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Ambler abrió los ojos, los fijó en el pálido auditor y empezó a hablar, desgranando un relato de sus movimientos y observaciones tan detallado como pudo. El tiempo había oscurecido mil detalles, pero las líneas esenciales del episodio las recordaba ahora con toda claridad.

—Temí que hubiera perdido durante un rato el conocimiento —dijo Caston después de que Hal hablara durante cinco minutos seguidos—. Me alegro de que haya regresado entre los vivos. —Dejó la publicación que había estado leyendo, The Journal of Applied Mathematics and Stochastic Analysis—. Ahora haga el favor de levantarse de mi cama.

—Lo siento. —Ambler se desperezó, se levantó y se sentó en la butaca de color mostaza. Debió de quedarse dormido. Según su reloj, habían transcurrido cuatro horas.

—¿De modo que Transience era Ellen Whitfield?

—Era el alias que utilizaba cuando participaba en una misión en el extranjero. Cuando los archivos se digitalizaron, esos datos se perdieron. No se conservan expedientes oficiales. Y menos los suyos. Whitfield quería borrarlo todo. Dijo que era por motivos de seguridad.

—Eso explica por qué a nadie le sonaba el nombre —comentó Caston. Observó unos momentos al agente en silencio—. ¿Quiere otra copa?

Ambler se encogió de hombros.

—¿Hay agua mineral en el minibar?

—Sí, unas botellas de Evian. Según el tipo de cambio actual, sale a nueve dólares con veinticinco centavos unos quinientos mililitros. Eso equivale a dieciséis coma nueve onzas. De modo que la onza cuesta cincuenta y cinco centavos. ¿Cincuenta y cinco centavos una onza de agua? Me entran ganas de vomitar.

Hal suspiró.

—Admiro su precisión.

—Pero ¿qué dice? Estoy redondeando las cifras.

—Por favor, dígame que no tiene familia.

Caston se sonrojó.

—Debe de volverlos locos.

—En absoluto —contestó el auditor, casi sonriendo—. Porque no me hacen el menor caso.

—Eso debe de volverle loco a usted.

—De hecho, me parece perfecto. —Durante unos momentos el rostro de Caston dejó entrever una curiosa expresión. Ambler captó un atisbo de una actitud casi reverencial que le hizo comprender, sorprendido, que el auditor seco y adusto era un padre entregado a sus hijos. Luego ese hombrecillo curioso regresó al asunto que les ocupaba con tono brusco y profesional—. Descríbame con el máximo detalle al hombre que estaba con la subsecretaria Whitfield, sentado en su biblioteca.

Hal fijó la vista en el infinito mientras evocaba la imagen. Un hombre de sesenta y tantos años. El pelo plateado, bien peinado, y una frente amplia y lisa. Un rostro de rasgos armoniosos y una expresión atenta, los pómulos pronunciados, el mentón marcado. Empezó a describir al tipo que recordaba.

Tras escucharle, Caston guardó de nuevo silencio. Luego se levantó, visiblemente nervioso; en su frente pulsaba una vena.

—No es posible —murmuró.

—Es lo que recuerdo —dijo Hal.

—Está describiendo a… Es imposible.

—Venga, desembuche.

Caston acarició su ordenador portátil, que había conectado al enchufe del teléfono. Después de teclear unas palabras en un buscador, se apartó para que Ambler echara un vistazo. La pantalla mostraba la imagen de un hombre. El hombre que Ambler había visto en casa de Whitfield.

—Es él —confirmó con voz tensa.

—¿Sabe quién es?

Ambler negó con la cabeza.

—Se llama Ashton Palmer. Fue profesor de Whitfield cuando era estudiante de posgrado.

Hal se encogió de hombros.

—¿Y?

—Más tarde ella repudió a Palmer y todo cuanto éste representaba. No mantuvo ningún contacto con él. De lo contrario la subsecretaria no habría hecho carrera.

—No comprendo.

—¿No le suena el nombre de Ashton Palmer?

—Vagamente —respondió Ambler.

—Quizá sea usted demasiado joven. Tiempo atrás, hace unos veinte o veinticinco años, Palmer era la luz más brillante de los expertos en política extranjera. Escribió artículos que fueron publicados en Foreign Affairs. Los dos partidos políticos le cortejaban. Dio seminarios en el Antiguo Edificio Ejecutivo, en el Ala Oeste, en el Despacho Oval. La gente estaba pendiente de cada palabra que pronunciaba. Obtuvo un nombramiento honorario en el Departamento de Estado, pero ambicionaba más. Estaba destinado a ser el próximo Kissinger: uno de esos hombres cuya visión deja huella en la historia, para bien o para mal.

—¿Y qué ocurrió?

—Muchos opinan que se destruyó a sí mismo. O quizá se equivocara en sus cálculos. Llegó a ser conocido como un extremista, un peligroso fanático. Quizá pensó que su autoridad política e intelectual había alcanzado un nivel que le permitía expresar sus opiniones con franqueza, y ganar adeptos por el mero hecho de que era él quien exponía esos argumentos. Pero se equivocó. Los criterios que expresaba eran muy extremos y habrían colocado a este país en un rumbo histórico peligroso. Palmer pronunció un discurso muy incendiario en el Instituto Macmillan de Política Exterior, en Washington, y después varios países, creyendo que Palmer representaba al gobierno, o a una facción del gobierno, amenazaron con llamar a sus embajadores a consulta. ¿Se lo imagina?

—Cuesta creerlo.

—El secretario de Estado pasó toda la noche al teléfono. Prácticamente en un abrir y cerrar de ojos, Palmer se convirtió en una persona non grata. Ocupó un cargo de profesor en una de las selectas universidades de la costa noreste; fundó su propio centro académico y le ofrecieron un puesto en la junta de directores de una «fábrica de ideas» un tanto marginal en Washington. Esta imagen está sacada de la página web de Harvard. Pero cualquiera en el Departamento de Estado que mantenía una relación demasiado estrecha con Palmer se convirtió en un elemento sospechoso.

—De modo que ninguno de sus alumnos consiguió prosperar.

—Lo cierto es que hay muchos «palmeritas» en el gobierno. Estudiantes brillantes, graduados por la Escuela Harvard’s Kennedy. Pero si uno quiere hacer carrera, no puede confesar que es un «palmerita». Y no puede mantener una relación con ese sinvergüenza.

—Tiene sentido.

—Usted los vio juntos, y eso no tiene sentido.

—Explíquese.

—Hablamos de una de las figuras más destacadas del Departamento de Estado en compañía de Ashton Palmer. ¿No comprende que es un tema explosivo? ¿No comprende lo desastroso que podría ser para la subsecretaria? Como dijo en cierta ocasión un jurista americano: «No hay mejor desinfectante que la luz del sol». Y eso es justamente lo que ellos no podían permitirse.

Ambler entrecerró los ojos, evocando el semblante enrojecido de ira de Ellen Whitfield: ahora comprendía el temor que había intuido en ella.

—Así que se trataba de eso.

—Yo no me aventuraría a decir que se trataba sólo de eso. —Caston, como siempre, se mostraba preciso—. Pero que un importante miembro del Departamento de Estado tenga tratos con Palmer es un suicidio profesional. Como directora de la Unidad de Estabilización Política, Whitfield no podía tener ningún vínculo con él.

Hal se reclinó en la butaca. Ellen Whitfield, una mujer inteligente y una consumada embustera —reflexionó—, probablemente podría haber aducido cualquier pretexto para explicar a otra persona el motivo de la presencia de Palmer en su casa. Pero a él no podía engañarlo.

Por eso se lo había quitado de en medio. No podía permitir que Ambler divulgara esa información. La cinta en que se le oía desvariar como un desquiciado constituía una póliza de garantía que demostraba que nada de lo que él dijera podía ser tomado en serio.

Esa noche Whitfield, aterrorizada, debió de activar un 918PSE, el protocolo, rara vez utilizado, de una emergencia psiquiátrica con respecto a un agente clandestino. Puesto que Hal le había dicho que había «tomado sus precauciones», insinuando que en caso de que él muriese la información que la incriminaba saldría a la luz, Whitfield debió pensar que la única solución era encerrarlo. Y luego hacer que desapareciese.

Ambler sintió que el corazón se le salía del pecho mientras trataba de comprender cómo era posible que un incidente tan nimio hubiese causado semejantes estragos en su existencia. ¿Qué trataba de ocultar la subsecretaria? ¿Una relación personal… o algo más?

Hal se disculpó y utilizó su móvil para llamar a Laurel. Le dio los nombres de los dos protagonistas de la historia. Convinieron en que ella se dirigiera a la gigantesca Biblioteca Nacional de Francia, situada en el Distrito Octavo, donde sin duda hallaría en sus amplios archivos material que no sería fácilmente accesible por otros medios. Cuando colgó, Ambler se sintió más calmado y comprendió el verdadero motivo de que hubiera llamado a Laurel. Necesitaba oír su voz. Era así de simple. Laurel Holland había impedido que cayera en la más profunda desesperación, y seguía siendo un referente de cordura en un mundo que parecía haber enloquecido.

Al cabo de un rato, Caston se volvió hacia él. Había algo que le intrigaba.

—¿Puedo hacerle una pregunta personal?

Hal asintió con aire distraído.

—¿Cómo se llama?

Lo mejor de lo mejor para Paul Fenton, pensó la subsecretaria Whitfield cuando éste la invitó a entrar en sus aposentos, la suite imperial del elegante Hotel Georges V. El establecimiento de ocho plantas, ubicado a medio camino entre el Arco de Triunfo y el Sena, era posiblemente el más famoso de la ciudad, y no sin razón. La mayoría de las habitaciones estaban decoradas en una versión más liviana y sutil del estilo Luis XVI. Pero no la suite imperial, que hacía que las otras, en comparación, mostrasen casi la austeridad del estilo Bauhaus. En la suite imperial, un imponente vestíbulo daba acceso a un espacioso salón y un cuarto de estar y comedor contiguos. Había incluso un lavabo junto al salón para visitantes, huéspedes del huésped. La suite estaba decorada con numerosas pinturas y esculturas que rendían homenaje a Napoleón y Josefina. Aparte de las paredes, tapizadas con un tejido amarillo dorado, el tema imperio estaba representado por tonos verdes y maderas oscuras. Por doquier había bronces y jarrones de flores, en una profusión arbórea. Desde la ventana se divisaba una espectacular vista de la silueta urbana de la Ciudad de la Luz, en la que los Inválidos, la Torre de Montparnasse y, por supuesto, la Torre Eiffel eran claramente visibles.

Ellen Whitfield admiró la vista. La suite le parecía espantosa. Para su refinado gusto, resultaba recargada, atestada de objetos decorativos, cursi, pretenciosa. Pasó los dedos sobre los brazos de la butaca, que eran de madera adornados con motivos egipcios en bronce dorado.

—No sé si te he dicho lo agradecida que te estoy, lo agradecidos que te estamos todos, por cuanto has hecho por nosotros durante estos años. —Whitfield se expresó con sinceridad, abriendo mucho los ojos casi en un gesto sensual. Se inclinó hacia delante. De cerca, observó lo tersa, lisa y sonrosada que era la piel de Fenton, como si hubiera estado toda la mañana con una mascarilla de barro sobre el rostro. Tenía los desarrollados pectorales y musculosos brazos de una persona que pasa horas en el gimnasio. Era un hombre con múltiples proyectos en su vida; evidentemente, uno de ellos era su cuerpo.

Fenton se encogió de hombros.

—¿Quieres un café?

La subsecretaria volvió la cabeza hacia un aparador de ébano.

—He observado que tenías una bandeja de café preparada, todo un detalle por tu parte. Pero deja que yo lo sirva. —Whitfield se levantó y regresó con la bandeja. Había una cafetera de plata con el interior de cristal que contenía café recién hecho, una jarrita de cerámica para la leche y un azucarero—. Yo haré los honores —dijo la subsecretaria sirviendo café en dos delicadas tazas de Limoges.

Se recostó en la butaca imperio y bebió un trago del excelente café; le gustaba negro. Sabía que Fenton prefería que estuviera muy dulce y le observó servirse varias cucharadas de azúcar, como hacía siempre.

—Tanto azúcar te matará —murmuró Whitfield con un tono de censura maternal.

Él bebió un trago y sonrió.

—Vivimos tiempos muy interesantes, ¿no te parece? Siempre ha sido un honor para mí ayudaros en lo que pudiese. Es un placer trabajar con alguien que ve las cosas como yo. Los dos entendemos que Estados Unidos merece un mañana más seguro. Los dos entendemos que uno tiene que combatir hoy la amenaza que se cierne sobre el mañana. Más vale prevenir que curar, ¿no?

—Cuanto antes se aplique el remedio, mejor —respondió Whitfield—. Y nadie lo hace mejor que vosotros. Sin tus hombres y tus sistemas de inteligencia, jamás habríamos podido hacer progresos tan cruciales. Para nosotros, no eres sólo un agente privado. Eres un socio de pleno derecho en la misión de preservar el ascendiente de nuestro país.

—Nos parecemos en muchos aspectos —dijo Fenton—. A los dos nos gusta ganar. Y eso es lo que estamos haciendo: ganar. Ganar para un equipo en el que ambos creemos.

Whitfield lo observó mientras apuraba su café y depositaba la taza vacía en el platito.

—Es más fácil ganar —comentó— cuando tus adversarios ni siquiera saben que estás disputando una partida. —Miró a Fenton con expresión de profunda gratitud.

Éste asintió; cerró los ojos y volvió a abrirlos, como si le costara ver con claridad.

—Pero sé que no querías reunirte aquí conmigo sólo para felicitarme —dijo arrastrando ligeramente las palabras.

—Ibas a informarme sobre cómo va todo con Tarquin —respondió Whitfield—. Deduzco que no sabe que te hospedas en este hotel. ¿Has tomado precauciones?

Fenton asintió somnoliento.

—Me reuní con él en un piso franco. Pero lo ha hecho muy bien. —Bostezó—. Disculpa —dijo—, supongo que empiezo a sentir los efectos del jet lag.

Whitfield le volvió a llenar la taza.

—Debes de estar rendido, con todo lo que ha ocurrido durante los últimos días —dijo observándole con atención. Se dio cuenta de que Fenton no pronunciaba con claridad las consonantes y empezaba a dar cabezadas.

El hombre bostezó de nuevo y se rebulló en el sofá.

—Esto es muy extraño —murmuró—, no puedo mantener los ojos abiertos.

—Relájate —respondió Whitfield—. No luches contra el sueño. —Sus agentes no habían tenido problema alguno en aderezar el azúcar con un potente depresor del sistema nervioso, un derivado cristalino de gamma-hidroxibutirato, el cual, en niveles elevados para inducir inconsciencia, no sería detectado por un examen forense, puesto que sus metabolitos se hallaban presentes de forma natural en el suero de los mamíferos.

Fenton abrió los ojos unos instantes, quizás en respuesta al gélido tono que había adoptado Whitfield, y emitió el sofocado gemido de una persona somnolienta.

—Lo lamento sinceramente. —La subsecretaría miró su reloj—. Ha sido una decisión difícil para Ashton y para mí. No es que dudemos de tu lealtad. No es eso. Pero… ya sabes cómo soy. No te habría costado hacer ciertas deducciones y no estábamos seguros de que te gustara el cuadro que habrías visto. —Miró a Fenton, tumbado en una postura que indicaba que estaba inconsciente. ¿Había oído siquiera sus palabras?

No obstante, lo que había dicho Ellen Whitfield era verdad. Corrían el riesgo de que Fenton se sintiera traicionado al averiguar la auténtica naturaleza de la operación en la que había participado, y sentirse traicionado suele engendrar traición. El acontecimiento que estaba a punto de producirse era demasiado importante para permitir que algo fallara. Todos tenían que desempeñar su papel a la perfección.

Mientras contemplaba el cuerpo inmóvil ante ella, pensó que Paul Fenton así lo había hecho.