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Washington, D. C.
El edificio principal del Departamento de Estado norteamericano, en el número 2201 de C Street, consistía en dos estructuras colindantes, una completada en 1939 y la otra en 1961, es decir, una cuando había estallado una guerra mundial y la otra en el punto más bajo de la Guerra Fría. Cada organización tiene una historia local, una memoria institucional atesorada entre sus muros, aunque fuera haya caído en el olvido. En el Departamento de Estado, había auditorios y salas de reuniones para acontecimientos públicos que ostentaban los nombres de altos funcionarios fallecidos. Estaba, por ejemplo, la Sala de Loy Henderson, que rendía homenaje al reverenciado director de Asuntos de Oriente Próximo y África de los años cuarenta, y un inmenso salón con el nombre de John Foster Dulles, el secretario de Estado durante los años cruciales de la Guerra Fría. No obstante, en las entrañas del edificio de construcción reciente, había unas salas de conferencia dotadas de fuertes medidas de seguridad que no habían sido dignificadas con nombres, sino que eran conocidas por unas denominaciones numéricas y alfabéticas. La más segura de esas salas de conferencia ostentaba la denominación 0002A, y un visitante que bajara al sótano habría supuesto que estaba destinada a albergar el material de mantenimiento y reparación, como las estancias situadas a ambos lados de la misma. La sala se hallaba en un largo pasillo subterráneo de ladrillo de ceniza pintado de gris, con tuberías de cobre, conductos de aluminio y luces fluorescentes. En las reuniones que se celebraban allí nunca se servía nada para «picar»; uno no entraba en una de esas salas triple cero esperando que le ofrecieran pastelitos, galletas o sándwiches. Eran reuniones arduas y complicadas, no precisamente agradables, y era preciso evitar cualquier cosa que pudiera prolongarlas.
El tema de la conferencia de esa mañana no era grato para ninguno de los asistentes.
Ethan Zackheim, el jefe del equipo que acababa de reunirse, observó a las ocho personas sentadas alrededor de la mesa en busca de algún signo de silenciosa discrepancia. Estaba cansado del «pensamiento único», la tendencia de algunos grupos a coincidir en sus criterios, a convenir en una interpretación unitaria cuando las pruebas eran equívocas, ambiguas.
—¿Os sentís satisfechos de las valoraciones que hemos oído hasta ahora? —preguntó. La respuesta fueron unas frases de conformidad.
—Abigail —dijo Zackheim dirigiéndose a una mujer corpulenta que lucía un jersey de cuello alto—, ¿estás satisfecha de tu interpretación de la información?
La mujer asintió con la cabeza, su flequillo castaño cubierto de laca e inmóvil.
—Es confirmatoria —dijo—, no concluyente. Pero en combinación con otras fuentes de datos, eleva el nivel de credibilidad de la valoración.
—¿Y tu equipo de rastreo de imágenes, Randall? —Zackheim se dirigió a un joven delgado y pálido, vestido con un blazer azul, que estaba sentado con la espalda encorvada.
—Lo han verificado veinte veces —respondió Randall Denning, experto en procesamiento de imágenes digitales—. Es auténtico. Hemos visto a un sujeto al que la gente de Chandler ha identificado como Tarquin, que llegó a Montreal Dorval unas horas antes de que Sollinger fuese asesinado. Hemos confirmado la autenticidad del vídeo de seguridad. No observamos un margen significativo de duda.
Pasó las fotografías de Montreal a Zackheim, que las examinó brevemente, consciente de que sin ayuda sus ojos no verían nada que hubiera eludido a los expertos en procesamiento de imágenes digitales con sus métodos de análisis por medio de ordenador.
—Lo mismo ocurre con esta fotografía de los Jardines de Luxemburgo tomada hace unas cuatro horas —prosiguió el experto en imágenes digitales.
—Las fotografías pueden ser engañosas, ¿no? —inquirió Zackheim mirándole con expresión inquisitiva.
—No se trata sólo de la fotografía, sino de nuestra habilidad para interpretarla, lo cual, de un tiempo a esta parte, ha mejorado muchísimo. Nuestros ordenadores son capaces de aplicar métodos del valor umbral, análisis límite y saturación de todo tipo de gradientes, y detectan variaciones en las que la mayoría de expertos no repararían.
—¡En cristiano, puñetas! —le espectó Zackheim.
Denning se encogió de hombros.
—Piensa que esta imagen es un paquete de información enormemente rico. Los dibujos de las ramas de un árbol, las gotas de savia, el crecimiento de las algas… Todo cambia día a día. Un simple árbol nunca es el mismo objeto dos días sucesivos. Aquí vemos un complejo campo de objetos, un terreno con un contorno muy definido, los diseños de las sombras, que no sólo indican la hora del día, sino que nos procuran información sobre la configuración de miles de objetos específicos. —Denning dio un golpecito en el cuadrante inferior de la fotografía con un rotulador negro—. Si observamos la foto bajo una lupa, veremos el tapón de una botella aproximadamente a tres centímetros del sendero de grava. Una botella de Orangina. Ayer no estaba ahí.
Zackheim se puso a tamborilear con los dedos.
—Eso parece una posibilidad muy remota…
—En la jerga de mi departamento este tipo de detalle se llama «detritus diurno». Es lo que hace posible la arqueología en tiempo real.
Zackheim le miró.
—Nos disponemos a emprender una operación irreversible. Debo estar seguro de que lo tenemos todo controlado. Antes de que «Tarquin» sea declarado un elemento «irrecuperable», tenemos que estar seguros de no meter la pata.
—La certeza es posible en los libros de matemáticas del instituto. —El que había hablado era un hombre con un voluminoso vientre y una cabeza esférica que lucía unas gruesas gafas con montura negra. Se llamaba Matthew Wexler y era un veterano que llevaba veinte años trabajando en la Oficina de Inteligencia e Investigación del Departamento de Estado. Era un hombre con un aspecto desaliñado. Asimismo, poseía un intelecto formidable, comparado por un secretario de Estado con una cosechadora: tenía la increíble habilidad de asimilar cantidades ingentes de datos complejos y convertirlos en formulaciones claras y precisas. Podía proponer acciones con los datos que interpretaba, y no temía tomar una decisión. En Washington era una cualidad intelectual que no abundaba, para la que había una gran demanda y era muy valorada—. La certeza no existe en el mundo real de las decisiones. Si esperáramos a tener una absoluta certeza, tardaríamos tanto en tomar una decisión que ésta sería irrelevante, y como nos recuerda un viejo dicho: «No decidir es decidir». Uno no puede decidir sin información. Pero no puede esperar a tener toda la información. Existe un gradiente entre los dos extremos, y la integridad procedimental consiste en la habilidad de elegir el punto adecuado del conocimiento parcial.
Zackheim se afanó en ocultar su enojo. Desde que alguien había dado a esa doctrina el nombre de «principio Wexler», el analista no perdía ocasión de recitarlo.
—Y según tú, ¿hemos alcanzado ese punto?
—En mi opinión —respondió Wexler—, hace tiempo que lo hemos rebasado. —Extendió los brazos y reprimió un bostezo—. También quisiera hacer hincapié en los interrogantes que planean sobre las misiones anteriores de «Tarquin». Debemos pararle los pies, con discreción, antes de que desprestigie a sus empleadores.
—Supongo que te refieres a sus ex empleadores. —Zackheim se dirigió de nuevo al joven de rostro pálido con el blazer azul—. ¿La identificación es buena?
—Muy buena —respondió Randall Denning—. Como hemos comentando, Tarquin ha modificado su fisonomía por medios quirúrgicos…
—El típico recurso de un agente que va por libre —interrumpió Wexler.
—Pero los índices faciales básicos son constantes —prosiguió Denning—. No puedes alterar la distancia entre las cavidades orbitales, o sea las cuencas de los ojos, o la curva del foramen supraorbital. No puedes cambiar la curva de la mandíbula y el maxilar sin afectar la colocación de las piezas dentales.
—¿A qué diantres te refieres? —bramó Zackheim.
El experto en procesamiento de imágenes digitales miró a su alrededor.
—Quiero decir que la cirugía plástica no puede tocar la estructura ósea básica del cráneo. La nariz, las mejillas y la barbilla constituyen protuberancias superficiales. Puedes ajustar los sistemas de identificación facial computerizados para que los ignoren y se centren en lo que no puede alterarse. —Denning entregó a Zackheim otra fotografía—. Si ése es Tarquin —la imagen mostraba a un hombre de treinta y tantos años, un rostro claramente occidental entre una multitud de asiáticos—, éste también lo es. —Dio un golpecito con su rotulador duro de goma sobre la fotografía tomada por un vídeo de seguridad de un hombre en el aeropuerto de Montreal.
Franklin Runciman, el director adjunto de Operaciones Consulares, apenas había despegado los labios durante la reunión. Era un tipo de aspecto rudo, de ojos azules y penetrantes, frente protuberante y de rasgos marcados. Lucía un traje caro, de estambre azul gris con un discreto dibujo de cuadritos.
—No veo razón alguna para demorar una decisión —dijo por fin.
A Zackheim le había extrañado, incluso irritado, la decisión de Runciman de asistir a la reunión. Él era el encargado de dirigir la reunión, pero la presencia de un funcionario más veterano no podía sino socavar su autoridad. Dirigió al director adjunto una mirada expectante.
—Alertaremos a todas nuestras estaciones —dijo Runciman con voz tronante—. Y es preciso reunir y desplegar a un equipo de «recuperación» —añadió pronunciando el eufemismo con disgusto—. Capturar o liquidar.
—Propongo que otros organismos participen en la operación —apuntó Zackheim tensando la mandíbula—. El FBI, la CIA.
Runciman meneó la cabeza.
—En caso necesario, utilizaremos sus servicios, pero no quiero implicar en esto a nuestros colegas norteamericanos. Soy de la vieja escuela. Siempre he creído en el principio de autocorrección. —Se detuvo y fijó su penetrante mirada en Ethan Zackheim—. En Operaciones Consulares, nosotros mismos limpiamos nuestra basura.