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El edificio poseía la invisibilidad de lo corriente. Podía haber sido un espacioso instituto o un centro regional de recaudación de impuestos. La imponente estructura de ladrillo marrón —cuatro plantas alrededor de un patio interior— era como tantos otros edificios construidos en las décadas de 1950 y 1960. A un transeúnte que pasara por allí no le habría llamado la atención.
Pero ningún transeúnte pasaba por allí, por esa isla barrera situada a diez kilómetros de la costa de Virginia. Oficialmente, la isla formaba parte del National Wildlife Refuge System del gobierno norteamericano (o NWRS)[1], y cualquiera que hiciera algunas pesquisas habría averiguado que, debido a la extrema fragilidad de su ecosistema, los visitantes tenían prohibido el acceso a la misma. Una parte de sotavento de la isla constituía un hábitat para águilas pescadoras y serretas grandes: aves raptoras y sus presas, ambas especies en peligro de extinción debido al hombre, el mayor depredador. Pero la parte central de la isla estaba ocupada por un recinto de más de seis hectáreas con unos cuidados céspedes y unas pendientes minuciosamente trazadas, donde se hallaba situado el edificio de aspecto vulgar y corriente.
Los barcos que recalaban en Parrish Island tres veces al día ostentaban las siglas NWRS y, de lejos, no se advertía que el personal que era transportado a la isla no tenía pinta de guardabosques. Si una embarcación de pesca averiada trataba de atracar en el muelle de la isla, era interceptada por unos hombres vestidos de caqui con sonrisas afables y ojos duros y fríos. Nadie se acercaba nunca lo suficiente para ver o preguntarse qué hacían allí las cuatro torres de vigilancia, o la valla electrificada que rodeaba el recinto.
El centro psiquiátrico de Parrish Island, pese a su aspecto anodino, contenía una maraña más espesa que la maleza que lo rodeaba: la de la mente humana. Pocas personas en el gobierno sabían que existía ese centro. Pero la mera lógica había decretado su existencia: un centro psiquiátrico para pacientes que estaban en posesión de un material muy sensible. Un lugar seguro y necesario para tratar a alguien que había perdido el juicio y su mente estaba llena de secretos de Estado. En Parrish Island podían resolver con eficacia los peligros potenciales de seguridad. Todos los empleados eran investigados minuciosamente, poseían unas credenciales impecables y durante las veinticuatro horas funcionaban sistemas de vigilancia de audio y vídeo que reforzaban la protección contra cualquier fallo de seguridad. Para mayor seguridad, el personal clínico de la institución era rotado cada tres meses, minimizando así la posibilidad de que se establecieran relaciones peligrosas entre empleados y pacientes. Los protocolos de seguridad estipulaban incluso que los pacientes fueran identificados por un número, nunca por su nombre.
A veces ingresaban a un paciente que consideraban que presentaba un riesgo muy elevado, bien debido a la naturaleza de su trastorno psíquico o al carácter extremadamente confidencial de lo que sabía. Ese tipo de paciente era aislado de los demás y recluido en un pabellón separado y cerrado a cal y canto. En el ala oeste de la cuarta planta había un paciente que reunía esas características, el número 5312.
Un empleado que hubiera sido rotado recientemente al Pabellón 4O y se encontrara por primera vez con el paciente número 5312 sólo podía estar seguro de lo que saltaba a la vista: que medía aproximadamente un metro ochenta de estatura y aparentaba unos cuarenta años; con el pelo castaño y cortado al rape y unos ojos de un azul diáfano. Si sus miradas se cruzaban, el empleado sería el primero en desviar la vista, pues la intensidad de la mirada del paciente era desconcertante, casi físicamente penetrante. El resto de su perfil se hallaba en su historial psiquiátrico. En cuanto a la maraña de su mente, sólo cabía hacer conjeturas.
En alguna parte del Pabellón 4O se producían explosiones, barullo y gritos, pero eran silenciosos, relacionados con los agitados sueños del paciente, los cuales se hacían más vívidos cuando el sueño comenzaba a disiparse. Esos momentos antes de despertarse, cuando el espectador sólo es consciente de lo que ve —un ojo carente de un «yo»— estaban llenos de imágenes que se combaban como una película ante la bombilla recalentada de un proyector. Un mitin político en un día sofocante en Taiwán: miles de ciudadanos congregados en una amplia plaza, refrescados sólo por una brisa ocasional. Un candidato político, abatido cuando pronunciaba un discurso por una detonación pequeña, contenida, mortal. Unos momentos antes, el candidato que se había expresado con elocuencia, con pasión, ahora yacía postrado en la tarima de madera, en un charco de su propia sangre. El político alzó la cabeza, mirando a la multitud por última vez, y sus ojos se posaron en una persona que formaba parte de la muchedumbre: un chang bizi, un occidental. La única persona que no gritaba, lloraba ni huía. La única persona que no parecía sorprendida, pues se hallaba en presencia de su obra. El candidato expiró mirando al hombre que había atravesado medio mundo para matarlo. Luego la imagen se combó, centelleó y ardió envuelta en un fogonazo blanco.
Un sonido distante emitido por un orador invisible, una tríada[2] de poca monta, y Hal Ambler abrió sus ojos legañosos.
¿Había amanecido? En su celda carente de ventanas, Ambler no podía adivinarlo. Pero era «su» mañana. A lo largo de media hora las suaves luces fluorescentes empotradas en el techo fueron adquiriendo más intensidad: un amanecer tecnológico, más luminoso debido a la blancura del entorno. Al menos, comenzaba el simulacro de un día. La celda de Hal medía casi tres metros por tres y medio; el suelo estaba revestido de vinilo blanco y las paredes cubiertas con espuma de poliestireno, un material denso y gomoso que cedía ligeramente al tacto, como el suelo de los cuadriláteros de lucha libre. Al poco rato, la puerta tipo escotilla se abrió, emitiendo un suspiro hidráulico. Ambler conocía esos detalles, y centenares de detalles parecidos. Constituían el eje sobre el que giraba la vida en un centro de máxima seguridad, si es que eso podía llamarse vida. Pasaba por unos períodos de sombría lucidez intercalados con otros en un estado de fuga disociativa. Experimentaba una profunda sensación de que había sido abducido, no sólo su cuerpo, sino su alma.
Durante una carrera de casi dos décadas como agente secreto, a Hal le habían secuestrado en alguna ocasión —en Chechenia y Argelia—, sometiéndole a períodos de confinamiento solitario. Sabía que esas circunstancias no inducían a una profunda reflexión, a un análisis minucioso ni a planteamientos filosóficos. La mente estaba llena de fragmentos de melodías publicitarias, canciones pop con letras recordadas a medias y de una intensa percepción de las pequeñas molestias corporales. Como remolinos, deslizándose a la deriva, pues en última instancia la mente estaba sujeta al singular suplicio del aislamiento. Los que le habían instruido para la vida de un agente secreto habían tratado de prepararlo para esas eventualidades. El reto, insistían, consistía en impedir que la mente se devorara a sí misma, como un estómago que fagocita la membrana que recubre sus paredes.
Pero, en Parrish Island, Ambler no estaba en manos de sus enemigos; era cautivo de su propio gobierno, el mismo a cuyo servicio había dedicado su carrera.
Y no sabía por qué.
El que alguien pudiera estar internado en este lugar no era un misterio para él. Como miembro de uno de los servicios de inteligencia estadounidense conocido como Operaciones Consulares, Hal había oído hablar del centro en Parrish Island. Por lo demás, comprendía el motivo de su existencia; todo el mundo era susceptible de sucumbir a las debilidades de la mente humana, incluso las personas en posesión de secretos celosamente guardados. Pero era peligroso permitir que cualquier psiquiatra tuviera acceso a ese tipo de pacientes. Era una lección que él había aprendido a su pesar durante la Guerra Fría, cuando un psicoanalista berlinés en Alexandria, Virginia, cuya clientela comprendía a varios altos funcionarios del gobierno había sido denunciado como enlace de la tristemente célebre Seguridad del Estado de Alemania Oriental.
Pero nada de ello explicaba por qué motivo Hal Ambler se hallaba ahí desde… ¿Cuánto tiempo hacía? Su adiestramiento hacía hincapié en la importancia de no perder la noción del tiempo cuando estás aislado. Él no lo había conseguido, por lo que sus preguntas sobre la duración de su confinamiento seguían sin respuesta. ¿Habían pasado seis meses, un año, más? Ignoraba muchos factores. Pero sabía que si no se fugaba pronto acabaría enloqueciendo realmente.
La rutina diaria: el ex miembro de Operaciones Consulares no sabía si su observancia podía ser su salvación o su ruina. Silenciosa y eficientemente, realizó su tabla de ejercicios, terminando con cien abdominales apoyado en un solo brazo, alternando el izquierdo y el derecho. Podía bañarse cada dos días; éste no era uno de ellos. Se lavó los dientes ante un pequeño lavabo blanco situado en una esquina de su habitación. Observó que el mango del cepillo de dientes era de un polímero suave con tacto gomoso, no fuera que un trozo de plástico duro pudiera ser afilado hasta convertirlo en un arma. Al oprimir un resorte salía una maquinilla de afeitar eléctrica de un compartimento sobre el lavabo. Podía utilizarla durante exactamente ciento veinte segundos antes de tener que devolver el artilugio dotado de un sensor a su compartimento de seguridad; en caso contrario sonaba una alarma. Cuando terminó, se lavó la cara y se pasó los dedos mojados por el pelo, para alisárselo. No había un espejo; no había ninguna superficie reflectante. Incluso todos los cristales que había en el pabellón estaban tratados con una capa antirreflectante. Sin duda con fines terapéuticos. Hal se puso su «traje de día», la holgada camisa de algodón blanca y el pantalón con cintura elástica que constituía el uniforme de los internos.
Se volvió lentamente al oír que se abría la puerta y percibió el olor a pino del desinfectante que flotaba siempre en el pasillo. Se trataba, como de costumbre, de un hombre corpulento con el pelo cortado a cepillo, vestido con un uniforme de popelín gris claro y un trozo de tela abrochado con unos corchetes sobre la placa con su nombre que lucía en el pecho: otra precaución que el personal tomaba en este pabellón. Sus vocales abiertas indicaban que el hombre era del Medio Oeste, pero su aire de aburrimiento y abulia era contagioso. Ambler apenas le prestó atención.
Más actos rutinarios: el celador sostenía un grueso cinturón de malla de nailon en una mano. «Levante los brazos» fue la orden que le dio con tono hosco al tiempo que se acercaba a Hal y colocaba el cinturón de nailon negro alrededor de su cintura. Éste no podía abandonar su habitación sin ese cinturón especial. Dentro del grueso tejido de nailon había unas pilas de litio; después de colocarle el cinturón, el celador ajustaba dos muescas de metal justo encima del riñón izquierdo del prisionero.
El artilugio —conocido oficialmente como un cinturón REACT, un acrónimo que significaba «Tecnología Activada Electrónicamente por Control Remoto»— era utilizado para el traslado de prisioneros de máxima seguridad; en el Pabellón 4O, era una prenda de uso diario. El cinturón podía ser activado incluso a noventa metros de distancia y lanzaba una carga de cincuenta mil voltios en ocho segundos. La descarga de electricidad era capaz de derribar incluso a un luchador de sumo al suelo, donde sufriría unas convulsiones incontrolables de diez a quince minutos.
Después de asegurar con un cierre automático el cinturón que le había colocado, el celador le condujo por el pasillo de losas blancas para que le administraran su medicación matutina. Hal avanzó despacio, trastabillando, como si chapoteara en el agua. Era un modo de andar que a menudo se debía a los elevados niveles de suero de los medicamentos antipsicóticos, una forma de caminar con el que todos los que trabajaban en el pabellón estaban familiarizados. Sus torpes movimientos contrastaban con la ágil eficiencia con que sus ojos asimilaban todo cuanto le rodeaba. Era uno de los muchos detalles en que el celador no reparó.
Había pocos detalles en los que Hal no reparase.
El edificio había sido construido hacía varias décadas, pero era remozado periódicamente con una tecnología de seguridad puntera: las puertas se abrían mediante tarjetas de acceso con un código encriptado en lugar de llaves, y las puertas principales funcionaban mediante un escáner que examinaba la retina, de modo que sólo podía pasar el personal autorizado. A unos treinta metros de la celda de Ambler, se hallaba la Sala de Evaluación, que tenía una ventana interior de cristal polarizado gris que permitía observar al sujeto que se hallaba en ella, mientras que éste no podía observar al observador. Hal acudía allí para someterse a «evaluaciones psiquiátricas» periódicas, cuyo propósito constituía para el médico que lo atendía un misterio tan insondable como para el recluso. En los últimos meses había sido presa de la desesperación, y no debido a un trastorno psíquico, sino a un cálculo realista de sus probabilidades de salir libre. Durante los tres meses en que los empleados eran rotados, Ambler había intuido que éstos le consideraban un paciente que permanecería recluido en el centro mucho después de que ellos lo hubieran abandonado.
No obstante, hacía unas semanas todo había cambiado para el recluso. No era algo objetivo, material, observable. Pero lo cierto era que había logrado conmover a una persona, lo cual cambiaría su situación. Mejor dicho, esa persona cambiaría su situación. Ya había empezado a hacerlo. Era una joven enfermera psiquiátrica llamada Laurel Holland. La cual estaba de su lado, lisa y llanamente.
Al cabo de unos minutos, el celador llegó con su paciente que andaba con paso cansino a una amplia área semicircular del Pabellón 4O denominada «sala de estar», un término no muy adecuado. Su calificación técnica era más exacta: atrio de observación. En un extremo había unos aparatos de ejercicios rudimentarios y una estantería con una edición de la World Book Encyclopedia de hacía quince años. En el otro, estaba el dispensario: un largo mostrador, una ventana corredera con un cristal de tela metálica y un estante, visible a través del mismo, sobre el que había unas botellas de plástico con etiquetas de color pastel. Según había comprobado Ambler, el contenido de esas botellas podía dejar a una persona tan incapacitada como unas esposas de acero. Producían un letargo sin paz, una apatía sin serenidad.
Pero al centro no le preocupaba tanto la paz como la pacificación. Media docena de celadores se habían congregado esta mañana en esa área. Lo cual no era insólito: el término «sala de estar» sólo tenía sentido para los celadores. El pabellón había sido diseñado para media docena de pacientes, pero su población se reducía a uno. Por tanto, el área se había convertido, oficiosamente, en un espacio de descanso y recreo para los celadores que trabajaban en los pabellones más conflictivos. Por lo demás, su tendencia a congregarse ahí incrementaba la seguridad del pabellón.
Cuando Ambler se volvió y saludó con un gesto de la cabeza a un par de celadores que estaban sentados en un banco bajo tapizado con gomaespuma, dejó que un hilo de baba se deslizara lentamente por su barbilla mientras les dirigía una mirada confusa y desenfocada. Se había percatado de la presencia de seis celadores, aparte del psiquiatra de turno y —su bote salvavidas— la enfermera psiquiátrica.
—Es la hora de las golosinas —dijo uno de los celadores; los otros rieron disimuladamente.
Hal se dirigió despacio hacia el dispensario, donde la enfermera de pelo castaño aguardaba con sus píldoras matutinas. Ambos cruzaron una mirada fugaz acompañada por un gesto casi imperceptible de la cabeza.
Ambler había averiguado el nombre de la enfermera por casualidad; ésta se había derramado encima una taza de agua, y al mojarse, el trozo de tela destinado a ocultar la placa de acetato con su nombre se había vuelto transparente. Laurel Holland: las letras aparecieron debajo del trozo de tejido. El paciente había pronunciado su nombre en voz baja; la joven se había mostrado nerviosa, pero no disgustada. En esos instantes se había producido un chispazo entre ellos. Hal había observado su rostro, su actitud, su voz, su talante. Calculó que la enfermera tenía unos treinta años, con unos ojos castaños con motas verdes y un cuerpo ágil y esbelto. Era más inteligente y bonita de lo que ella misma imaginaba.
Las conversaciones entre ellos eran breves susurros, nada que pudiera atraer la atención de los sistemas de vigilancia. Pero a través de sus miradas y tímidas sonrisas lograban comunicar muchas cosas. Según el sistema, Ambler era el paciente número 5312. Pero a esas alturas sabía que para Laurel Holland representaba mucho más que un número.
El ex miembro de Operaciones Consulares había cultivado las simpatías de la enfermera durante las seis últimas semanas sin fingir —antes o después la joven se daría cuenta—, respondiéndole con naturalidad, de una forma que la había inducido a hacer lo propio. La joven había reconocido algo en él: su cordura.
Eso había estimulado en Ambler su confianza en sí mismo, y su voluntad de fugarse.
—No quiero morir en este lugar —había susurrado una mañana a Laurel Holland. La joven no había respondido, pero su gesto de consternación le había indicado todo cuanto necesitaba saber.
—Sus medicinas —había dicho la enfermera con tono jovial a la mañana siguiente, depositando tres píldoras en la palma de la mano del paciente, las cuales parecían ligeramente distintas de los neurolépticos que solían administrarle y le dejaban atontado. «Tylenol», había dicho Laurel moviendo los labios en silencio. El protocolo clínico exigía que Ambler se tragara las pastillas bajo la mirada vigilante de la enfermera y abriera luego la boca para demostrar que no las había ocultado en algún rincón. Hal ingirió las píldoras y al cabo de una hora comprobó que la enfermera le había dicho la verdad. Se sentía más ágil, física y mentalmente. Al cabo de unos días empezó a sentirse más animado, más optimista, como si empezara a recuperar su auténtica forma de ser. Tenía que esforzarse en dar la impresión de estar medicado, andar arrastrando los pies, como cuando tomaba Compazine, para no despertar las sospechas de los celadores.
La institución psiquiátrica de Parrish Island era un centro de máxima seguridad, perfectamente equipado con tecnología de última generación. Pero no existía ninguna tecnología totalmente inmune al factor humano. En esos momentos, ocultando con su cuerpo sus movimientos a la cámara, la joven introdujo su tarjeta de acceso en la cinturilla elástica del uniforme de algodón blanco de Ambler.
—He oído que esta mañana podría producirse un código doce —musitó Laurel Holland.
El código se refería a una grave emergencia médica, que requería la evacuación de un paciente a un centro médico situado fuera de la isla. La enfermera no le reveló cómo lo había averiguado, pero Hal lo suponía: lo más probable era que un paciente se hubiera quejado de dolores en el pecho, unos síntomas precoces de una grave dolencia cardíaca. Monitorizarían la situación, sabiendo que, si aparecían más síntomas de una repentina arritmia, el paciente tendría que ser trasladado a una unidad de cuidados intensivos en tierra firme. Recordó un código doce que se había producido con anterioridad —un paciente de edad avanzada que había sufrido un derrame cerebral—, y las medidas de seguridad que habían tomado. Pese a su eficacia, constituían una irregularidad: algo que quizás él pudiera aprovechar.
—Esté atento —murmuró Laurel—. Y esté preparado para actuar.
Dos horas más tarde —durante las cuales Hal permaneció en silencio e inmóvil con expresión impasible— sonó un timbrazo electrónico, seguido por una voz electrónica: «Código doce, pabellón dos este». La voz pregrabada era como las que se oyen en los trenes de enlace con los aeropuertos y en el metro, inquietantemente agradable. Los celadores se levantaron de inmediato.
—Debe de ser el anciano del dos E. Es su segundo infarto de miocardio.
La mayoría de celadores se dirigió hacia el pabellón situado en la segunda planta. El timbrazo y el mensaje se repitieron en intervalos frecuentes.
Un anciano víctima de un ataque cardíaco, tal como cabía prever. Ambler sintió una mano sobre su hombro. Era el fornido celador que había entrado en su habitación a primera hora de la mañana.
—Es un trámite rutinario —dijo el celador—. Los pacientes deben regresar a su celda durante los protocolos de emergencia.
—¿Qué ocurre? —preguntó Hal con voz pastosa e inexpresiva.
—Nada que deba preocuparle. En su celda estará seguro. —Traducción: era preciso encerrar a los pacientes—. Acompáñeme.
Varios minutos más tarde, los dos hombres llegaron a la celda de Ambler. El celador sostuvo su tarjeta ante el lector, un artilugio de plástico gris montado a la altura de la cintura junto a la puerta escotilla, y ésta se abrió.
—Entre —dijo el fornido celador del Medio Oeste.
—Necesito que me ayude a… —el recluso dio unos pasos hacia el umbral y luego se volvió hacia el celador, señalando con aire de impotencia el retrete de porcelana.
—Maldita sea —protestó el hombre, dilatando sus fosas nasales en un gesto de repugnancia, y entró en la celda detrás de Ambler.
Sólo tendrás una oportunidad. Nada de errores.
Cuando el celador se le acercó, él se agachó, doblando ligeramente las rodillas, como si fuera a desplomarse en el suelo. De pronto se incorporó, asestando un cabezazo a la mandíbula de aquel tipo, cuyo rostro mostró una expresión de pánico y perplejidad al tiempo que absorbía la tremenda fuerza del impacto: el interno narcotizado y de movimientos torpes se había convertido en una fiera. ¿Qué había ocurrido? Al cabo de unos momentos, el celador cayó al suelo revestido de vinilo y Hal se abalanzó sobre él para registrarle los bolsillos.
Nada de errores. Desde luego no podía permitirse cometer un solo error.
Tomó la tarjeta de acceso y la placa de identidad y se enfundó rápidamente la camisa y el pantalón gris claro del celador. Las prendas le quedaban algo grandes, pero no demasiado. A nadie llamaría la atención verlo vestido así. Se apresuró a arremangarse el pantalón con los bajos hacia dentro, para acortar las perneras. La cinturilla le colgaba sobre el cinturón de electrochoque. Ambler habría dado casi cualquier cosa por despojarse de él, pero era físicamente imposible debido al poco tiempo de que disponía. Lo único que podía hacer era apretarse el cinturón de tejido gris del uniforme y confiar en que la malla negra de nailon del artilugio REACT quedara oculta.
Sosteniendo ante el lector interior la tarjeta de acceso del celador, Ambler abrió la puerta de la celda y asomó la cabeza. En esos momentos el pasillo estaba desierto. Todos los empleados no imprescindibles habían sido enviados al escenario de la urgencia médica.
¿Se cerraría la puerta escotilla de la celda automáticamente? Ambler no podía cometer ningún desliz. Tras salir al pasillo, sostuvo la tarjeta de acceso frente al lector exterior. Después de un par de clics, la puerta se cerró.
Avanzó a la carrera hacia la amplia puerta situada al fondo del pasillo. Una de las puertas de Electrolatch con cuatro puntos de anclaje. Lógicamente, estaba cerrada. Hal utilizó entonces la misma tarjeta de acceso que acababa de usar y oyó unos clics mientras el motor de cierre giraba. Luego nada. La puerta seguía cerrada.
Los celadores no estaban autorizados a acceder a ese pasillo.
El recluso dedujo el motivo por el que Laurel Holland le había dado su tarjeta de acceso: la puerta seguramente daba al mismo pasillo a través del cual abastecían el dispensario.
Probó con la tarjeta de acceso de la enfermera.
Esta vez la puerta se abrió.
Ambler se encontró en un estrecho pasillo de servicio, tenuemente iluminado por unas luces fluorescentes de pocos vatios. Al volverse hacia la derecha vio en el otro extremo del corredor un carrito con ruedas con ropa de cama y toallas, y se encaminó sigilosamente hacia él. Era evidente que los conserjes no habían pasado aún por esa zona. En el suelo había colillas de cigarrillos y envoltorios de celofán. De pronto tropezó con algo plano de metal: una lata vacía de Red Bull que alguien había pisoteado. Dejándose llevar por una vaga intuición, Ambler se la guardó en el bolsillo trasero.
¿De cuánto tiempo disponía? Más concretamente, ¿cuánto tardarían en percatarse de la desaparición del celador? Dentro de unos minutos, el código doce concluiría y enviarían a alguien a sacar al prisionero de su celda. Tenía que abandonar el edificio cuanto antes.
Las yemas de sus dedos rozaron algo que sobresalía de la pared. Lo había encontrado: era la tapa metálica del conducto de la ropa sucia. Hal se introdujo en él, sujetándose al saliente de entrada con ambas manos y tentando a su alrededor con las piernas. Le preocupaba que el conducto fuera demasiado pequeño; lo cierto es que era demasiado grande, y no había una escalera lateral auxiliar, como confiaba que hubiera. El conducto estaba revestido de acero laminado. Para no precipitarse por él, tenía que sujetarse apoyando las manos y los pies, calzados en unas deportivas, en los costados del conducto.
Descendió lentamente, moviendo los brazos y las piernas de forma extenuante; el esfuerzo muscular que ello representaba era tremendo y, al cabo de unos minutos, muy doloroso. Detenerse a descansar no era una opción; tenía que mover los músculos continuamente, de lo contrario se precipitaría por la empinada pendiente.
Parecía como si hubieran pasado horas cuando Hal logró llegar al fondo del conducto, aunque sabía que tan sólo habían transcurrido un par de minutos. Se abrió camino a través de dos bolsas de ropa sucia al tiempo que sus músculos se contraían en espasmos de dolor, y por poco vomitó al percibir el olor a sudor y excrementos humanos. Tenía la sensación de salir de una sepultura, arañando, retorciéndose, abriéndose paso a la fuerza a través de una sustancia resistente. Cada fibra de su musculatura reclamaba reposo, pero no tenía tiempo para eso.
Por fin aterrizó en un suelo duro de cemento. Se hallaba…, ¿dónde? En un sótano sofocante, de techo bajo, en el que se oía el ruido de unas lavadoras. Ambler volvió la cabeza. Al final de una larga hilera de lavadoras industriales esmaltadas de blanco, vio a dos empleados cargando una de las máquinas.
Hal se levantó y atravesó el pasillo donde estaban alineadas las lavadoras, tratando de controlar el temblor de sus músculos. Si le veían, tenía que caminar con paso seguro. Tras alejarse de donde se hallaban los empleados de la lavandería, se detuvo junto a una hilera de carritos de lona para la ropa sucia y trató de ubicarse.
Sabía que las evacuaciones médicas se llevaban a cabo en una lancha rápida muy veloz que no tardaría en atracar en el muelle, suponiendo que no hubiera llegado ya a su destino. En esos momentos el anciano que había sido víctima del ataque cardíaco estaba siendo colocado sobre una camilla. Para que sus planes tuvieran alguna probabilidad de éxito, no podía perder un minuto.
Tenía que escapar en esa lancha.
Lo que significaba que tenía que alcanzar el embarcadero. No quiero morir en este lugar: Al decirlo no había tratado sólo de conmover a Laurel Holland. Había dicho la verdad, quizá la verdad más apremiante que conocía.
—¡Eh! —dijo una voz—. ¿Qué coño haces aquí?
En la pregunta se reflejaba el tono autoritario de un mando medio del centro, un supervisor cuya vida consistía en soportar la mierda de sus jefes y arrojarla sobre quienes mandaba.
Ambler esbozó una sonrisa forzada y afable mientras se volvía hacia un hombre bajo y calvo con un cutis semejante a un queso gruyère y unos ojos que parecían girar como una cámara de seguridad.
—Tranquilo, tío —respondió Hal—. Te juro que no estaba fumando.
—¿Te crees muy gracioso? —El supervisor se acercó a él, observando la placa sobre su camisa—. ¿Qué tal se te da el español? Porque puedo hacer que te trasladen a mantenimiento… —El tipo se detuvo de repente, al observar que la foto de la cara en la placa de identidad no correspondía al hombre que lucía el uniforme—. ¡Hostia!
A continuación hizo algo muy curioso: se alejó unos seis metros y sacó un artilugio de su cinturón. Era el radiotransmisor que activaba el cinturón de seguridad.
¡No! Ambler no podía dejar que se saliera con la suya. Si el cinturón de electrochoque se activaba, caería al suelo bajo el impacto de un tsunami de dolor, sacudido por violentas convulsiones. Todos sus planes se irían al traste. Moriría en ese lugar. Un cautivo anónimo, el peón de unas fuerzas que jamás llegaría a esclarecer. Sin pensárselo dos veces, se llevó las manos a la lata de refresco aplastada que tenía en el bolsillo trasero, su mente subconsciente adelantándose una fracción de segundo a su mente consciente.
Era imposible quitarse el cinturón de electrochoque. Pero podía deslizar el metal aplastado debajo del cinturón, y eso fue lo que hizo, oprimiéndolo con todas sus fuerzas contra su cuerpo, sin apenas percatarse del desgarro que le produjo en la piel. Los dos contactos metálicos del cinturón de electrochoque reposaban sobre el metal conductivo.
—Bienvenido al mundo del dolor —dijo el supervisor con tono neutro mientras pulsaba el activador del cinturón de electrochoque.
Ambler oyó un zumbido ronco procedente de la parte posterior del cinturón. Ya no era su cuerpo, sino la lata de metal aplastada, la vía de menor resistencia entre las muescas del cinturón de electrochoque. Percibió un leve olor a humo y el zumbido cesó.
El cinturón había sido cortocircuitado.
Se abalanzó sobre el supervisor, reduciéndolo rápidamente y derribándolo al suelo. El tipo se golpeó la cabeza contra el cemento y lanzó un gemido ronco, como si hubiera sufrido una conmoción cerebral. El recluso recordó una de las cosas en que insistía siempre uno de sus jefes de Operaciones Consulares: que la mala suerte no es más que la otra cara de la buena suerte. Cada contratiempo ofrece una oportunidad. No tenía un sentido lógico, pero en muchas ocasiones a Ambler le parecía que tenía un sentido intuitivo. Al mirar las iniciales debajo del nombre del supervisor, comprobó que estaba encargado del control del inventario. Lo cual significaba supervisar todos los objetos que entraban y salían del edificio, lo que a su vez significaba una utilización continua de las entradas de servicio. Los puntos de salida del edificio eran mucho más complicados que las puertas internas, pues requerían la firma biométrica del personal autorizado. Como el hombre que yacía desmadejado a los pies de Ambler. Sustituyó la placa de identidad del celador que llevaba por la del supervisor. Pese a estar inconsciente, ese tipo le ayudaría a salir del edificio.
La puerta de acero situada en la salida de servicio oeste ostentaba un letrero blanco y rojo que indicaba claramente: «EL USO DE ESTA ENTRADA POR PERSONAL NO AUTORIZADO ESTÁ ESTRICTAMENTE PROHIBIDO. SONARÁ UNA ALARMA». No había una cerradura o un lector de tarjetas junto a la barra de la puerta. En lugar de ello, había algo mucho más complejo: un dispositivo eficientemente instalado cuyo simple interfaz consistía en un rectángulo de cristal horizontal y un botón. Era un escáner para examinar la retina, y prácticamente infalible. Los capilares que emergen del nervio óptico y que se extienden a través de la retina tienen una configuración singular en cada persona. A diferencia de los lectores de huellas dactilares, que funcionan sólo con sesenta índices de semejanza, los escáneres retinianos comportan varios centenares. Por consiguiente, los dispositivos para examinar la retina poseen un índice de fallo equivalente a cero.
Pero esto no significa que sean infalibles. Saluda a tu personal autorizado, pensó Ambler mientras introducía los brazos debajo de los del supervisor inconsciente, alzándolo para colocarlo ante el escáner y abriéndole los ojos con los dedos. Al pulsar el botón con su codo izquierdo se encendieron dos luces rojas a través del cristal del escáner. Después de varios segundos, se oyó el sonido de un motor que giraba al otro lado de la puerta de acero y ésta se abrió. Hal dejó caer al hombre al suelo, franqueó la puerta y subió unos escalones de hormigón.
Se encontraba en la zona de descarga del lado oeste del edificio, respirando aire puro por primera vez en mucho tiempo. Hacía un día nublado: frío, húmedo y desapacible. Pero estaba fuera. Ambler sintió que le invadía una breve sensación de vértigo, de mareo, eclipsada por una intensa sensación de ansiedad. Corría mayor peligro que nunca. Laurel Holland le había informado sobre la valla electrificada que rodeaba el perímetro. La única forma de salir era que un guardia le escoltara fuera, o ser uno de los guardias.
Hal oyó el sonido distante de una lancha rápida y luego, más cerca, el de otro motor. Un vehículo eléctrico, como un cochecito de golf pero más grande, se dirigió hacia el lado sur del edificio. Al cabo de unos instantes sacaron una camilla con ruedas, que acercaron a la parte posterior del vehículo. El coche eléctrico transportaría al paciente hasta la lancha.
Ambler respiró hondo, rodeó el edificio, se acercó corriendo al vehículo y dio un golpe con los nudillos en el lado del conductor. Éste le observó con recelo.
Estás tranquilo; estás aburrido. No haces más que cumplir con tu trabajo.
—Me han dicho que permanezca junto al paciente que ha sufrido el ataque cardíaco hasta que llegue al centro médico —dijo montándose en el vehículo. Lo que significaba: Esta tarea me gusta tan poco como a ti—. A los novatos nos dan los trabajos de mierda —prosiguió Ambler. El tono era ligeramente quejumbroso, el mensaje de disculpa. Cruzó los brazos, ocultando la placa y la foto de identidad que no eran suyas—. Este lugar es como todos los sitios en los que he trabajado.
—¿Estás en el equipo de Barlowe? —preguntó el conductor con tono brusco.
—¿Barlowe?
—¿Lo conoces?
—Es un gilipollas.
—Lo conoces —repitió Hal.
Al llegar al muelle, los hombres que estaban a bordo de la lancha rápida —el piloto, un técnico sanitario y un guardia armado— protestaron cuando les informaron de que un empleado del centro psiquiátrico acompañaría al cadáver. ¿Acaso no se fiaban de que cumplieran su trabajo como era debido? ¿Era ése el mensaje? Además, como señaló el técnico sanitario, el paciente ya estaba muerto. Iban a trasladarlo al depósito de cadáveres. Pero la combinación de la indiferencia de Ambler y la apatía del conductor les tranquilizó, y no era cosa de entretenerse con el tiempecito que hacía. Cada miembro de la tripulación cogió un extremo de la camilla de aluminio, tiritando ligeramente embutidos en sus cazadoras azul marino mientras transportaban el cadáver a un camarote situado debajo de cubierta, en la popa de la embarcación.
El Culver Ultra Jet de doce metros de eslora era más pequeño que los barcos que transportaban al personal del centro psiquiátrico de la isla a tierra firme y a la inversa. Pero era más veloz. Dotado de dos motores de propulsión de quinientos caballos, podía cubrir la distancia hasta el centro médico en la costa en diez minutos, más rápidamente de lo que tardarían en pedir que les enviaran un helicóptero de la base aérea de Langley o de la base naval, que éste aterrizara y cargaran el cadáver en él. Ambler permaneció junto al piloto; el barco era un modelo militar moderno y quería familiarizarse con el panel de control. Observó cómo el piloto ajustaba las toberas de popa y proa, tras lo cual partieron a todo gas. La lancha, con la quilla alzada, surcaba las aguas a más de treinta y cinco nudos.
Tardarían diez minutos en alcanzar la costa. ¿Lograría Ambler engañarlos hasta entonces? No era difícil ensuciar con un poco de barro la foto de su placa de identidad, y sabía que la gente se fiaba más del tono de la voz, del talante, que de los documentos. Al cabo de unos minutos fue a sentarse junto al técnico sanitario y el guardia en un banco de popa.
El técnico sanitario —un joven que rondaba los treinta años, con las mejillas rubicundas y el pelo negro y rizado— parecía sentirse aún ofendido por la presencia de Ambler. Al cabo de un rato se volvió y le dijo:
—No nos dijeron nada de que un empleado acompañaría al cadáver. A fin de cuentas, ese tipo está muerto. —El técnico sanitario, que hablaba con acento sureño, parecía aburrido e irritado, probablemente cabreado porque le habían enviado a recoger a un paciente que ya estaba muerto.
—¿Ah, sí? —Ambler reprimió un bostezo, o fingió hacerlo. Joder, qué pelmazo es el tío.
—Desde luego. Yo mismo lo comprobé. Así que no creo que vaya a escaparse.
Hal recordó el aire autoritario del individuo al que había arrebatado la placa. Ése era el tono que debía adoptar.
—Hasta que reciban un certificado oficial, lo que tú digas les tiene sin cuidado. En Parrish no hay nadie autorizado para certificar que el paciente está muerto. De modo que hay que atenerse a las reglas.
—Eso es una chorrada.
—Deja de darle la tabarra, Olson —intervino el guardia. No por solidaridad, sino por llevarle la contraria. Pero eso no era todo. Ambler intuyó que los dos hombres no se conocían bien y no se sentían a gusto en su mutua compañía. Probablemente se trataba del típico problema de quién tenía más autoridad; el técnico sanitario quería demostrar que quien mandaba era él, pero el guardia era quien portaba el arma reglamentaria.
Hal lo miró con expresión afable. Era un individuo fornido, de veintitantos años, con un corte de pelo producto de un barbero militar. Parecía un ex Ranger del ejército estadounidense[3]. Su pistola HK P7, que llevaba enfundada en la cadera, compacta y letal, era un arma muy apreciada entre los Rangers. Era el único hombre armado a bordo del barco, pero Ambler intuyó que no era un incompetente.
—Como tú digas —respondió el técnico sanitario al cabo de unos momentos. Pero no lo hizo para obedecer al guardia, sino insinuando: «¿Cuál es tu problema?»
Cuando los tres guardaron de nuevo un tenso silencio, Hal sintió una leve sensación de alivio.
La lancha se había alejado unas pocas millas de Parrish Island cuando el piloto, que llevaba puestos unos auriculares, hizo una indicación para atraer la atención de los otros y oprimió una palanca que hizo que la radio sonara a través del altavoz de la cabina.
—Esto es un cinco-cero-cinco desde Parrish Island. —La voz del que transmitía el mensaje tenía un tono apremiante—. Tenemos una emergencia. Se ha fugado un interno. Repito: se ha fugado un interno.
Ambler sintió una opresión en la boca de estómago. Tenía que actuar, tenía que aprovechar esa crisis.
—Hostia —exclamó levantándose de un salto.
La voz del empleado del centro psiquiátrico sonó de nuevo a través del altavoz.
—Crucero doce-seis-cuarenta y siete-M, es posible que el interno se haya ocultado en su barco. Haga el favor de confirmarlo o desmentirlo de inmediato. Permanezco a la escucha.
El guardia dirigió a Hal una mirada de pocos amigos; empezaba a formarse un pensamiento en su mente y Ambler tenía que anticiparse a él.
—Joder —dijo—. Supongo que ahora comprendéis por qué estoy aquí. —Una brevísima pausa—. ¿Creéis que es por capricho que insisten en colocar a unos agentes de seguridad en todos los vehículos que parten de la isla? Hace veinticuatro horas que venimos oyendo rumores de un intento de fuga.
—Podrías habérnoslo dicho —comentó el guardia malhumorado.
—No es el tipo de rumores que el centro desea propagar —contestó Hal—. Iré a echar un vistazo al cadáver ahora mismo. —Se dirigió hacia el camarote situado debajo de cubierta, en la popa del barco. En su interior, a la izquierda, había un estrecho armario de herramientas, empotrado en la zona de carga. En el suelo había unos cuantos trapos grasientos. Sobre una plataforma de chapa estriada de acero, el cadáver seguía atado a la camilla con unas tiras de velcro; presentaba un aspecto hinchado, pesaba unos ciento diez kilos y la palidez cenicienta de la muerte era inconfundible.
¿Y ahora qué?, se preguntó Ambler. Tenía que actuar con rapidez, antes de que los otros decidieran bajar.
Al cabo de veinte segundos, regresó apresuradamente a la cabina.
—¡Eh, tú! —dijo con tono acusador apuntando con el índice al técnico sanitario—. Dijiste que el paciente estaba muerto. Es mentira. Acabo de palparle el cuello y el pulso y le late al igual que a ti y a mí.
—No sabes lo que dices —replicó el hombre indignado—. Ahí abajo hay un cadáver.
Ambler seguía resollando.
—¿Un cadáver con el pulso a setenta? No lo creo.
El guardia de seguridad se volvió. Hal intuyó lo que estaba pensando. Ese tipo parece saber de lo que está hablando. Contaba con una ventaja momentánea; tenía que aprovecharla.
—¿Eres cómplice de esto? —preguntó Hal dirigiendo al técnico sanitario una mirada acusadora—. ¡Venga, confiesa!
—¿A qué coño te refieres? —le increpó el otro al tiempo que la rojez de sus mejillas se acentuaba. La forma en que el guardia le observaba le enfureció aún más, haciéndole reaccionar a la defensiva, de forma vacilante. Se volvió hacia el guardia—. Becker, no puedes tomarte en serio a ese tipo. Sé cómo tomarle el pulso a una persona, y lo que está tendido en esa camilla es un fiambre.
—Vale, demuéstranoslo —dijo Ambler secamente, conduciéndolos hacia el camarote. Lo dijo con un tono tajante, trazando implícitamente una línea entre el hombre al que acusaba y los demás. Tenía que ponerlos nerviosos a todos, fomentar la disensión y la sospecha. De lo contrario, la sospecha recaería sobre él.
Hal se volvió y vio que el guardia seguía a su compañero empuñando la pistola. Los tres hombres se dirigieron al camarote. El técnico sanitario abrió la puerta y exclamó estupefacto:
—Pero ¿qué coño…?
Los otros dos se asomaron al camarote. La camilla estaba volcada, las tiras de velcro arrancadas. El cuerpo había desaparecido.
—¡Eres un asqueroso embustero! —estalló Ambler.
—No comprendo —balbució el técnico sanitario.
—Pues nosotros sí —replicó Hal con tono gélido.
El sutil poder de la sintaxis: cuanto más utilizara la primera persona del plural, mayor sería su autoridad. Miró el armario de herramientas, confiando en que nadie reparara en que el cerrojo estaba a punto de ceder debido a la presión del cadáver contra la puerta desde el interior.
—¿Pretendes decirme que un cadáver ha salido de aquí andando? —preguntó el guardia con el corte al cero volviéndose hacia el sureño de pelo rizado y empuñando su pistola con firmeza.
—Probablemente se cayó por la borda —dijo Ambler con tono socarrón. Insiste en tu escenario; evita que piensen en otros escenarios alternativos—. No podríamos oírlo y, con esta niebla, es imposible que lo viéramos. Desde aquí, hay unas tres millas hasta la costa, lo cual no representa un esfuerzo excesivo para un buen nadador. Es lo que suelen hacer los cadáveres, ¿no?
—Esto es absurdo —protestó el técnico sanitario—. ¡No tengo nada que ver con esto! Debéis creerme. —La negación era automática, pero no hizo sino confirmar el elemento crucial de la afirmación: que el hombre sobre la camilla era el fugitivo.
—Ahora sabemos por qué le cabreó tanto que me enviaran para vigilarlo —dijo Hal al guardia, lo suficientemente alto como para hacerse oír a través del ruido de los motores—. Más vale que avises de esto cuanto antes. Yo vigilaré al sospechoso.
El guardia parecía confundido; Ambler observó los impulsos contrapuestos que dejaba entrever su rostro. Se inclinó hacia él y le susurró al oído:
—Sé que no tienes nada que ver en el asunto. Mi informe lo dejará muy claro. De modo que no tienes nada de qué preocuparte.
El mensaje transmitido no se contenía en las palabras. Hal era consciente de que no se refería a la preocupación del guardia. A éste no se le había ocurrido que alguien sospechara que estuviera implicado en una fuga de un centro de máxima seguridad. Pero al asegurarle que no lo involucraría en el asunto —y al referirse a su «informe»—, Ambler establecía sutilmente su autoridad: el hombre vestido con un uniforme de color gris pálido representaba ahora la autoridad oficial, los trámites que había que seguir, la disciplina de mando.
—Entendido —respondió el guardia, volviéndose hacia él mientras trataba de tranquilizarse.
—Dame tu pistola, que yo vigilaré a este payaso —dijo Hal con tono neutro—. Pero debes informar inmediatamente de lo ocurrido por radio.
—De acuerdo —contestó el guardia. Ambler observó que aún se sentía un tanto inquieto, por más que los hechos —desconcertantes e inauditos— le forzaran a abandonar su natural cautela. Antes de entregar su Heckler & Koch P7 cargada al hombre que lucía un uniforme gris, el guardia dudó unos instantes.
Pero sólo unos instantes.