25

—Esto me da mala espina —dijo Ambler.

Ambos hombres caminaban por el bulevar de Bonne Nouvelle. El auditor tenía las manos enlazadas debajo de su abrigo para protegerse del frío. Hal jamás hubiera hecho semejante cosa —ni ningún agente—, pero lo cierto era que las manos de Caston no servían de gran cosa fuera de una oficina. El tipo caminaba con la vista fija en la acera, en busca de excrementos de perro. Ambler echaba de vez en cuando un vistazo a la calle, pendiente de detectar alguna señal de que les estuvieran vigilando.

—¿Qué ha dicho? —preguntó el auditor fulminándole con la mirada.

—Ya me ha oído.

—¿Es que su horóscopo dice que sus astros están mal alineados? ¿Acaso un sacerdote que interpreta las vísceras ha hallado algo maléfico en ellas? Oiga, mire, si sabe algo que yo debería saber, hablemos de ello. Si sus sospechas se basan en motivos fundados, perfecto. Pero ¿cuántas veces tenemos que hablar de ello? Somos adultos. Debemos responder a los hechos. No a los sentimientos.

—Hablemos claro: aquí usted no tiene la ventaja de moverse en su terreno. No estamos en la tierra de las hojas de cálculo. Esos edificios de cristal y piedra que le rodean son reales, no unas malditas columnas de dígitos. Y si alguien dispara contra uno de nosotros, será una bala auténtica, no la campana de Gauss de unas posibles balas. En cualquier caso, ¿qué va a saber alguien como usted sobre un piso franco de la agencia? Ateniéndonos al principio de que no tiene por qué saberlo, es lógico que su pantalla de radar no lo capte. Porque no es el tipo de información que un burócrata como usted deba conocer.

—Sigue sin entenderlo. ¿Quién paga el alquiler? ¿Quién examina las facturas? Nada que le cueste dinero a la agencia elude la pantalla de mi radar. Soy un auditor. Nada susceptible de ser auditado se me escapa.

Ambler calló unos momentos.

—¿Cómo sabe que el lugar no está ocupado?

—Porque el contrato de arriendo vence a fines de este mes y dejaremos que expire. Y porque tenemos un capítulo en el presupuesto destinado al equipo de limpieza que llegará la semana que viene. Por lo tanto, está vacío, aunque aún está amueblado y acondicionado. Antes de marcharme revisé las partidas de gastos referentes a París. De modo que puedo asegurarle que el coste medio mensual del piso de la calle Bouchardon durante los cuarenta y ocho últimos meses ha sido, al cambio, de dos mil ochocientos treinta dólares. Los cargos adicionales variables comprenden, en orden descendiente de magnitud, la factura del teléfono, que oscila entre…

—De acuerdo, basta. Me ha convencido.

El edificio de la calle Bouchardon presentaba un extraño aspecto de desolación; la fachada de piedra estaba cubierta de liquen y hollín, las ventanas estaban sucias, y en la entrada, la rejilla negra de metal estaba gastada y resquebrajada. Una farola de mercurio cercana emitía chispas y un zumbido.

—¿Cómo vamos a entrar? —preguntó Ambler a Caston.

—No es asunto mío —respondió con gesto ofendido—. ¿Acaso pretende que lo haga yo todo? El agente clandestino es usted. Así que espabílese.

—Mierda. —Esto no era como el aparcamiento de la Clinique du Louvre; era un lugar expuesto a las miradas de curiosos, por lo que era preciso acabar la faena cuanto antes. Hal se arrodilló y se desató el cordón de un zapato. Cuando se incorporó de nuevo, sostenía una pequeña llave, que era plana, a excepción de cinco pequeños salientes entre las muescas. Era una llave de percusión, y para hacerla funcionar se requería habilidad y suerte. Ambler dudaba de que tuviera alguna de las dos cosas—. No se mueva de aquí —ordenó a Caston.

Se dirigió a un contenedor situado en el extremo de la corta calle y regresó al cabo de unos minutos con una novela de bolsillo sucia que alguien había arrojado a la basura. Pero era gruesa y tenía el lomo duro. Haría las veces de un pequeño martillo.

Una llave de percusión estaba diseñada para golpear la chaveta inferior en el cilindro de la cerradura para hacer que aquélla saltara durante un instante, y permitiera que la llave pasara por el espacio donde el cilindro interior termina y el exterior comienza. En ese instante, antes de que el resorte empujara de nuevo la chaveta superior hacia abajo, la llave giraría.

Teóricamente.

En la realidad eso ocurría pocas veces. Si las columnas de chavetas no saltaban lo suficientemente alto, la cosa no funcionaba. Si la chaveta interior saltaba demasiado alto, la cosa no funcionaba. Si la llave giraba un instante demasiado tarde, tampoco funcionaba.

Ambler situó la llave de percusión justo enfrente del orificio y la golpeó con el lomo del libro de bolsillo, haciendo que penetrara a través del cilindro de la cerradura con la máxima fuerza y girándola en cuanto entró.

Era increíble. ¡Había funcionado a la primera! Eso no ocurría casi nunca. La llave giró, la cerradura cedió y Hal abrió la puerta. Orgulloso de su pericia, se volvió sonriendo a Caston.

El auditor reprimió un bostezo.

—Por fin —rezongó—. Es increíble que le llevara tanto tiempo.

Haciendo un gran esfuerzo, Ambler se abstuvo de replicar.

Una vez dentro del edificio, Hal podría abrir la puerta del apartamento sin temor de ser observado; el bloque de pisos parecía desierto. Pero el equipo de la CIA que había acondicionado el apartamento se había afanado también en instalar una cerradura de muesca como es debido.

Ambler la examinó unos minutos antes de desistir. Con una llave inglesa, quizás habría logrado abrirla, pero no disponía de las herramientas adecuadas.

Caston no se molestó en ocultar su desdén.

—¿Es que no puede hacer nada a derechas? Se supone que es un agente de primera. Veinte años en la Unidad de Estabilización Política y ahora…

—Métase un calcetín en la boca, Caston —le cortó Hal.

Estudió el pequeño patio del edificio. El apartamento de la planta baja tenía un par de ventanas que daban al desierto patio. No sería una forma elegante de entrar, pero no había más remedio.

Golpeando de nuevo con el lomo de la novela de bolsillo, Hal partió un trozo rectangular de cristal y retiró metódicamente todos los fragmentos restantes. Durante unos momentos permaneció inmóvil, aguzando el oído. Pero no oyó nada. No había señal de que hubiera alguien en el inmueble. Ni de que alguien hubiera oído el cristal al partirse.

—Acaba de costarle al gobierno norteamericano cuatrocientos dólares —comentó Caston en voz baja—. Como mínimo. Por no mencionar el coste de la reparación. El coste de mano de obra de un cristalero en París es astronómico.

Ambler apoyó ambas manos en la repisa de piedra y, con un rápido movimiento, saltó a través de la ventana despojada del cristal. Debajo de ella había una recia estantería, sobre la que aterrizó de pie.

Avanzando con cautela a través de la penumbra, se dirigió hacia la puerta, encendió unas luces y abrió la cerradura de muesca.

Por fin abrió la puerta de entrada, donde Caston esperaba con los brazos cruzados y gesto de impaciencia.

—Para colmo, fuera hace un frío polar —dijo el burócrata—. Y usted ha tenido que romper la maldita ventana.

—Entre de una vez. —Cuando el auditor hubo entrado, Ambler cerró la puerta. Un piso franco no solía disponer de un sistema de alarma; la posible llegada de la policía representaba una amenaza mayor que cualquier ladrón que entrara a robar.

Los dos hombres se pasearon por el apartamento hasta que vieron una pequeña habitación con un gigantesco televisor. Debajo de él había lo que, a primera vista, parecía la caja de un descodificador de televisión por cable. Pero Ambler no se dejó engañar. En el tejado del edificio debía de haber una antena parabólica, conectada con un cable de fibra óptica que no podía interceptarse instalado en la planta baja; la caja contenía un complejo equipo de desencriptación.

No se trataba de un artilugio de alta seguridad y no estaba diseñado para recibir información sensible. Por lo que el material al que tendrían acceso era técnicamente no clasificado, por no decir que estaba al alcance de cualquiera.

Caston abrió los cajones de la mesa sobre la que se hallaba el televisor y buscó hasta encontrar un mando a distancia. Sonrió como si hubiera encontrado a un amigo. Pulsó la tecla de encendido.

La pantalla parpadeó, pero se quedó en blanco.

—A ver si recuerdo cómo funciona esto —dijo mientras manipulaba el mando. De pronto aparecieron en la pantalla unos dígitos, mostrando el tamaño y las fechas de una serie de descargas de archivos.

La expresión de Caston ya no era malhumorada, sino grave.

—Voy a mostrarle los de Fuente Abierta —explicó a Ambler—. Se trata de material no clasificado, de dominio público. Quiero que vea a Ashton Palmer en su elemento. Usted es el experto en rostros. Quiero que vea su cara en tamaño natural, en color y con máxima resolución. —Siguió tecleando, ajustando varios parámetros. De repente apareció en la pantalla la imagen vibrante y animada de Palmer hablando frente a un atril.

—Esto es de mediados de los años noventa —prosiguió Caston—. Un discurso que pronunció durante una conferencia promovida por el Centro de Estudios Políticos. Hay una referencia al discurso en uno de los artículos de prensa que su amiga encontró en la Biblioteca Nacional de Francia. Palmer se expresa con circunloquios, pero dudo que tenga usted que aguzar el oído para captar lo que dice entre líneas.

En la pantalla, Ashton Palmer proyectaba una imagen segura, erudita, casi serena. Detrás de él había unas cortinas oscuras. Lucía un aspecto elegante con un traje azul marino, una corbata de un rojo oscuro y una camisa azul pálido.

«El sistema tradicional de viviendas chinas en las ciudades eran los siheyuan, que textualmente significa “patios cerrados por los cuatro costados”. Consistían en casas abiertas al patio interior. En otras civilizaciones, los centros metropolitanos expresaban el deseo cosmopolita de mirar hacia fuera, bien para conquistar o para descubrir. Esto nunca ha ocurrido en China. Antes bien, la arquitectura de los siheyuan ha demostrado ser un símbolo del carácter nacional. —Ashton Palmer alzó la vista del atril; sus ojos gris pizarra centelleaban—. El Reino Medio fue, durante un milenio, dinastía tras dinastía, un reino profundamente encerrado en sí mismo. La persistente xenofobia quizá fuera el elemento más profundo y constante de las múltiples costumbres y hábitos de pensamiento que llamamos cultura china. En la historia de China no hay ningún Pedro el Grande, ni emperatriz Catalina, Napoleón, reina Victoria, káiser Guillermo, ningún Tojo. Desde la abolición del yugo tártaro, no ha existido nada que podamos denominar el imperio chino: tan sólo China. Vasta, desde luego. Sin duda poderosa. Pero en última instancia un recinto cerrado por los cuatro costados. En última instancia un gigantesco siheyuan. Podemos debatir si esa arraigada xenofobia ha beneficiado al pueblo chino. De lo que no cabe duda es que nos ha beneficiado al resto de nosotros.»

Ambler se acercó a la pantalla de cincuenta y seis pulgadas de alta definición, fascinado por la imagen del elocuente intelectual y la viva inteligencia que irradiaba.

«Algunos politólogos creían que China cambiaría cuando los comunistas asumieran el control —prosiguió Palmer después de beber un trago de agua del vaso junto al atril—. El comunismo internacional era justamente eso, internacional en su orientación. Sus horizontes expansionistas harían que China mirara hacia fuera, que se abriera al menos a sus hermanos del bloque oriental. Eso era lo que suponían los expertos. Por supuesto, eso no ocurrió. El presidente Mao mantuvo sobre sus súbditos el control más férreo que cualquier otro líder en la historia; se convirtió en un dios. Y pese a la belicosidad de su retórica, no sólo aisló a sus súbditos de los fuertes vientos de la modernidad, sino que era profundamente conservador, incluso retrógrado, en su proyección de la fuerza militar. Aparte de escaramuzas sin importancia, hubo sólo dos hechos notables. Uno fue el conflicto en la península coreana a principios de la década de 1950, cuando nota bene los chinos creyeron que Estados Unidos planeaba lanzar una invasión. El conflicto coreano fue el resultado de una postura defensiva, no ofensiva. El caso es que el presidente Mao fue el último emperador, cuyas obsesiones miraban hacia dentro, referidas a la pureza de sus seguidores.»

La expresión de Palmer seguía siendo inmutable mientras exponía su visión, pero sus palabras eran articuladas con fascinante soltura.

«Ha sido en los últimos años que hemos empezado a ver un cambio sísmico en China, una orientación hacia fuera, potenciado por su rápida inserción en el sistema del capitalismo global. Era el acontecimiento en el que una administración norteamericana tras otra confiaba fervientemente, y trataba de promover. Pero como dirían los chinos, debemos tener cuidado con lo que deseamos. Hemos despertado al tigre, confiando en montarlo. —Palmer se detuvo esbozando una breve sonrisa—. Y, mientras soñábamos con montar el tigre, hemos olvidado lo que ocurre cuando te caes de él. Los estrategas políticos están convencidos de que una convergencia económica conduciría a una convergencia política, a una armonización de intereses. Pero es todo lo contrario. ¿Es posible que dos hombres enamorados de la misma mujer puedan coexistir de modo pacífico? No lo creo. —Se oyó el sonido de unas risas—. Lo mismo sucede cuando dos entidades comparten el mismo objetivo competitivo, ya sea de dominio económico en un determinado ámbito o de dominio político sobre la región del Pacífico. Al parecer nuestros miopes expertos políticos no se han percatado de que, conforme China ha ido expandiendo sus mercados, se ha hecho extremadamente belicosa. Una década después de la muerte de Mao, China hundió tres barcos vietnamitas en el área de las islas Spratly. En 1994 fuimos testigos de la confrontación entre barcos norteamericanos y un submarino chino en el mar Amarillo, y en años sucesivos de la invasión de Mischief Reef en Filipinas, de misiles disparados desde la costa de Taiwán, en aguas internacionales, y así sucesivamente. La marina china ha adquirido un portaaviones francés y sistemas de vigilancia por radar británicos. China también ha construido un corredor desde la provincia de Yunnan hasta la bahía de Bengala, adquiriendo así acceso al océano Índico. Hasta ahora hemos quitado hierro a esas acciones, que, en apariencia, son insignificantes en cuanto a magnitud. De hecho, son meras tentativas, intentos de calibrar la firmeza de la comunidad internacional. Una y otra vez, los chinos han comprobado la ineficacia de sus competidores, sus rivales. Y tengan por seguro que, por primera vez en la historia, somos rivales.»

La mirada de Palmer cobraba más intensidad mientras proseguía con su discurso.

«China está ardiendo, y Occidente le ha proporcionado el combustible. A través de sus iniciativas hacia una liberalización económica, China ha adquirido cientos de miles de millones de dólares en capital extranjero. Asistimos a una tasa de crecimiento del producto interior bruto de más del diez por ciento por trimestre, más rápido de lo que ha logrado crecer ninguna otra nación sin un conflicto de gigantescas proporciones. Asistimos también a un notable crecimiento en materia de consumo: dentro de unos años, el tigre que se ha despertado consumirá el diez por ciento de la producción de petróleo del mundo, un tercio de su producción de acero. Simplemente en tanto que consumidor, ejerce una influencia desproporcionada sobre las naciones del sudeste de Asia, así como Corea, Japón y Taiwán. Nuestras empresas dependen cada vez más de la dínamo china para crecer. Señoras y caballeros, ¿les suena eso familiar?»

Palmer se detuvo de nuevo, sus ojos escrutando el invisible público ante él. Su sentido de la cadencia era magistral.

«Permítanme que se lo desglose. Tomemos un país que ha experimentado lo que cabría denominar como una segunda revolución industrial. Un país con una mano de obra barata, abundancia de capital y recursos, un país capaz de transformar su economía en la más eficiente y en la que cuenta con un crecimiento más rápido en el mundo. Me refiero —Palmer alzó la voz sutilmente— a los Estados Unidos de América, tal como era a principios del siglo veinte. Todos sabemos lo que ocurrió a continuación. Un período de incuestionable primacía militar, industrial, económica y cultural, un período de poder y prosperidad que hemos calificado, en suma, como el siglo americano. —Fijó la vista en el atril antes de proseguir—. El siglo americano fue formidable. Pero nadie prometió que sería permanente. Antes bien, todo indica que no lo será, todo indica que el veintiuno será identificado, cuando volvamos la vista atrás, como el siglo chino.»

Se oyeron unos murmullos del público.

«No soy yo, un profesor imparcial, quien debe afirmar si ése será un hecho digno de celebrarlo o de lamentarlo. Me limitaré a apuntar la ironía que ese acontecimiento tendrá sobre los frutos de nuestro esfuerzo. Los norteamericanos bienintencionados, dominantes dentro de nuestro establishment de política exterior, se han esforzado denodadamente por despertar al tigre. Para convertir un reino que miraba hacia dentro en uno que mira hacia fuera. Nuestros hijos vivirán con los resultados. —Palmer agregó con tono quedo—: O morirán a causa de ellos.»

Ambler se estremeció; trató de recordar otras ocasiones en que había visto rostros que emanaran semejante seguridad y entusiasmo. Los semblantes que evocó no eran tranquilizadores: uno de ellos era el del doctor Abigail Guzmán, el sanguinario fundador de Sendero Luminoso, el movimiento terrorista de Perú. Otro era el de David Koresh, el autoproclamado mesías de los Davidianos, una secta cristiana apocalíptica. Pero Ashton Palmer tenía una cualidad de urbanidad, de falso civismo, que le distinguía de esos evidentes fanáticos, y que hacía que fuera potencialmente más peligroso.

«Una y otra vez, nuestros pretendidos expertos en China han errado al leer las hojas de té verde. Todos los presentes recordaréis los graves disturbios que se produjeron en China cuando su embajada en Belgrado fue bombardeada durante un ataque aéreo norteamericano. Millones de ciudadanos chinos se negaron a creer que había sido un accidente. En Washington todos se estrujaban las manos. Todos consideraban el resurgimiento del antiamericanismo como algo nefasto. Esos expertos no han aprendido lo que el sabio chino Chung-wen Han denomina shuangxing, o “lo que es doble”. De hecho, la emergencia de la xenofobia puede ser beneficiosa para Estados Unidos. Cualquier cosa que retrase la integración de China en la comunidad de naciones servirá también para aminorar el motor de su crecimiento. Un escéptico podría afirmar que ese hecho podría ser beneficioso para Estados Unidos, y para el mundo. Comoquiera que soy un profesor imparcial y objetivo, no me corresponde a mí apoyar un resultado u otro. Pero si, como creo, hemos llegado a una encrucijada, quizá pueda señalar lo que se halla al final de cada uno de los caminos. El conflicto con China es inevitable. Lo que no es inevitable es que perdamos o no. Eso dependerá de nuestras decisiones, las decisiones que tomemos hoy.»

Clay Caston se arrodilló y tecleó de nuevo varios comandos, hasta que empezó a aparecer otro videoclip. Éste era más borroso, al parecer copiado de una transmisión de C-SPAN de hacía un par de años.

—Aquí le verá expresarse de modo distinto —dijo—. Por supuesto, la conferencia del Centro de Estudios Estratégicos estuvo cerrada al público. Palmer habló principalmente para sus acólitos. La transmisión de C-SPAN consistía en un panel organizado en Washington por otra «fábrica de ideas», el cual representaba diversas opiniones. Es posible que Palmer decidiera asumir un rostro distinto.

Ashton Palmer destacaba en el panel compuesto por cinco sinólogos; su rostro mostraba una expresión fría e impávida; su despejada frente y sus ojos grises y perspicaces exhalaban inteligencia y seriedad.

El videoclip comenzó con una pregunta formulada por un hombre joven y desgarbado entre el público, que lucía una espesa barba y unas gafas gruesas.

«¿Cree usted, profesor Palmer, que la política norteamericana hacia China no es lo suficientemente escéptica, que no está en sintonía con nuestros intereses nacionales? Porque muchas personas en el Departamento de Estado considerarían hoy en día el ascenso del presidente Liu Ang un gran triunfo, y un éxito de la política que propugna de “compromiso constructivo”.»

Palmer sonrió cuando la cámara le enfocó.

«Es lógico —dijo—. Liu Ang es un político con un gran carisma. Confío en que represente el futuro.»

Sonrió de nuevo, mostrando una dentadura blanca y regular. Pese a la supuesta sinceridad de sus palabras y su talante afable, Ambler sintió un escalofrío: al observar su rostro detectó —no, vio claramente— un profundo e intenso desprecio hacia el estadista sobre el que se había referido. En el preciso momento en que pronunció el nombre de Liu Ang, el semblante de Palmer dejó entrever una fugaz expresión que desmentía sus palabras.

«De modo que sólo puedo decir que confío en que los triunfalistas del Departamento de Estado estén en lo cierto —concluyó—. En cualquier caso, debemos colaborar con el presidente de China.»

Caston soltó un gruñido.

—Lo que ese tío dice aquí también suena plausible. Es un tipo difícil de descifrar.

Luego fue Ambler quien se puso a teclear. El software del videoclip permitía avanzarlo o rebobinarlo, y él lo hizo retroceder hasta llegar al momento en que Ashton Palmer pronunciaba el nombre del presidente chino. A continuación avanzó el videoclip fotograma por fotograma. ¡Ahí! En una micropausa entre las dos partes del nombre chino, el rostro de Palmer asumió una expresión radicalmente distinta. Achicó los ojos, las comisuras de su boca descendieron, las fosas nasales se dilataron: era un rostro que expresaba al mismo tiempo indignación y desprecio. Dos fotogramas más adelante, esa expresión se desvaneció, sustituida por otra artificial de risueña aprobación.

—Vaya —exclamó Caston.

Ambler guardó silencio.

—Jamás me hubiera fijado en eso —observó el auditor sacudiendo la cabeza.

—Hay muchas cosas en el cielo y la Tierra que no aparecen en sus todopoderosas hojas de cálculo —comentó Hal.

—No se confunda, al final siempre llego al lugar adecuado.

—Seguro, para recoger los casquillos cuando el tiroteo ha terminado. He conocido a unos cuantos analistas y procesadores de números. Ustedes trabajan con papeles, ordenadores, listados, gráficos, cuadros, gráficos de dispersión, pero no tratan con personas. Se sienten más cómodos con bits y bytes.

Caston ladeó la cabeza.

—John Henry venció al martillo pilón… una vez. Quizás estaba usted durmiendo cuando emergió la era de la información. Hoy en día, la tecnología no conoce fronteras. Mira. Oye. Capta patrones, pequeñas perturbaciones estadísticas, y a poco que uno presta atención…

—Puede oír, pero no puede escuchar. Puede mirar, pero no puede observar. Y no puede conversar con los hombres y las mujeres con los que tratamos nosotros. Nada puede sustituir eso.

—A mi entender, el rastro del dinero es mucho más voluble y revelador que la mayoría de las personas.

—No me sorprende que piense eso —le espetó Hal. Se levantó y empezó a pasearse por la habitación. Sentía claustrofobia—. De acuerdo, ¿quiere que hablemos sobre lógica y análisis probabilístico? ¿Qué está ocurriendo en China en estos momentos que molesta tanto a un tipo como Ashton Palmer? ¿Por qué odia de ese modo a Liu Ang?

—Soy un hombre de números, Ambler. No me dedico a la geopolítica. —Caston se encogió de hombros—. Pero leo la prensa. Y ambos hemos oído la perorata de Palmer en esa reunión de Estudios Estratégicos. Ya que me lo pregunta, lo más destacable en Liu Ang es que es inmensamente popular entre sus compatriotas, con una increíble fuerza de liberalización. Ha abierto mercados, ha establecido sistemas de comercio justo, incluso ha condenado la piratería en los medios, la falsificación de artículos de lujo…

—Pero eso es gradualismo, el estilo chino.

—Es gradualismo, sí, pero acelerado.

—Eso es una contradicción.

—Liu Ang es un personaje paradójico en muchos aspectos. ¿Cuál es ese término al que se refirió Palmer? «Lo que es doble.» Fíjese en la lógica de su argumento sobre el siglo chino, sobre lo que podría ocurrir si un reino que mira hacia dentro se abriera a otros países, se integrara en la comunidad de naciones. Si usted fuese Palmer, Liu Ang sería su peor pesadilla.

—Si usted fuese Palmer —contestó Ambler—, decidiría tomar cartas en el asunto.

—He leído en alguna parte que Liu Ang planea realizar una importante visita oficial a Estados Unidos el mes próximo —dijo Caston. Tras un momento de silencio agregó—: Voy a hacer unas llamadas.

Hal miró de nuevo la imagen congelada del profesor, tratando de extraer cuanto pudiera de su semblante. ¿Quién eres? ¿Qué pretendes? Agachó la cabeza, absorto en sus pensamientos.

Luego la imagen se desvaneció.

Ambler vio cómo estallaba el monitor —convirtiéndose en una nube de fragmentos de cristal— incluso antes de oír el ruido seco que lo acompañó.

El tiempo se detuvo.

¿Qué había sucedido? Una bala. De gran calibre. Un fusil. Con silenciador.

Al volverse vio a un tirador vestido de negro, acuclillado al estilo de un comando, situado al fondo del pasillo frente a la habitación. El hombre empuñaba un fusil militar de asalto, un modelo que Ambler reconoció. Un Heckler & Koch G 36. Un cargador curvado montado frente al seguro del gatillo contenía treinta cartuchos de balas de 5,56 por 45 milímetros de la OTAN; los visores utilizaban un retículo de punto rojo. Su carcasa era de polímero negro, ligero y de gran resistencia. Muy portátil, muy letal.

Un fusil perteneciente al arsenal de Operaciones Consulares.