Carta III

Como te dije, tengo novio. Pero no sé si durará mucho, aunque yo haré lo que pueda por conservarlo. Muchas cosas nos separan. Por ejemplo, él no quiere que yo salga de noche sola. Y menos en Sevilla. En Alcalá, donde todos nos conocemos —dice él—, es diferente. A mí tampoco me gusta salir sola después de las ocho, porque todos los hombres me dicen cosas y eso interfiere en mi sentido de la independencia personal. Y a veces me ofendo de veras.

Elsa, la holandesa, está furiosa conmigo. No sé por qué. La vida es la vida y hay que ser buena sport y saber perder. ¿No crees?

De día los piropos me gustan. De noche me parecen un poco siniestros. La verdad es que estos andaluces tienen gracia a veces. El otro día iba yo por la calle de las Sierpes con Mrs. Adams, la profesora retirada del college donde hice el bachillerato, y pasó un joven y le dijo a Mistress Adams: «Vaya usted con Dios y su niña conmigo». Creía que yo era su hija. Te digo que tienen gracia. Pero solo durante el día, repito.

De noche no puedo salir sola. Se lo dije a uno de los cantadores que van por la Venta Eritaña. Le dije que en España las mujeres no pueden salir nunca de noche.

—Sí que pueden —dijo el cantador—. Solo que necesitan un papel especial de la policía. Un cuadernito pequeño con un sello de la Sanidad Pública.

—¿Y cuesta mucho eso? Digo, el permiso.

Me dijo que no. Yo quise indagar, pero mi novio se puso furioso y dijo que iba a darle un mandao al cantador. No sé qué mandao será. Mandao es lo contrario de desmandao. Tal vez se las dan esas cosas a las gentes que se desmandan, es decir, que se conducen con impertinencia. A veces, el mandao tiene otro nombre: cate. Un cate.

No estamos de acuerdo mi novio y yo en otras cosas, por ejemplo en el cine. A él le gusta el cine europeo y a mí el americano. Dice que el cine de Hollywood es siempre igual y que «no tiene duende». Eso del duende ya te lo explicaré otro día, porque hoy no me siento bastante inspirada. Estoy leyendo Tartesos, del arqueólogo alemán Schulten, y confundo un poco las cosas.

(Entre paréntesis, ese Tartesos ofrece horizontes históricos grandiosos. Ya te diré. Yo creo que el «duende» viene de entonces, es decir, de los tiempos de Gerión, ocho siglos antes de la era cristiana).

Según mi novio, el cine de Hollywood es para mujeres y no para hombres. Es decir, que se hace pensando en ellas. Siempre que un hombre besa a una mujer en los labios al principio de un film acaba casándose con ella, aunque haya dificultades y catástrofes. Se casa por salvar los principios. Todo se hace en el cine por salvar los principios. No había pensado en eso. Según él, si el galán besa a la mujer en la mejilla, no hay boda al final, porque en realidad no hay que salvar principio alguno. También dice que el cine de nuestro país no es realista porque siempre triunfan los hombres guapos y en la vida pasa lo contrario. El hombre guapo suele ser tonto y es vencido por el feo, que suele ser listo. No había pensado en eso. Tampoco le gusta el cine americano porque dice que a los hombres que aparecen con la sombra del vello en la cara —es decir, con whiskers, porque no se afeitan cada día—, a esos los queman en la silla eléctrica o los mata la policía a tiros en la calle antes de que acabe el film. Siempre que ve un personaje en la pantalla con barba de dos días —dice— sabe que va a acabar de muy malísima manera. Esa observación me choca un poco.

Pero tenemos que aceptar que es verdad. Tampoco se me había ocurrido a mí. No hay como los extranjeros para ver nuestras cosas.

Finalmente, mi novio dice que los hombres con delantal fregando platos que se ven a veces en los films le deprimen y le dan mal vahío o, como dice él, mal vagío. Es lo único que no me gusta, que pronuncia la h demasiado gutural, como los judíos alemanes. No sé qué es el mal vahío, porque no lo he hallado en los diccionarios, y siempre que pregunto una cosa de esas a mi novio, se encoge de hombros y dice: «Eso no se explica, niña. Si lo explicas, se le va el ángel».

Es verdad que a veces, cuando mi novio se pone a explicar algo, es como si un ángel volara por encima. Un ángel moreno y agitanado.

Pero en lo de afeitarse, mi novio no tiene más remedio que hacerlo cada día, no por miedo a la silla eléctrica, sino porque, la verdad, de otro modo se me irrita la piel en la cara y gasto mucho en cremas.

También dice mi novio que la mujer americana en los films camina como un peón de albañil y tiene la cabeza demasiado suelta. Y que en cambio la española camina con música y que el hombre la lleva al lado con la cabeza fija y bien toreá. Todo lo entiendo menos lo del peón de albañil. Voy a fijarme cuando vea uno por la calle y ya te diré. Aunque es posible que se trate solo de una exageración. Mi novio es un poco exagerado. Figúrate que el otro día, hablando de una tía suya que ha dado a luz tres niños en un solo parto, decía: «Aquello era como la salida del fútbol».

Mi tesis avanza despacio. Hay tantas cosas que leer… Pero he hecho un descubrimiento sensacional. La música gregoriana y el cante hondo son parientes próximos. Tú sabes, hubo un papa llamado Gregorio Magno, del siglo VII, que trajo de Oriente, es decir, de Bizancio, una música que llaman «canto llano». Y es casi igual que la de los gitanos, aunque sin jipíos. Sobre estas cosas será mejor que te envíe una copia de la tesis cuando esté acabada. Y así te evitaré molestias y malas interpretaciones, como nos pasó con el paripé.

Leo y tomo nota de todo y a veces pienso que eso me hace perder el tiempo en trivialidades. Por ejemplo, ayer descubrí que hay una cosa importante para el baile que se llama pinrel. Lo usan en plural: pinreles. Debe de ser algo como las castañuelas o los crótalos antiguos que se ponían, creo, en los tobillos. Y hay que moverlos de un modo especial que se llama menear los pinreles. Esa es la expresión correcta.

Pero en esta carta quiero hablar especialmente de dos cosas de veras exciting. Los seises que he visto bailar en la catedral y una aventura un poco rara que nos ha sucedido a mi novio y a mí en el cine viendo precisamente un film español. Es una aventura con duende, es decir, con misterio. Pero no creo que duende y misterio sean la misma cosa. Hay mucho más que decir sobre eso. El misterio de los gitanos es muy diferente del de los payos.

Ya te digo que mi novio no me ayuda mucho. Se aburre con mis preguntas, que considera malange. Y no sabe una palabra de gramática. Por ahora, querida Betsy, debes saber que er aquel, y er salero, y er mengue, son expresiones auxiliares y tributarias del llamado duende. Es algo que me recuerda las banshees escocesas que gritan al pie de la ventana cuando alguno se muere. Y el duende tiene relación con el jipío. Es lo que en la ciencia musical se llama enharmónico. Y dicen que viene del tiempo cuando el hombre no tenía todavía lenguaje articulado. Es decir, de cuando mugía y chillaba para expresar sus emociones. En las cavernas o en el fondo del bosque en la remota prehistoria. Figúrate.

El jipío es triste y va de acuerdo con la letra de las canciones, que siempre hablan de cosas macabras. Algunas comienzan así:

En el cementerio entré…

Otras empiezan al pie de la horca y con el lazo en el cuello, y otras, como te decía en la carta anterior, giran alrededor de la puñalaíta, en diminutivo. También tienen canciones sentimentales que hablan de una mujer que llora cuando suena una campana en una torre de la Alhambra que llaman la torre de la vela. Supongo que en alguna ventana hay un cirio antiguo encendido oliendo a mirra. Tal vez esto viene de tiempos de Tartesos y de Argantonio.

Todavía hay coplas que hablan de cosas románticas con un estilo solamente descriptivo, tú sabes; por ejemplo, sobre el caballo y la luz de la luna. El duende tiene algo que ver con esas tres cosas, sobre todo con la luna. De noche, cuando no hay luna, los gitanos no salen de sus casas, al menos en el folclore. Son gente nocturna y supersticiosa. ¿Pero quién no es supersticioso? Ah, es lo que le decía a tu tía escocesa el otro día. Aunque ella no me escucha. Mira a mi novio por encima de sus gafas color rosa y dice que ellos los insulares nunca establecen relación erótica con los indígenas del país que visitan. Erótica. ¿Qué sabe ella cuál es mi relación con mi novio?

Pero pierdo el hilo. Bien, los seises son fascinadores. Aunque los llaman seises, son diez o doce. Y el día del Corpus, y el de Navidad, y el del Glorioso Movimiento (la fecha de la sublevación de los nacionalistas) van a la catedral y bailan con castañuelas que es una gloria. Son niños vestidos de pajecitos del siglo XVII, con sus sombreros y sus encajes. Eso del sombrero puesto allí, delante del sagrario, y de los obispos y cardenales, no lo entiendo. Le pregunté a mi novio y me dijo que era por los mosquitos. A veces dice cosas arbitrarias solo para que me calle. Son un poco desconsiderados aquí los hombres con nosotras. Hay que resignarse. A mí, la verdad, a veces esa falta de consideración me gusta. En los Estados Unidos nos miman demasiado. Y además las mujeres tal vez tenemos un lado masoquista.

Hasta cierto punto, claro. El marido inglés pega a su mujer; pero el americano, ni en broma. No hemos llegado a eso nosotras.

Eso de los mosquitos es, creo yo, chufla. Hay una diferencia entre chufla y chuflo y rechifla. ¿Sabes? No estoy muy enterada todavía, pero la chufla tiene algo que ver con el paripé. A propósito, no te molestes en buscar más esa palabra en el Diccionario de Autoridades.

Los seises son paganos, la verdad, y el cardenal, según dicen, los quiso suprimir; pero el municipio dijo que no, porque en Sevilla los paganos son los turistas, y en buena ley hay que pensar en ellos. Eso es fineza pura, ¿verdad? Como nos consideran paganos a los que no somos católicos y nos gustan los seises, pues los han conservado. La cortesía española. La verdad es que este es el país de la gracia, además. Y también, según dicen los calés, que no están muy fuertes en historia religiosa, la tierra de María Santísima.

El error aquí es evidente, porque la Madre de Jesús nació en Galilea y era de linaje de David. Eso lo saben en América hasta los gatos. En cuanto a la palabra calés, se refiere a una clase de gitanos que no se lavan mucho, aunque proceden, creo yo, de un pueblo marinero de Málaga que se llama la Caleta y que está al lado del mar.

Bien, yo fui a la catedral con mi novio, que se divierte viendo mis errores de protestante y que todavía se ríe cuando se acuerda de que hice una genuflexión y me santigüé al pasar delante de un hombre alto con capisayo verde de seda y peluca blanca y una pértiga de plata en la mano. «Ese es el pertiguero», decía riendo. No era el cardenal como yo había creído, sino un manús (así dijo mi novio) que vigila para que no roben la cera y para echar a los perros cuando entran por descuido.

Un manús. La influencia oriental, querida. Esos manuses descienden, creo yo, del antiquísimo Manú que escribió las leyes sánscritas en la remota India. Entre paréntesis, de allí vino a Bizancio y después a Roma el canto gregoriano, con excepción de los jipíos, como decía antes. Pero no debo abrumarte con mi erudición. En definitiva, estas cosas solo se pueden aprender aquí, sobre el terreno, y confieso que estoy un poco stuck up con mis rápidos avances.

Como decía Samuel Butler: «A Babylonish dialect which learned pedants much affect». No quisiera que nadie pudiera decir de mí nada parecido.

El manús que guarda el orden dentro de la catedral me seguía con la mirada. Una mirada penetrante de veras impregnada de orientalismo. Y mi novio tuvo una salida pintoresca. Dijo delante de la capilla de San José: «Míralo al Pobrecito, qué aire de tristeza tiene siempre. ¿Tú sabes por qué? Porque cuando nació el niño Jesús, el pobre se llevó una gran decepción porque, según dijo a los Reyes Magos, esperaba una niña».

A veces tengo que andar con cuidado, porque me hace soltar la risa en los lugares sagrados. Eso de San José no es nada para las irreverencias que se le ocurren. Y no es anticatólico. No. Por nada del mundo se casaría si no es con un cura y dos monaguillos, ni dejaría de bautizar a sus hijos si los tuviera. No estoy segura de que crea en Dios, pero es un católico bastante estricto. Sacrifica sin embargo el cielo y el infierno, la vida eterna y todo lo demás al placer de una buena salidita, como dicen aquí. Algunas de sus irreverencias son un poco shocking. Por ejemplo, cuando dice que convertir el agua en vino en las bodas de Canaán no tenía mérito, porque él convierte el vino en agua todos los días dentro de su cuerpo y no lo dice a nadie.

Pero no te hagas una idea falsa de mi novio. Es un caballero. Aquella tarde de los seises había mucha gente en la catedral y a mi lado un americano que con un recording machine estaba recogiendo la música del baile de los seises, que dicen que es muy antigua, aunque a mí no me lo parece, la verdad. Suena así como Vivaldi.

Cuando vi a aquel americano y se lo señalé a mi novio, él dijo: «Oh, los payos tienen debilidad por las maquinitas». Porque, querida Betsy, no sé si sabrás que los turistas se dividen en varias categorías según les gusten o no a los nativos. Y esas categorías tienen nombre que comienzan siempre con p. Por ejemplo: pasmaos, pelmas, papanatas, pardelas, pendones, pardillos y otras palabras que no se escriben y que tampoco se dicen porque suenan mal.

El de la maquinita era un payo. De Luisiana.

Los seises formaron una fila delante del cardenal y de los obispos, que estaban sentados. Luego se inclinaron con el sombrero en la mano (precisamente pidiendo permiso para ponérselo) y luego se lo pusieron. No me parecía bien, la verdad, pero comprendo que necesitaban tener las manos libres para tocar las castañuelas. O los palillos. Nosotras, las que hemos penetrado en la vida de los nativos, decimos así: palillos.

¡Qué hermosa danza, Betsy!

Y comenzaron a bailar.

Fascinador de veras allí, delante del sagrario, con el incienso y las luces. Ese baile es distinto del baile flamenco. Tiene mucha dificultad técnica. Todo lo hacen los pinreles, según me dijeron después. No los brazos ni las caderas, sino los pinreles. Por cierto que no conseguí verlos (digo una vez más los pinreles). Me fijaré la próxima vez ahora que estoy advertida.

Tú ya sabes que a mí la emoción estética me afecta a los lagrimales, y no te digo más. Ellos bailaban y yo lloraba en silencio. Es el rito más hermoso y primitivo y puro de todas las iglesias establecidas, al menos en la Europa occidental. Tal vez viene de la Sulamita, que debía de ser de Tharsis. O de Cádiz. En todo caso, es la fetén, como decimos los que hemos entrado en la verdadera vida española. La fetén es difícil también de definir. ¿Cómo te diría? Mi novio trató de explicármelo y me dijo que es el sursum corda. Yo en mis «salad days», como dice Shakespeare —es decir, cuando mi juicio estaba verde—, rechazaba el ritual católico. Ahora ya no sé qué decirte. Mejor será que me calle.

No sé cuánto duró aquello. Yo preguntaba a mi novio y respondía que el baile era muy antigüísimo y que venía del tiempo de los moros almohades, inventores de la almohada de plumas. ¿Tú crees que esto justifica un footnote para mi tesis? De la catedral no te digo más porque, como decía antes, no me siento inspirada estos días.

Pero lo que sucedió al salir del templo vale la pena que te lo cuente, porque te ayudará a comprender a mi novio. Mi novio no es político, pero tiene un sentido democrático arraigado y no es nada amigo de la situación dominante en Madrid. No me lo había dicho nunca, pero yo lo he averiguado a través del incidente que te voy a contar. Verás. A la revolución nacionalista la llaman el glorioso movimiento. Y cuando salíamos de la catedral, mi novio se quedó con un amigo un instante en el patio de los Naranjos mientras yo seguía adelante caminando de prisa, pero con pasitos cortos, para no imitar a los peones de albañil y para dar tiempo a que mi novio me alcanzara. Un joven me miró despacio de pies a cabeza y dijo con cierto entusiasmo:

—¡Viva el glorioso movimiento!

Por lo visto quería hacer propaganda política a la salida del templo. Esperaba que yo respondiera: ¡viva! Pero no respondí porque soy extranjera. Lo oyó mi novio, se le acercó y le dio una bofetada. Ni más ni menos. Yo le dije que está bien tener ideas pero no hay que poner en peligro por ellas la libertad y a veces la vida como hizo en ese incidente. Lo curioso es que el propagandista escapó y no ha denunciado a mi novio. A veces no entiendo a los españoles.

Creo que no hay que tratar de entenderlos. Tan cobardes unas veces, tan valientes otras y siempre tan fuera de razón y de congruencia.

Mi novio no es celoso, lo que se llama celoso en el sentido español del término; tú comprendes. Lo único que me prohíbe es que salga de noche sola. Cuando le dije que iba a pedir a la policía ese permiso que dan a algunas mujeres, creí que enloquecía. No era para tanto. Supongo que, como todos los gitanos, mi novio odia a la policía.

Lo que entenderás muy bien es lo que nos sucedió en el cine. Podría suceder en cualquier ciudad del mundo. Sobre todo en los países donde hay gente necesitada. Aquí la hay, claro. A pesar de las bases americanas, de las que tanto se habla.

Sencillamente, un pobre hombre quiso robarme el bolso de mano.

Yo entré en el cine antes que mi novio, que se quedó un momento en el vestíbulo con una señora de edad —porque siempre encuentra mi novio parientes o amigos en la calle—, y me senté, procurando que hubiera a mi izquierda un asiento libre para él. A mi derecha había un hombre de aspecto ordinario y de mediana edad.

Yo miraba a la pantalla y me interesaba en el film, que se titulaba La hija de Juan Simón, lo que me recordaba a John Simon Guggenheim Foundation, a la que he pedido, como sabes, una beca hace ya tiempo. Juan Simón y John Simon son lo mismo.

Pero no tenía que ver lo uno con lo otro. El film era sobre un suceso ocurrido hace tiempo y sobre un hombre empleado en un cementerio municipal que tenía que enterrar a su propia hija, fallecida de amor, porque no había un empleado suplente. Cuando yo pregunté más tarde por qué no lo había, mi novio me aseguró que aquella deficiencia había sido corregida hacía poco gracias al Plan Marshall.

Yo no soy muy patriota en mi país, tú lo sabes; pero fuera de él estas cosas me llegan al alma.

Bien, estaba esperando a mi novio, cuando sentí la mano del vecino que avanzaba cautelosamente por debajo del brazo del sillón, sobre mi muslo. Yo tenía el bolso de mano en la falda.

En aquel momento llegó mi novio, y la mano cautelosa que había avanzado despacio como una serpiente se retiró. Como en la pantalla sucedía algo importante, mi novio se puso a mirar sin hablarme. Yo tampoco le hablaba. Y poco después la mano de mi vecino —aquella mano misteriosa— comenzó a avanzar otra vez lentamente.

Cuando había avanzado bastante y no había duda alguna, yo cogí mi bolso con las dos manos, lo apreté contra mi pecho y di un grito.

—¿Qué pasa? —preguntó mi novio.

—Un hombre que quiere robarme el monedero.

El vecino se levantó y trató de marcharse, no de prisa, sino solo disimulando. Pero la fila estaba llena de espectadores y no podía caminar muy de prisa. Mi novio se levantó, salió al pasillo y le esperó. «Ezo lo vamo a aclará», decía. Porque cuando se enfada habla muy agitanado mi novio.

Yo salí detrás, alarmada, y en el vestíbulo apareció el gerente. Mi novio había atrapado al desconocido y le atenazaba el brazo. Delante del gerente dijo:

—No es na. Aquí, este descuidero que hay que entregar a la policía.

Pero el gerente conocía a aquel tipo. Le preguntó por la familia. Me dijo que era un compadre y con la mano en el pecho aseguró a mi novio que era un hombre honrado y que lo garantizaba. Mi novio miró al vecino y dijo con los dientes apretados: «Entonces es peor. ¿Qué dice usted?».

Mi novio tenía en la cara todos los demonios del infierno. Y repetía:

—¿Qué responde usted, mardita sea su arma?

—Hombre, aquí me conoce —balbuceaba el otro muy pálido.

Y mi novio, señalándome a mí con un movimiento de mandíbula que me recordaba a los gangsters de Chicago, dijo:

—¿Qué buscaba usted con la mano sobre la pierna de la señorita?

—¿Yo…?

A mí me daba pena aquel hombre pálido y con la voz temblorosa.

—Déjale —dije compasiva—. Tengo mi bolso, que es lo importante.

—No; tu bolso no es importante.

Ya ves que a mi novio le interesan los principios más que el dinero. En eso es muy español. Y dijo:

—Esto no puede quedar así.

—Hombre, yo… —repetía el pobre hombre—. Yo no soy precisamente un ladrón.

Y aquí viene la parte sensacional del asunto. Siempre hay una parte sensacional que no entiendo en las cosas de Andalucía y en general de España. Aquí mi novio se acercó al desconocido, le cogió por la solapa y con la otra mano en el bolsillo de la chaqueta le dijo:

—¿Qué está usted diciendo? ¿Es un ladrón o no? ¡Hable de una vez!

—No, señor; la verdad.

Mi novio alzaba más la voz:

—¿Dice usted que no?

—No, señor. Digo que sí. Soy ladrón si lo prefiere usted, señor. ¡Qué vamos a hacer! De perdidos al río.

Y aquel hombre, más pálido todavía, afirmaba con la cabeza y le rogaba a mi novio que lo dejara marchar y que comprendiera su caso. Pero en la puerta de la calle asomó un guardia y mi novio le llamó. Cuando el policía estuvo a nuestro lado, mi novio señaló con el dedo al ladrón.

—Este pelanas —dijo— ha querido robarle el monedero a la señorita. Arréstelo y llévelo a la cárcel.

El guardia conocía también al hombre y abría grandes ojos, asombrado. Le saludó dándole la mano. ¿Qué te parece, Betsy? Esas cosas solo se ven en Sevilla y ahora comprendo mejor Rinconete y Cortadillo.

—Usted me conoce y sabe quién soy —tartamudeó el ladrón, secándose el sudor de la frente.

—Por eso digo —se extrañaba el guardia—. Aquí alguno se equivoca, señores.

Mi novio miraba al uno y al otro con ojos de owl (digo, mochuelo, o más bien comadreja, o búho, o lechuza; y escribo todos estos nombres para que veas que no me faltan palabras españolas). El gerente nos miraba a todos y parecía enfadado consigo mismo. Y exclamaba:

—¡Mardito sea el chápiro! ¡Digo, si lo conozco! Y no tiene por qué robarle a nadie el monedero, que el suyo está bastante bien provisto.

Mi novio miraba al ladrón y preguntaba otra vez:

—¿Quiso o no quiso robarle el monedero a la señorita?

Luego añadía mirándome a mí: «Si dice que no, le mato». Pero el pobre hombre tragaba saliva —yo veía su prominente nuez bajar y subir sobre el cuello de la camisa— y afirmaba con la cabeza para decir:

—Es verdad. Quise robarle el monedero a su novia, pero no sabía que la señorita fuera su novia. ¡Le juro que no lo sabía! De otro modo, nunca me habría atrevido.

¡Qué cosas pasan en España! Entretanto, el guardia miraba al gerente. Y te digo la verdad, amiga Betsy; te digo la verdad: el guardia no acababa de tomar aquello en serio. Nunca he visto un guardia más amable con un criminal. Y al gerente una risa se le iba y otra se le venía debajo del bigote. Te digo que los ladrones tienen la simpatía de todo el mundo. Pero mi novio era implacable:

—Ustedes ven que confiesa. El mismo acaba de decir que quiso robar a la señorita, mardita sea undivé.

Y pidió al guardia que le arrestara. El guardia alzó la mano en el aire:

—Un momento, un momento —dijo a mi novio—. ¿Usted quién es?

Mi novio dijo su nombre, se declaró pública y enfáticamente mi prometido y repitió al guardia su obligación de arrestar al ladrón. El policía entonces se volvió hacia mí:

—Usted es la única persona que puede querellarse. El ser su novio no le da a este caballero atribución ninguna. ¿Qué dice usted, señorita?

Me miraba mi novio echando lumbre por los ojos. Yo dije: «Que debe arrestarlo». Y el policía se encogió de hombros y dijo al criminal: «Mala suerte, amigo. Eche p’alante». Dijo p’alante, Betsy querida, y no «para adelante», que sería lo correcto, porque en la expresión coloquial andaluza se usa mucho la sinalefa. Allá nos habrías visto a los cuatro, es decir, al ladrón, al policía, a mi novio y a mí, marchar juntos hacia el juzgado de guardia, que por fortuna estaba cerca. La gente nos miraba. A veces el ladrón se volvía hacia mi novio y le decía:

—Caballero, yo…, yo no soy lo que ustedes piensan.

Mi novio respondía con palabras que para mí siguen siendo un misterio hasta ahora:

—Cállese usted y camine. Ya sabe usted lo que le aguarda. El ataúd o la quincena. Mientras llegamos al juzgado puede usted elegir.

No sé exactamente lo que quería decir. Me parece exagerado el ataúd para un pobre hombre necesitado y hambriento que trata de robar un bolso. Pero, Betsy querida, repite esta frase española en voz alta y observa qué poética sonoridad tiene: «El ataúd —señala el hiato, como decía mi profesora Mrs. Adams— o la quincena. El ataúd o la quincena». Formas medioevales de justicia, creo yo. El ataúd. ¡Ah este país tarteso!

El pobre hombre fue llevado ante el juez de guardia. Yo tuve que declarar también. Dije exactamente lo que había sucedido. El juez escuchaba más divertido que interesado. Cada vez que el acusado quería negar delante del juez su intención de robarme el bolso, mi novio le miraba de soslayo y el pobre volvía a tragar saliva y a confesar que había tenido una mala tentación, pero que todo el mundo sabía en Sevilla, desde el barrio de Santa Cruz a Triana, que no acostumbraba a robar el monedero a nadie. El juez, el guardia y el secretario que escribía a máquina se miraban entre sí, y yo creo que había entre ellos evidentes sobrentendidos. Me acordaba otra vez de Cervantes y pensaba que entre el juez y el ladrón había alguna clase de intereses comunes. Entretanto, al criminal un color se le iba y otro se le venía. (Esta frase la he tomado de Pedro A. de Alarcón). Yo quise retirar la acusación compadecida, pero mi novio me tomó la mano, la apretó con fuerza y me dijo que no. No había que retirar nada.

El juez estaba francamente de parte del criminal y quería ayudarle. Me pedía otra vez el pasaporte, lo ojeaba, decía mi nombre, y me preguntaba una vez y otra:

—¿Retira usted la acusación, señorita, o la mantiene?

Yo, viendo el perfil tormentoso de mi novio, no sabía que responder, y él lo hizo por mí:

—¡La mantiene!

—Quien debe responder —dijo el juez, muy serio— es la señorita. Digo si mantiene la denuncia o la retira.

Ah, el juez era un psicólogo y ahora me hacía la pregunta invirtiendo los términos a ver si cambiaba de parecer. Porque era evidente que simpatizaba con el criminal. Pero yo miré a mi novio y dije lo mismo que él en tercera persona:

—¡La mantiene!

El juez sonrió y advirtió a mi novio:

—Una tentación pasajera no merece tanto rigor, amigo mío.

Lo dijo subrayando la palabra tentación. Mi novio se apresuró a responder, bastante nervioso:

—Esas tentaciones las podía tener con su abuela.

Y también subrayó la palabra.

—¿La abuela de quién? —preguntó el juez fuera de sí.

—La de él, la del acusado. Ni que decir tiene.

Porque esa es otra de las debilidades del idioma castellano, que el pronombre posesivo —¿o es adjetivo, querida?— no tiene carácter genético. Su. Vaya con el su. Así no se sabía si mi novio se refería a la abuela del juez o a la del criminal. Esos sus españoles son de veras annoying, querida. ¿Te acuerdas de las clases de Mistress Adams?

Yo a veces prefiero no acordarme. Pero es imposible, porque está ella aquí, en Sevilla.

La cosa no acabó ahí. El juez dio la razón a mi novio. Es decir, que la tentación del ladrón de robarle el monedero a la abuela les parecía bien a todos. Incluso al guardia. Esta España es desconcertante. En fin, el secretario puso a la firma del ladrón un papel y el juez dijo que le condenaba a quince días de arresto. E hizo un gesto como disculpándose.

En la cárcel está aún el pobre. Toda Sevilla habla del caso. Mi novio se ha hecho más popular con ese incidente y le invitan a beber en todas partes. Siempre anda uno poco iluminado y habla más agitanado que nunca. «Orsequios» llama a eso.

Parece que ese ladronzuelo era también conocido entre la gente. Todo el mundo habla de él con mucha comprensión. Sin duda no era un ladrón profesional. Tenía su oficio al parecer, y el robo en pequeña escala era una especie de hobby. El oficio en el que trabajaba era pintoresco y poco estimado de la gente. Mi novio me dijo que se dedicaba usualmente al parcheo.

—¿Qué es eso? —le pregunté.

—¿No lo sabes, criatura? —respondió él, medio en broma.

Y no quiso decirme más. Nunca me explica las cosas. Yo busqué un diccionario. En el Larousse, en la página 698, dice: «Parche: m. Emplasto aplicado en un lienzo que se pone en la parte dolorida». Claro está que el parcheo es el acto y acción de poner parches. El pobre hombre debía de ser enfermero en algún hospital. Un puesto humilde. Aunque el Larousse da otra acepción. Dice también: «Pedazo de papel untado de pez y adornado con cintas que se les ponen a los toros en la frente como suerte de lidia». Podría suceder que ese criminal fuera torero, aunque no es probable porque tiene bigote. Un bigote de esos pasados de moda. ¿Cuándo se ha visto un torero con bigote? Es, pues, un parchista o parchero (¿se dirá así?) profesional y un ladrón amateur. Bastante torpe, el pobre.

Ya te dije que el juez y el guardia parecían tan tranquilos al saberlo.

¡El patio de Monipodio, querida Betsy! Si no lo viera, no lo habría creído. Todo el mundo sonreía viendo al ladrón balbucear y tragar saliva.

A mí, la verdad, el pobre diablo me da pena. El otro día quise enviarle un cartón de cigarrillos a la cárcel, porque me siento un poco culpable, y mi novio se puso furioso. Dijo que eso sería hacer el paripé. Mira por dónde estuve a punto de descifrar el sentido de esa maldita palabra. Pero estaba demasiado enfadado mi novio para entrar en explicaciones.

—La caridad cristiana… —le decía yo.

—¡Qué caridad ni qué ocho cuartos! Si le mandas un regalo, será una ocurrencia malange.

Eso le obligaría a él no solo a romper sus relaciones conmigo, sino a marcharse a vivir a otra parte. Por ejemplo, a Sanlúcar. ¡Qué te parece! Mi novio insistía furioso:

—¡Enviarle cigarrillos a un parcheador! —gritaba fuera de sí—. ¿Cuándo se ha visto una cosa como esa en una muchacha decente?

Como ves, se dice parcheador y no parchista. Debe de ser un oficio humilde. Los españoles son así. En cambio, los americanos, tú sabes, no tenemos tanta conciencia de clase y un ser humano parcheador o banquero es un ser humano.

Mi novio me decía que toda Sevilla comentaría mi envío de un regalo al desdichado y que habría choteo.

Eso es lo malo. El choteo.

Cuando no entiendo una palabra tengo que decir «¡Oh!». Luego busco el diccionario. El Larousse dice que choteo es burla o mofa.

Esas palabras cultas —choteo, parcheo— a veces las oigo, las busco en el diccionario, las aprendo, las apunto en mi cuadernito de bolsillo, y todo es inútil: se me olvidan.

Pero no por eso vayas a creer que pierdo el tiempo, Betsy querida. Me faltan muchas cosas que contarte.