19

Langley, Virginia

Clayton Caston tomó la carpeta del paciente, que acababa de llegar esa mañana, y examinó brevemente la copia en color de la pequeña fotografía. Un rostro bien parecido pero corriente, aunque había algo casi cruel en sus armoniosos y angulosos rasgos. No se entretuvo contemplando la imagen. A algunos investigadores les gustaba poner un «rostro» a su presa; Caston no era uno de ellos. Las firmas digitales y los patrones de gastos eran mucho más reveladores que los pormenores superfluos de lo que uno ya sabía: que la persona en cuestión tenía dos ojos, una nariz y una boca.

—¡Adrian!

—Sí, Shifu —respondió su ayudante, juntando las palmas de las manos como si rezara, en un fingido gesto de respeto. Caston había averiguado que Shifu significaba «instructor» y era un título honorífico utilizado en las películas de artes marciales. Los jóvenes tenían un curioso sentido del humor, pensó.

—¿Ha sacado algo en limpio de la lista del personal del Pabellón cuatro O?

—No —contestó Adrian—. Pero usted consiguió la mil ciento treinta y tres A, ¿no es así?

—En efecto. Con una rapidez increíble.

—Y ha visto que tengo una copia de la carpeta del paciente, con su fotografía.

—Cierto —respondió Caston.

—En cuanto a las listas del personal, me dijeron que las estaban actualizando.

—Tendremos que arreglárnoslas con lo que tengan.

—Eso fue lo que les dije. Pero nada. —Adrian se mordió el labio inferior con aire pensativo; su piercing dorado relucía bajo las luces fluorescentes—. Ha sido muy duro. Están literalmente atrancando las escotillas.

Caston arqueó las cejas con fingida expresión de censura.

—¿Literalmente o sólo figurativamente?

—No se preocupe. No he tirado la toalla.

Caston meneó la cabeza con una breve sonrisa y se repantigó en su silla. Su desazón iba en aumento. Los datos que había recibido parecían predigeridos. Preparados. Como si estuvieran destinados a ojos como los suyos. Les habían suministrado más información sobre Tarquin, referente a sus misiones como miembro de la Unidad de Estabilización Política de Operaciones Consulares. Pero no había ni una molécula más sobre su identidad civil. Y nada en absoluto sobre cómo había sido internado en el centro de Parrish Island. Normalmente, constituía un proceso que implicaba mucho papeleo. Pero el papeleo concerniente al ingreso de Tarquin había desaparecido. Parrish Island era un centro del gobierno de máxima seguridad; había un exhaustivo historial sobre cada empleado. Pero todo intento de Caston de conseguir los expedientes del personal del pabellón en el que había permanecido el agente había sido abortado. Dudaba de que los oficinistas fueran cómplices en la trama; incluso dudaba de que sus homólogos en el Departamento de Estado se atrevieran a obstaculizar su investigación. Pero eso significaba que el agente o agentes que lo bloqueaban se hallaban a otro nivel: o a uno inferior, que el radar no captaba, o a uno superior, por encima de todo escrutinio.

Era desesperante.

Su teléfono emitió los dobles tonos de una llamada interna. Era Caleb Norris. No parecía complacido. Le pidió que fuera a verlo de inmediato.

Cuando Caston llegó al despacho del subdirector adjunto de inteligencia, éste estaba más malhumorado de lo que le había parecido por teléfono.

Norris cruzó los brazos, mostrando unos pelos negros y rizados que asomaban por los puños; su orondo rostro era la viva imagen del desconcierto.

—Órdenes del jefe. Tenemos que cerrar esta investigación. —Al hablar evitó mirar a Caston a los ojos—. Ya lo sabes.

—¿A qué te refieres? —preguntó reprimiendo su sorpresa.

—Por lo visto se han producido conversaciones a alto nivel entre el Departamento de Estado y el director de la CIA —respondió Norris. Tenía la frente cubierta de unas gotas de sudor que relucían bajo el sesgado sol crepuscular—. El mensaje que nos han transmitido es que la investigación está interfiriendo con una operación de acceso especial en curso.

—¿Y cuáles son los detalles de esa operación?

Norris se encogió de hombros, movilizando todo su torso. Su rostro mostraba una expresión sombría, mezcla de irritación y repugnancia, pero no estaba dirigida contra Caston.

—Acceso especial, ¿captas? No nos han confiado esa información —contestó nervioso—. Dicen que Tarquin está en París. Lo capturarán allí.

—¿Lo atraparán o lo liquidarán?

—¿Quién coño lo sabe? Es como si se hubiera cerrado bruscamente una puerta. Aparte de lo que te he dicho, no sabemos nada de nada.

—La respuesta lógica a un atropello —dijo Caston— es mostrarse indignado.

—Maldita sea, Clay. No podemos hacer nada al respecto. Esto no es un juego. El director de la CIA nos ha dicho que o damos carpetazo a la investigación o rodarán cabezas. ¿Te enteras? El mismo director de la CIA.

—Ese cabrón es incapaz de distinguir un polinomio de un pólipo —soltó Caston enojado—. Es injusto.

—Ya sé que es injusto —replicó Norris—. Se trata de un puto juego de poder institucional. Nadie en la comunidad de inteligencia quiere reconocer la primacía de la Central de Inteligencia. Es algo que no conseguiremos hasta que no obtengamos el respaldo del comandante en jefe y el Senado.

—No me gusta que me interrumpan —insistió Caston—. Cuando emprendo una investigación…

Norris le dirigió una mirada de exasperación.

—Lo que tú pienses, o lo que yo piense, carece de importancia. Existen principios procedimentales en juego. Pero el hecho es que el director adjunto se ha rendido al jefe, que ha tomado una decisión, y nosotros no tenemos más remedio que obedecer.

Caston guardó silencio unos momentos.

—¿No te parece que todo esto es muy irregular?

—Sí. —Norris empezó a pasearse por la habitación con aire desmoralizado.

—Muy irregular —dijo Caston—. Me huele a chamusquina.

—A mí también. Pero eso es lo de menos. Vas a dar carpetazo al asunto, al igual que yo. Luego quemaremos todo lo referente al mismo. Y nos olvidaremos de él. Ésas son las órdenes que hemos recibido.

—Es muy raro —repitió Caston.

—Clay, tienes que elegir tus batallas —dijo Norris con tono derrotado.

—¿No has comprobado que siempre son tus batallas las que te eligen a ti? —preguntó el auditor. Acto seguido dio media vuelta, dispuesto a abandonar el despacho del asistente del director adjunto. ¿Quién demonios mandaba aquí?

Caston siguió rumiando mientras regresaba a su mesa. Quizás una irregularidad merecía otra. Miró las carpetas sobre su mesa y luego las que estaban sobre la mesa de Adrian, menos ordenadas, mientras los engranajes de su mente seguían girando.

«Dicen que Tarquin está en París. Lo capturarán allí.»

Por fin sacó un bloc de notas amarillo y empezó a hacer una lista. Pepto-Bismol. Ibuprofeno. Maalox. Imodium. No podía viajar sin esas precauciones médicas. Había oído hablar de la «diarrea del turista». Caston se estremeció al pensar en la perspectiva de subirse a un avión. No era el temor a las alturas, a que el avión se estrellara o a la sensación de estar encerrado. Era la perspectiva de respirar el aliento reciclado una y otra vez de los otros pasajeros…, algunos de los cuales podían padecer tuberculosis u otra infección microbacteriana propia de quien viaja en avión. Todo era de lo más antihigiénico. Le asignarían un asiento que seguramente la azafata habría limpiado hacía un rato para eliminar los vómitos del anterior pasajero. Distribuirían mantas con pelos repletos de bacterias adheridos a ellos debido a la electricidad estática.

Tenía un Manual Merck en el cajón de abajo, y Caston tuvo que reprimir el impulso de ojear el índice.

Emitió un sonoro suspiro al tiempo que sus temores se incrementaban y dejó el bolígrafo.

Cuando llegara, tendría que afrontar la repugnancia que le producía la comida extranjera. Francia sin duda tenía su larga lista de horrores, no había vuelta de hoja. Caracoles. Ancas de rana. Quesos mohosos de pasta verde. Hígados distendidos de ocas alimentadas a la fuerza. No conocía la lengua, por lo que los problemas de comunicación serían un constante peligro. Quizá pidiera pollo y le sirvieran en su lugar la carne de algún asqueroso animal que sabía a pollo. En un estado debilitado por la tuberculosis, esos contratiempos podían tener consecuencias muy graves.

Se estremeció. Era una gran responsabilidad la que iba a asumir. No lo haría de no haber estado seguro de que lo que había en juego era muy importante.

Cogió de nuevo el bolígrafo y siguió tomando notas.

Por fin, después de llenar casi la primera hoja con su ordenada letra, alzó la vista y tragó saliva.

—Me voy de viaje, Adrian. A París. De vacaciones. —Caston trató de disimular la angustia que sentía.

—Fenomenal —respondió el joven con irritante entusiasmo—. ¿Un par de semanas?

—Eso creo —contestó—. ¿Qué suele llevarse una persona para un viaje así?

—¿Esa pregunta tiene truco? —inquirió Adrian.

—Si lo tiene, yo no me he enterado.

Su ayudante frunció los labios con expresión pensativa.

—¿Qué suele llevarse usted cuando va de vacaciones?

—Nunca me voy de vacaciones —replicó Caston como si se sintiera herido en su amor propio.

—Bueno, cuando viaja.

—Detesto viajar. Jamás lo hago. Salvo para ir a recoger a los niños cuando van de colonias, suponiendo que eso cuente.

—No —respondió Adrian—. No creo que cuente. París es increíble. Se lo pasará de película.

—Lo dudo mucho.

—Entonces, ¿por qué va?

—Ya se lo he dicho, Adrian —respondió Caston con un rictus que mostraba su dentadura—. Me voy de vacaciones. No tiene nada que ver con el trabajo. Ni con la investigación, la cual, según me han informado oficialmente, debemos suspender.

La expresión del joven indicaba que de pronto lo había comprendido todo.

—Supongo que le parece… irregular.

—Muy irregular.

—Rayano en lo anómalo.

—Exacto.

—¿Tiene algunas instrucciones que darme, Shifu? —preguntó Adrian esgrimiendo un rotulador. Sus ojos chispeaban de regocijo.

—Ahora que lo menciona, sí. —Caston esbozó una pequeña sonrisa mientras se repantigaba en su silla—. Preste atención, Pequeño Saltamontes.