
—Ésa es la parte fácil del enigma.
—Explíquese.
—Lo difícil es usted. Si abordamos la cuestión de forma lógica, es el lugar por el que debemos empezar. Llámelo una variante del principio antrópico. Lo que denominamos los efectos de la selección de observaciones.
—Hable en cristiano, Caston.
Éste miró a Hal irritado.
—Los efectos de la selección de observaciones son muy comunes. ¿No ha comprobado nunca que en el supermercado se coloca con frecuencia en la cola más larga ante una caja? ¿Por qué? Porque son las colas donde hay más personas. Digamos que le digo que el señor Smith, del que usted no sabe nada, está en una de las colas ante una caja y usted tiene que adivinar cuál, basándose únicamente en que sabe cuántas personas hay en cada cola.
—Sería imposible.
—Pero las deducciones se basan en probabilidades. Y el resultado más probable es que el señor Smith esté en la cola donde haya más personas. Si uno da un paso atrás y se observa desde la perspectiva de una persona ajena, resulta evidente. El carril por el que circula el tráfico más lento es el que contiene mayor número de coches. Las leyes de probabilidades dicen que un conductor cualquiera seguramente está en ese carril. Eso significa usted. No es mala suerte o un espejismo lo que le hace pensar que en otros carriles el tráfico circula con más rapidez. Lo más probable es que sea así.
—De acuerdo —respondió Ambler—. Es obvio.
—Es obvio cuando se lo explican —observó Caston—. Es como si usted no supiera nada sobre una persona, salvo que hoy en día vive en este planeta, y le pidieran que adivinara el país de origen de esa persona, y usted dijera que es china. Erraría menos veces que si nombrara cualquier otro país de origen, sencillamente porque China es la nación más populosa del mundo.
—Por si no se ha dado cuenta —replicó Hal—, yo no soy chino.
—Cierto, pero está metido en algo relacionado con la política china. Y la pregunta es: ¿por qué usted? En el caso de la cola ante la caja del supermercado, pocas cosas le distinguen de otros compradores. Pero, en este caso, la población (la lista de posibles candidatos) es más singular.
—Yo no elegí meterme en esto. Me eligieron otros.
—De nuevo, la pregunta es: ¿por qué? —insistió el auditor—. ¿Qué información tenían sobre usted? ¿Qué datos eran pertinentes?
Ambler recordó lo que diversas personas pertenecientes al Grupo de Servicios Estratégicos le habían dicho. Que él era especial, según su criterio.
—Paul Fenton me dijo que habían decidido que yo era un mago porque me había «borrado» a mí mismo.
—Cuando, en realidad, le habían «borrado» otros, por decirlo así. Pero eso indica que necesitaban a un agente que no pudiera ser identificado. Y no un agente cualquiera. Un agente con unas dotes especiales, un agente con la extraordinaria habilidad de adivinar emociones. Un polígrafo andante.
—Fenton tenía mis expedientes de Estab, al menos algunos de ellos. No conocía mi nombre, mi nombre verdadero, pero conocía las misiones que había realizado, lo que había hecho, los lugares en los que había estado.
—Consideremos también ese factor. Por un lado, están sus características congénitas y, por otro, las características históricas: la persona que es usted y lo que ha hecho. Una de ellas o ambas cosas podían ser relevantes.
—No conviene sacar conclusiones precipitadas, ¿eh?
Caston sonrió. Sus ojos se posaron en un cuadro que mostraba un prado de un verde lujuriante, con unas pintorescas vacas y una joven lechera rubia que sonreía beatíficamente y portaba un cubo.
—¿Conoce la vieja historia sobre un economista, un físico y un matemático que viajan en coche por Escocia? Ven por la ventanilla una vaca de color castaño y el economista dice: «Es fascinante que las vacas en Escocia sean castañas». El físico replica: «Me temo que estás generalizando a partir de indicios. Sólo sabemos que algunas vacas en Escocia son castañas». Por último, el matemático sacude la cabeza y dice: «Os equivocáis. Los indicios no prueban nada. Lo único que podemos deducir, lógicamente, es que en este país existe al menos una vaca, y que uno de sus costados es castaño».
Ambler puso los ojos en blanco.
—Me equivoqué al decir que es usted el tipo que llega después de un tiroteo para recoger los casquillos. En realidad, es el tipo que, mil años más tarde, recoge los casquillos en un yacimiento arqueológico.
Caston se limitó a mirarlo.
—Simplemente trato de obligarle a buscar patrones. Porque lo cierto es que aquí hay un patrón. Changhua. Montreal. Y ahora París, el incidente Deschesnes.
—Changhua… Traté de impedirlo. Demasiado tarde, pero lo intenté.
—Pero falló. Y estaba allí.
—¿Y eso qué significa?
—Que debe de haber pruebas fotográficas de su presencia. No podemos extraer muchas deducciones a partir de una vaca castaña. Pero ¿de tres vacas castañas seguidas? Ahí es donde entra en juego la ley de probabilidades. La cuestión es por qué le querían a usted. Y para qué le querían. Changhua. Montreal. París. No se trata de acontecimientos aislados, Ambler.
—De acuerdo —respondió Hal irritado. El exceso de calefacción en el museo le hacía sudar—. No son acontecimientos aislados. ¿Y eso qué significa?
—Significa que debemos acudir a las matemáticas. Cero, uno, uno, dos, tres, cinco, ocho, trece, veintiuno, treinta y cuatro, cincuenta y cinco… Es la serie Fibonacci. Un niño puede mirar esos números y no ver el patrón. Pero lo tiene ante sus narices. Cada número en la serie es la suma de los dos precedentes. Cada serie es como ésta, por fortuita que parezca. Existe un patrón, una regla, un algoritmo, que hace que algo caótico tenga sentido. Esto es lo que necesitamos aquí. Debemos averiguar la forma en que cada acontecimiento está relacionado con el anterior, porque entonces sabremos cuál será el próximo acontecimiento. —Caston mostraba una expresión grave—. Aunque, claro está, podemos esperar a que se produzca el próximo acontecimiento. Eso aclararía el misterio. Por los indicios que tenemos, no tardaremos en comprobar a dónde conduce todo.
—Entonces probablemente será demasiado tarde —gruñó Ambler—. De modo que se trata de una serie. Lo que significa que usted no conoce la lógica que encierra.
—Lo que significa que debemos averiguar la lógica de la progresión de esos acontecimientos. —Caston miró a Hal con una expresión a un tiempo irónica y fría—. Si yo fuera supersticioso, diría que tenemos mala suerte.
—La suerte puede cambiar.
El auditor torció el gesto.
—Las series no cambian. A menos que uno haga que cambien.
Langley
Adrian Choi se tocó el piercing que llevaba en la oreja, sentado ante la mesa de su jefe. Se sentía bien sentado ahí, y no tenía nada de malo. Por lo demás, prácticamente no pasaba nadie por allí; el pasillo donde estaba el despacho de Caston no era una zona de acceso restringido, pero quedaba un tanto alejado. Como un despacho en Siberia. Hizo otra llamada telefónica.
Su jefe estaba emperrado en conseguir esos expedientes del personal de Parrish Island, y cuando Adrian le había preguntado cómo creía que lo lograría cuando él no lo había logrado, Caston había hecho una referencia a su «encanto personal». Adrian no tenía la autoridad del meticuloso auditor, pero había otros canales oficiosos. Esbozó su sonrisa más radiante cuando llamó a una asistente en el Centro Común de Recursos, una persona de su mismo nivel. Caston había hablado con el jefe de ésta sin resultado. Había rezongado, protestado y bramado. Adrian intentaría otro enfoque.
La mujer que atendió la llamada no se dejaría convencer fácilmente. Asumió de inmediato un tono suspicaz.
—Pabellón O, PIPF… Sí, lo sé —dijo—. Tengo que rellenar los impresos de solicitud.
—No, verá, ya nos han facilitado una copia de los expedientes —mintió Adrian.
—¿Se los han facilitado los del Centro Común de Recursos?
—Sí —respondió él con tono campechano—. Lo que quiero es otra copia.
—Ah —respondió la joven con menos frialdad—. Lo siento. Cosas de la burocracia, ¿comprende?
—Y que lo diga —contestó Adrian adoptando un tono de gran desenvoltura—. Me gustaría decir que es una cuestión de seguridad nacional. Pero se trata de salvar mi pellejo.
—¿A qué se refiere?
—Verá, Caitlin… Se llama Caitlin, ¿no?
—Así es —respondió la joven.
Adrian no sabía si se lo estaba imaginando, pero parecía que la chica se mostraba algo más receptiva.
—Parece ser el tipo de persona que nunca la pifia, de modo que no espero que me comprenda.
—¿Quién, yo? —respondió la joven riendo—. ¿Bromea?
—No, conozco a las personas que son como usted. Lo tienen todo bajo control. Cada papel en su despacho está en el lugar que le corresponde.
—Sin comentarios —respondió la joven. Adrian percibió su tono risueño.
—Es importante admirar a alguien —dijo—. Tengo en mi mente una imagen de usted. Deje que atesore esa imagen.
—Es usted muy divertido.
—Pues debí de hacer el payaso cuando envié el archivo al despacho del director de la CIA sin conservar una copia para mi jefe. —Adrian se expresaba con tono zalamero, coqueteando un poco con la chica—. Lo que significa que a mi jefe le va a dar un soponcio. Y yo ya puedo ir recogiendo mis cosas. —Se detuvo—. Mire, ése es mi problema, no el suyo. No quiero comprometerla. Déjelo estar. De veras…
La joven al otro lado de la línea telefónica suspiró.
—Lo malo es que se muestran inflexibles en ese tema, aunque Dios sabe por qué. Todo está en una base de datos secuestrada de nivel Omega.
—Las rivalidades intramuros siempre son las más feroces, ¿no?
—Supongo que sí —respondió la joven indecisa—. Veré qué puedo hacer, ¿de acuerdo?
—Me ha salvado la vida, Caitlin —contestó Adrian—. Se lo juro.
París
Burton Lasker miró por enésima vez su reloj mientras se paseaba por la sala de espera de Air France. Fenton no solía retrasarse. Pero los pasajeros habían empezado a embarcar y Fenton aún no había aparecido. Lasker se dirigió a los empleados situados en la puerta de embarque, quienes respondieron a su mirada interrogante negando con la cabeza; ya les había preguntado dos o tres veces si Fenton se había presentado. Estaba enojado. Había varias circunstancias que podían hacer que un pasajero se retrasara, pero Fenton era el tipo de persona que se preparaba para las exigencias e inconveniencias habituales de viajar. Tenía un sentido muy desarrollado de las tolerancias de la vida cotidiana y sabía hasta qué punto convenía ponerlas a prueba. Pero ¿dónde se había metido? ¿Por qué no respondía al móvil?
Hacía una década que Lasker trabajaba para él y, al menos durante los últimos años, se consideraba su lugarteniente más leal. Todo visionario necesitaba a alguien que se entregara en cuerpo y alma a la tarea de «ejecución», de «seguimiento». Burton lo hacía de forma magistral. Era un veterano de las Fuerzas Especiales, pero nunca había experimentado el desprecio que algunos militares sentían hacia los civiles: Fenton era un mecenas de los agentes encubiertos, como algunas personas son mecenas de artistas. Y era un auténtico visionario, que comprendía perfectamente que una asociación privada-pública podía transformar los puntos fuertes de Estados Unidos en operaciones clandestinas. Respetaba a Lasker por sus conocimientos de primera mano de las técnicas de combate y las sutiles operaciones de los escuadrones de contraterrorismo a los que había ayudado a entrenar. Por su parte, Lasker consideraba sus años con Fenton como los más valiosos y gratificantes de su vida de adulto.
¿Dónde diablos estaba? Cuando los empleados de Air France, encogiéndose de hombros con gesto de disculpa, cerraron las puertas de la rampa, Lasker sintió una opresión de angustia en la boca del estómago. Algo iba mal. Telefoneó a la recepción del hotel donde Fenton y él se habían alojado.
—No, monsieur Fenton no ha abandonado el hotel.
Decididamente, algo iba mal.
Laurel Holland se reunió por fin con Ambler y Caston en la cuarta planta del Museo Armandier, que seguía desierta, unos minutos más tarde de lo que habían planeado. Les explicó que sus recados le habían llevado más tiempo de lo previsto.
—Usted debe ser Clayton Caston —dijo al auditor tendiéndole la mano. Su talante, a la par que sus palabras, resultaba un tanto seco. Parecía temer lo que era Caston, lo que representaba como alto funcionario de la CIA. Al mismo tiempo, confiaba totalmente en el criterio de Ambler. Había decidido tratar con Caston y ella le apoyaría en todo. Confiaba en que no estuviera equivocado.
—Llámeme Clay —respondió el auditor—. Celebro conocerla, Laurel.
—Hal me ha dicho que es la primera vez que visita Francia. Yo también, aunque parezca increíble.
—Es la primera vez y, con suerte, será la última —gruñó Caston—. Odio este país. En el hotel, cuando abrí el grifo de la ducha que ponía «C» por poco me abraso. Juro que oí a cincuenta millones de franceses riendo a mandíbula batiente.
—Cincuenta millones de franceses no pueden equivocarse —comentó Laurel muy seria—. ¿No es lo que suele decirse?
—Cincuenta millones de franceses —replicó él con gesto de reproche— pueden equivocarse de cincuenta millones de formas.
—Pero ¿quién se va a molestar en contar? —preguntó Ambler con tono desenfadado, escrutando los rostros de los pocos transeúntes que pasaban por esa zona. Observó el periódico que Laurel había traído a modo de tapadera. Le Monde Diplomatique. En la portada había un artículo firmado por un tal Bertrand Louis-Cohn, al parecer un reputado intelectual. Hal lo leyó por encima; era una conferencia en el Foro Económico Mundial en Davos, pero el contenido parecía consistir en generalizaciones sobre la coyuntura económica actual. Algo sobre «la pensée unique», que, según decía Louis-Cohn, podía ser definido por sus enemigos como «la projection idéologique des intérêts financiers de la capitale mondiale» (la proyección ideológica de los intereses financieros de la capital global) o «l’hégémonie des riches», (la hegemonía de los ricos). El artículo seguía insistiendo en lo mismo, reciclando las críticas izquierdistas de l’ortodoxie libérale sin apoyarlas o rechazarlas. Todo el ensayo parecía un estilizado ejercicio, un kabuki[10] intelectual.
—¿Qué dice? —preguntó Laurel señalando el artículo.
—Trata sobre una reunión de titanes globales en Davos. El Foro Económico Mundial.
—Ya —dijo ella—. ¿Y ese tipo está a favor o en contra de ello?
—No tengo ni idea —respondió Ambler.
—Yo estuve allí una vez —dijo el auditor—. El Foro Económico Mundial quería que expusiese mis conocimientos sobre blanqueo de dinero. Les gusta invitar a unas cuantas personas que saben de qué hablan. Es como unas hojas verdes en un arreglo floral.
Hal contempló de nuevo la calle a través de la ventana, confirmando que nadie sospechoso rondaba por ahí.
—Estoy cansado de jugar a la gallina ciega. Sabemos que aquí hay un patrón, una progresión o una serie, como dice usted. Pero esta vez necesito conocer con antelación el próximo paso.
—Mi asistente está tratando de obtener más información del Centro Común de Recursos de Inteligencia —dijo el auditor—. Creo que debemos esperar a ver qué consigue averiguar.
Ambler lo miró con aspereza.
—Usted está aquí como observador, Caston. Nada más. Como he dicho, éste no es su mundo.
Wu Jingu era un hombre de voz suave, pero había comprobado que rara vez tenía dificultad en hacerse oír. Su carrera en el Ministerio de Seguridad del Estado le había dado fama de ser un analista riguroso, alguien que no era un optimista redomado ni un alarmista. Era una persona a quien la gente prestaba atención. Pero el presidente Liu Ang se mostraba indiferente a sus consejos. No era de extrañar que los músculos en los estrechos hombros de Wu estuviesen tensos.
Estaba tendido boca abajo e inmóvil sobre una mesa estrecha y acolchada mientras se preparaba para el masaje que recibía dos veces a la semana, tratando de eliminar el estrés de su mente.
—Tiene los músculos muy tensos —dijo la masajista mientras manipulaba con sus fuertes dedos la carne alrededor de los hombros de Wu Jingu.
Éste no reconoció la voz; no era su masajista habitual. Volvió la cabeza y miró a la sustituta.
—¿Dónde está Mei?
—Mei no se encuentra bien, señor. Me llamo Zhen. ¿Le parece bien que la sustituya?
Zhen era aún más guapa que Mei, tenía unas manos fuertes y conocía su profesión. Wu asintió satisfecho. El exclusivo y elitista spa Caspara, que acababa de abrirse en Pekín, empleaba sólo a las mejores masajistas: eso estaba claro. Wu Jingu se volvió de nuevo, colocando la cabeza en el espacio para la misma, y escuchó los sonidos grabados del murmullo del agua y las suaves notas de un guzheng. Sentía que los dedos de Zhen eliminaban la tensión acumulada en diversos puntos de su cuerpo.
—Excelente —murmuró—. Por el bien del barco, es preciso calmar las aguas turbulentas.
—Ésta es nuestra especialidad, señor —respondió Zhen—. Tiene los músculos tan tensos… Debe de tener muchas responsabilidades y muchos quebraderos de cabeza.
—Muchos —murmuró él.
—Pero yo conozco el remedio, señor.
—Estoy en tus manos.
La hermosa masajista empezó a aplicar acupresión en las plantas de los pies de Wu, quien experimentó una creciente sensación de ingravidez. El asesor en materia de seguridad del Estado estaba tan somnoliento que no reaccionó de inmediato cuando la mujer le clavó una aguja hipodérmica justo debajo de la uña del dedo gordo de su pie izquierdo; el pinchazo fue tan inesperado que al principio Wu apenas lo notó. Pero al cabo de unos momentos le invadió una sensación de total relajación, como una ola que le produjo un profundo aturdimiento. Durante los instantes siguientes, Wu tan sólo pudo pensar vagamente en la diferencia entre relajación y parálisis. Era como si estuviera muerto.
Luego Zhen verificó con frialdad que Wu, en efecto, estaba muerto.
Burton Lasker tomó el ascensor del Georges V junto con el joven director de rostro terso que estaba de servicio. Cuando llegaron a la séptima planta, éste llamó con los nudillos a la pesada puerta de roble, tras lo cual la abrió con una tarjeta especial. Los dos hombres recorrieron las habitaciones, pero no había rastro de su ocupante. Luego el director entró en el baño. Cuando salió, estaba demudado. Lasker entró apresuradamente y al ver lo que el otro hombre había contemplado emitió una exclamación de horror. Sintió como si tuviera un globo en el pecho que le impedía respirar con normalidad.
—¿Era usted amigo suyo? —inquirió el hotelero.
—Amigo y socio —confirmó Lasker.
—Lo lamento. —El hombre se detuvo, sin saber qué hacer—. No tardará en venir la policía. Haré las llamadas pertinentes.
Lasker permaneció inmóvil, tratando de calmarse. Paul Fenton. Su cuerpo enrojecido y llagado estaba tendido en la bañera, desnudo. Observó que el agua seguía manando, la botella vacía de vodka en el borde de la bañera… Un montaje que quizá confundiera a los gendarmes, pero que a él no le engañaba.
Un hombre extraordinario —un gran hombre— había sido asesinado.
Lasker sospechaba quién estaba detrás de ello, y cuando examinó el teléfono inteligente de Paul Fenton, sus sospechas quedaron confirmadas. El responsable de lo ocurrido era el hombre que su socio llamaba Tarquin. Un hombre que él conocía bien.
Tarquin había servido en la Unidad de Estabilización Política, y Lasker —cuyo alias era Cronus— había tenido la mala suerte de trabajar con él en un par de misiones. Tarquin se creía superior a sus colegas y no daba importancia a la impagable ayuda que éstos le prestaban. Era famoso por su singular habilidad de adivinar lo que la gente pensaba, un don que a algunos de los estrategas en Operaciones Consulares impresionaba exageradamente. Ignoraban lo que un agente experimentado como Cronus sabía: que el éxito de una operación residía siempre en la potencia de fuego y la fuerza bruta.
Tarquin había matado al hombre más grande que Lasker había conocido jamás, y pagaría por ello. Pagaría con la única moneda que él aceptaría: su vida.
Lo que más le enfurecía era que en cierta ocasión había salvado la vida a Tarquin, aunque éste no se había molestado en expresarle la menor gratitud. Lasker recordó una noche húmeda, infestada de mosquitos, hacía casi diez años, en la selva de Jafra, Sri Lanka. Esa noche, él había arriesgado el pellejo al irrumpir en una cabaña en la selva, enfrentándose a un fuego graneado, para salvar a Tarquin de un grupo de terroristas que planeaban asesinarlo. Lasker recordó con amargura el viejo adagio: «Toda buena obra obtiene su castigo». Había salvado la vida de un monstruo, un error que ahora se disponía a subsanar.
Fenton no le explicaba todo lo que se traía entre manos, ningún visionario lo hacía. En cierta ocasión, cuando Lasker le había preguntado la razón fundamental de una misión, le había respondido con tono jovial:
—La tuya es cumplirla y matar.
Pero la presente situación no tenía nada de divertida.
Lasker examinó la agenda de direcciones del telefóno inteligente de Fenton. Enviaría un mensaje al hombre condenado. Pero en primer lugar llamaría a la docena de «asociados» que el GSE tenía en París. Después de alertarlos de inmediato, les remitiría unas órdenes precisas de movilización.
Una profunda pena se apoderó de Lasker, pero no podía permitirse llorar la muerte de su jefe hasta haberlo vengado. Hizo acopio de la disciplina que exigía su singular profesión. Concertaría una cita al atardecer con el hombre condenado.
Sería el último atardecer que Tarquin contemplaría, pensó Lasker.
Caleb Norris pulsó el botón para silenciar su móvil. Era absurdo que la CIA permitiese la utilización de móviles en la sede, pensó. Su presencia invalidaba muchas de las complejas medidas de seguridad que se tomaban, era algo así como comprobar que un colador no deja pasar el agua. Pero en esos momentos las circunstancias le beneficiaban.
Metió varios papeles en la trituradora junto a su mesa, tomó su chaqueta y, por último, abrió con llave una caja revestida de acero que guardaba en su escritorio. La pistola de cañón largo cabía en su maletín.
—Que tenga muy buen viaje, señor Norris —dijo Brenda Wallenstein con su característica voz nasal. Había sido la secretaria de Norris durante los últimos cinco años y seguía fielmente las modas en materia de lesiones sufridas en el lugar de trabajo. Cuando empezaron a aparecer historias nuevas sobre trastornos causados por movimientos repetitivos, Brenda comenzó a utilizar muñequeras especiales y vendas a presión. Recientemente, solía llevar auriculares especiales, como una telefonista, para no someter a su cuello a los riesgos de ajustarse unos auriculares convencionales. Tiempo atrás, recordaba Norris, su secretaria había mostrado una hipersensibilidad a ciertos perfumes; el que esas alergias no hubieran ido más allá se debía tan sólo a la limitada capacidad de concentración de Brenda.
Hacía tiempo que Norris había llegado a la conclusión de que su secretaria prefería imaginar que su tarea —que consistía principalmente en trabajar ante el ordenador y atender el teléfono— era, en cierto modo, tan peligrosa como una misión de los marines. En su imaginación, se recompensaba con numerosas medallas por «lesiones sufridas en combate».
—Gracias, Brenda —respondió—. Espero que así sea.
—Procure no coger una insolación —le previno su secretaria con su infalible instinto para identificar el lado negativo de todas las situaciones—. Allí incluso ponen unas pequeñas sombrillas en las bebidas para que éstas no se quemen bajo el sol. Esos rayos son muy potentes. He mirado en Internet las previsiones metereológicas en Saint John y las Islas Vírgenes, y al parecer hará un tiempo estupendo.
—Celebro saberlo.
—Joshua y yo fuimos un año a Saint Croix. —Brenda pronunció el nombre tal como se escribe—. Él se quemó el primer día, y se pasó todo el tiempo untándose pasta dentífrica de menta en la cara para refrescarse. ¿Se lo imagina?
—Prefiero no hacerlo, si no le importa. —Norris pensó en llevar munición adicional, pero decidió no hacerlo. Pocos sabían que era un excelente tirador.
Brenda se rió.
—Más vale prevenir que curar, ¿no? Pero Saint John tiene que ser una maravilla. Ese cielo azul, ese mar azul, esa arena blanca… Acabo de comprobarlo y su coche le espera en el aparcamiento dos A con su equipaje. A esta hora, no tardará ni treinta minutos en llegar a Dulles. Todo irá perfectamente.
Brenda tenía razón —pese a su locuacidad y a las incomodidades que ella misma se imponía—, era muy eficiente—, pero Cal Norris se había dado tiempo de sobra para llegar al aeropuerto. Incluso tras rellenar todos los impresos pertinentes —declarar un arma era un trámite bastante engorroso—. En tales circunstancias, la cola en Business Class avanzaba con más rapidez.
—Buenas tardes —le saludó el empleado de las líneas aéreas detrás del mostrador con el tono de rigor—. ¿Adónde se dirige hoy?
Norris le entregó su billete.
—A Zúrich —respondió.
—Supongo que para esquiar. —El empleado examinó el pasaporte y el billete de Norris antes de sellar su tarjeta de embarque.
—Por supuesto —contestó él consultando su reloj.
Mientras observaba una ráfaga de aire barrer la calle frente al Museo Armandier, Ambler sintió la BlackBerry vibrar en un bolsillo interior de su chaqueta. Debía de ser un mensaje de Fenton o de uno de sus empleados, los cuales le habían facilitado el artilugio. Miró la pequeña pantalla. Un representante de Fenton había llamado para concertar una cita esa tarde, esta vez al aire libre. Cuando volvió a guardar el artilugio en su bolsillo, sintió cierta aprensión.
—¿Dónde? —preguntó Laurel.
—En Père-Lachaise —respondió él—. No es un lugar para dar rienda suelta a la imaginación, pero tiene ciertas ventajas. Y a Fenton no le gusta reunirse dos veces en el mismo sitio.
—Me preocupa —dijo ella—. No me gusta la idea.
—¿Porque es un cementerio? Es como si fuera un parque de atracciones. Es una zona muy transitada. Confía en mí, sé lo que hago.
—Ojalá tuviera su seguridad —intervino Caston—. Fenton es un indeseable. Su acuerdo con el gobierno federal es de lo más turbio. Hice que en mi oficina lo investigaran y está enterrado bajo una partida de gastos secreta. Un misterio a alto nivel, que no puedo descifrar mientras esté aquí. Pero me encantaría tener la oportunidad de repasar esos números. Seguro que es algo de lo más irregular. —Pestañeó—. La verdad es que una cita en Père-Lachaise con ese tipo de gente… rebasa la categoría de riesgo para inscribirse en el oscuro ámbito de la incertidumbre.
—Maldita sea, Caston, ya vivo en el oscuro ámbito de la incertidumbre —le espetó Ambler—. ¿O no lo había notado?
Laurel apoyó una mano en la de Hal.
—Sólo digo que te andes con cuidado. No sabes qué se proponen esas personas.
—Tendré cuidado. Pero nos estamos acercando.
—¿Te refieres a descubrir lo que te hicieron?
—Sí —respondió él—. Y a averiguar lo que tienen planeado para el resto del mundo.
—Cuídate, Hal —dijo Laurel. Luego, tras mirar a Caston de refilón, se inclinó hacia delante y le susurró a Ambler en el oído—: Insisto en que esto me da mala espina.
Pekín
—Debemos enviar el mensaje al presidente Liu —dijo Wan Tsai, su expresión de horror magnificada por sus gafas convexas con montura de metal.
—Pero ¿y si la muerte del camarada Chao fue un accidente? —pregunto Li Pei. Ambos hombres se habían reunido en el despacho de Wan Tsai, en el edificio de Gobierno.
—¿Lo crees realmente? —preguntó Wan Tsai.
—No —respondió Li Pei. Al respirar, el anciano emitía un ligero silbido—. No lo creo.
Li Pei tenía setenta y tantos años, pero en esos momentos aparentaba más edad aún.
—Hemos utilizado todos los canales habituales —dijo Wan Tsai por enésima vez—. Hemos dado la voz de alarma. Pero por lo visto ya ha despegado, no tardará en llegar a su destino. Debemos obligarle a regresar.
—Pero no regresará —contestó Li Pei respirando trabajosamente—. Ambos lo conocemos bien. Es astuto como un zorro, y terco como una mula. —Su arrugado semblante mostraba una expresión de tristeza—. Y quién sabe si en casa le aguardan peligros más graves. ¿Has hablado con Wu Jingu, el colega de Chao?
—Nadie sabe dónde se encuentra en estos momentos. —El economista tragó saliva.
—¿Cómo es posible?
Wan Tsai meneó la cabeza enérgicamente.
—Nadie lo sabe. Pero he hablado con todos los demás. Todos queremos pensar que lo que le ocurrió a Chao fue un accidente. Pero no podemos. —El economista se pasó la mano por su espesa y canosa cabellera.
—Deberíamos empezar a pensar también en Wu Jingu —dijo el anciano.
Su expresión horrorizada amenazaba con destruir lo que restaba de la compostura de Wan Tsai.
—¿Quién está a cargo del séquito de seguridad de Liu Ang?
—Ya lo sabes —respondió el astuto campesino.
Wan Tsai cerró los ojos un instante.
—Te refieres al EPL.
—Una unidad bajo el control del EPL. Viene a ser lo mismo.
Wan Tsai miró a su alrededor, su gigantesco despacho, el imponente edificio de Gobierno, las fachadas de Zhongnanhai que eran visibles desde su ventana exterior. Las puertas, los muros, la verja, los barrotes… Todas las medidas de seguridad parecían destinadas a producir una sensación de encarcelamiento.
—Hablaré con el general a cargo de la unidad —dijo Wan Tsai de súbito—. Se lo imploraré personalmente. Muchos de esos generales son hombres de honor, a un nivel personal, al margen de sus opiniones políticas.
Al cabo de unos minutos, había logrado ponerse en contacto con el hombre en cuyas manos estaba en esos momentos la seguridad de Liu Ang. Wan Tsai no le ocultó sus temores, reconoció que no estaban fundados en pruebas, e imploró al general que ordenara a sus hombres que transmitieran un mensaje urgente al presidente.
—No se preocupe —respondió el general del EPL en mandarín, con el tosco acento de los hakka—. Nada es más importante para mí que la seguridad de Liu Ang.
—Le aseguro que todos los que trabajamos con él nos sentimos profundamente inquietos —dijo el economista por enésima vez.
—Estamos de acuerdo —respondió el oficial del EPL, el general Lam, con tono tranquilizador—. Como dice la gente de mi pueblo: «Ojo derecho, ojo izquierdo». Le garantizo que la seguridad de nuestro querido líder es mi principal prioridad.
Al menos Wan Tsai creyó que eso fue lo que dijo el general. El marcado acento del oficial hizo que la palabra «prioridad» sonara casi como otra palabra en mandarín, rara vez utilizada, que significaba «juguete.»