3
Ambler siempre la había considerado un refugio. Era una cabaña de una sola planta, construida con madera del bosque cercano desde el caballete del tejado a las tablas del suelo. Como refugio, era casi tan primitivo como la naturaleza que lo rodeaba. Había construido la cabaña él solo durante un cálido junio infestado de mosquitos, utilizando poco más que una pila de madera y una motosierra: las tablas del techo y el suelo, las vigas de los aleros e incluso la chimenea construida al estilo antiguo con palos y barro. Estaba destinada para que la ocupara una persona, y Ambler siempre había estado allí solo. Nunca hablaba de ella a la gente que conocía. Infringiendo las reglas, ni siquiera había informado a sus jefes de la adquisición del terreno a orillas del lago, una adquisición que, para proteger aún más su intimidad, la había realizado a través de una empresa que operaba en un paraíso fiscal. Era su cabaña. La cabaña le pertenecía sólo a él. Y en ocasiones, cuando aterrizaba de regreso de un viaje en el Aeropuerto Internacional Dulles, incapaz de afrontar el mundo, se dirigía en coche a su primitivo refugio de madera, recorriendo los casi trescientos kilómetros en tres horas. Sacaba su bote y se iba a pescar lobinas para tratar de salvar una parte de su alma de la maraña de engaños y subterfugios que era su vocación.
El lago Aswell apenas merecía una mota azul en un mapa, pero formaba parte del mundo que hacía que Ambler se sintiera feliz. Ubicado a los pies de los montes Sourland, era una zona donde los pastos daban paso a un terreno densamente boscoso, estaba rodeado de sauces, abedules y nogales amargos, a veces sobre un frondoso sotobosque. En primavera y verano, el terreno aparecía sembrado de hojas, flores y bayas. Ahora, en enero, la mayoría de árboles presentaban un aspecto mustio y sin hojas. Con todo, el lugar poseía una sombría elegancia; la elegancia de lo potencial. Al igual que él, el bosque requería una temporada para recuperarse.
Ambler estaba rendido, el precio de largas horas de mantenerse alerta. El coche en el que había partido era un viejo monovolumen Dodge Ram azul, del que se había apropiado a unas manzanas del cibercafé. Fue un trayecto incómodo debido al meneo del vehículo. Se había apropiado de él simplemente porque su dueño había instalado una caja StoreAKey en el compartimento de la rueda de repuesto. La caja era un artilugio absurdo, utilizado por los conductores que valoraban la seguridad que ofrecía una llave de repuesto más que la seguridad de sus vehículos. El Honda Civic verde de doce años de antigüedad que conducía ahora lo había tomado en el área de aparcamiento de noche de la estación de ferrocarril de Trenton, y estaba protegido contra robos con similar celo, o ausencia del mismo. Era un modelo lo suficientemente anónimo para satisfacer sus necesidades, y hasta el momento no le había dado ningún problema.
En la mente de Ambler bullía un sinfín de pensamientos mientras conducía por la ruta 31. ¿Quién le había hecho eso? Era la pregunta que le atormentaba desde hacía muchos meses. Los servicios legítimos, aunque clandestinos, del gobierno estadounidense se habían movilizado contra él. Lo cual significaba… ¿Qué? Que alguien había mentido sobre él, que le habían preparado una encerrona, que habían convencido a las autoridades superiores de que se había vuelto loco y se había convertido en una amenaza para la seguridad del Estado. O que una persona o un grupo con acceso a los poderes estatales habían tratado de hacer que desapareciese. Una persona o un grupo que le consideraban una amenaza, pero que habían decidido no matarlo. La cabeza empezaba a dolerle; la jaqueca se abría como una flor maligna. En la Unidad de Estabilización Política tenía colegas que podían ayudarle, pero ¿cómo dar con ellos? No eran hombres y mujeres que cumpliesen un horario de oficina; cambiaban periódicamente de lugar, como las piezas en un tablero de ajedrez. Y Ambler había sido eliminado de todos los foros electrónicos que conocía. No consta nadie llamado Harrison Ambler. Era una locura, pero había sido llevada a cabo de forma metódica. Lo presentía, sentía la malignidad como la pulsante jaqueca que le impedía pensar con claridad. Ellos habían tratado de librarse de él. Ellos habían tratado de sepultarlo. ¡Ellos! ¡El exasperante y escueto plural! Una palabra que lo significaba todo y nada.
Para sobrevivir, necesitaba averiguar más cosas, pero no podía averiguar más si no lograba sobrevivir. Barrington Falls, en el condado de Hunterdon, Nueva Jersey, era un lugar al que se accedía tomando un desvío de la ruta 31 que discurría a través de la campiña central del estado, surcada por cruces sin señalar y carreteras secundarias. Ambler tomó en dos ocasiones por una de esas carreteras, para asegurarse de que no le seguían, pero nada indicaba esa posibilidad. Al ver el pequeño letrero que decía «BARRINGTON FALLS», miró el reloj en el salpicadero: eran las tres y media de la tarde. Esa mañana se hallaba recluido en un centro psiquiátrico de máxima seguridad. Ahora casi había llegado a casa.
A medio kilómetro del camino de acceso al lago, Hal detuvo el Honda, alejado de la carretera, y lo dejó oculto en un lugar donde crecían cicutas y cedros. La cazadora rellena de fibra que había comprado de camino le abrigaba bien. Mientras avanzaba por el mullido suelo, sus pisadas resonando suavemente sobre el tapiz de hojas y agujas de pino, Ambler notó que la tensión que sentía empezaba a remitir. A medida que se aproximaba al lago, comprobó que era capaz de reconocer cada árbol. Oyó el aleteo de un búho posado en el enorme ciprés desnudo, su tronco rojizo a primera vista desprovisto de la corteza, nudoso y arrugado como el cuello de un anciano. Distinguió la chimenea de mampostería de la cabaña donde el viejo McGruder guardaba sus alforjas, construida peligrosamente cerca del agua en la otra orilla. Siempre parecía que una violenta tormenta podía acabar arrojándola al lago.
Más allá de una frondosa arboleda de piceas, Ambler atravesó el boscoso enclave y alcanzó el mágico claro donde, siete años atrás, había decidido construir su cabaña. Rodeada por tres costados de magníficos árboles de hoja perenne, no sólo le ofrecía aislamiento sino tranquilidad: una apacible vista del lago enmarcada por árboles vetustos.
Por fin había regresado. Tras emitir un largo y reconfortante suspiro, pasó a través de un hueco en la hilera de abetos y miró a su alrededor: un pequeño claro desierto donde se suponía que estaba su cabaña. El mismo claro con el que se había tropezado hacía siete años, cuando había decidido construir allí su refugio.
Una sensación de mareo y desorientación hizo presa en él. Ambler sintió como si el suelo se abriese bajo sus pies. Era imposible. No había ninguna cabaña. Ni rastro de que alguien hubiera construido allí una. La vegetación estaba intacta. Sus recuerdos de dónde había ubicado la estructura de una sola planta eran indelebles, pero lo único que veía era el suelo cubierto de musgo, grandes arbustos de enebro y un tejo bajo, devorado por los ciervos, que debía de tener unos veinte o treinta años de antigüedad. Caminó alrededor de la zona, rodeándola, tratando de divisar alguna señal que indicara que un ser humano había habitado aquí, ahora o en el pasado. Nada. Era un solar virgen, en el mismo estado en que estaba cuando él lo había adquirido. Por fin, incapaz de vencer el mareo que le producía su confusión, cayó de rodillas sobre el suelo frío y musgoso. Hasta el mero hecho de plantearse la pregunta le aterrorizaba, pero debía hacerlo: ¿podía fiarse de su memoria? Empezando por los siete últimos años de su vida. ¿Eran sus recuerdos reales? ¿O era su experiencia presente un espejismo? ¿Se despertaría de repente y comprobaría que estaba encerrado en su habitación blanca en el Pabellón 4O?
Ambler recordó que en cierta ocasión le habían dicho que, al soñar, una persona no tiene sentido del olfato. En tal caso, no estaba soñando. Podía oler el agua del lago, las sutiles fragancias de detritus orgánico, las hojas mohosas y los excrementos de las lombrices, el olor ligeramente resinoso de las coníferas. No, Dios sabía que no estaba soñando.
Que era justo lo que lo convertía en una pesadilla.
Se levantó y emitió un alarido gutural de furia y frustración. Había llegado al hogar de su alma, pero ese hogar no existía. Un cautivo al menos podía albergar la esperanza de huir; la víctima de torturas —él lo había experimentado en carne propia— tenía al menos la esperanza de gozar de un respiro. Pero ¿qué esperanza tenía una persona que ha perdido su refugio?
Todo aquí le resultaba al mismo tiempo conocido y desconocido. Eso era lo desesperante. Se puso a caminar de un lado para otro, escuchando los gorjeos y silbidos de los pájaros invernales. De pronto oyó un leve sonido semejante a un silbido de distinto género y sintió una aguda sensación —mezcla de dolor y fuerza impactante— justo debajo del cuello.
El tiempo se detuvo. Ambler se tocó la zona, sintió un objeto que sobresalía de su cuerpo y se lo arrancó. Era un dardo largo, como un bolígrafo, que le había alcanzado en la parte superior del esternón, justo debajo del cuello. Le había alcanzado y se había quedado clavado allí, como un cuchillo arrojado contra un árbol.
Existía una palabra que describía esa zona de hueso denso, según recordó por haberla leído en un manual de adiestramiento: manubrio. En un combate ofensivo, era una zona bien protegida que convenía evitar. Lo que significaba que Ambler había tenido mucha suerte. Se ocultó apresuradamente entre las ramas colgantes de una de las grandes cicutas orientales y, contando con la invisibilidad temporal que le confería ese escondite, examinó el proyectil metálico.
No era un simple dardo; era un dardo jeringa con lengüetas, de acero inoxidable y plástico moldeado. En el tubo de la jeringa había unas letras pequeñas y negras que identificaban su contenido presurizado como carfentanil, un opiáceo sintético diez mil veces más potente que la morfina. Bastaban diez miligramos de esa sustancia para inmovilizar a un elefante de seis toneladas; una dosis humana eficaz se medía en microgramos. El esternón estaba tan cerca de la piel que las lengüetas de la aguja no habían logrado clavarse en su carne. Pero ¿y el contenido del dardo jeringa? Estaba vacío, pero eso no indicaba a Ambler si se había vaciado antes o después de que se lo arrancara. Volvió a pasar los dedos sobre el área dura y huesuda de debajo de su cuello. Palpó un bulto donde el dardo le había alcanzado. Hasta el momento, seguía conservando la lucidez. ¿Cuánto tiempo había permanecido el dardo clavado en su esternón? Seguía teniendo unos reflejos ágiles, lo que indicaba que no habían pasado más de dos segundos. Pero una sola gota podía hacer efecto. Y un dardo jeringa de ese tipo estaba destinado a verter su contenido al cabo de unos instantes.
Entonces, ¿por qué no había perdido aún el conocimiento? Quizá conocería la respuesta dentro de poco. De momento, Ambler sintió que empezaba a sentirse ofuscado, mareado. Era una sensación a la que estaba acostumbrado: en otras ocasiones, probablemente muchas veces, en Parrish Island le habían administrado una dosis similar de narcóticos. Era posible que hubiera desarrollado cierta tolerancia a esas sustancias.
Existía un segundo factor protector. Debido a que la punta hueca de la aguja se había clavado en el hueso, debió de quedar bloqueada y ello impidió que el líquido se vertiese. Y, por supuesto, la dosis contenida en el dardo jeringa estaba calculada para no ser mortal, de lo contrario habría sido menos complicado acabar con él de un balazo. Un dardo como ése, aunque solía ser el preludio de un secuestro, no estaba destinado a matar a la víctima.
Se suponía que debía de haber perdido ya el conocimiento, pero sólo se sentía un poco aletargado. Precisamente en unos momentos en que no podía permitirse el lujo de que sus sentidos perdieran agudeza. El tapiz de agujas de pino bajo sus pies parecía ahora el lugar ideal para tumbarse en él y echar un sueñecito. Sólo unos minutos. Descansaría un rato y se despertaría como nuevo. Sólo unos minutos.
¡No! No podía sucumbir. Tenía que sentir su temor. El carfentanil, según recordó, tenía una media de vida de noventa minutos. En caso de sobredosis, el tratamiento óptimo era administrar a la víctima naloxona, un fármaco antagonista de los opiáceos. Pero en caso de no disponer de él, convenía administrarle una inyección de epinefrina. Epinefrina. Más conocida como adrenalina. Ambler no sobreviviría tratando de eliminar su terror, sino aceptándolo.
Siente el temor, se dijo reiteradamente, saliendo de debajo de las ramas de la enorme cicuta oriental y mirando a su alrededor. De golpe lo sintió, al tiempo que oía de nuevo un leve sonido sibilante, el sonido de aire removido por las alas rígidas y estabilizadoras de un proyectil que se desplazaba a gran velocidad, el cual no le alcanzó por escasos centímetros. Notó una descarga de adrenalina en su torrente sanguíneo. Tenía la boca seca, el corazón le latía descontrolado y sentía una opresión en el estómago. Alguien iba a por él. Lo que significaba que alguien sabía quién era. El temor se disipó, dando paso a los circuitos profundamente arraigados de adiestramiento e instinto.
Ambos dardos procedían de la misma dirección, de la orilla del lago. Pero ¿a qué distancia? El procedimiento habitual era evitar aproximarse si no era necesario; un hombre armado con un fusil tranquilizante se habría apostado a una distancia prudencial. No obstante, dado el limitado alcance de los dardos jeringa, la distancia no podía ser excesiva. Hal trató de visualizar cada detalle del terreno en dirección suroeste. Había una frondosa arboleda de cicutas cuyas ramas estaban adornadas con pequeños conos marrones; una hilera de piedras por las que podías subir utilizándolas a modo de peldaños; un barranco donde, durante el verano, la col fétida y la zapatilla de dama proliferaban a la húmeda sombra. Y, sujeta a un viejo y achacoso olmo, una plataforma para cazar ciervos.
Por supuesto. Años atrás habían instalado una plataforma resistente y portátil, la cual, al igual que tantos objetos «temporales», nunca había sido desmontada. La plataforma medía un metro cuadrado aproximadamente; las gruesas correas que la sostenían estaban aseguradas alrededor del árbol mediante un par de pernos de anilla que habían sido enroscados en el tronco. La plataforma estaba situada, según recordó Ambler, a unos tres metros y medio del suelo, en el cual se encontraba en aquellos momentos. Cualquier profesional se habría aprovechado de ello. ¿Cuánto tiempo le había estado observando el tirador con el fusil de disparar dardos antes de apretar el gatillo? ¿Y quién era ese tipo?
Las incertidumbres empezaban a cansar a Hal, reactivando de algún modo los microgramos de carfentanil que contenía su sangre: Podría descansar aquí. Tan sólo unos minutos. Parecía casi como si el potente opiáceo le susurrara ese consejo. ¡No! Ambler se esforzó en centrarse de nuevo en la presente crisis, en el aquí y ahora. Mientras estuviera libre, tenía una oportunidad. Era cuanto pedía. Una oportunidad.
La oportunidad de hacer que el cazador probara el temor que había provocado en él. La oportunidad de perseguir al cazador.
El reto consistía en avanzar a través del bosque agachado, con paso sigiloso y seguro. Tendría que echar mano de una técnica de adiestramiento que rara vez utilizaba. Saliendo de entre los densos arbustos que le ocultaban y agachándose, Ambler levantó lentamente la rodilla, relajando el tobillo y el pie mientras lo movía hacia delante al tiempo que mantenía la rodilla en la misma postura. La punta del pie se apoyó en el suelo presionando la superficie, asegurándose de no pisar ninguna rama que pudiese crujir. Luego apoyó el resto del pie, seguido del otro, en un movimiento fluido y continuo.
El hecho de mantener su peso distribuido equitativamente a través del pie maximizaba el área de superficie sobre la que aplicaba la fuerza, reduciendo así la fuerza descendente que ejercía. Lento y seguro, se dijo Hal. Pero nunca procedía de forma lenta y segura. De no ser por el carfentanil que circulaba en su torrente sanguíneo, no estaba seguro de no haberse lanzado a la carrera.
Por fin, completó un trayecto elíptico que le condujo más allá del olmo y luego de regreso a éste. Cuando estuvo a unos diez metros del árbol, vio un espacio a través de las zarzas, los árboles y las ramas que le permitían observar el lugar donde suponía que se hallaba la plataforma para cazar ciervos.
Pero aunque el árbol era tal como recordaba, no había ninguna plataforma sujeta a él. No había ni rastro de ninguna plataforma. Pese al frío que hacía, sintió una oleada de calor, sin duda debido al nerviosismo. Si la vieja plataforma no se hallaba allí…
En esto se levantó una ráfaga de viento y Ambler oyó un sonido, leve pero claro, de madera rozando contra madera. Al volverse la vio. Una plataforma para cazar ciervos. Otra, más grande, más elevada, más nueva, asegurada al gigantesco tronco de un viejo plátano. Avanzó hacia ella tan sigilosamente como pudo. Alrededor de la base del árbol crecía un denso arbusto de rosa multiflora. Lástima que en invierno no perdiese sus afiladas espinas con sus hojas. La rosa multiflora, una especie invasora procedente de Asia, solía formar algo semejante a un alambre serpentino natural. Constituía a todos los efectos una alambrada de espinas, enrollada en torno al tronco del plátano de casi treinta metros de altura.
Ambler miró a través de las ramas —más allá de las pequeñas y rasposas vainas que se recortaban contra el cielo, como unos erizos de mar colgantes—, hasta que logró distinguir a la figura. Era un individuo corpulento, vestido con un mono de camuflaje que, por suerte, miraba en dirección opuesta. Lo cual significaba que no había detectado sus movimientos. El tirador suponía que Hal seguía en la zona que descendía hacia el lago. Ambler miró de nuevo, esforzándose en verlo con claridad en la penumbra del atardecer. El tirador miraba a través de unos prismáticos Steiner autofoco, un modelo militar dotado de lentes antideslumbrantes y una carcasa verde revestida en goma impermeable, con los que escudriñaba el paraje atenta y metódicamente.
Llevaba un fusil largo colgado alrededor de los hombros de una correa. Debía de ser el fusil con que había disparado los dardos. Pero también portaba una pequeña pistola, que a juzgar por su silueta probablemente era una Beretta M92.A de nueve milímetros utilizada por el ejército estadounidense, aunque por lo general reservada a unidades de operaciones especiales.
¿Estaba solo el individuo?
Eso parecía: no llevaba un walkie-talkie, ni auricular visible, como habría llevado de haber formado parte de un equipo. Pero era mejor no hacer suposiciones.
Ambler miró de nuevo a su alrededor. Su visión del tirador quedaba en parte bloqueada por una gruesa rama del vetusto plátano, cuya corteza era jaspeada, pero lisa. La rama… Si se movía a la izquierda y daba un salto, podría agarrarla en un punto donde probablemente era lo bastante gruesa para sostener su peso. La rama se extendía desde el árbol en sentido horizontal unos ocho metros, cinco de los cuales eran gruesos como su muslo. Lo cual, según dedujo Ambler, significaba que era lo suficientemente gruesa y fuerte para satisfacer sus propósitos. Si conseguía encaramarse a ella, podía saltar sobre las zarzas y llegar a un par de metros de la plataforma para cazar ciervos.
Hal esperó a que soplara otra ráfaga de viento en el sentido adecuado, no hacia el tirador sino hacia él, y saltó tan alto como pudo. Agarró la rama no de un manotazo, sino rodeándola rápida y silenciosamente. Una nueva descarga de adrenalina le permitió encaramarse a ella con agilidad.
De pronto se oyó un leve crujido de madera al tiempo que la gruesa rama cedía un poco bajo su peso. Pero el crujido no fue demasiado fuerte como él había temido, y el tirador apostado sobre la plataforma —al que Hal veía ahora con claridad— no dio señal de haberlo oído. El viento había arreciado; un árbol había crujido: la secuencia tenía sentido. No llamó la atención del cazador.
Ambler se desplazó lentamente hacia el extremo de la rama, utilizando sus manos y pies en rápida sucesión, hasta casi alcanzar la gruesa correa de nailon de la plataforma. Su propósito era soltar la cincha de nailon para que la plataforma cayera al suelo. Pero era imposible. El cierre de la correa estaba colocado al otro lado del tronco, frente a la plataforma. De hecho, no podía acercarse más sin hacer algún ruido que delatara su presencia. Crispó la mandíbula, tratando de concentrarse. Nada sale nunca según lo previsto. Rectifica e improvisa.
Se encaramó sobre otra rama, cerró los ojos unos instantes, respiró hondo y se abalanzó sobre el tirador. Era una técnica de placaje volando por el aire que no había intentado desde sus tiempos de jugador de fútbol americano en la universidad.
Eso también fue un error. Alertado por el ruido del movimiento, el hombre se volvió. Hal le golpeó demasiado bajo —al nivel de las rodillas en lugar de al nivel de la cintura—, y en vez de derribar a su adversario, éste cayó hacia delante y le sujetó con fuerza. Tras no pocos esfuerzos, Ambler logró arrebatarle la Beretta.
Con un golpe contundente, el tirador le obligó a soltar la pistola, que cayó entre las zarzas. Cuando ambos hombres se encararon sobre la pequeña plataforma, Hal comprendió que iba a llevarse la peor parte. Aquel tipo medía casi dos metros de estatura, con un cuerpo musculoso pero increíblemente ágil. La cabeza, que llevaba rapada, parecía una extensión atrofiada de su recio cuello. Golpeaba con la contundencia de un boxeador profesional: cada puñetazo estaba dirigido con precisión y propulsado por todo su torso, retirando el brazo de inmediato y adoptando una postura defensiva. Ambler se las vio y se las deseó para protegerse la cabeza; pero no podía protegerse el cuerpo, y comprendió que los demoledores golpes no tardarían en derribarlo.
Inopinadamente, Hal cambió de postura, se apoyó contra el tronco del árbol y dejó caer los brazos. Ni él mismo habría sabido explicar el motivo.
El fornido individuo parecía más complacido que perplejo al tiempo que se disponía a asestarle el golpe de gracia.