14

La deprimente tarde en Montreal se animó cuando Laurel le llamó a su móvil.

—¿Estás bien? —se apresuró a preguntar Ambler.

—Perfectamente —respondió ella esforzándose en adoptar un tono despreocupado—. Todo va bien. Tía Jill está bien. Yo estoy bien. Sus sesenta tarros de melocotón en conserva están bien, aunque no me lo hayas preguntado, y nadie vaya a comérselos. —Tapó el teléfono con la mano durante unos instantes, mientras hablaba con alguien que estaba cerca, y luego añadió—: Tía Jill quiere saber si te gustan los melocotones en conserva.

Ambler se puso tenso.

—¿Qué le has contado sobre…?

—¿Sobre ti? Nada. —Laurel bajó la voz—. Cree que estoy hablando con un novio, un «admirador», como diría ella. Imagínate.

—¿Estás segura de no haber observado nada raro? Por insignificante que sea.

—Nada —contestó ella—. Nada —repitió.

—Háblame sobre eso que no es «nada» —dijo Ambler.

—De veras, no es nada. Hace un rato llamó un tipo de la compañía que nos suministra el combustible para la calefacción. Estaban poniendo al día las fichas de sus clientes y me hizo varias preguntas tontas, tras lo cual me preguntó sobre el combustible que utilizábamos y el tipo de caldera. Fui a comprobarlo y vi que tía Jill usa gas natural, no petróleo, pero cuando regresé al teléfono el tipo había colgado. Supongo que debía tratarse de un error.

—¿Cómo se llama esa compañía?

—¿El nombre? —Laurel se detuvo—. No me lo dijo.

Ambler se sintió como si estuviera encerrado en un bloque de hielo. Reconoció los signos del método utilizado para abordar a Laurel: la aparentemente inofensiva confusión, la amable llamada profesional, quizás una de varias docenas de llamadas que habían hecho, con un analizador del tono de la voz al otro lado del hilo telefónico.

Estaban tanteando el terreno.

Guardó silencio unos instantes; no quería hablar hasta poder hacerlo con calma.

—¿Cuándo recibiste esa llamada, Laurel?

—Hará unos… veinte minutos —respondió la joven. La sangre fría había abandonado su voz.

Doce capas de laca. Doce capas de terror.

—Escúchame con atención. Tienes que marcharte ahora.

—Pero…

—Tienes que marcharte ahora mismo. —Ambler le dio instrucciones precisas. Le indicó que condujera su coche a un taller de reparaciones, les dijera que quería que ajustaran la columna de la dirección y partiera con cualquier auto que pudieran prestarle. Era un sistema barato y sencillo de conseguir un vehículo que no podrían rastrear hasta ella.

Luego debía dirigirse a un lugar donde no conociera a nadie.

Laurel escuchó con atención, repitiendo algunos de los detalles. Hal comprendió que lo estaba memorizando, calmándose mientras traducía la amenaza en una serie de medidas que debía tomar.

—Lo haré —dijo la joven respirando hondo—. Pero tengo que verte.

—No es posible —respondió Ambler.

—De lo contrario no podré hacerlo —insistió Laurel, exponiendo un hecho, no suplicando—. Yo… —se detuvo—. No puedo.

—Mañana me marcho del país —le reveló él.

—Entonces nos veremos esta noche.

—Laurel, no creo que sea una buena idea.

—Necesito verte esta noche —repitió ella con tono desalentador pero firme.

Esa noche, en un motel cerca del Aeropuerto Kennedy, Ambler se hallaba en su habitación del piso veinte —había insistido en que estuviera situada en un piso alto, orientado hacia el norte— observando el tráfico en la calle Ciento cuarenta en Jamaica, Queens, a través de un velo de mal tiempo. Hacía una hora que llovía a cántaros, provocando que se desbordaran las alcantarillas y formando capas de barro en todas las carreteras. Aunque no tanto como en Montreal, hacía frío, unos cinco grados bajo cero, y la humedad intensificaba la sensación de frío. Laurel le había dicho que vendría en coche, y hacía un tiempo pésimo para conducir. Pero Ambler se sintió más animado ante la perspectiva de verla. Sentir un frío intenso era dudar de que alguna vez volverías a sentir calor. En esos momentos, estaba convencido de que Laurel era lo único capaz de hacerle sentir de nuevo calor.

A las once de la noche, mientras miraba a través de unos prismáticos, vio aparecer el sedán, un Chevrolet Cavalier sobre el cual la lluvia batía con fuerza. Comprendió que era Laurel incluso antes de ver su pelo castaño y alborotado tras el parabrisas. Ella hizo lo que le había indicado: después de aguardar unos minutos ante el hotel, se incorporó de nuevo al tráfico hasta que apareció la siguiente salida, y regresó en sentido contrario. Desde la elevada planta del motel, Ambler observó el resto de coches. Si la seguían, él se daría cuenta.

Diez minutos más tarde, Laurel se detuvo de nuevo delante de la entrada para coches del hotel. Después de que Ambler la llamara a su móvil para asegurarle que no parecía que la siguieran, ella se apeó del vehículo, sosteniendo un paquete envuelto en un plástico como si fuera un objeto muy preciado. Al cabo de unos minutos llamó a la puerta de la habitación. En cuanto ésta se cerró, Laurel dejó caer al suelo su parka de nailon azul —empapada como la mayoría de prendas supuestamente impermeables— y depositó el paquete en la alfombra. Luego, sin decir nada, se acercó a Ambler y se abrazaron, sintiendo ambos los latidos del corazón del otro. Él la estrechó contra sí como un náufrago se aferra a un salvavidas. Durante unos momentos permanecieron juntos, casi inmóviles, abrazándose con fuerza. Luego ella lo besó en los labios.

Al cabo de unos instantes Ambler se separó.

—Laurel, todo lo que ha ocurrido… Tienes que mantenerte al margen. Debes andarte con cuidado. Esto… no te conviene. —Las palabras brotaron atropelladamente.

Ella lo miró con expresión implorante.

—Laurel —dijo él con voz ronca—, no estoy seguro de que debamos…

Él sabía que un trauma puede crear formas de dependencia, distorsionar percepciones, emociones. Laurel seguía viéndolo como el hombre que la había rescatado; no podía aceptar que era él quien la había puesto en peligro. Ambler sabía también que ella necesitaba desesperadamente sentirse reconfortada: incluso poseída. No podía rechazarla sin herirla, y lo cierto era que no deseaba hacerlo.

Un sentimiento de culpa mezclado con el acuciante deseo que sentía por Laurel hizo presa en él, y al cabo de unos momentos ambos cayeron sobre la cama, dos cuerpos desnudos, flexionándose, estremeciéndose, enardecidos, creando juntos el calor que ambos ansiaban con desesperación. Cuando sus cuerpos se separaron por fin —agotados, jadeando, cubiertos de sudor—, se buscaron con las manos, enlazando los dedos, como si ninguno de los dos pudiera soportar estar separados. No en esos momentos. Todavía no.

Al cabo de varios minutos de permanecer en silencio, Laurel se volvió hacia Ambler.

—De camino me detuve a recoger algo —murmuró. Se levantó de la cama y tomó el paquete con el que había llegado. Ambler sintió que el corazón le latía aceleradamente al contemplarla desnuda, su silueta recortada contra las cortinas. ¡Dios, qué hermosa era!

Laurel sacó un objeto de una bolsa de plástico y se lo entregó. Un volumen grande y pesado.

—¿Qué es? —preguntó él.

—Mira —respondió ella reprimiendo una sonrisa.

Ambler encendió la lámpara de la mesita de noche. Era un anuario encuadernado en tela, con el logotipo del Carlyle College grabado en la tapa de color tostado y en su envoltura de celofán original, que ahora parecía un tanto deslucida. Él lo miró estupefacto.

—Está intacto —dijo ella—. Nadie lo ha manipulado —continuó entregándole el volumen—. Éste es tu pasado. Esto es lo que no han podido destruir.

La parada que había hecho antes de llegar al hotel había sido en el Carlyle College.

—Laurel —musitó Ambler. Experimentaba una profunda gratitud y otra cosa, un sentimiento más fuerte—. Lo has hecho por mí.

Ella le miró detenidamente; en su mirada había dolor y amor a la vez.

—Lo he hecho por los dos.

Él tomó el libro. Era un grueso volumen encuadernado destinado a durar varias décadas. La fe de Laurel en él era evidente; ni siquiera había abierto ella misma el anuario.

Ambler sintió que tenía la boca seca. Laurel había hallado el medio de pasar a través de las mentiras, de poner al descubierto la astuta pantomima. Laurel Holland. Mi Ariadna.

—Dios santo —dijo con asombro.

—Me dijiste en qué escuela habías estudiado, me dijiste en qué clase habías estado, y me puse a pensar. La forma en que trataron de borrar tu pasado… Pensé que ellos habían hecho lo suficiente como para impedir que se llevara a cabo una investigación rutinaria. Pero no podían hacer más que eso.

La vaporosa tercera persona del plural: ellos. Una pancarta sobre un abismo de incertidumbre. Ambler asintió con la cabeza.

—Son demasiadas cosas. Me puse a pensar en ello. Es como cuando pasas el aspirador rápidamente por toda la casa porque esperas visita. Puede que todo tenga un aspecto limpio y ordenado. Pero siempre hay algo… Polvo debajo de la alfombra, una bandeja de cartón debajo del sofá. Tienes que mirar. Quizá lograran modificar los archivos informáticos en el despacho del rector. Pero yo fui a la oficina de los alumnos y compré un ejemplar de tu anuario. El objeto real, físico. Pagué sesenta dólares por él.

—Dios santo —repitió Ambler sintiendo que el corazón le daba un vuelco.

Rompió con una uña el envoltorio de celofán, rígido por el paso del tiempo, y se recostó contra el cabecero de la cama. El anuario exhalaba el olor a plástico de una impresión cara, a tinta y a cola. Ambler lo hojeó, sonriendo al contemplar las imágenes de viejas trastadas: el famoso episodio de la calabaza; la vez que metieron una vaca Guernsey en la biblioteca e hicieron que el animal pasara las tarjetas del catálogo con los movimientos de su cola. Lo que llamó poderosamente su atención era lo delgaduchos que estaban la mayoría de los chicos. Al igual que debía de estarlo él.

—Hace que evoques viejos recuerdos, ¿no es así? —preguntó Laurel acomodándose junto a él.

Ambler sintió que el corazón le latía desbocado mientras seguía pasando las páginas. El peso y solidez del volumen eran reconfortantes. Recordó su rostro abierto y sincero de veintiún años y la cita que había escrito debajo de su fotografía, una cita de Margaret Mead que le había impresionado profundamente. Recordaba las palabras de memoria: «No dudes nunca de que un pequeño grupo de ciudadanos responsables y comprometidos pueden cambiar el mundo. Es lo único capaz de hacerlo».

Llegó a las aes de las páginas en que aparecían las fotos de los alumnos y deslizó un dedo por la columna de pequeños rectángulos de imágenes en blanco y negro, una colección de hirsutas cabelleras y aparatos de ortodoncia: Allen, Algren, Amato, Anderson, Anderson, Azaria. La sonrisa se borró de su rostro.

Las fotografías estaban colocadas en cinco hileras por página, cuatro rostros dispuestos en sentido horizontal. Estaba claro dónde debía aparecer la de Harrison Ambler.

Nada. Ni un espacio en blanco. Ni una nota que dijera «No disponemos de la fotografía». Sólo el rostro de otro estudiante, que Ambler recordaba vagamente.

Le invadió una sensación de mareo y náuseas.

—¿Qué ocurre? —preguntó Laurel. Al ver donde tenía apoyado el dedo en la página, se llevó también un sobresalto.

—Debí de adquirir el anuario equivocado —dijo—. Me equivoqué de año, ¿no? Soy una estúpida.

—No —contestó él con voz ronca—. No te has equivocado de año. El equivocado soy yo. —Suspiró, cerró los ojos y volvió a abrirlos, esforzándose en ver algo que no había visto antes. Algo que no estaba ahí.

Era imposible.

Apresurada, desesperadamente, Ambler consultó el índice. Allen. Algren. Amato. Anderson.

No había ningún Ambler.

Pasó las páginas hasta dar con una fotografía de grupo del equipo de remo de Carlyle. Recordó los uniformes, recordó el dichoso barco —un destartalado Donoratico de tres metros de eslora— que aparecía al fondo. Pero cuando examinó la foto de grupo, comprobó que él no estaba. Aparecían unos jóvenes luciendo las camisetas amarillas y los pantalones cortos amarillos de Carlyle. Estaban todos sus compañeros, unos jóvenes que exhalaban una apabullante seguridad en sí mismos, sacando pecho para el fotógrafo. Un equipo formado —Ambler los contó— por veintitrés chicos. Todos los rostros le eran familiares. Hal Ambler no estaba entre ellos.

Siguió hojeando mecánicamente el libro, contemplando otras fotografías de grupo —equipos, momentos, actividades— en las que esperaba ver su propia imagen. Pero no aparecía en ninguna de ellas.

De pronto recordó las palabras de Osiris. «Es la navaja de Occam: ¿cuál es la explicación más simple? Es más fácil alterar el contenido de tu psique que cambiar el mundo entero.»

Harrison Ambler era… una mentira. Una brillante interpolación. Una vida fraguada a partir de una laguna, construida con un millar de fragmentos del mundo real, imbuida en la mente de otra persona. Un cúmulo de información. Una vida artificial que suplanta a la auténtica. Un torrente de episodios vívidos, presentados en un batiburrillo que cambiaba sin parar. Una pizarra por la que pasas un trapo y escribes de nuevo en ella.

Apoyó la cabeza entre las manos, presa del terror y el desconcierto, de la sensación de que le habían arrebatado algo que jamás recuperaría: su identidad.

Cuando alzó la vista, vio que Laurel le observaba con las mejillas surcadas de lágrimas.

—No cedas ante ellos —le dijo ella con voz queda.

—Laurel… —respondió Ambler.

—No te des por vencido —le conminó con firmeza.

Él sintió que se desplomaba sobre sí mismo, como un cuerpo astral aplastado por su gravedad.

Ella le abrazó y le susurró al oído:

—¿Cómo dice ese poema? «¡No soy nadie! ¿Quién eres tú? ¿Tú también no eres nadie? Podemos ser nadie juntos.»

—Laurel —insistió él—. No puedo hacerte eso.

—No puedes darte por vencido —objetó ella—. Porque entonces ganarán ellos. —Le rodeó los hombros con los brazos, asiéndole con fuerza como para obligarle a regresar del remoto lugar en el que se hallaba—. No sé cómo decirlo. Es una cuestión de instinto, ¿vale? A veces sabemos lo que es verdad aunque no podamos demostrarlo. Pues bien, te diré lo que yo sé que es verdad. Cuando te miro, ya no me siento sola, y te aseguro que es una sensación muy rara en mí. Contigo me siento segura. Sé que eres un buen hombre. Lo sé porque conozco a otros tipos que no lo son, créeme. Tengo un ex marido que convirtió mi vida en un infierno, contra el que tuve que conseguir una orden de alejamiento, aunque no sirvió de nada. Esos hombres que aparecieron anoche… Vi cómo me miraban, como si yo fuese un pedazo de carne. Les importaba un comino lo que pudiera ocurrirme. Uno de ellos dijo que «me echaría un polvo» en cuanto me anestesiaran. El otro dijo que él haría otro tanto. Convinieron en que nadie se enteraría. Eso era lo primero que iba a ocurrirme. Pero no habían contado contigo.

—Pero de no ser por mí…

—¡Basta! Decir eso es como decir que ellos no son los culpables. Por supuesto que lo son, y pagarán por ello. Escucha a tu instinto y comprenderás lo que es verdad.

—La verdad —repitió Ambler. Las palabras sonaban huecas en su boca.

—Tú eres verdad —dijo ella—. Empecemos por ahí. —Le estrechó contra sí—. Yo lo creo. Y tú debes creerlo también. Tienes que hacerlo por mí.

El calor de su cuerpo reforzó a Ambler, como una armadura. Laurel era fuerte. ¡Dios, qué fuerte era! Él tenía que recobrar también sus fuerzas.

Ambos guardaron silencio durante largo rato.

—Tengo que ir a París —dijo Ambler por fin.

—¿Huyendo o tras los pasos de alguien? —Era al mismo tiempo una pregunta y un reto.

—No estoy seguro. Quizá para profundizar en el asunto. Tengo que seguir el hilo, al margen de adónde me conduzca.

—Lo comprendo.

—Pero necesito estar preparado, Laurel. En última instancia, quizás averigüe que no soy quien creo ser. Que soy otra persona. Alguien que es un extraño para ambos.

—Me estás asustando —dijo ella con tono quedo.

—Quizá debas estar asustada —respondió Ambler sosteniendo las dos manos de la joven en las suyas, suavemente—. Quizás ambos deberíamos estar asustados.

Ambler tardó en conciliar el sueño, y cuando lo consiguió, trajo consigo unas desagradables imágenes del pasado que aún pensaba que era el suyo.

El rostro de su madre, los moratones cubiertos por el maquillaje, su voz rebosante de dolor y la confusión.

—¿Te ha dicho tu padre que se marchaba?

—No —respondió el niño que estaba a punto de cumplir siete años—. No me ha dicho nada.

—Eres un diablillo. ¿Cómo se te ocurre decir semejante cosa?

Su respuesta silenciosa: «¿No es obvio? ¿Es que no lo ves tú también?»

El dolor y desconcierto en el rostro de su madre dieron paso a una intensa expresión de admiración e intencionalidad en el de Paul Fenton.

Es usted un genio. Un mago. ¡Puf!, y el elefante desaparece del escenario. ¡Puf!, y el mago desaparece junto con su capa, su varita mágica y todo lo demás. ¿Cómo diantres lo ha conseguido?

Sí, ¿cómo lo había conseguido?

Apareció otro rostro, primero los ojos, unos ojos de comprensión y serenidad. Los de Wai-Chan Leung.

Me recuerdan a un hombre, que vivió hace muchos años, el cual montó una tienda en una aldea en la que vendía una lanza que, según decía, era capaz de traspasar cualquier cosa y un escudo que aseguraba que nada podía traspasar.

Ambler había regresado a Changhua, se había precipitado en los recovecos de su mente. Los recuerdos que habían desaparecido de su conciencia le inundaron como el géiser de un manantial oculto.

No sabía por qué no había podido recordar antes; no sabía por qué podía recordar ahora. Los recuerdos retornaron con fuerza, lacerándolo, el dolor despertaba unos recuerdos precoces de dolor…

Había presenciado una matanza y, al sostener la mirada del hombre que agonizaba, no experimentó la serenidad espiritual de éste. En lugar de ello, le embargó la ira, una ira más intensa de lo que jamás había experimentado. Ambler y sus colegas habían sido manipulados, eso estaba claro. El dossier: un tapiz de mentiras, centenares de débiles hilos que cobraban fuerza cuando los entretejían.

Habías empezado a ver cosas que no querían que vieses.

Al término de la jornada, el gobierno de Taiwán anunció que habían arrestado a los miembros de una célula de extrema izquierda radical, la cual, según dijeron, estaba detrás del asesinato; la célula fue incluida en una lista oficial de organizaciones terroristas. Tarquin conocía la supuesta célula: una docena de licenciados que hacían poco más que distribuir fotocopias de panfletos maoístas de los años cincuenta y debatir oscuros puntos doctrinales mientras bebían una taza de té verde aguado.

Durante los próximos tres o cuatro días, mientras los otros miembros de su equipo se dispersaban para ser enviados a sus siguientes misiones, Tarquin, furioso pero procurando no desmadrarse, decidió poner al descubierto la verdad. Las piezas del puzzle no fueron difíciles de localizar. Mientras corría entre uno y otro centro de poder en la isla, la propia Taiwán quedó reducida a una imagen borrosa de pagodas, tejados de templos intrincadamente pintados y tallados, e inmensos y poblados paisajes urbanos, llenos de mercados y tiendas. La isla estaba atestada de gente que se desplazaba en motos de tamaño familiar y en pequeños coches y autobuses, y de personas que mascaban nueces de betel y lanzaban sonoros escupitajos sanguinolentos sobre las aceras. Tarquin se reunió con «agentes» del ejército taiwanés que apenas disimulaban su regocijo por el asesinato de Leung. Visitó a los secuaces y confederados de los políticos, cortesanos y hombres de negocios corruptos que eran quienes manejaban las riendas del poder, en ocasiones sonsacándoles información fingiendo estar de su lado, otras obteniéndola por medio del terror y una brutalidad que no sabía que poseía. Conocía bien a ese tipo de individuos. Incluso cuando medían cuidadosamente sus palabras, sus rostros expresaban sus furtivos planes con toda claridad. Sí, los conocía bien.

Ahora empezaban a conocerlo a él.

Al tercer día fue a Peitou en la red de transporte rápido. Situado a unos veinte kilómetros al norte de Taipei, Peitou fue un balneario de aguas termales que se reconvirtió en un sórdido barrio de drogas y prostitución. Ahora era algo entremedias. Tras pasar frente a un salón de té y una residencia, Tarquin halló un «museo» de aguas termales, una especie de baños de alto standing. En la cuarta planta, encontró al joven rechoncho que andaba buscando, el sobrino de un poderoso general que estaba implicado en el narcotráfico, el cual contribuía a disponer el transbordo de heroína desde Birmania a Tailandia y a Taiwán, y desde allí a Tokio, Honolulú y Los Ángeles. Un año antes, el joven rechoncho había decidido postularse para un escaño en el Parlamento, y aunque el playboy estaba más familiarizado con las diversas variedades de coñac que con los problemas políticos de sus electores en ciernes, el escaño estaba garantizado para un candidato respaldado por el KMT. Más tarde el joven averiguó que Leung había mantenido conversaciones con otro candidato para el escaño. La noticia no le cayó bien: si Leung apoyaba a su rival, su fortuna política corría peligro. Es más, si la campaña anticorrupción de Leung tenía éxito a nivel nacional —o incluso inspiraba a otro gobierno a adoptar una similar como medida defensiva—, su tío corría peligro de ser destruido.

El hombre estaba inmerso hasta las tetillas en un agua caliente que exhalaba un denso vaho, mirando KTV —televisión karaoke— con una expresión narcotizada. Pero se espabiló en cuanto Tarquin se acercó a él, vestido, y sacó un cuchillo de combate con una hoja dentada de titanio de quince centímetros de su funda Hytrel. El sobrino se mostró más comunicativo después de que Tarquin practicara unas cuantas incisiones en su cuero cabelludo y la sangre de esa zona altamente vascular le empapara el rostro. Conocía el singular terror que experimentaba un hombre cuando su propia sangre le nublaba la vista.

Era tal como Tarquin había empezado a sospechar. Los datos del dossier habían sido inventados por los rivales políticos de Leung, quienes habían aducido los suficientes y precisos detalles sobre otros malhechores para que resultara superficialmente plausible. Pero eso conducía a un misterio mayor. ¿Cómo había llegado esa burda información a la red de inteligencia de Operaciones Consulares? ¿Cómo era posible que la Unidad de Estabilización Política se hubiera tragado ese montón de mentiras?

Ninguna trampa en materia de inteligencia era más familiar para los profesionales: los enemigos de un hombre estaban siempre dispuestos a decir cualquier cosa que pudiera perjudicarle. En ausencia de una confirmación por partes no interesadas, no se podía dar por buena ninguna información. Era de esperar que quienes se sentían amenazados por un político reformista trataran de perjudicarlo difundiendo mentiras. Lo que no cabía esperar, lo que resultaba inexplicable, era el fallo de la unidad Estab en no analizar la información.

Las emociones que Tarquin experimentaba eran intensas y peligrosas. Peligrosas para otros, y también, según comprendió vagamente, para él mismo.

Cuando Ambler se despertó, se sintió, si cabe, más cansado que cuando se había acostado, y no tenía nada que ver con el sofocado estruendo de los reactores que despegaban y aterrizaban en el aeropuerto cercano. Tenía la sensación de haber estado a punto de descubrir algo, algo de gran importancia; el pensamiento no dejó de darle vueltas en la cabeza con la persistencia de la niebla matutina, tras lo cual se disipó rápidamente. Tenía los ojos hinchados, y sentía martillazos en la cabeza como si tuviera resaca, aunque no había bebido ni una gota de alcohol.

Laurel estaba levantada y vestida; lucía un pantalón de color caqui y una camisa azul pálido plisada. Ambler miró el reloj en la mesilla de noche, para cerciorarse de que no hacía tarde.

—Tienes tiempo de sobra, no perderemos nuestro vuelo —dijo ella cuando él se dirigió por fin al baño.

—¿Nuestro vuelo?

—Voy contigo.

—No puedo consentirlo —protestó—. No sé qué peligros me aguardan, y no puedo exponerte…

—Acepto que haya peligros —le interrumpió Laurel—. Por eso te necesito. Por eso me necesitas tú a mí. Puedo vigilar para que no te ataquen por la espalda. Seré otro par de ojos.

—Es imposible…

—Comprendo que soy una aficionada. Eso me convierte en algo que los otros no han previsto. Además, tú no les temes. Tienes miedo de ti mismo. Y ahí es donde yo puedo hacerte las cosas más fáciles, no más complicadas.

—¿Cómo podría vivir conmigo mismo si algo te ocurriera allí?

—¿Cómo te sentirías si me ocurriera algo aquí y tú no estuvieras para socorrerme?

Ambler la miró consternado.

—Yo te he metido en esto —dijo de nuevo dejando entrever el horror que sentía. No formuló en voz alta la insistente y silenciosa pregunta que se hacía a sí mismo: «¿Cuándo acabará todo?»

Laurel habló con firmeza.

—No me dejes, ¿vale?

Ambler tomó su rostro entre sus manos. Lo que le proponía era una locura. Pero quizá le salvara de otra forma de locura. Y lo que había dicho era cierto: en otro continente, él no podría protegerla de quienes la amenazaban en éste.

—Si te ocurriera algo… —dijo Ambler. Pero no tuvo que terminar la frase.

Laurel le miró fijamente, sin temor.

—Compraré otro cepillo de dientes en el aeropuerto —dijo.