Carta X
Querida Betsy, continúo la carta anterior desde el cortijo. Te esperan al final algunas sorpresas.
Era de noche. Un perro gruñía en las sombras. Parecía que todo dormía alrededor. Pensaba yo: «¿Qué dirá Curro si sabe que voy con el duque por estos lugares a medianoche, la hora de las brujas? (Que diga misa)». Alguien salió de las sombras y nos dijo con una voz que yo diría servil:
—La señora duquesa debe de estar en er molino.
Se trata de un molino antiguo de aceituna que ya no funciona y que ocupa un edificio de piedra, cuyas puertas, ventanas y techos parecen rezumar aceite todavía. El duque preguntaba: «¿Qué puede hacer allí mi madre?». Yo pensaba para mí: bailar el minueto con sus zapatos de seda blanca, su bastón de plata y su pañuelo de encajes. ¿Le parece poco?
En el molino solo había dos o tres docenas de gallinas y un gallo que salió a nuestro encuentro desafiador con pasos también de minueto. El duque recordó que llevaba en el bolsillo una linterna eléctrica no más grande que una pluma fuente y la encendió. Vertió la luz alrededor y dijo:
—Este molino funcionaba ya en tiempos de los romanos.
Era aquel lugar muy alto de techos. Una viga de contornos cuadrados y de más de un metro de grosor por cada lado lo atravesaba en diagonal y descansaba sobre upa especie de torno. La viga pesaría tres o cuatro toneladas al menos. En el centro había un poste y una rueda horizontal con cinco palos saledizos, en cada uno de los cuales, según dijo el duque, empujaba antiguamente un esclavo desnudo para subir el osillo (así lo llaman). Cuando la viga estaba alta ponían debajo una columna de capachos de aceituna. Entonces iban dejando caer la viga poco a poco con todo su peso y el aceite resbalaba para recogerse en una gran poceta circular.
La columna, la viga y la poceta parecían impregnadas de aceite también. Había en el suelo escoria de aceitunas machacadas y secas. El duque cogió un puñado y dijo: «Esto se llama orujo». Parece que cuando se seca es un buen combustible.
Estaba yo absorta ante la rueda de los esclavos de la columna central y pensaba en aquel romano que se llamaba Plauto y que escribió obras importantes de teatro sin dejar de ser esclavo y de trabajar como un pobre animal de tiro.
—¡Qué bueno es ser joven e interesarse por Plauto! —dijo el duque con un aire ligeramente superior.
Fue a besarme, pero me excusé diciendo que aquel lugar era incómodo. Ciertamente yo creo —tal vez era ilusión— que olía a aceite desde los tiempos de Séneca.
A mí me ofende el recuerdo de la esclavitud, la verdad. Con objeto de ver de cerca cómo se sentían aquellos pobres esclavos avancé y bajé la hoya circular donde se instalaban para su trabajo cada día. Me puse en la misma posición y empujé con fuerza.
—Nunca podría levantar la viga usted sola, criatura —reía el duque.
—¿Qué hace usted ahí? Venga a ayudarme.
—Linda esclavita —dijo él con un gorjeo un poco femenino—, salga de ahí que le doy la libertad ahora mismo. Aunque las mujeres, ¿para qué quieren la libertad?
—En América no haría nadie esa pregunta —le dije yo—. A todos nos gusta la libertad. No es como aquí.
—¿Qué pasa aquí?
—Usted, por ejemplo, dice que es enemigo del régimen, pero no se le ocurre sino traer al viejo padre de Soleá aquí y ayudarle a bien morir.
Tardó un momento en contestar el duque y por fin dijo:
—Tiene usted razón. Somos cobardes.
Otra vez quiso abrazarme y yo me evadí con un movimiento diagonal y salté fuera de la hoya de los esclavos.
Al salir del molino se nos acercó alguien con una linterna y fue delante alumbrando. Dijo que la señora estaba en casa del Trianero. La mancha luminosa de la pluma fuente del duque volaba por las sombras de alrededor como un ave indefinible.
Llegamos pronto, y el Trianero no sabía qué hacer para agasajarnos. Allí estaba la vieja duquesa con su traje blanco y su bastón de plata y una copa de anís en la mano. Tenía la cara arrugada pero pintada como una gran muñeca. El duque nos presentó y la duquesa me miró de reojo dudando si valía la pena tomarme en serio.
—Soy la madrina —dijo por fin, y añadió dirigiéndose a su hijo—: Mañana bautizamos a la niña y le pondremos el santo del día: San Bartolomé apóstol.
—Ese nombre es más aparente para niño —se apresuró a decir el padre rascándose detrás de la oreja.
—Cállate, zopenco. ¿Tú qué sabes?
—No le va el nombre, señora, a la criaturita. ¡Por San Juan Bautista que no le va!
La duquesa golpeaba el suelo con el bastón:
—Todos los nombres pueden ser de niño o de niña a voluntad. La niña se llamará Bartolomea. ¿Qué hay de malo?
El duque sonrió y el Trianero buscó su apoyo:
—No es por na, pero resulta una mijita demasiada guasa, señor duque.
—Calla, zoquete —dijo la duquesa—. Ya sé que a la niña quieres ponerle Macarena, pero ¿dónde está Santa Macarena? ¿Es que os parece gitano y torero eso de la Macarena, verdad? La niña se llamará como el santo del día: Bartolomea.
Se oía graznar el pavo real blanco y la duquesa parpadeaba, nerviosa. El Trianero siguió:
—Es un suponer que en todas partes donde la niña diga que se llama Bartolomea habrá su choteo por el mor de Bartolo. Bartolo-mea. Es decir, pis, dicho sea con respeto.
—¿Qué es eso del pis, cochino?
No podía el duque aguantar la risa y disculpándose con su madre salimos de allí. Ya fuera rio a su gusto.
Reía a carcajadas en varios tonos, histéricamente. No entendía aquellas risas y sigo sin entenderlas, pero estuvieron el Trianero y la duquesa toda la noche discutiendo el nombre de la niña sin ceder ninguna de las dos partes.
Dormí esa noche, de veras, en el cortijo, en el mismo cuarto de Soleá, que estuvo explicándome que no era Celestina de las que cobran ni de las otras, aunque a veces ayudaba a los amantes amigos que conocía teniéndoles la vela. No sé qué vela, porque por aquí hay luz eléctrica en todas partes, hasta en las casetas de los cerdos. Yo le hablé del problema de la duquesa con el nombre del bebé. Y al decirlo —Bartolomea— también Soleá soltó a reír. Debe de ser uno de esos pequeños misterios tartesos que los extranjeros no podemos entender.
Al día siguiente Curro me hizo una escena tremenda. Yo pensaba que esta vez iba a derrumbarse el firmamento de verdad. Curro dijo que iba a darle «un mandao» al duque que no volverían a quedarle ganas de arrimarse a mí y que a su edad estaba más para que lo sacaran al sol en una silla de ruedas que para andar haciendo la corte a las mujeres.
Y que con pergaminos y sin ellos el duque era un panoli. Eso decía. Ya ves, Betsy.
Ha desarrollado Curro un odio venenoso contra el duque, sobre todo desde ayer. ¡Pues no cree que he pasado yo la noche en su cuarto! Nunca entenderán estos tartesos que una cosa es el amor o una tesis académica y otra que seamos libertinas. Me dice Curro que el duque, vestido de gala con el uniforme del navy, es cosa de ver y que el día del aniversario del Glorioso Alzamiento parece una carroza mortuoria puesta de pie con sus dorados y plumeros. También me dijo que si a mano viene caballistas hay en el monte que le darían un susto al duque y a su madre.
Un buen susto entre los carrascales —eso dijo— de Sierra Morena.
Me acordé de Los Verracos a quienes ataba el zapato Napoleón. Y mirando a Curro y viendo su ojo morado, y al saber que Quin y Clamores se habían ido a Sevilla sin despedirse de mí, pensé que Curro está llevando las cosas a un camino demasiado peculiar. Eso me asusta un poco. De veras, Betsy.
Pedí el teléfono al duque y el viejo galán me condujo a una cabina tapizada de seda color rosa. Llamé a Sevilla. Cuando me la dieron, el duque se retiró y cerró la puerta de cristales.
Yo puse un telegrama a Pensilvania. Sensación. Betsy. El telegrama, ¿para quién, dirás? Para Richard aceptando su anillo de boda y diciéndole que señale la fecha, porque regreso a Pensilvania en el primer avión donde consiga un asiento. ¿Qué te parece? No lo esperabas tú, Betsy. Confiésalo. Es un verdadero golpe para todos.
Bien mirado, el matrimonio es una cosa seria y creo que debo casarme con el primer novio que tuve: Richard.
Pregunté a la central el precio del telegrama y me dijeron que colgara, y que llamarían para decírmelo. Mientras lo tasaban abrí la puerta de cristales de la cabina y le conté al duque lo que había dicho Curro sobre el susto que podía darle a él —al duque— con sus amigos caballistas. No creas que lo dije por agravar la situación entre ellos, sino solo porque las reacciones pasionales de la antigua Tartesos me interesan de un modo académico y objetivo. Y quería ver lo que sucedía.
El duque me miró distante y glacial y dijo:
—A Los Verracos los ahorcaron, según dicen. Si Curro fuera un caballero podríamos batirnos, pero siendo un plebeyo y un gitano me conformaré, si el caso llega, con hacerlo apalear por mis criados en las escaleras de mi casa. Puede decírselo cuando quiera.
¿Yo? Dios me libre. Estoy segura de que si le dijera una cosa así a Curro —plebeyo o no— en veinticuatro horas desaparecería el duque y tal vez yo misma. Los caballistas nos llevarían a él y a mí a alguna cueva en Sierra Morena con los ojos vendados y pedirían millones de beatas de rescate. O matarían al duque al modo árabe, es decir, poniendo su cabeza en la dirección del sol naciente y rebanándole el pasapán (horrible paranomasia). A mí no me harían nada porque soy extranjera.
Verdad es que si todo esto sucediera podría yo sacar el copyright de la información y venderla a un sindicato de prensa de los Estados Unidos. Yo en Sierra Morena con el duque, en manos de los bandidos caballerosos y románticos. Big money, Betsy. Pero siempre he sido generosa y prudente. Así, pues, la carroza funeral, por lo que a mí toca, seguirá de pie en el aniversario del Glorioso Alzamiento, con su bisoñé, sus dientes y sus plumeros blancos. Lástima, porque con el dinero de la historia del kidnaping me habría salido gratis el viaje y la estancia en Sevilla, y, además, al volver a los Estados Unidos podría comprar un corvette rojo, que es mi pasión. Pero no hay ni que pensar. Pobre duque.
Abrí más la puerta del camarín del teléfono porque el aire se ponía pesado y el duque entró. No había sitio para uno y estábamos dos. Más que una cabina era un estuche tapizado de seda y nosotros éramos las joyas. Cerró la puerta. Una lámpara azulina muy pequeña iluminaba el techo pompeyano. Yo le dije al duque:
—¿Sabe usted una cosa, your highness?
—¡Qué tontería! —rio él—. No me llame your highness.
—¿Sabe usted que con ese telegrama he aceptado una proposición de matrimonio?
—Lo siento —dijo él—. Lo siento con toda mi alma.
Iba yo a decir que la cosa tenía arreglo, pero se adelantó el duque a deshacer el equívoco:
—Lo digo porque siempre que se casa una mujer bonita todos los hombres perdemos algo. Incluso yo, a pesar de mi edad.
El rascal daba marcha atrás. Vio mi intención y yo vi su alarma. La verdad es que acordándome del molino de aceite, de la rueda de los esclavos y del pobre Plauto se me atragantaba el embeleco.
La cabina era muy pequeña y parecía, repito, un estuche de lujo. El duque trataba de ver hacia afuera por la puerta de cristales.
—Este decorado —dije por decir— es pompeyano.
Se acercó más el duque y yo sentí una de sus rodillas contra la mía.
—¿En qué se distingue el decorado pompeyano?
Miré alrededor y dije pedantemente:
—El arte pompeyano es distinto de los otros porque la cuestión consiste aquí en la manera de distribuir los espacios blancos. ¿Ve usted?
—¿Qué blancos, linda oceánida?
Eh, Betsy. Oceánida. Estaba bien llamarnos a las americanas así: oceánidas. Suena muy lindo.
—En otras partes —expliqué— el problema está en llenar esos vacíos. Pero aquí se trata solo de distribuirlos de un cierto modo. ¿Ve ahí un ánfora? Un ánfora esbelta de cuyo gollete salen rayas verticales que enlazan más arriba con otra ánfora.
Estábamos muy apretados, la verdad. El duque señalaba algo en el muro:
—Pero esto es un ramillete. Mi esposa, que en paz descanse, era vasca y solía cantar aquello de:
… al ramillete.
Santurce, Bilbao
y Portugalete.
—Eso tiene ritmo de baile antiguo —dije yo.
—Y lo es. Pero ella, digo mi esposa, no bailaba. Al menos no iba a bailar frente a las cochiqueras como mi madre.
Quiso el duque pasarse la mano por la cabeza, pero tropezó con la lámpara del techo. Yo le expliqué:
—Son guirlandas.
—Guirnaldas —corrigió él.
El decorado es por paneles color rosa. Con una orla que tiene ánforas, guirnaldas y grecas de diferentes clases. Estilo pompeyano.
Y dije tres versos de Shakespeare —del drama Julio César— traducidos al español:
Vosotros, bloques, piedras como cosas inertes,
corazones sin sangre, crueles hombres de Roma,
¿no conocisteis Pompeya?
Entonces el duque se arrodilló a mis pies tembloroso de emoción y recitó en inglés unos versos de Shakespeare, también del mismo drama, cambiando el nombre de Pompeyo por el mío:
Even at the base of my Nancy statue
which all the while ran blood, great Cesar fell.
—No veo sangre por ninguna parte —dije yo.
—Tampoco yo soy César. ¿Oye usted, hermosa oceánida?
En todo caso el duque es hombre culto también. Yo seguí:
—Ese tipo de decorado es muy frecuente en los libros antiguos, porque la tipografía es también el arte de distribuir los blancos, es decir, de administrarlos. ¡Oh Pompeya bajo las cenizas del cataclismo!
Me miraba el duque en éxtasis desde abajo —seguía arrodillado— y repetía pensativo: «Los blancos». El aire de la cabina se ponía caliente. Tú dirás por qué no salíamos. Yo estaba esperando la llamada del teléfono. Comenzaba a oler también a almendras amargas (como el cuarto funeral) y el duque no quería abrir.
—Volutas —dije yo—. Y tréboles. Estos son tréboles. Estos adornos se llaman vermiculados. Y estos tan pequeñitos y delicados son quinquefolios.
—¡Cielos! ¿Y sabiendo tanto se va a Pensilvania?
—No lo diga usted a nadie —le pedí riendo— hasta que me vaya. No querría que se enterara Curro. No es bueno que lo sepa todavía.
La luz dentro de la cabina daba calor. Los ojos del duque arrodillado eran más claros que antes y su piel porosa y dorada se perlaba de sudor.
—¿Es que le ha prometido usted a Curro casarse con él? —preguntaba el duque sin levantarse.
—No, eso no.
—Entonces… Si le hubiera prometido matrimonio sería diferente, porque las ilusiones del gitano se expanden como los gases y quién sabe qué alturas alcanzan.
—No hable así de Curro.
—¿Por qué?
—No tiene Curro más que un octavo de gitano.
—Perdón, señorita. Curro tiene ocho octavos de gitano y uno de son of a bitch.
Yo reía viendo tan celoso al duque. La cabina se ponía divertida.
—Levántese —le dije.
Y él recitó levantándose otras dos líneas de Shakespeare, esta vez en español:
Me hincaba de rodillas
y agradecía al cielo el amor de mi bella.
Comenzaba a oírse en el aire el clavicémbalo y el minueto igual que la noche anterior. Yo imaginaba a la madre del duque bailando frente a la casa del verraco.
Se acercaba el duque un poco más a mí. No comprendo cómo era posible acercarse más, ya que estábamos en un lugar donde era imposible estar separados. La seda roja reflejaba la luz sobre nuestras caras.
—Usted —dijo el duque— vino a Andalucía a hacer una tesis.
—Ya la tengo escrita en borrador. Por eso creo que debo volver a América —añadí mirando al teléfono. Pero no acababan de tasar el telegrama.
—No lo tasarán. Tengo una cuenta en la central y me pasarán el bill dentro de un mes o dos.
—Yo necesito pagárselo a usted antes de irme.
—Mientras esté usted en mi casa no hay que hablar de esas cosas.
Liberé mi brazo derecho y al mismo tiempo sonó en la caja del teléfono un timbre. Una sola nota, un poco tímida. Era como si el teléfono protestara de que hubiera tanta gente en la cabina y tanto calor.
—Otras cosas podría usted darme en lugar de dinero si fuera usted mi amiga verdadera.
Le eché los brazos al cuello y lo besé en la mejilla como una hija, pensando en los siete dólares que podría costar el telegrama. Luego fui a abrir la puerta, pero el duque puso el pie contra ella y lo impidió, porque era de esas puertas que se abren doblándose hacia dentro.
—Quiero que me explique más sobre el arte pompeyano —dijo con una expresión altiva.
Yo añadí como si estuviera en clase:
—Nació en los palacios de Pompeya, ciudad enterrada por las cenizas del Vesubio. ¿Ve usted? Esta es otra greca que se llama «posta» o «empostada». Oh, es obvio eso de las postas. Suélteme, por favor, la mano. ¿Los espacios vacíos? Todo arte actúa sobre un vacío que trata de llenar. Y no lo llena, sino que lo siembra, por decirlo así. Lo siembra con cosas que producen un contraste: lo vacío y lo ocupado. Es decir, la nada y el…
—El todo.
—No, no el todo, sino el «algo». Pero suélteme la mano, por favor. ¿No ve que transpiran las dos, la suya y la mía?
Hablábamos inglés en aquel momento.
—A mí no me molesta el sudor —dijo él alzando las cejas—. ¿Y a usted?
—A las mujeres suelen gustarnos las cosas que a ustedes les molestan, quiero decir que una piel áspera, sudorosa o peluda a nosotras nos parece muy bien. Pero aquí el aire se enrarece demasiado. ¿Verdad? No es que se enrarezca, yo diría que se caldea. Más aún, yo diría…
—Diga usted, criatura.
Se me ocurrió una pregunta gramatical:
—¿Tiene masculino esa palabra? Si yo soy una criatura, ¿podría decirse que usted es un criaturo?
—No —rio el duque—. Eso es un género que llaman epiceno.
Añadió que no sabía una palabra de gramática y que perdería yo el tiempo si le hacía más preguntas. Aquello de epiceno era todo lo que recordaba de cuando fue estudiante. Y añadió:
—En español es igual que en inglés: epiceno. La palabra no tiene género, es decir sexo.
Al pronunciar esa última palabra —sexo— el duque se iluminó, se apagó y se volvió a iluminar en la cabina pompeyana. Digo, sus ojos.
Y los dos sudábamos bajo la lámpara.
—Epiceno quiere decir también —corregí yo— que tiene las cualidades de los dos sexos. Es decir, hermafrodita.
El aire se estaba poniendo imposible, pero el camarín era tan lindo que no dije nada. Estábamos tan juntos que era una vergüenza. Y el calor era, de veras, obsceno.
Los espacios blancos —le dije con un acento subrayado con el que mostraba cierta impaciencia— representan el vacío en la decoración. El vacío. Lo más importante en todas las artes es el vacío.
—Eso ya me lo dijo antes. Dígame algo nuevo, señorita.
—Toda creación —añadí— consiste en dar énfasis funcional al vacío, más que en llenarlo. Y perdone que me ponga pedante, pero soy una estudiante americana trabajando en su tesis, una pobre esclava de la filología y la antropología histórica. ¿Ve usted? En cada ánfora, es decir, debajo y encima de cada ánfora, hay una insinuación de algo que se va a proyectar hacia el centro, pero que no se proyecta. Algo que comienza a salir y no sale, algo que quiere ocupar los vacíos del panel, pero se queda con la intención. Eso es lo mejor en las artes. La intención evidente y voluntariamente contenida. ¿Comprende?
Miraba el duque la seda de la tapicería, recogía la pierna izquierda y extendía la derecha:
—En la vida es posible que lo sea también —dijo.
Yo continuaba:
—Todo es insinuación en el arte pompeyano. Y nada se cumple realmente. No hay nada que podamos llamar acabado. Pero los espacios blancos tienen en los muros una misión: destacar mejor la figura de la mujer.
—¿Es posible?
El duque parecía dudar. Me tomó por los hombros y me puso contra el centro rosado de un panel aplastándome sin querer —creo yo, Betsy, aunque no lo juraría— un seno con su antebrazo. Luego suspiró enamorado y dramático:
—Es verdad. El decorado es como una orla.
—En Roma —seguí yo— la mujer era más importante que en Grecia, donde se cultivaba demasiado la homosexualidad. Todo era en Roma para la mujer. Todo en Grecia, para el efebo.
El duque se ponía muy colorado o era, quizá, el reflejo de la seda del muro y del techo. Yo esperaba aún la llamada de la central para saber el precio del telegrama. Porque me habían dicho que llamarían. El duque seguía ruborizado y yo me preguntaba si sería por los efebos o por la seda del muro.
Estaba un poco asustada al ver que planteábamos aquellos temas en un espacio vital tan reducido y con tan poco aire. Me creí en el caso de continuar:
—Esas del techo son las únicas figuras humanas en el decorado de la cabina. Son pequeñas y graciosas, y están hechas con un molde, es decir, que no han sido dibujadas por un artista, sino copiadas de una manera mecánica. Yo las he visto antes en algún lugar, tal vez en Carmona, en la necrópolis. Es muy posible.
Las vi exactamente en el sepulcro de Postumios y representando el banquete fúnebre. Al fin y al cabo el de Postumios era un velorio como el del padre de Soleá. Pasábamos las manos por distintos lugares de la tapicería, a veces se reunían las mías y las de él y entonces él me las tomaba y me miraba con ternura, aunque todavía ruborizado. Las dos veces que quiso besarme y acercó su cara a la mía yo sentía en su respiración un olor agrio de dentadura falsa. O, por lo menos, lo que llamamos en los Estados Unidos dentures. Perdona, Betsy, que sea tan realista, pero si comencé un día a escribirte la pura y simple verdad, creo que debo seguir hasta el fin. (Y guarda estas cartas, porque podría ser que hiciéramos un día algo con ellas).
La proximidad del príncipe no me hacía feliz, y no porque el príncipe me desagradara, sino porque habían acudido al corredor algunos criados y nos estaban viendo a través de la puerta de cristales. Desde dentro no se veía el corredor sino a duras penas (haciendo pantalla con las dos manos), porque la luz de la cabina se refractaba en los cristales. Se lo dije al duque y él alzó otra vez las cejas despreocupado, y dijo que en aquella casa nadie veía nada que no debiera ver.
—Los criados no son ciegos —protestaba yo.
—Para el caso lo son —y al decirlo me di cuenta de que una de sus manos estaba en mi cintura—. Supongamos que nos ven los criados. Bien. Nos ven. Es decir, para expresarse con exactitud: nos miran. Que nos vean o no es otra cosa. Y si nos ven no importa. ¿Usted se preocupa cuando la mira un gato, un perro, un insecto? Pues un criado es algo por el estilo. Miran y no miran.
—Son seres humanos. Pero ya veo, la esclavitud. Todavía la esclavitud. Pobre gente.
—No lo crea. Ellos me sirven y yo, siendo duque, los trato como a iguales. Se hacen la idea de que son mis amigos y con eso son felices. Tienen suerte. ¿Qué saco yo en cambio siendo amigo de nadie, por ejemplo, de usted?
—Bien, en todo caso yo me pregunto: ¿se puede saber qué hacemos aquí?
—Hablar.
—Hay otros sitios más adecuados para hablar.
Comenzaba a sentirme incómoda. Tenía sed.
—Lo que querría ahora —dije— es un buen ice cream soda.
Soltó a reír el príncipe como si hubiera dicho algo de veras gracioso. Fuera de la cabina no se veía nada, es decir, nos veíamos reflejados en los cristales el duque y yo. Pero suponía que estaban mirando los criados desde fuera. El duque añadió:
—Estamos como si fuéramos marido y mujer, pero no acostados, sino verticales. La nupcia vertical.
—No hay nupcia de ninguna clase, duque. Y suélteme la pierna, please, que es mía.
Él miraba las figuritas del techo y yo le dije una vez más:
—Alguien está ahí fuera mirándonos. Y quiera usted o no quiera, son seres humanos y nos ven.
Comenzaba a tener miedo. Aquel hombre que se había llevado de Sevilla al padre de Soleá para que muriera en Los Gazules me daba miedo. Tal vez quería que muriera en la cabina yo sofocada. Y fuera de la cabina había —repito— varias personas calladas y mirando. Esperando, tal vez, verme morir sofocada. El duque no hacía caso:
—Postumios —dijo soñador—. El banquete de Postumios. Debe de ser algo notable el banquete funeral de un tipo que se llama así. El nombre importa mucho. Los nombres tienen cualidades mágicas. ¿Sabe usted cuál es el mío?
—Confieso que no lo sé. Pero estamos muy incómodos.
—Esperemos un poco más, que venga mi madre. Hace treinta años mi madre me sorprendió aquí abrazado a una joven criatura que era vasca y que solía cantar eso de «Santurce, Bilbao y Portugalete…». Mi primera mujer. Mi madre nos vio, se escandalizó y me obligó a casarme. Vamos a esperarla ahora a mi madre, es decir…, si no tiene usted nada en contra.
(Fíjate bien, Betsy, que esto era una proposición de matrimonio en regla, ni más ni menos. Una proposición un poco barroca, como todas las cosas en Andalucía). Yo le respondí:
—La gente hablará.
—¿Qué importa que hable la gente? Mi mundo es mío y de nadie más. Bueno, suyo también si lo quiere.
Estas palabras, Betsy, eran una reiteración de la proposición anterior, que así hacen las cosas los grandees. Yo estaba aparte comprobando algo muy importante: si mi sudor le molestaba a él o el suyo me molestaba a mí. Creo poder asegurar que no. Menos mal.
Alcé la cabeza y la moví a un lado y a otro, porque comenzaba a dolerme el cuello.
—A usted la llaman la Notaria —me dijo él de pronto y yo me puse colorada, en vista de lo cual, el duque añadió por cortesía—: Eso no importa. Lo que diga esa gente no importa.
Sonreía mostrando las grapas de platino de los colmillos. Yo apenas si respiraba y él añadió:
—Usted ve lo que pasa. Soy príncipe y duque. Aunque para mí ninguno de estos títulos vale tanto como el de conde. Yo soy conde-duque. El título conde en España es más antiguo. Verdadera solera. Prefiero que me llamen conde. Pero ¿cómo me llaman en realidad?
Soltó a reír de un modo estridente y añadió:
—A usted la Notaria y a mí, el Garambo.
—¿Carambo? —pregunté yo pensando en la expresión caramba, tan frecuente.
—No, no. Con ge. Garambo. El conde Garambo, que quiere decir algo así como maneroso o amanerado. De ahí viene garambaino o garambaina. Eso es, ríase. Sí, yo también me río. Las cosas de la plebe hacen reír.
Pero de pronto se puso serio:
—Estamos aquí —explicó— para que mi madre nos vea y se escandalice. Así es como me casé con mi primera mujer. Ya se lo he dicho. Depende de mi madre.
—Pero, aunque su madre quisiera, está Curro por medio. Y si Curro no le basta, está Richard, el de Pensilvania.
—Serían dos dificultades menores.
Yo vi el diablo en sus ojos y protesté:
—No, de ningún modo. Usted no haría nada contra Curro. Yo no se lo permitiría, suponiendo que llegara el caso. ¿Oye usted?
—De todas maneras, hasta que mi madre nos vea aquí y tenga una reacción en un sentido u otro no se puede aventurar juicio alguno. Todo es prematuro. Vamos a esperar. Es lo único que podemos hacer: esperar. Entretanto, cada uno de nosotros se acostumbra al sudor del otro, porque en las circunstancias que atravesamos, el sudor es un elemento más que importante. Un factor a considerar también para el futuro.
Alargó la pierna izquierda. Se había descalzado una sandalia y sentí su pie desnudo en el mollete de mi pierna. ¡Qué extraña caricia! El pie estaba frío. Sentí un temblor debajo de mi piel.
—¡El Garambo! Así me llaman.
—¿No será Carambo, de caramba?
—No; de ningún modo. ¿Cómo quiere que se lo diga? Bien, así ha sido siempre la vida. Piénselo un momento. Son los otros quienes nos deterioran y nos gastan. La experiencia del contacto con los otros nos extenúa. Es posible que yo sea el Garambo, pero Curro es un Verraco, quiéralo o no lo quiera. Permítame que lo repita. Usted es experta en decorado pompeyano, pero yo sé algo de vida social andaluza. Y toda experiencia exterior nos disminuye. Nos alcorza por arriba o por abajo. Usted, la Notaria, y yo, el Garambo. ¿Qué le parece? Y no hay quien lo remedie. Nada que hacer.
En la pared contra la cual apoyaba mi espalda y mi…, bueno, lo que llaman aquí la rabadilla, había un taburete. Un taburete plegado contra el muro. Lo desplegué poco a poco y me senté. Suspiré hondamente y quise abrir la puerta, pero él volvió a poner el pie, y entonces me resigné a pasar en aquel lugar si era preciso el resto de mi vida como una momia en su urna. La verdad es que, aparte la falta de aire, lo demás no me importaba. El duque me miraba a los ojos:
—¿Respira mal?
—Bastante mal, pero no se preocupe. No importa.
En aquel momento tenía ganas de gritar, pero me aguantaba. Tú sabes que padezco claustrofobia, Betsy. Como si aquello no bastara, se apagó la luz y quedamos a oscuras. Yo vi al otro lado de la puerta el pasillo iluminado y a seis criados mirando y cubriéndose la boca para disimular la risa. Delante de ellos estaba Curro. Al mismo tiempo sentí los brazos del duque alrededor, que me apretaban como los tentáculos de un pulpo.
Curro gritó:
—¡Eso zi que no lo tolero!
—¿El qué? —preguntó un criado que parecía el mayordomo.
—La oscuridaz. ¡Que enciendan la luz, so leche!
Yo grité también:
—¡La luz! Curro tiene razón. ¡La luz!
Acerté a encontrar la llave y encendí. Miré afuera, pero no se veía nada por la refracción. El duque me miraba sonriente:
—Hizo mal en encender la luz —dijo con una expresión obsequiosa—, porque si mi madre nos encuentra a oscuras, seguro que se escandaliza. Y es lo que busco.
En aquel momento decidí de una vez para siempre lo que iba a hacer. Saldría para Madrid al día siguiente sin decirlo a nadie y me presentaría en Pensilvania cuanto antes. Allí terminaría la tesis, y mi novio Richard se entretendría durante la luna de miel copiándola a máquina. Los datos los tengo ya todos. Ni uno siquiera de esos datos está sacado de los libros ni de los polvorientos archivos, sino que son de primerísima mano. Como solía decir mi padre, yo he tenido siempre un punto de vista realista en las cosas de la cultura lo mismo que en las de la vida en general. Curro iba haciéndose demasiado posesivo y, sin darme cuenta y bajo la influencia de su erotismo tarteso, yo iba afeminándome un poco. No importa. En definitiva, mi tesis habrá valido la experiencia.
Se lo dije en voz baja al príncipe Garambo, y él hacía amables gestos de asombro y de admiración. Comprendí que mi situación en aquella cabina de teléfonos era por demás excéntrica. Nos salvó a todos el timbre del teléfono. Lo tomé y me dijeron: «Trescientas veinte pesetas, señorita». Yo calculé: «Seis dólares». Pero él se negaba a recibir el dinero. Y cuando más discutíamos, apareció su madre apoyada en el bastón de plata. A Curro se lo llevaban los criados a la fuerza. Abrió la duquesa la puerta de la cabina y dijo con aire triunfal:
—Hijo mío, el zopenco del Trianero bajó la testuz y la niña se llamará Bartolomea.
Reía el duque como un bobo, repitiendo: «Bartolomea». Hice prometer al duque que no apalearían a Curro en las escaleras del palacio ni en ninguna otra parte, y él prometió por su honor. Lo prometió entre los hipos de la risa.
Se oía fuera de la casa —en el aire— el minueto, y la vieja duquesa marcaba ligeramente (casi imperceptiblemente) los movimientos de baile. En suma, querida Betsy, que se acabó la experiencia tartesa-turdetana-bética-flamenca; que la vieja duquesa no se escandalizó de vernos en la cabina pompeyana, y que dentro de unos días, Deo volente (así decían los españoles en el siglo XIX), estaré ahí, en el nuevo mundo, con Richard, contigo, con el borrador de mi tesis y con unas doscientas fichas que debo incorporar a ella antes de hacerla copiar definitivamente.
FIN