15

París

Cuando el tren entró en la Gare du Nord, Ambler sintió al mismo tiempo una corriente pulsante de ansiosa cautela y una profunda nostalgia. El olor del lugar —recordaba cada ciudad por sus singulares olores— le retrotrajeron con fuerza a los nueve meses que había pasado allí de joven, temporada en la que tenía la impresión de haber madurado más rápidamente que durante los cinco años precedentes. Depositó su maleta en consigna y entró en la Ciudad de la Luz por el inmenso portal de la estación ferroviaria.

Como medida de precaución, él y Laurel habían viajado por separado. Él había volado a Bruselas, utilizando los documentos de identidad que le había facilitado Fenton a nombre de un tal «Robert Mulvaney», y había llegado a París en el tren Thalys, que partía cada hora. Ella utilizaba un pasaporte que Ambler había modificado a partir de uno que había adquirido en Tremont Avenue, en el Bronx: el nombre, Lourdes Esquivel, no concordaba mucho con la americana de ojos ambarinos, pero él sabía que nadie repararía en ello en un aeropuerto de gran actividad. Miró su reloj y se abrió camino entre la multitud en la estación. Laurel estaba sentada en la sala de espera, tal como habían acordado, y al verlo sonrió.

Él sintió una oleada de emoción. Era evidente que ella estaba cansada del viaje, pero tan hermosa como siempre.

Cuando se dirigieron hacia la plaza Napoleón III, Ambler observó a Laurel contemplar maravillada la magnífica fachada con sus columnas corintias.

—Esas nueve estatuas representan las ciudades más importantes del norte de Francia —le explicó él con el tono de un guía turístico—. Esta estación fue construida para que constituyera la puerta del norte: el norte de Francia, Bélgica, Holanda e incluso Escandinavia.

—Es increíble —murmuró Laurel.

Las mismas palabras que la gente pronuncia con frecuencia. Pero en su boca no sonaban automáticas o superficiales, sino que expresaban lo que sentía. A medida que Ambler contempló los lugares familiares a través de los ojos de Laurel, experimentó un creciente y renovado vigor.

Las puertas simbólicas que se alzaban ante él representaban la perfecta destilación de la historia de la humanidad. Siempre había quienes trataban de abrir las puertas; e igualmente los que trataban de cerrarlas. En su día, Ambler había tratado de hacer ambas cosas.

Una hora más tarde, dejó a Laurel en su café favorito, Deux Magots, con un enorme capuchino ante ella, una Guía azul y una vista, según le dijo, de la iglesia más antigua de París. Le explicó que tenía que hacer unas gestiones y que no tardaría en regresar.

Ambler echó a andar con paso rápido hacia el oeste, hacia el Distrito Séptimo. Dio varios rodeos, deteniéndose delante de las lunas de los comercios para comprobar si podía identificar a alguien que le estuviera siguiendo, escudriñando los rostros con los que se cruzaba. No había señal de un dispositivo de vigilancia. Hasta que tomara contacto con la gente de Fenton en París, confiaba en que nadie supiera que Laurel y él estaban allí. Por fin, se dirigió hacia un elegante edificio del siglo XIX en la calle St. Dominique y llamó al timbre.

El logotipo del Grupo de Servicios Estratégicos estaba grabado en una placa de latón rectangular en la puerta. Ambler vislumbró momentáneamente a un extraño reflejado en ella y sintió una descarga de adrenalina; al cabo de unos segundos, comprendió que ese hombre era él mismo.

Enderezó la espalda y observó de nuevo la puerta. Había un cuadrado de cristal montado en el marco de la misma que presentaba el aspecto vidriado y oscuro de una pantalla de televisión apagada. Sabía que formaba parte de un sistema audiovisual de última generación; incrustadas en la superficie de silicato, había centenares de microlentes que captaban señales fraccionarias de luz de un dispositivo radial de casi ciento ochenta grados. El resultado era una especie de ojo compuesto, como el formado por las omatidias de un insecto. Las señales de cientos de receptores visuales independientes estaban integradas por ordenador en una imagen móvil, la cual podía rotarse para ser observada desde diversos ángulos.

Est-ce que vous avez un rendevouz? —preguntó una voz masculina a través del interfono.

—Me llamo Robert Mulvaney —respondió Ambler. Era casi más reconfortante tener un nombre que sabía que era falso que uno que confiaba en que fuera auténtico.

Al cabo de unos momentos, durante los cuales un ordenador sin duda comparó la imagen de Ambler con la que Fenton les había suministrado, la puerta se abrió y penetró en un vestíbulo de aspecto anodino e institucional. Un voluminoso letrero de plástico, situado a nivel de los ojos, ostentaba el logotipo del Grupo de Servicios Estratégicos, una versión mayor del que estaba grabado en la placa de latón. Ambler enumeró a un empleado con una incipiente calva el material y los documentos que necesitaba, incluyendo un pasaporte fechado hacía un año, debidamente sellado, a nombre de Mary Mulvaney. Les indicó que dejaran la página de la fotografía en blanco, con la película suelta. Ambler pegaría él mismo la fotografía por medio de calor y presión. Media hora más tarde, le entregaron un maletín cuyo contenido no se molestó en inspeccionar. No tenía la menor duda sobre la eficiencia del equipo de Fenton. Mientras preparaban su «pedido», Ambler había examinado el dossier actualizado sobre Benoit Deschesnes. Cuando echó a andar de nuevo hacia Deux Magots, reflexionó sobre su contenido.

Tres fotografías de alta resolución mostraban a un hombre entrecano, con los rasgos pronunciados, de cincuenta y tantos años. Tenía el pelo largo y lustroso, y en una fotografía lucía unos quevedos que le daban un aire ligeramente pretencioso. Las fotos iban acompañadas por unas páginas que resumían la vida de ese hombre.

Deschesnes, cuya dirección actual era un apartamento en la calle Rambuteau, era un hombre brillante. Había estudiado física nuclear en la Ècole Polytechnique, la universidad científica más elitista de este elitista país, tras lo cual había trabajado en un laboratorio de investigación nuclear en el CERN, el centro de investigación nuclear europeo en Ginebra. Posteriormente, a los treinta y pocos años, hacía unos quince, había regresado a Francia y se había incorporado a la facultad en París VII, donde había desarrollado un profundo interés en política nuclear. Al producirse una vacante para un puesto de inspector de armas nucleares en el Organismo Internacional de Energía Atómica, Deschesnes se había presentado para el cargo y había sido aceptado de inmediato. Al poco tiempo había demostrado una insólita habilidad para navegar a través de los bajíos burocráticos de las Naciones Unidas y un auténtico don para la administración y diplomacia interna. Su ascenso había sido muy rápido, y cuando le propusieron ocupar el cargo de director general del OIEA, Deschesnes se las arregló para que los miembros de la misión francesa le respaldaran sin fisuras.

Los miembros más veteranos del Ministerio de Defensa francés habían expresado ciertas reservas debido a la relación que Deschesnes había mantenido de joven con Actions des Français pour le Désarmement Nucléaire, una ONG que propugnaba la abolición total de armas nucleares. Cuando Deschesnes había ocupado el cargo en el OIEA, el Ministerio de Asuntos Exteriores francés había cuestionado lo que denominaban «su objetividad de criterio». Había sido una tormenta que Deschesnes había logrado capear. Sin el apoyo de su país, Deschesnes no habría sido considerado para ocupar un cargo tan ilustre y poderoso.

Todo el mundo lo consideraba un hombre de éxito. Aunque el Secretariado del OIEA estaba radicado en el Centro Internacional de Viena, en la calle Wagramer, donde se hallaban los mandamases del organismo, a pocos sorprendía que el francés pasara casi medio año en las oficinas del OIEA en París. Era típico de un galo; todo el mundo en las Naciones Unidas lo sabía. Los viajes de Deschesnes a Viena eran frecuentes, e incluso visitaba periódicamente los laboratorios del OIEA en Seibersdorf, Austria, y en Trieste, Italia. Durante sus tres años como director general, Deschesnes había mostrado poseer el don de evitar la controversia innecesaria al tiempo que defendía el prestigio y la credibilidad del organismo. Un breve artículo en Time, reproducido en el dossier, le llamaba «Doctor Guardián». Según la revista, Deschesnes no era «un mero burócrata aficionado al queso brie», sino un «francés cerebral con un corazón tan grande como su cerebro», que «había aportado un renovado brío para luchar contra la amenaza más grave contra la seguridad global: el hecho de que material, tecnología y armas de destrucción masiva cayeron en malas manos.»

Pero la opinión pública no conocía la verdadera historia: que hacía aproximadamente un año la CIA había observado al director general del OIEA reunirse en secreto con un científico nuclear renegado libio. La agencia había captado suficientes fragmentos de la conversación para deducir que el destacado papel de Deschesnes como el primer defensor del mundo de la antiproliferación parecía ser una tapadera para un lucrativo negocio consistente en ayudar a estados desnuclearizados a adquirir la tecnología para construir armas nucleares. La labor antiproliferación de Deschesnes era una mera fachada; las invectivas antiamericanas en sus discursos de juventud de la AFDN no lo eran.

Ambler sabía por Fenton que la fuente de la información era un destacado miembro de la comunidad de inteligencia americana. Ciertamente, el análisis presentaba todas las características de un informe analítico de la CIA, desde el estilo protocolario hasta las cautelosas calificaciones, pasando por los ambages. Las pruebas nunca «demostraban» una determinada conclusión. Por el contrario, «hacían sospechar», «apoyaban la suposición de que», o «reforzaban la tesis propuesta». Nada de eso preocupaba a Fenton. La CIA, cautiva de su cultura legalista washingtoniana, no defendía al país, pero ahí era donde Fenton creía que debía intervenir. Podía hacer por su país lo que sus defensores oficiales no hacían debido a un exceso de cautela.

Tres cuartos de hora después de haberse marchado, Ambler regresó a Deux Magots. En el interior, el aire caldeado estaba saturado del olor a café y cigarrillos; en la cocina del café no habían empezado a preparar la cena. Laurel se mostró visiblemente aliviada al verlo aparecer. Llamó a un camarero y sonrió a Ambler. Éste se sentó en la mesa, depositó el maletín junto a su silla y tomó la mano de ella, sintiendo su calor.

Le explicó en qué consistía su trabajo con el documento. No le llevaría más de un minuto plastificar la fotografía de Laurel en el pasaporte.

—Ahora que el señor y la señora Mulvaney tienen sus pasaportes en regla, podemos comportarnos como un matrimonio.

—¿En Francia? ¿No significa eso que tienes que tener una amante?

Él sonrió.

—A veces, incluso en Francia, tu esposa es tu amante.

Cuando ambos echaron a andar hacia la parada de taxis en la esquina, Ambler tuvo la sensación de que les seguían. Dobló de improviso un recodo y enfiló por una calle adyacente; Laurel le siguió dócilmente. La presencia de una patrulla no era motivo de alarma. Sin duda las gentes de Fenton querían asegurarse de que Ambler no volvería a desaparecer. Durante los siguientes cinco minutos, él y Laurel tomaron por varias calles, elegidas al azar, constatando siempre que un hombre de complexión atlética les seguía, por el otro lado de la calle, aproximadamente a un tercio de una manzana de distancia.

Había algo que preocupaba a Ambler sobre el hombre que les seguía, hasta que por fin comprendió lo que era: ese tipo se lo ponía demasiado fácil. No guardaba la distancia adecuada entre su presa y él mismo; por lo demás, iba vestido como un americano, con un traje oscuro que parecía de Brooks Brothers y una corbata a rayas multicolor, como un asambleísta local de Cos Cobb. Ese hombre quería que le viesen. Lo que significaba que era un señuelo —destinado a proporcionar una falsa sensación de seguridad cuando lograran darle esquinazo— y que Ambler no había identificado aún a la persona que les seguía de verdad. El conseguirlo le llevó varios minutos. Era una atractiva morena que lucía un abrigo oscuro tres cuartos. Era inútil tratar de esquivarlos a ambos. Si el tipo que les seguía quería que le viesen, Ambler quería que la gente de Fenton supiera adónde se dirigía; incluso había telefoneado desde las oficinas del GSE al Hotel Debord, supuestamente para confirmar su reserva.

Por fin, Laurel y él tomaron un taxi, recogieron su equipaje en la consigna de la Gare du Nord y se instalaron en una habitación de la tercera planta del Hotel Debord.

El establecimiento era algo húmedo y oscuro; las alfombras emanaban un olor un tanto mohoso. Pero Laurel no manifestó recelo alguno. Él la detuvo antes de que empezara a desempacar.

Abrió el maletín que el factótum con una incipiente calvicie le había entregado. Las piezas del fusil TL 7 que había pedido —un arma plegable de francotirador— estaban perfectamente colocadas en compartimentos en el forro de gomaespuma negra y rígida. La Glock 26 —una pistola que disparaba munición de nueve milímetros— estaba también en el maletín. Los documentos que Ambler había solicitado se hallaban en un compartimento lateral.

Lo que buscaba era justamente lo que no estaba visible. Tardaría un rato en dar con ello. En primer lugar examinó el exterior del maletín, comprobando si había algún elemento de adorno. Luego retiró la gomaespuma negra y palpó con las yemas de los dedos cada centímetro cuadrado del forro del maletín. No detectó nada anormal. Dio unos golpecitos con las uñas en el mango y examinó cada centímetro del pespunteado en la parte superior, para detectar alguna señal de manipulación. Por último examinó la gomaespuma negra, estrujándola con los dedos hasta detectar un pequeño bulto. Utilizando una navaja, separó las dos capas hasta descubrir lo que andaba buscando. Era un objeto reluciente y ovalado, como una píldora de vitaminas envuelta en papel aluminio. De hecho, era un transpondedor GPS en miniatura. El pequeño artilugio estaba diseñado para indicar su localización mediante la emisión de señales de radio en una frecuencia especial.

Mientras Laurel Holland le miraba perpleja, Ambler examinó la habitación del hotel. Debajo de la ventana había un pequeño sofá verde con un estampado floral, con un cojín para sentarse sobre sus patas de león curvadas. Ambler alzó el cojín y ocultó el transpondedor debajo del mismo. Probablemente era la primera persona que había alzado el cojín en un año, a juzgar por la lluvia de monedas y polvo; Ambler dudó que alguien lo volviera a alzar hasta al cabo de otro año.

Luego tomó el maletín junto con su bolsa de viaje e indicó a Laurel que tomara su maleta. Salieron sin decir palabra de la habitación. Ella le siguió cuando Ambler pasó frente a los ascensores, dobló una esquina y avanzó hasta llegar a un cavernoso ascensor de servicio, donde el suelo era de acero antideslizante en lugar de moqueta. Al llegar a la planta baja, comprobaron que estaban cerca de una zona de carga. A esa hora estaba desierta. Ambler condujo a Laurel a través de una amplia puerta con una barra para empujarla hasta una rampa que les condujo a un callejón.

Al cabo de unos minutos, tomaron otro taxi para recorrer el breve trayecto hasta el Hotel Beaubourg, en la calle Simon Lefranc, a un tiro de piedra del Centro Pompidou. Era el lugar ideal para unos turistas americanos interesados en arte moderno, y a escasa distancia del apartamento de Deschesnes. De nuevo, no tuvieron ningún problema para conseguir una habitación —era enero— y, de nuevo, Ambler pagó en efectivo, con el dinero que le había arrebatado al agente en los Sourland; utilizar las tarjetas de crédito a nombre de Mulvaney habría equivalido a enviar una señal. No era un hotel de lujo. No disponía de restaurante, sólo de un pequeño comedor para desayunar en el sótano. Pero la habitación tenía unas vigas vistas de roble en el techo y un confortable baño con una espaciosa bañera con patas de león. Ambler se sintió relativamente a salvo, gracias a la seguridad que proporciona el anonimato. Observó que Laurel también parecía sentirse a salvo.

Ella fue la primera en romper el silencio.

—Iba a preguntarte a qué viene todo esto. Pero creo que ya lo entiendo.

—Confío en que sea una precaución inútil.

—Tengo la sensación de que hay muchas cosas que no me has contado. Por lo cual supongo que debería sentirme agradecida.

Ambos guardaron un cómodo silencio mientras se instalaban en la habitación. Era por la tarde, después de una larga jornada, pero Laurel quería salir a cenar. Mientras se daba un rápido baño, Ambler calentó la pequeña plancha suministrada por el hotel y plastificó la fotografía de Laurel, pegándola en el pasaporte. Los pasaportes estadounidenses eran difíciles de falsificar debido al material con que estaban hechos; todo estaba muy controlado: el papel, la película, la faja metálica olografiada. Probablemente el material que le había facilitado el equipo de Fenton había sido conseguido gracias a su colaboración con el gobierno.

Laurel salió del baño cubriéndose con una toalla, y Ambler la besó en el cuello.

—Iremos a cenar y nos acostaremos temprano. Mañana podemos desayunar en uno de los cafés que están cerca de aquí. El hombre al que busco vive a pocas manzanas.

Ella se volvió y le miró, tratando de averiguar, según pensó Ambler, si podía preguntarle algo. Algo que era importante para ella.

—Adelante —le dijo él para tranquilizarla—. Pregúntamelo. No quiero verte con esa expresión preocupada.

—¿Has matado a alguien? —quiso saber Laurel—. Me refiero a cuando trabajabas para el gobierno.

Asintió con gravedad y rostro pétreo.

—¿Es… difícil?

¿Era difícil matar? Hacía muchos años que no se hacía esa pregunta. Pero había otras preguntas relacionadas que le atormentaban. ¿Qué costaba matar, en moneda del alma humana? ¿Qué le había costado a él?

—No sé cómo responder a esa pregunta —contestó.

Laurel le miró contrita.

—Lo siento. He tratado con pacientes que parecían… traumatizados por el daño que habían causado a otros. No parecían vulnerables, la mayoría de ellos habían tenido que pasar unas pruebas psíquicas exhaustivas antes de ser contratados para el tipo de trabajos que realizaban. Pero es como una pieza de cerámica que presenta una diminuta raja. Nada puede parecer más resistente hasta que de pronto se rompe.

—¿Eso era el centro psiquiátrico de Parrish Island, una caja llena de soldados de cerámica rotos?

Laurel tardó unos instantes en responder.

—A veces daba la impresión de serlo.

—¿Era yo uno de ellos?

—¿Un objeto roto? No. Quizás un tanto maltrecho. Como cuando trataron de machacarte y no dejaste que lo hicieran. Es difícil de explicar. —Laurel le miró a los ojos—. Pero durante tu carrera, habrás tenido que hacer… cosas que debían de resultarte muy duras.

—En Operaciones Consulares tenía un instructor que decía que existen dos mundos —respondió Ambler—. El mundo del agente, un mundo de asesinatos, caos y todas las artimañas que puedas imaginar. También es un mundo aburrido, el infinito tedio de esperar y planificar, de contingencias que nunca entran en juego, de trampas que nunca se cierran. Pero la brutalidad es muy real. No menos real por el hecho de ser tan común.

—Suena tan despiadado. Tan frío —dijo ella con voz entrecortada.

—Y existe otro mundo, Laurel. El mundo normal, el mundo cotidiano. El lugar donde las personas se levantan por la mañana y van a trabajar, y solicitan un ascenso, o van a comprar el regalo de cumpleaños de su hijo, o cambian de operador de llamadas de larga distancia para telefonear a su hija en la universidad y que les cueste menos. Es el mundo donde olisqueas la fruta en el supermercado para comprobar si está madura, y buscas una receta de tarta de naranja, porque la comiste en una ocasión especial, y te preocupa llegar tarde a la primera comunión de tu nieto. —Ambler se detuvo—. Y a veces esos mundos se cruzan. Supón que un hombre está dispuesto a vender una tecnología que puede utilizarse para matar a decenas de miles, quizás a millones de personas. La seguridad del mundo normal, el mundo de las personas corrientes, depende de que podamos impedir que los malos se salgan con la suya. A veces, eso requiere tomar unas medidas extraordinarias.

—Unas medidas extraordinarias —repitió Laurel—. Haces que suene como una medicina.

—Quizá sea una especie de medicina. En todo caso, es más parecido a una medicina que al trabajo de la policía. Porque en el lugar donde trabajaba teníamos un credo muy simple: si nos ateníamos a las normas de la policía, perderíamos un terreno que no podíamos permitirnos el lujo de perder. Perderíamos la guerra. Y estábamos en guerra. Debajo de la superficie de toda ciudad importante en el mundo (Moscú, Estambul, Teherán, Seúl, París, Londres, Pekín) se libraban batallas en todos los momentos del día. Si las cosas funcionan como es debido, las personas como yo se pasan la vida trabajando para personas como tú, impidiendo que la batalla estalle a la vista de todos. —Ambler se detuvo.

Había muchas preguntas que seguían sin responder, quizá no tuvieran una respuesta. ¿Formaba Benoit Deschesnes parte de esa guerra? ¿Era capaz de matar a ese hombre? ¿Debía hacerlo? Si los informes de Fenton eran correctos, Benoit Deschesnes no sólo traicionaba a su país, no sólo traicionaba a las Naciones Unidas, sino a todas las personas cuyas vidas estaban amenazadas por armas nucleares en manos de dictadores de pacotilla.

Laurel rompió el silencio.

—¿Y si no es así? ¿Si las cosas no funcionan como es debido?

—Entonces el gran juego se convierte en eso, otro juego, pero que se juega con vidas humanas.

—Sigues pensando eso —dijo ella.

—Ya no sé qué pensar —respondió Ambler—. A estas alturas, me siento como un animal de dibujos animados que se ha caído por un precipicio y que si no mueve las patas constantemente se estrellará contra el suelo.

—Te sientes cabreado —admitió ella— y perdido.

Ambler asintió con la cabeza.

—Yo también me siento así —dijo Laurel, casi como si hablara para sí—. Pero también siento otra cosa. Siento que ahora tengo un propósito en la vida. Nada tiene sentido, y, por primera vez en mi vida, parece como si todo lo tuviera. Porque hay cosas que se han roto, y deben repararse, y si no lo hacemos nosotros, no lo hará nadie. —Se detuvo—. No me hagas caso. Ni siquiera sé lo que digo.

—Y yo no sé quién soy. ¡Menuda pareja formamos! —Él buscó los ojos de Laurel con los suyos y ambos compartieron una breve sonrisa.

—Sigue avanzando —dijo ella—. No mires hacia abajo, mira hacia arriba. Viniste aquí por un motivo. No lo olvides.

Por un motivo. El adecuado, confiaba Ambler con todas sus fuerzas.

Al cabo de un rato decidieron salir a tomar el aire y se dirigieron a la plaza del Centro Pompidou. A Laurel le entusiasmó el edificio, un gigantesco monstruo de cristal, con las tripas fuera. Cuando se acercaron a él, entre personas que caminaban apresuradamente debido al intenso frío, ella parecía más animada.

—Es como una caja de luz gigantesca flotando sobre la plaza. Un inmenso juguete infantil rodeado de tubos de vivos colores. —Se detuvo—. Jamás había visto algo parecido. Demos una vuelta a su alrededor.

—Muy bien. —Ambler gozaba con el entusiasmo que mostraba Laurel. Pero al mismo tiempo se sentía agradecido por la oportunidad de utilizar el sinfín de ventanas para buscar cualquier reflejo del hombre con el traje de Brooks Brothers y la mujer con el abrigo tres cuartos. Pero esta vez no había rastro de ellos. Hubo un momento en que oyó una voz interior de alarma: el reflejo de un hombre, al que vislumbró fugazmente, con el pelo corto, unos rasgos armoniosos, pero casi crueles, unos ojos que buscaban con demasiado afán, insistencia, y gran desesperación.

No le tranquilizó darse cuenta de que el hombre que había vislumbrado era él mismo.

A las siete y media de la mañana siguiente, la pareja de americanos saludó al recepcionista con un jovial «Bonjour». El hombre trató de dirigirlos al comedor del desayuno en el sótano, pero Ambler le explicó que querían tomar «un vrai petit déjeuner américain». Él y Laurel se dirigieron al café cercano al hotel en la calle Rambuteau, que Ambler había identificado la noche anterior. Cuando se sentaron a una mesa que daba a la calle, él se aseguró de poder observar desde allí la entrada del bloque de apartamentos del número 120. Luego comenzó a vigilar el edificio.

Ambos habían dormido bien. Laurel presentaba un aspecto animado y descansado, dispuesta a lo que les aguardara.

En el café Saint Jean pidieron un copioso desayuno. Cruasanes, un par de huevos pasados por agua, zumo de naranja y café. Ambler salió un momento para comprar un ejemplar del International Herald Tribune en un quiosco de prensa.

—Quizá tengamos que permanecer aquí un rato —dijo—. No tenemos prisa.

Laurel asintió con la cabeza y abrió la primera página del Tribune sobre la mesa de hierro forjado.

—Las noticias del mundo —comentó—. Pero ¿qué mundo, me pregunto? ¿Cuál de esos dos mundos de los que me hablaste anoche?

Ambler echó una ojeada a los titulares. Diversos líderes empresariales y políticos asistían a la reunión anual del Foro Económico Mundial en Davos, Suiza. Se había producido una huelga en Fiat, frenando la producción en la planta de fabricación de automóviles en Turín. Una bomba había estallado durante un festival religioso en Cachemira; los autores eran al parecer unos extremistas hindúes. Las negociaciones en Chipre habían fracasado.

Cuanto más cambian las cosas…, pensó Ambler.

No tuvieron que esperar mucho rato. Deschesnes apareció sobre las ocho de la mañana, maletín en mano, escudriñando la calle unos instantes antes de montarse en una gigantesca limusina negra que había llegado para transportarlo a su destino.

Ambler, oculto por el reflejo del sol en la ventana del café, observó ese rostro con detenimiento. Pero apenas le dijo nada.

—Lo siento, cielo —se excusó en voz alta—. Creo que me he dejado la guía en el hotel. Sigue desayunando tranquilamente mientras voy a por ella.

Laurel, que no había visto las fotografías de Deschesnes, le miró desconcertada, pero sólo unos momentos. Luego sonrió.

—Gracias, cariño, eres un encanto.

Casi parecía disfrutar con todo aquello, pensó Ambler. Le entregó una lista de la ropa que tenían que comprar, y que les sería útil, y se marchó.

Al cabo de unos minutos, Hal entró en la boca del metro de Rambuteau; Deschesnes debía de dirigirse a su despacho —nada en su expresión indicaba que ésta sería una jornada distinta— y Ambler tomó el metro hasta la estación de la École Militaire. Se apeó cerca de la oficina regional de la OIEA en la plaza de Fontenoy, en una calle en forma de media luna junto a la avenida de Lowendal, en el extremo opuesto del Parc du Champ de Mars. El lugar era espectacular; el edificio, no. Destinado principalmente a trabajos de oficina de la UNESCO, el edificio estaba rodeado por una valla de acero y ofrecía el imponente aura del modernismo de mediados de siglo: una configuración de vigas maestras, piedra y cristal destinada no a dar la bienvenida, sino a intimidar.

Ambler se convirtió en un observador de aves en la plaza Combronne, mirando a su alrededor con unos prismáticos, echando de vez en cuando a las palomas las migas de un bollo que había comprado a un vendedor ambulante. Pese a su aire distendido y despreocupado, ni una persona salió del número siete de la plaza Fontenoy sin que él se percatara.

A la una, Deschesnes salió del edificio con expresión decidida. ¿Iba a almorzar a uno de los restaurantes cercanos? De hecho, entró en la estación de metro de la École Militaire, lo cual no dejaba de ser extraño tratándose del director general de un poderoso organismo internacional. Ambler sospechaba que Deschesnes solía ir acompañado por un séquito —mandatarios de visita, colaboradores, colegas que querían robarle unos minutos de su tiempo—, y que se desplazaba en lujosos coches. Su cargo en las Naciones Unidas le convertía en un personaje además de ser una persona. El hecho de que alguien tan importante desaparecía en una boca de metro indicaba cierto subterfugio.

Ambler recordó el semblante del hombre que había visto al otro lado de la calle esa mañana; no había signos visibles de estrés, de preocupación ante una cita comprometida.

Le siguió mientras el alto funcionario de las Naciones Unidas se dirigía hacia el sur, a Boucicaut. Cuando salió en la estación de Boucicaut, echó a andar hasta el otro lado de la manzana, dobló a la izquierda y se detuvo en una apacible calle residencial flanqueada por las clásicas casas de aspecto rural parisinas, sacó una llave y entró en una de ellas.

Se trataba de una versión un tanto temprana del cinq à sept, la forma típicamente francesa de una liason. El asunto en el que Deschesnes estaba implicado se caracterizaba a la vez por el subterfugio y la rutina. El alto funcionario mantenía una relación sentimental, sin duda desde hacía bastante tiempo. Ambler, situado al otro lado de la calle, sacó sus prismáticos y observó las ventanas del anodino edificio de piedra caliza manchada por el paso del tiempo. Una luz en una ventana con cortinas en la cuarta planta le indicó que era el apartamento en el que había penetrado Deschesnes. Miró su reloj. Era la una y veinte. Vio la figura del francés recortada contra las cortinas sin forrar. Estaba solo; su amante quizás era una mujer de carrera y aún no había llegado. Quizá llegaría a la una y media, y Deschesnes se entretendría hasta entonces con sus abluciones. Había demasiados «quizás». Su instinto le decía que debía interceptar a ese hombre ahora. Palpó la pequeña Glock 26 que llevaba en una funda sujeta al cinto. Había reparado en una floristería que había en la esquina; pasados unos minutos, llamó al interfono del apartamento en la cuarta planta, sosteniendo un elegante ramo de flores.

Oui? —preguntó una voz al cabo de unos instantes. Incluso a través del defectuoso sonido del interfono, Ambler percibió el tono preocupado de Deschesnes.

—Livraison.

De quoi? —preguntó el hombre.

—Des fleurs.

—De qui?

Ambler respondió con tono aburrido, impasible:

—Monsieur. J’ai des fleurs por monsieur Benoit Deschesnes. Si vous n’en voulez pas…

Non, non. —La puerta se abrió—. Quatrième étage. A droit. —Ambler había conseguido entrar.

El edificio estaba en un estado lamentable, los escalones gastados por décadas de zapatos de suela dura, la balaustrada rota en varios lugares. Ambler estaba seguro de que no era el tipo de edificio que Deschesnes o su amante habrían elegido como residencia, pero resultaba económico, un nido de amor cuyos gastos no incidirían notablemente en el presupuesto familiar.

Cuando el francés abrió la puerta, vio a un hombre que lucía un abrigo respetable y sostenía un ramo de flores con la mano izquierda. Ambler no parecía un recadero, pero su sonrisa abierta y afable le tranquilizó y abrió la puerta del todo para tomar el ramo.

Ambler dejó caer el ramo y metió el pie derecho en la puerta. En la mano derecha empuñaba la Glock, que apuntó al abdomen del francés.

Éste soltó una exclamación de alarma, retrocediendo, y trató de cerrar la pesada puerta de madera. Al mismo tiempo, Ambler se abalanzó hacia delante, frenando la puerta con el hombro, y ésta golpeó contra el tope.

El alto funcionario salió despedido hacia atrás, pálido. Ambler le vio mirar con desespero a su alrededor en busca de algo que pudiera utilizar como arma o escudo. Moviéndose con agilidad, cerró la puerta tras él, asegurándola con la cadena y el cerrojo con la mano que tenía libre. No quería que les molestaran.

Luego avanzó hacia Deschesnes, obligándole a retroceder hacia el fondo del cuarto de estar.

—No haga ruido o utilizaré la pistola —dijo Ambler en inglés. Tenía que proyectar un aura de poderosa fuerza.

Tal como había supuesto, Deschesnes estaba solo. El sol invernal lucía a través del ventanal frente a la puerta, arrojando un resplandor plateado sobre el cuarto de estar, austeramente decorado. Había una estantería con unos cuantos libros, una mesita de centro repleta de periódicos, textos mecanografiados y revistas. Antes había sido una ventaja que toda la habitación fuera visible desde la calle; ahora representaba una desventaja.

—¿El dormitorio? —preguntó Ambler.

Deschesnes señaló con la cabeza una puerta a la izquierda y él se encaminó hacia ella.

—¿Está solo? —inquirió mientras examinaba el dormitorio.

El alto funcionario galo asintió con la cabeza. Decía la verdad.

El hombre que Ambler tenía ante sí era corpulento, pero fofo, con unos michelines alrededor de la cintura que indicaban demasiadas comidas caras y poco ejercicio. La información de Fenton describía a un sujeto que era una auténtica fuerza del mal en el mundo. «Ocúpese de Benoit y se convertirá en el equivalente a un “hombre de honor”. Luego hablaremos.» Si Fenton estaba en lo cierto, el alto funcionario de las Naciones Unidas merecía morir, y al matarlo Ambler podría infiltrarse en el corazón de la organización de Fenton. Conseguiría la información que buscaba. Averiguaría quién era… y quién no era.

El dormitorio tenía unas persianas enrollables opacas, y Ambler, sin quitar ojo al físico, las bajó. Se sentó en el brazo de un sofá junto a la ventana, sobre el que había una pila de ropa.

—Siéntese —dijo apuntando con la pistola hacia la cama. Luego permaneció en silencio unos momentos, observando atentamente a Deschesnes.

Con movimientos pausados, el francés sacó su billetero del bolsillo.

—Guarde eso —dijo Ambler.

Deschesnes se quedó petrificado; su rostro traslucía una mezcla de temor y confusión.

—Me han dicho que habla bastante bien el inglés —prosiguió Ambler—, pero si no entiende algo de lo que digo, indíquemelo.

—¿Por qué ha venido? —Eran las primeras palabras que pronunciaba Deschesnes.

—¿No sabía que esto ocurriría algún día? —respondió con tono quedo.

—Entiendo —dijo el galo. Mostraba una expresión de pesar y bajó la vista, abatido—. Entonces es usted Gilbert. Es curioso, pero siempre supuse que era francés. Ella no me dijo que no lo fuera. No es que habláramos de usted. Sé que ella le amaba, que siempre le ha amado. Joelle siempre fue muy sincera sobre esto. Lo que nosotros tenemos… es distinto. No es un asunto serio. No espero que usted nos disculpe o perdone, pero debo decirle…

—Monsieur Deschesnes —le interrumpió Ambler—. No tengo relación alguna con Joelle. Esto no tiene nada que ver con su vida personal.

—Pero entonces…

—Tiene que ver con su vida profesional. Su otra vida encubierta. Ahí sí que tiene unas liaisons dangereuses. Me refiero a sus vínculos con quienes están empeñados en acumular un arsenal de armas nucleares. A los cuales está usted ansioso de complacer.

En el rostro de Deschesnes se pintó una expresión de total desconcierto que era difícil de simular. ¿Era debido a que no le había entendido bien? Parecía hablar con fluidez el inglés, pero quizá no lo comprendiera perfectamente.

Je voudrais connaître votre rôle dans la prolifération nucléaire —dijo Ambler, articulando las palabras con claridad.

Deschesnes respondió en inglés.

—Mi papel en la proliferación de armas nucleares es del dominio público. He dedicado mi carrera a luchar contra ello. —Se detuvo de pronto, recelando—. Un rufián irrumpe en mi residencia y me amenaza a punta de pistola, ¿y yo debo hablarle sobre mi vocación? ¿Quién le ha enviado? ¿Qué diantres es esto?

—Llámelo un examen de interpretación. Vaya al grano o no volverá a decir palabra. Déjese de jueguecitos. Déjese de evasivas.

Deschesnes entrecerró los ojos.

—¿Le han enviado los de Actions des Français? —preguntó refiriéndose a la organización de activistas antinucleares—. ¿Comprenden ustedes lo increíblemente contraproducente que es comportarse como si yo fuera el enemigo?

—Al grano —bramó Ambler—. Cuénteme su reunión con el doctor Abdullah Alamoudi en Ginebra la primavera pasada.

El fucionario de las Naciones Unidas le miró perplejo.

—¿De qué está hablando?

—El que hace aquí las preguntas soy yo. ¿Insinúa que no sabe quién es el doctor Alamoudi?

—Por supuesto que sé quién es —replicó el francés ofendido—. Se refiere a un físico libio que se halla en nuestra lista de elementos indeseables. Creemos que está implicado en programas de armas secretas en las que están involucradas varias naciones de la Liga Árabe.

—Entonces, ¿por qué se reuniría el director general del Organismo Internacional de Energía Nuclear con semejante individuo?

—Eso me pregunto yo —soltó Deschesnes—. A Alamoudi le apetece tanto estar en la misma habitación que yo como a un ratón acurrucarse junto a un gato. —Ambler no detectó ningún signo de engaño.

—¿Y cómo explica su viaje a Harare el año pasado?

—No puedo explicarlo —respondió sin más Deschesnes.

—Eso está mejor.

—Porque jamás he estado en Harare.

Ambler le observó con atención.

—¿Jamás?

—Jamás —repitió el francés con firmeza—. ¿De dónde ha obtenido esa información? Me gustaría saber quién le ha contado esas mentiras. —Deschesnes se detuvo—. Fueron los de Actions des Français, ¿no es así? —En su rostro se reflejó una expresión astuta—. En cierto momento cumplieron un papel útil. Ahora me consideran un traidor. Dudan de todo lo que ven, de todo lo que oyen. Si quieren conocer mi postura, lo que he hecho, no tienen más que leer los periódicos o escuchar la radio.

—Las palabras y las acciones no siempre coinciden.

Exactement —respondió Deschesnes—. Diga a sus amigos de Actions des Français que harían mejor en presionar a nuestros funcionarios electos.

—No tengo nada que ver con Actions des Français —replicó Ambler con calma.

Deschesnes fijó la vista en la pistola.

—Ya —dijo al cabo de un rato—. Por supuesto. Esos xenófobos jamás confiarían nada importante a un americano. ¿Es usted entonces de… la CIA? Supongo que sus servicios de inteligencia son más malos de lo que imaginaba, ya que han cometido semejante metedura de pata.

Ambler observó que Deschenes se debatía entre su indignación y su deseo de aplacar a un intruso que le amenazaba con una pistola en su nido de amor. La locuacidad y la indignación ganaron por fin el pulso.

—Quizá debería transmitir a sus superiores un mensaje de mi parte. Para que no cierren los ojos a la verdad, para variar. Porque la verdad es que las naciones más importantes de Occidente han mostrado una negligencia criminal con respecto a la mayor amenaza a la que se enfrenta ahora el mundo. Y Estados Unidos no es la excepción, sino el primer culpable.

—No recuerdo haberle oído hablar con tamaña sinceridad ante los miembros del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas —comentó Ambler con tono socarrón.

—Mi informe ante las Naciones Unidas contiene todos los datos. La retórica se la dejo a otros. Pero los datos escuetos son elocuentes. Corea del Norte posee suficiente plutonio para varias cabezas de guerra nucleares. Al igual que Irán. Más de otros veinte países tienen reactores supuestamente de investigación con uranio enriquecido para construir sus propias bombas nucleares. Y de las bombas que ya existen, cientos de ellas están almacenadas en condiciones de seguridad risibles. Una blusa de seda en las estanterías de unos grandes almacenes está mejor custodiada que muchas cabezas de guerra nucleares rusas. Es una obscenidad moral. El mundo debería estar aterrorizado, ¡pero a ustedes les importa un comino! —Deschesnes resollaba, expresando la furia que había impulsado su carrera, olvidándose casi de sus anteriores temores y confusión.

Ambler se sintió impresionado; ya no podía dudar de la sinceridad de ese hombre sin dudar de sus propias percepciones.

Alguien había tendido una trampa a Deschesnes.

Pero ¿con qué fin? Fenton no había mostrado la menor duda sobre la «integridad» de la fuente detrás de esta misión. ¿Hasta dónde llegaba la intriga? ¿Y qué la motivaba?

Tenía que averiguar quién era el responsable, y tenía que averiguar por qué. Pero el francés apenas podía ayudarlo en eso.

Desde la ventana, Ambler vio una mujer menuda de pelo negro aproximarse a la entrada desde la calle. Sin duda era Joelle.

—¿Hay alguien en estos momentos en el apartamento de arriba? —preguntó.

—Todos los vecinos trabajan —respondió Deschesnes—. Nunca regresan a casa antes de las seis. Pero ¿qué más da? No tengo la llave. Y Joelle…

—Me temo que no hemos concluido nuestra conversación —dijo Ambler—. Prefiero no involucrar a Joelle. Si está de acuerdo…

Deschesnes asintió con el cabeza, demudado.

Empuñando la pistola, Ambler siguió al francés hasta el piso de arriba. La puerta estaba cerrada, pero eso representaba un mero trámite. Había observado lo frágiles que eran las cerraduras, unas lenguas de metal hueco montado en una madera que se caía a pedazos. Con un brusco movimiento, golpeó con la cadera la puerta y ésta cedió con una pequeña explosión de astillas de madera, y ambos hombres entraron en el apartamento. Joelle debía de estar acercándose al rellano del piso inferior. Le extrañaría que su amante no hubiera aparecido, pero había muchas explicaciones posibles. Ambler decidió dejar que fuera Deschesnes quien eligiera una.

El apartamento del quinto piso no parecía habitado. Había una alfombra ovalada de yute y unos pocos y destartalados muebles que uno no encontraría ni en un rastro. Pero era suficiente. A instancias de Ambler, ambos hombres hablaron en voz baja.

—Supongamos —dijo Hal— que me han dado una información falsa. Que usted tiene enemigos que le han preparado una encerrona. La pregunta que debemos hacernos los dos es «por qué».

—La pregunta que yo me hago es por qué coño no se larga y me deja en paz —replicó Deschesnes, presa de un ataque de furia. Había decidido que ya no corría un peligro inmediato de morir de un tiro—. La pregunta que yo me hago es por qué insiste en agitar esa pistola delante de mis narices. ¿Quiere saber quiénes son mis enemigos? ¡Pues mírese en el espejo, cowboy americano! ¡Usted es mi enemigo!

—Enfundaré la pistola —dijo Ambler. Al hacerlo, añadió—: Pero eso no hará que esté usted más seguro.

—No comprendo.

—Porque de donde yo vengo hay muchos más.

Deschesnes palideció.

—¿De dónde viene usted?

—Eso no importa. Lo que importa es que a unos personajes muy poderosos les han asegurado que usted constituye un grave riesgo para la seguridad internacional. ¿Qué motivo cree que existe para que crean algo así?

Deschesnes meneó la cabeza.

—No se me ocurre ningún motivo —respondió al cabo de unos momentos—. Como director general de la OIEA, represento una especie de símbolo de la voluntad internacional con respecto a ese tema, prescindiendo del hecho de que, a menudo, la voluntad es meramente simbólica. Mis opiniones sobre la amenaza nuclear son de puro sentido común, compartidas por millones de personas y miles de físicos.

—Pero supongo que una parte de su trabajo no es público, consistirá en tratos confidenciales.

—Por regla general, no emitimos resultados provisionales. Pero todo ello está destinado a hacerse público en el momento indicado. —Deschesnes se detuvo—. El principal trabajo que llevo a cabo actualmente, que aún no se ha publicado, es un informe sobre el papel de China en la proliferación de armas de destrucción masiva.

—¿Qué ha averiguado?

—Nada.

—¿Cómo que nada? —Ambler se acercó a la ventana y observó a la mujer morena y menuda salir del edificio con gesto indeciso y regresar de nuevo a la acera. Formularía preguntas que serían respondidas más tarde.

—Pese a lo que digan el gobierno americano, el gobierno francés y la OTAN, no hay pruebas de que China está implicada en la proliferación. Por lo que sabemos, Liu Ang rechaza enérgicamente la proliferación de tecnología atómica. La única pregunta es si podrá controlar al ejército chino.

—¿Cuántas personas trabajan en ese informe?

—Un puñado de colaboradores, en París y Viena, aunque procesamos información remitida por un numeroso equipo de analistas e inspectores de armas. Pero el principal artífice soy yo. Sólo yo estoy en disposición de conferirle la total credibilidad de mi cargo.

Ambler sintió que su frustración iba en aumento. Quizá Deschesnes fuera un hombre inocente, pero también era, y por la misma razón, un hombre irrelevante. No era sino otro francés de mediana edad, quizá de dudosa moral en lo referente a su vida privada, pero de indudable integridad pública.

No obstante, tenía que existir un motivo para que una persona —o un grupo— hubiera ordenado su muerte. Y si Ambler no llevaba a cabo la misión, otros no dudarían en hacerlo.

Cerró los ojos durante unos instantes y entonces vio lo que debía hacer.

Vous êtes fou! Absolument fou —fue la primera respuesta de Deschesnes cuando Ambler le explicó la situación.

—Es posible —contestó éste plácidamente. Sabía que tenía que ganarse la confianza del francés—. Pero piénselo. Las personas que me han enviado van en serio. Tienen los medios. Si yo no le mato, enviarán a otra persona. Pero si logramos convencerlos de que usted ha muerto, y puede desaparecer durante un tiempo, quizá yo consiga averiguar quién le ha tendido esta trampa. Es la única forma en que estará usted seguro.

Deschesnes le miró sin parpadear.

—¡Es una locura! —Tras unos instantes preguntó—: ¿Y cómo propone que lo hagamos?

—Dentro de unas horas, cuando haya resueltos los detalles, me pondré en contacto con usted —respondió Ambler—. ¿Hay algún lugar donde pueda ocultarse durante una semana o dos, un lugar donde nadie pueda dar con usted?

—Mi esposa y yo tenemos una casa en el campo.

—Cerca de Cahors —le interrumpió Ambler, impaciente—. Ellos ya lo saben. No puede ir allí.

—La familia de Joelle tiene una casa cerca de Dreux. Nunca van allí en invierno… —Deschesnes se detuvo—. No, no puedo involucrarla a ella. Me niego a hacerlo.

—Escúcheme —dijo Ambler después de una larga pausa—. No tardaré más de una semana o dos en resolver este asunto. Le aconsejo que alquile un coche, no utilice el suyo. Diríjase en coche al sur y quédese en la Provenza durante un par de semanas. Si el plan da resultado, no le buscarán. Envíeme su número de teléfono a esta dirección de correo electrónico. —Ambler lo anotó en un papel y se lo entregó—. Le llamaré cuando el peligro haya pasado.

—¿Y si no me llama?

Entonces significará que estoy muerto, pensó Ambler.

—Le llamaré —dijo sonriendo fríamente—. Le doy mi palabra.