Carta VI

En esta carta Nancy me alude a mí. Venciendo mi natural modestia y por no alterar el manuscrito de mi amiga, incluyo las líneas donde aparece mi nombre. Mentiría si dijera que esa alusión de Nancy no me gusta.

Dice Nancy:

Mistress Dawson envió un telegrama para mí al coto Doñana diciendo que volviéramos a Sevilla en seguida porque necesitaba su coche. En el coto enviaron el telegrama a Trebujena (donde yo había dicho que teníamos hospedaje reservado), y al no encontrarnos allí, lo devolvieron a Doñana. Total, que cuando fuimos a llevar los caballos el administrador nos miró con recelo, como pensando: «¿Dónde han pasado la noche estos pájaros?».

Y tuvimos que volver a Alcalá de Guadaíra el mismo día. Yo temía que le hubiera sucedido algo a Mrs. Dawson, pero cuando llegarnos resultó que no. Ella, según dijo, nos había prestado el coche para el fin de semana, y era lunes y lo quería.

También se enteró de que nosotros no estábamos en el coto de Doñana ni en Trebujena, y se ha pasado algunos días preguntándose dónde dormíamos. Lo mejor sería decirle que no dormíamos en ninguna parte. No se lo he dicho porque odia a la gente bohemia.

Dos días después fuimos con ella a Sevilla y nos pidió que la lleváramos a la catedral menor —así la llamaba—, que era una iglesia antigua y sombría cerca del barrio de Santa Cruz. Quería mostrarnos algo. Pensaba haber hecho un descubrimiento en la capilla donde Miguel de Mañara, este notable sujeto muerto a principios del siglo XVII, tiene su estatua de piedra sepulcral. Alguien le había dicho a nuestra amiga que Mañara fue el modelo del don Juan de Tirso de Molina. Y ella me miraba con una especie de pedantería académica y preguntaba a Curro:

—¿Sabe usted quién es ese caballero, digo, el de la escultura?

—¡Vaya usted a saberlo!, con la gente que traen a estas iglesias antiguas —decía Curro.

Declaró Mrs. Dawson que aquel ciudadano había sido el verdadero don Juan Tenorio. Yo me acordaba de lo que nos dijo un visiting professor en sus conferencias sobre don Juan. ¿Te acuerdas? Era Sender. Dijo que el mito de don Juan es de origen mozárabe y nació en la Baja Edad Media bajo la influencia de las costumbres musulmanas. En tiempos de los árabes la vida social, la picardía, los martelos, lo que llamamos ahora flirt, se hacían en los cementerios. Había un día a la semana —el viernes, según el escritor argelino Levi Provençal— en que los cementerios estaban llenos de muchachitas y de picaros galanes. Era el día de la galantería. Allí, entre los sepulcros… De ahí viene el ser «un calavera», es decir, un galán que se pasa la vida en el camposanto esperando una ocasión. Porque los martelos se iniciaban y se consumaban a veces en aquellos floridos pero lúgubres parques. Un calavera. Es decir, un habitual de los cementerios. Y además el mito de don Juan comenzó con el romancillo de los dos amigos en el fosal, uno de los cuales tropieza con una calavera y la convida a cenar en su casa. ¿Te acuerdas? Eso decía el visiting professor español.

Mistress Dawson creía haber descubierto a don Miguel de Mañara, calavera ilustre y escandaloso que antes de morir se arrepintió y dejó su fortuna a los jesuitas. Estos lo absolvieron y publicaron incluso un pequeño libro sobre sus virtudes no conocidas y sobre la salvación de su alma. Seguía nuestra amiga hablando. Curro se rascaba la nuca para decir:

—Ezo yo lo había oído en arguna parte, la verdá.

—¿Dónde?

—Deje usted que me acuerde.

—Usted no lo ha oído en ninguna parte.

—¡Y que podría ser verdad!

Miró Mrs. Dawson de arriba abajo a Curro y me dijo en inglés: «Es un ignoramus». Pero Curro comprendió la palabra, que al fin es casi la misma en español, y se sintió ofendido:

—Vamos a ver, señora —dijo provocador—. ¿Qué desea usted saber sobre ese cabayero? Digo, sobre don Miguelito del carcañar de mármol. Es er mismo don Juan en persona, con su capa encarná y sus calzones bordados de plata. Es don Juan. No digo que no aquer don Juan que desía:

Cuán gritan esos malditos,

pero mal rayo me parta

si en acabando esta carta

no pagan caros sus gritos…

Mistress Dawson se quedó sorprendida y Curro añadió: «Así comienza Don Juan Tenorio». Como vio que le escuchábamos, siguió hablando. Alzaba la voz y declamaba como un viejo cómico: «Su suegro er comendador va a la hostería der laurel y mira alrededor, y viendo los malos muebles de la casa, levanta los ojos al cielo y dice con voz de caverna:

¡Que un hombre de mi linaje

descienda a tan vil mansión!».

Se quedaba Mrs. Dawson muda de asombro. Y me preguntaba si Curro había ido a College. Yo le decía que sí. Y que sabía mucha historia, especialmente sobre los bártulos. Mrs. Dawson repetía con aire soñador: «Los bártulos…». Mi novio, comprendiendo el cambio de actitud de aquella mujer, alzó la voz:

… ¡Villano,

me has puesto en la faz la mano!

Y sin dejar que Mrs. Dawson acabara de respirar, añadió que a él le gustaba especialmente el final del acto tercero, cuando don Juan dice:

¡Llamé al cielo y no me oyó,

mas si sus puertas me cierra,

de mis pasos en la tierra

responda el cielo, no yo!

Mi amiga escuchaba con la boca abierta y preguntaba de vez en cuando: «¿Es un especialista en teatro español? ¿Cómo no me lo habíais dicho?». Pero Curro seguía recitando. Ya ves, querida, lo que son los hombres aquí. ¿Cuándo un boxeador de Chicago, pongamos por tipo nacional equivalente al torero o al cantador andaluz, podría recitar tiradas enteras de una obra de Shakespeare, o Bacón, o el romántico Byron? Pero aquí la cultura nos sale al paso en todas partes. Y no es que Curro estudie, sino que la cosa está en el aire y «se respira». En medio de la iglesia recitaba alzándose un poco sobre las puntas de los pies:

—¿No es verdad, ángel de amor,

que en esta apartada orilla

más pura la luna brilla

y se respira mejor?

—Don Juan, don Juan, yo lo imploro

de tu hidalga condición,

o arráncame el corazón,

o ámame, porque te adoro.

Dijo mi amiga que aquel drama era un misterio medioeval y al oír la palabra misterio Curro alzó las cejas: «No es nada el misterio que hay en el dramita ese». Y mirando a Mrs. Dawson de reojo y con recelo y ahuecando la voz recitó:

Esa aldabada postrera

ha sonado en la escalera.

Antes de que Mrs. Dawson reaccionara añadió:

Muertos a quien yo maté,

no os podréis quejar de mí;

si buena vida os quité,

buena sepultura os di.

Con el entusiasmo Curro se abandonaba y alzaba la voz demasiado. Acudía el Manús (el de la peluca y la pértiga) con su mirada oriental, y Curro dijo que había llegado la hora de salir de naja. Mrs. Dawson miraba a Curro como si fuera Menéndez Pidal y en voz baja me repetía: «Honey, te vas a casar con un verdadero scholar. Enhorabuena». Yo exultaba de gozo, y Curro, dándose cuenta, tomaba un aire modesto, porque era lo que correspondía a un verdadero sabio. «Uno ha visto un poco de teatro», decía.

Salimos de la catedral bajo la mirada del Manús. Al llegar al atrio vimos que llovía. Mistress Dawson quiso salir, pero volvió mojada a cobijarse bajo la bóveda. «Tenga cuidado, señora —dijo Curro—, porque cuando llueve las americanas se encogen».

¿Quería decir con eso que las americanas somos sissy? No sé, querida.

Por fin amainó y nos fuimos hacia el café. Por el camino, Mrs. Dawson hacía preguntas tímidamente a mi novio sobre don Juan, y él le respondía con alguna estrofa nueva:

Yo a los palacios subí,

yo a las cabañas bajé,

y en todas partes dejé

memoria triste de mí…

Siempre el don Juan de Zorrilla. Cosa extraña. Le pregunté si no le gustaba el otro, el don Juan clásico.

—Yo, la verdá —dijo—, no tengo nada contra ese caballero.

—¿Cómo?

—Quiero decir que estoy en buenos términos con él.

Mistress Dawson, hablando de lo que tomaría en el café, dijo que pediría té con «pastos» y que los «pastos» españoles le gustaban más que los de Virginia. Ya ves. Los pastos son la hierba, y solo comen pastos las vacas y las ovejas. Quería decir pastas, pero siempre equivoca los géneros. No he visto a nadie hablar con más soltura y con menos corrección. En una tienda donde quería comprar jabón pedía «una caja de sopa». Le dijeron que la sopa se vendía en latas y no en cajas y ella decía como si tuviera razón: «¿La sopa en latas? ¡Qué inadecuado! Esas cosas solo pasan en España».

Camino del café, pasamos delante de un camión lleno de muebles estacionado frente a una casa. Un hombre cruzaba la ancha acera llevando un reloj de caja antiguo y enorme a la espalda. Mientras avanzaba fatigado pasaron dos mocitas, y una preguntó:

—Compare, ¿me hace el favor de decirme la hora?

Y la otra, con una voz de pajarito jovial:

—¿No le sería más cómodo llevar un reloj pulsera?

El hombre sudaba y seguía adelante diciendo algo entre dientes de muy mal humor. Curro explicó: «Se mudan de casa. Y ahí va el camión con los bártulos». Yo recordaba esa nombre histórico. «¿Los bártulos? ¿Dónde están?», pregunté. Curro señaló con un gesto el camión:

—Ahí. ¿No los ves?

Había en el camión solo dos hombres, uno al volante y otro al lado, que me contemplaban risueños. Tenían expresiones un poco primitivas. Los bártulos. Sentí verdadera emoción histórica. Y seguimos caminando. Mrs. Dawson no se había repuesto de su impresión con Mañara y con Curro y preguntaba si don Miguel de Mañara había llegado a ser un mito popular en su tiempo. Curro contestaba que «er gachó del harpa se las traía», y juntando los dedos de la mano izquierda en el aire, recitaba:

Por dondequiera que fui

la razón atropellé,

la virtud escarnecí,

a la justicia burlé

y a las mujeres vendí…

Me miraba la Dawson y parecía decirme: «Si hubiera sabido esto, os habría dejado el coche una semana entera».

—Eze don Miguelito de la capilla era un maula, señora.

Eso no. Los maulas, según nos dijo el visiting professor[1], eran en la España musulmana los redimidos, los esclavos libertos. Los árabes los llamaban así: mawlas. Y don Miguel de Mañara no debió de ser nunca un esclavo. Curro decía que los maulas son gente picara que tienen sus trucos y saben salir siempre adelante. Es posible que el nombre venga de ahí. Te digo que a cada paso tropieza una con páginas vivas de la más vieja antigüedad. Y alusiones históricas y proyecciones al más remoto pasado: maulas.

Así llegamos al café. Mi novio solía vender vinos a aquel establecimiento, y al verlo llegar el encargado, que le había dado el día antes un vale firmado en lugar de dinero, le preguntó bajando la voz:

—¿Vale el vale?

—Sí —dijo Curro—. Pero no vino el vino.

Mistress Dawson repetía: «Vale el vale. Vino el vino». Parecían consignas secretas en clave. En aquel momento dos contertulios estaban hablando animadamente y uno se lamentaba de tener que ir cada día a casa del dentista, donde pasaba grandes molestias. El otro le preguntaba cómo se las arreglaba para comer y el de los dientes respondía agriamente:

—¿Cómo como? Como como como.

Bajó la voz Mrs. Dawson para preguntarme qué idioma hablaba aquel hombre que repetía la misma palabra cinco veces en diferentes tonos, como los chinos. Curro dijo que hablaba portugués «del otro lado de la mar». Y añadió:

—Eze tiene una tía mulata en Riojaneiro. ¿No ha oído mentar esa tierra? Er que la descubrió era de la Rioja y de ahí er nombre. La tía es la que suelta la mosca para que er niño estudie en la Universidad de Sevilla.

Eso de soltar la mosca es, creo yo, una superstición. Parece que en las cajas de caudales tienen una mosca guardada. Cuando sacan dinero sueltan la mosca. Cuando meten dinero en la caja parece que guardan la mosca otra vez. No sé si es la misma mosca u otra. Curro me explicó que es una superstición del tiempo de los bártulos. Tengo que estudiar seriamente a los bártulos. Sospecho que tienen algo que ver con los etruscos.

Otro de la tertulia me dijo que la mosca es de una especie un poco rara, que se cría en Cataluña y que la llaman pastizara vulgaris. En Andalucía no usan esa mosca, sino otra que llaman «guita». Guita tartesa. Soltar la guita o guardar la guita, dicen.

Curro tenía que cobrar algo del dueño de aquel café y le preguntaba al encargado:

—¿Cuándo suelta la mosca el Seis Doble?

Porque al dueño le llaman el Seis Doble. Podrían llamarle el Doce, ¿verdad? Mrs. Dawson, que no pierde palabra de las que se dicen a su alrededor, me preguntaba qué clase de mosca era aquella que guardaban y soltaban, y yo le expliqué lo de la pastizara vulgaris. Se lo expliqué tal como me lo habrían explicado a mí. Ella decía: «Ya ves. Curro, vendedor de vinos, es un erudito. El dueño del café es un entomólogo además de comerciante. Confieso que la clase media es más culta aquí que en América».

Había en la tertulia un joven a quien yo creía haber visto antes. Era andaluz y sin embargo muy rubio, con ojos azules. El contraste me llamaba la atención. En cuanto vio que estábamos hablando de don Miguel de Mañara cambió de asiento, vino a mi lado y, bajo la mirada recelosa de Curro, entró en el diálogo. Comprendí yo en seguida que se trataba del poeta de quien te hablé en otra carta, y aunque rubio, no solo es andaluz, sino gitano también. El contraste resulta bastante sugestivo.

Como poeta que es, me habló mucho de Mañara, y al ver que Mrs. Dawson y yo habíamos ido a la iglesia a ver la estatua, me leyó un soneto dedicado a ella:

La negra azabachería

de la noche te exaspera,

por mi alma una jauría

de perros va caminera,

nunca el celo de la harpía

luna se mostró mayor,

ni el respirar de la fría

parca más alentador.

Eres la muerte, la vida;

eres en fin el amor,

—no el amor de los amores—,

y entre las parcas menores

del arquitrabe, rendida

se ha desmayado una sor.

Yo le pedí el manuscrito para leerlo a solas en casa, porque me resultaba un tanto difícil entenderlo todo la primera vez. Las parcas son aquí como las euménides. Pregunté a Curro quiénes eran y me dijo que eran «las gachíes del harpa». Todo lo arreglaba con el harpa aquel día. Luego ha sabido que los gachos del harpa no son músicos, sino personas ausentes a las que se refieren sin citar el nombre.

Se fue Curro al mostrador para hablar con el Seis Doble. El poeta rubio que se llama Quin se acercó a mi oído y me recitó otros versos en voz baja. Yo no entendía mucho, pero está claro que eran galanteos. Curro volvió y, como el que no se da cuenta, dijo en voz alta que no le gustaban los mosquitos que se acercaban a la oreja con la trompetilla y menos los moscones que traían coplas. El posta dijo que no eran coplas, sino sonetos, se apartó y se puso a hablar de otra cosa con Mrs. Dawson. De vez en cuando, Curro y él se cruzaban una mirada a veces venenosa, a veces evasiva.

Busqué en el diccionario de Mrs. Dawson —siempre lo lleva consigo— la palabra moscón. Es un bumble-bee; es decir, igual que abejorro. Al hablar de eso, algunos contertulios me dijeron que hay abejorros de mal agüero: los negros. Y otros de buen agüero: los dorados o rubios. Y el poeta, desde el otro lado de la tertulia, me miró sonriente, como diciendo: «Yo soy de esos, de los rubios que dan buena suerte, aunque a Curro le parezca mal».

Y es verdad que aquel chico era pequeño y dorado como un gilden bumble-bee.

Una chica que era medio pariente de Curro y que bailaba en la Eritaña los sábados acababa de llegar y le dijo al poeta:

—Abejorrito rubio, convídame a una caña.

El perfil de Curro cuando se pone tormentoso anuncia cosas tremendas. Yo lo conozco. Pensé que habría sido mejor no ir al café aquella tarde. Estaba Curro de mal humor. Por el abejorrito rubio y porque, además, según me dijo, «el Seis Doble no soltaba la mosca».

Como no podía menos de suceder, apareció Mistress Adams en la puerta, vino a nuestro grupo y comenzó a decir cosas inadecuadas. Así como los errores de Mrs. Dawson son solo por cambio del género de las palabras, los de Mrs. Adams son más sutiles. Por ejemplo, la manera de colocar los acentos. Dijo que venía a esperar al secretario de la cofradía del Gran Poder, que le da informes sobre el folclore de la Semana Santa. Pero siempre llega tarde el secretario a las citas según Mrs. Adams porque se queda horas extras en la oficina «gozando de su secretaria». Quería decir que le gusta su secretaría, es decir, su trabajo. Claro, hubo choteo.

Choteo es una palabra que no se usa mucho porque es como te dije la versión culta de la ironía. Después viene el «cabreo», que es la versión culta del enfado. Esos sufijos en «eo» me suenan a la Grecia clásica. La aristocracia del idioma.

Curro dijo que aquel secretario era un Panoli. Hay varios linajes nobles en Sevilla que son como las castas antiguas entre los árabes. Y entre esos linajes hay tres que Curro no puede tolerar. Ya te he hablado el otro día de los llamados Gilipoyas, y hay que añadir los Daosportal (nombre raro, ¿verdad?) y también, como acabo de decirte, los Panolis. Con todos los demás Curro se lleva bien, pero a esos no puede verlos. Y cuando vuelve la cara con disgusto y dice de alguien que es un Panoli, un Gilipoyas o un Daosportal, yo veo siglos de atavismo y de orgullo de tribu. Porque, como te he dicho otras veces, Curro es de casta real (los Antoninos) y tiene sangre de reyes en la palma de la mano. Los tres linajes cuyos nombres te digo tienen escudos de armas especiales con yelmos de plata y plumas como los abencerrajes.

Me dijo Curro que aquel secretario del Gran Poder era un prójimo. Yo le pregunté: «¿Qué es un prójimo?». Y Curro contestó: «Un prójimo es un prójimo». Eso no me resolvía el problema y el abejorrito rubio se dio cuenta y me explicó desde el otro extremo de la mesa con mucha intención:

—Un prójimo es aquel cuya mujer deseamos. Esa es la definición de la Biblia.

Y miró a Curro. En aquel momento yo descubrí que el poeta agitanado pero rubio —rara combinación— estaba enamorado de mí. Como te lo digo. Y no le importaba darlo a entender. Curro dijo con doble sentido:

—Pero hay prójimos bravos. Y esos son peligrosos a veces.

—Eso creen ellos —dijo el poeta rubio— y por mí pueden seguir creyéndolo.

Nadie me había presentado al poeta, porque en las tertulias se olvidan muchas veces de presentar a las personas. O tal vez nos presentaron en otra ocasión y no me acuerdo. Confieso que era un hombre atrayente. Curro dijo:

—Ese joven de las coplas es Joaquín Gómez. Quin, lo llaman. ¿No es usted Quin?

Había un poco de burla en la voz de Curro. El otro respondió con el mismo acento:

—No estoy seguro, Curro.

—Más valdrá —dijo mi novio entornando el ojo izquierdo— que se lo pregunte usted por teléfono a su tía la que lo llevó a cristianar. Para cerciorarse, digo.

—¿Qué tía?

—La tuerta.

—Su teléfono no funciona.

—Puede usted llamarla al teléfono de la pollería de la esquina.

—El que yo uso es el de la huevería de al lado.

—Tengamos la fiesta en paz, señores —dijo alguien.

La chica de la Eritaña preguntó:

—¿Y cómo es que no sabe si eres Joaquín? ¿Qué guasa es esa?

—Lo explicaré, preciosa. Nacimos dos hermanitos gemelos exactamente iguales, y estando los dos desnudos y en el baño uno se ahogó. Ahora no se sabe si se ahogó Félix o Joaquín. Y esa es la razón por la que a estas horas yo no sé si soy yo o si soy mi hermano.

—Pobrecito —dijo Curro con ironía.

—Se agradece la buena voluntad. Al fin se ve que ha calado usted la cuestión.

—También puedo calar otras cosas.

—Los melones de Alcalá del Río.

—Y las calabazas de Triana.

—¿Me lo dice o me lo cuenta?

Iban poniéndose nerviosos a medida que hablaban y los ojos echaban chispas. Curro se levantó, me levanté yo porque aquí la novia hace causa común siempre con el novio, cosa rara ¿verdad? Antes de irnos él hizo un saludo general y dijo al poeta:

—Cuando voy con la señorita no me acaloro, zeñó. Pero a veces ocurre que no voy con eya, ¿entiende?

—Aquí me encontrará, a no ser que prefiera verme en Alcalá de Guadaíra.

—¿Tiene usted allí la querencia, es un suponer?

—Tengo argo más.

—No hay que molestarse en ir tan lejos. Nos vamos a ver aquí dentro de… —miró el reloj con un abandono insolente— minuto y medio. Los señores son testigos de que voy a volver.

Curro y yo salimos dejando detrás un silencio bastante dramático, darling. Ya en la calle buscamos el coche de Mrs. Dawson. Curro me llevó allí y yo le pregunté:

—¿Qué te pasa con ese joven?

—¡Bah!, es un Daosportal. Pero aguárdame un instante.

Volvió al café. En la puerta se cruzó con Mistress Dawson, que vino a mi lado:

—¿Qué le sucede a Curro? —me preguntó alarmada—. Pasó a mi lado sin verme.

Y yo pensaba: si el poeta es un Daosportal comprendo toda la inquina de Curro. Expliqué a mi amiga quiénes eran los Daosportal y su noble linaje solo comparable con los Panolis y los Gilipoyas. Ella lo anotaba todo, y un poco después se oyó algarabía de voces. Y salió Curro rodeado de tres amigos que lo sujetaban. Venía diciendo con voz ronca:

—Déjenme ustedes, que solo quiero darle un recadito.

Pero sus amigos lo trajeron al coche de viva fuerza y lo obligaron a entrar. Luego le hicieron prometer que dejaría en paz al poeta, es decir, al abejorrito rubio, y cuando Curro prometió volvieron al café. Curro parecía tranquilo y se arreglaba la corbata mirándose en el espejito del parabrisas. Toda aquella agitación con sus amigos fue como una descarga magnética y estaba ya satisfecho sin que hubiera habido riña ninguna. Es decir, que no llegó a pelear con el abejorrito porque lo impidieron sus amigos. Le preguntó Mrs. Dawson por qué quería tan mal al pobre poeta, y Curro dijo:

—Yo no lo quiero mal. Ar revés:

dondequiera que lo encuentre

tiene er entierro pagao…

Ese es un propósito cristiano, pero se veía que en el fondo se trataba no tanto de pagarle el entierro como de matarlo.

Era un Otelo frustrado. Horrible, Betsy.

Llegamos a Alcalá en poco tiempo. Cuando llegamos, Curro me dijo que yo tenía que dejar el hotel y vivir en un pisito independiente. Porque en el hotel había un bar con terraza a la calle siempre llena de señoritos desocupados y se fijaban demasiado en mí. Los graciosos, viendo tanta gente tumbada en sillones de paja y sin hacer nada llamaban a aquella terraza la Unión General de Trabajadores.

No sé como decirte. Desde que hicimos la excursión al coto de Doñana me siento un poco sonámbula y obedezco ciegamente a Curro. Lo peor es que me gusta esa sumisión y esclavitud. Tú crees que me conoces. Bien, pues si me vieras aquí no me conocerías. No me conozco yo a mí misma.

Algún día te explicaré, pero por ahora —como te dije— por lo menos yo no fumo.

Dos días después estaba instalada en un pisito muy coqueto con macetas de albahaca por todas partes. Y geranios.

Curro me advirtió: «No digas a nadie dónde vives por ahora, niña. Tú para mí y yo para ti. Luego, ya veremos». Me recordó que tenía que ir a Sanlúcar a liquidar su trimestre de comisiones y ventas. Me pidió que los días que estuviera sola no fuera al café. Yo le dije que no iría (ya ves hasta dónde llega mi sumisión) hasta que él volviera. Y lo cumplí. Aquí las novias se conducen con una fidelidad monstruosa. Aunque siempre se mezcla el azar en mis buenos deseos y esta vez de una manera diabólica, como verás.

Pero no precipitemos los hechos. Aquella tarde Curro abrió mi bolso de mano para sacar una de las llaves del piso y llevársela. Al abrirlo vio el papel con el soneto octosílabo. Yo le dije que me lo había dado el abejorrito rubio.

—¿Quién? —preguntó él con la voz temblorosa.

—El abejorrito rubio.

—Niña, por los pendientes de la Macarena, no lo llames así.

Curro leyó el soneto. Por fortuna, como has visto, no era un soneto de amor. Porque hubo momentos en que yo vi en Curro la misma expresión de Otelo en el momento cumbre de la tragedia. En serio, querida mía. Ya sabes que yo no exagero y menos en cosas de esa naturaleza íntima. No me gusta dramatizar. Pero puedo estar segura, repito, de que si hubiera encontrado un soneto hablando de amor —como hay tantos— ese soneto había sido como el pañuelo de Desdé-mona. Yo habría parecido culpable siendo inocente. Ah, querida. Yo sentí en el aire el ala de la fatalidad. Y aquella sensación, peligrosa y todo, no me disgustó. Me he contagiado tal vez del erotismo fatalista andaluz.

Ya te digo que aquí entro fácilmente en situaciones erótico-trágicas quiera o no quiera. Y yo no diría que es desagradable, la verdad.

No soy Desdémona, claro. Tampoco Curro es negro como Otelo, aunque le falta poco, la verdad. Su raza no figura en los libros de antropología. Lo podríamos llamar verde jade y cuando se enfada verde botella.

Por fortuna el soneto se refería a Mañara. He prometido a Mrs. Dawson una copia, y como ella no sabe dónde vivo y no quiero que se entere se la mandaré por correo.

Cuando Curro se convenció de que el soneto no quería decir nada, me besó dulcemente y se marchó. Yo me di cuenta de que me había sacado del hotel y traído a una dirección nueva y secreta para aislarme de mis amigos y sobre todo para que el enamorado rubio no pudiera encontrarme si me buscaba. La verdad es que se trata de un joven sugestivo. En el peor caso, mientras el poeta se orientaba o no, pasarían los cinco días que, según Curro, iba a tardar en volver.

Yo estaba dispuesta a obedecer fielmente a mi amor. Es increíble cómo se acostumbra una, y es como una esclavitud gustosa. Mi nueva vivienda era ni más ni menos una dirección escondida.

Él no me dijo nada de eso (digo, de la dirección escondida) porque tiene un sentido de la dignidad que yo llamaría hispanomusulmán.

Curro me presentó a una mujer de la vecindad que vive al lado en una casita llena de flores. Su padre, ya viejo, tiene ochenta años y ella dice que desde el año anterior es «octogeranio». Curro me dijo que la mujer haría las faenas de la casa y me lavaría la ropa. Esa mujer tiene una niña que se llama Carmela, encantadora. Tiene cuatro o cinco años y viene y me habla con su media lengua agitanada. Es la cosa más cute. Había que verla alzar las manitas y girar sobre un pie mientras cantaba:

Aquí no hay naíta que ve,

porque un barquito que había

tendió la vela y se fue.

El barquito era Curro. Estábamos la niña y yo casi siempre en un cuarto que tiene una ventana sobre un huerto con arrayanes moriscos. Al otro lado del huerto se veía una casa de aire mudéjar que llaman la casa de la reina mora. Ya ves si hay color local en mis surroundings. El «color local» no me gusta en la literatura, porque hace «inferior y provinciano», pero en la vida es la chipén. La segunda tarde entró por la ventana un abejorro dorado, recorrió la habitación, fue a la cocina, al dormitorio, a la sala, se quedó zumbando al lado de la ventana un rato, miró su propia sombra en el muro, se dio de cabezadas contra el cristal y por fin se fue lo mismo que vino. Yo reía y decía: «Ha averiguado mi dirección y ha venido a verme». La niña preguntaba:

—¿Quién?

—¿Quién ha de ser? Mi enamorado, el poeta —y reíamos las dos como tontas.

Al día siguiente por la tarde, apareció otra vez el abejorro. Entró, hizo su recorrido, se quedó girando alrededor de las flores de los tiestos, visitó de uno en uno los geranios y una brazada de nardos que había en un rincón y luego se acercó, dio la vuelta alrededor de mi cabeza —yo le dije a la niña que el bumble-bee me había besado en el pelo— y se fue igual que el día anterior.

Lo mismo sucedió los días siguientes. Cuando lo veía acercarse a la ventana, la niña Carmela juntaba sus manitas y decía: «Ahí está tu enamorado que viene». Luego el abejorrito rubio hacía como siempre su recorrido. La niña creía de veras que era un ser humano. Yo casi lo creía también, porque la fe de la niña se me contagiaba. Y así son las cosas de la vida en esta tierra. No sabe una dónde empieza la verdad y dónde acaba el sueño. Charming.

Llegaba cada día con cierta puntualidad. Creo que le gustaba al bumble-bee el perfume de mi cabello, porque desde que estoy en Andalucía me he acostumbrado a perfumarme como las mocitas del país. A no ser que lleve un clavel natural, como sucede en este momento.

Pasaron los cinco días sin sentirlo y yo leí mucho aprovechando que estaba sola. Terminé el Levi Provençal y llené de notas dos cuadernos. No salí de casa. Fue una vacación saludable. Cada tarde, con sus aromas y colores y con la visita del abejorro, era como una serie de sonetos octosílabos. Y no dejaba de pensar en Curro, quien me envió dos o tres telegramas muy cariñosos.

Cuando Curro volvió un día al anochecer sucedieron mil cosas extrañas. Pon atención a lo que voy a decir para darte cuenta de cómo se enredan las inclinaciones pasionales en esta antigua Tartesos. Curro antes de subir a casa fue a llevarle un regalito a Carmela, que vive al lado. Es su padrino. Y jugando con ella le preguntó, no sé si inocentemente:

—¿Iba alguno a ver a la señorita americana estos días?

—Sí —dijo Carmela—. Iba su enamorado todas las tardes. El abejorrito rubio.

—¿Qué dices?

—Cada día a la misma hora. Al llegar le daba un beso en el pelo.

Sin hablar más, Curro vino a verme muy pálido. Pálido como un muerto o como un condenado a muerte. (La palidez de Curro es verdosa, como te he dicho muchas veces). La madre de Carmela me dijo después que salió tambaleándose con su media en las agujas. Imagina. Estaba tan confuso Curro que al parecer se llevó las agujas de hacer calceta de la pobre mujer sin saber lo que hacía. También Otelo hacía pequeñas incongruencias, ¿verdad? La ceguera del amor en estos países de tradición tarteso-musulmana.

No puedes imaginar la escena que me hizo porque en los Estados Unidos estas cosas no suceden. Él pensaba que había venido el poeta rubio y yo no podía imaginarlo. Aunque hubieran sido verdad las visitas del poeta, ningún marido se habría considerado en Pensylvania con derecho a ofenderse y menos un novio. ¡Pues no faltaría más! No somos esclavas. Pero aquí, como te digo… Curro llegó al oscurecer con la media en las agujas (las de la madre de Carmela), y estas en el bolsillo, supongo. A los ojos de Curro se asomaba el genio del mal con sus amenazas milenarias. Tartesos, turdetanos, iberos, bártulos con sus pasiones acumuladas.

—¿No ha venido nadie a verte? —preguntó con un acento raro—. ¿No? Vaya, quiere decirse que te has aburrido.

—Ya sabes que yo no me aburro cuando tengo libros de historia. Buscaba a los bártulos, pero no los he hallado en ninguna parte.

—¿De veras?

—De veras, Curro. ¿Por qué?

—¿No te ayudaba a encontrarlos el abejorrito rubio?

Yo solté a reír:

—¿Te lo han dicho? Venía todos los días a la misma hora. Entraba por esa ventana.

Pero él se puso furioso:

—No te rías. ¡Malditos sean los mengues que mecieron mi cuna! ¡Carmela me lo dijo todo y desde que me lo ha dicho no me llega el aliento al corazón!

Yo creía en aquel momento que Carmela le había dicho la simple verdad, es decir, que se trataba de un moscardón, y la idea de que Curro tuviera celos de un bumble-bee me parecía graciosísima —cosa de gitanos, pensaba yo— y poética y mágica y me hacía reír más. Tú sabes cómo soy. Él estaba tan furioso que yo lo creí un momento capaz de todo. Enseñaba los dientes sin sonreír como hacen los perros antes de pelear.

—¿Cada día, eh?

—Cada día venía el abejorrito rubio, a la misma hora.

—¡No lo llames así!

—¿El abejorro rubio?

Se puso frenético y le faltó poco para golpearme. De veras. Sentía yo una emoción muy compleja, mezcla de placer y de miedo, que no había sentido desde la infancia cuando mi madre me daba spankings (azotes).

—He hablado con Carmela —repetía él con los ojos encendidos—. ¡Mardita sea tu arma!

Bah, aquello comenzaba a ser demasiado. Yo sé que a veces se da de bofetadas con su sombra, según me ha dicho; y un hombre que hace eso, la verdad, no tiene control de sus actos. Puede ser una neurosis peligrosa. Pero aquí, querida, nadie va al psiquiatra sino unos ciudadanos bastante desacreditados que llaman los chalaos. (No es como en Pensilvania, que vamos al psiquiatra como se va al dentista). La alusión de Curro al arma me dio una idea. Viéndolo venir sobre mí otra vez con la expresión de Otelo y sintiéndome ya Desdémona, pero menos resignada —al fin estamos en el siglo XX—, fui a mi baúl, que estaba abierto, y saqué la pistolita calibre 22 que compré un día en Nueva York. Al verme con la pistola en la mano, Curro cambió de actitud. Se sentó, hundió la cabeza entre las manos, suspiró y dijo con una voz que no le había oído nunca:

—Anda, dispara.

—¡Curro!

—¡Dispara!

—¿Yo?

—Ezo es. Mátame, criatura. Dispara y verás que no sale una gota de sangre porque la tengo toda helada en el corazón. Anda, dispara; que lo mismo me da vivir que morir. Dispara y vete con tu poeta.

Era la primera vez que me insultaba llamándome criatura. Tú sabes que en América una criatura es un monstruo incalificable. Criatura. Y repetía:

—Mátame, mardita sea la holandesa malange que nos presentó. Mátame y vete por la ventana con tu abejorro de la buena suerte.

Nos quedamos los dos callados un largo rato. Por fin Curro, con una expresión que daba pena, murmuró:

Quién me había de decir

que una cosita tan dulce

tuviera mortal el fin.

Agonizaba por soleares, Betsy. Pero esto lo pienso ahora. En aquel momento yo estaba casi tan loca como él. De momento el revólver me salvaba de cualquier crisis de Curro. Pero mi propia precaución me daba vergüenza. Ya te digo que Curro no ha ido nunca a un neurólogo como vamos nosotras cuando tenemos alguna fijación o manía. Y yo le dije con la mejor intención del mundo:

—Lo que tenemos que hacer mañana es ir a ver a un psiquiatra.

—¿Yo? Yo no soy un chalao. Calla y dispara de una vez.

—¿Por qué voy a disparar, si te quiero? ¿Por qué, Curro de mi arma?

Y mi arma calibre 22 me temblaba en la mano. Entonces él dio un gran suspiro:

—Así sois ustedes las hembras —dijo—. Me quieres y, sin dejar de quererme, en cuanto vuelvo la espalda te orvidas de mí.

Yo creía que iba a llorar el pobre Curro y me daba pena. ¿Pero qué podía hacer yo?

—¿Vas a disparar o no? —preguntaba él.

—No, querido; no puedo.

—Entonces deja ese chirimbolo en er sillón, Nancy. ¡Por los clavos de la pasión del Cristo del Gran Poder!

—¡No!

—¡Que lo dejes, niña!

Yo lo hice y entonces él se acercó y me abrazó muy conmovido. Te digo la verdad, Betsy. Nunca había sabido yo lo que es un beso hasta entonces. Te digo que mientras me besaba oí las campanas del paraíso, los gritos del infierno, las músicas de todos los compositores clásicos y románticos mezcladas y el himno nacional americano. De veras. No me soltaba Curro y yo comenzaba a lamentarme de haberme quedado sin el revólver, porque a veces me faltaba el aliento, cuando mi novio me dijo:

—Tendremos, a pesar de todo, nuestra felicidad hasta el momento de hundirse er firmamento para los dos. Porque te juro que se va a hundir antes de cuarenta y ocho horas.

Decía yo que sí a todo, como puedes imaginar. Él me besaba y a veces yo sentía su mano en mi garganta y te aseguro que se me ponían los pelos de punta, pero al mismo tiempo me besaba y… honey, qué pasión. No se tiene idea de lo que es eso en Pensilvania. Cuando pudo hablar, dijo:

—Porque mañana se va a hundir el firmamento también para ti. ¿Qué dices?

—Nada, Curro.

—¡Di argo, mardito sea Undivé!

—¡Que se hunda el firmamento ahora si a ti te parece mejor! Nada me importa.

—¡Será cuando yo lo diga!

La verdad es que no sé a lo que se estaba refiriendo. Suspiró y repitió: «¡Mardito sea Undivé!». Creo que ese Undivé es un pariente suyo lejano con quien vivió de niño. En los momentos desesperados habla de él. Lo que sucedió poco después nunca lo imaginarías. En lugar de hundir el firmamento —Curro me dijo que lo dejaba para después— fuimos a pasear por el río. Antes pasamos por una tienda donde vendían flores y mi novio encargó diez docenas de varas de nardo, que pagó en el acto dando una propina de marqués. Esas flores no las hay en América. Nardos. Son flores fragantes como la carne de las «mujeres mocitas», dice Curro. Mandó que las llevaran a la madre de Carmela y que le dijeran que las subiera a nuestro piso, para lo cual les dio su llave. Yo no comprendía para qué tantas flores y él dijo con la voz quebrada por la emoción:

—Tal vez serán las úrtimas. En ese caso, para la capilla ardiente.

—¿Para qué dices?

—… Así nos acompañarán en el tránsito.

No llevaba yo diccionario conmigo. Aquella capilla y aquel tránsito tenían algo que ver con la caída del firmamento. Mirábamos la estrella de la tarde y Curro suspiraba.

Compró también media docena de botellas. Lo más fino del país, decía. Y caviar y otras cosas caras que me gustan a mí. También compró algo misterioso en una farmacia y recuerdo que el boticario le decía: «Curro, no me busques un compromiso. ¿Para qué quieres tantas?». Curro miraba otra vez a la estrella de la tarde y suspiraba. Yo pensaba en el tránsito con cierto temor. Pero si te digo que en ese temor había una verdadera voluptuosidad, no lo creerás.

Total, que hacia medianoche volvimos a casa, y antes de subir regaló Curro cien pesetas a Carmela y trescientas a su madre. «¿Es mi salario?», preguntaba ella sin entender. Curro suspiró y dijo no sé qué de los inútiles que eran para los desgraciados los bienes de la tierra. También dijo algo —una vez más— del firmamento. Se quedaron la madre y la niña nerviosas y desorientadas, pero contentas.

Subimos a mi cuarto y… ¿qué decirte? Curro no volvió a hablar del abejorro. Fui a decirle yo algo y él me atajó y dijo: «No hablemos. Confesaste y no pido más. A tu manera eres honrada y te lo agradezco. No tenéis ustedes la culpa, digo las hembras, sino er mengue, que las hizo como son». Eso decía. Añadía: «¡Mardito sea Undivé!». Y se quedó en mi apartamento toda la noche. Bueno, tú sabes… Hay dos dormitorios… En fin, piensa lo que quieras. Tú me conoces. Yo no voy a explicarte todas las cosas, porque las mejores cosas de la vida no se pueden explicar. Por otra parte, ni tú ni yo somos ya niñas; y el amor, y la capilla ardiente, y los nardos, y el tránsito, hicieron la noche larga y profunda como un misterio religioso antiguo. Creo que serían las seis de la mañana cuando me quedé dormida. Supongo que Curro tomó algunas cápsulas y puso el contenido de otras en el vino.

Nos bebimos las seis botellas y todavía no sé cómo. En fin, serían ya las tres de la tarde cuando medio desperté y lo vi a mi lado de pie y me asusté, y él me dijo entonces con una expresión que me dio miedo: «Corazón mío: lo que no han querido hacer las capsulitas del boticario lo harán estas». Y mostraba algunas balas de mi revólver en la mano.

Yo medio dormida temblaba pensando: «Ya sé lo que es la capilla ardiente», y estaba a punto del breakdown.

Pero sucedía algo encantador. Como puedes suponer, la casa estaba llena de nardos. Parece que entre las flores habrían traído sin darse cuenta docenas de caracolitos pequeños color de nácar que con la humedad (las flores estaban en cuatro cubos con agua) habían salido y trepaban por paredes, cortinas, lámparas, techo. Era una delicia despertar y ver todo aquello lleno de graciosos caracolitos trepadores, tan blancos y tan dulces como las flores mismas.

Por los cristales y las ventanas, por las patas de las sillas, por el muro de estuco blanco, por las cortinas. Todo era como una broma floral. Caracolitos arriba, en medio y abajo. En los cristales dejaban una estelita brillante como de escarcha.

—¡Mira, Curro! —gritaba yo excitada y medio muerta.

Pero él suspiraba todavía, bebía un sorbo de vino y murmuraba mirando las puntas de sus pies, más pálido (digo verde) que nunca:

Madresita mía,

mire usted por dónde,

a aquel espejito donde me miraba

se le fue el azogue…

Seguía muriéndose, al parecer por seguiriyas. (No creas que esto lo pensaba entonces, honey. No estaba para bromas).

Pero Dios no abandona a los pobres seres humanos. Cuando yo comenzaba a sentirme caer en los abismos del breakdown vi que entraba por la ventana el abejorro dorado. Lo miré con recelo, la verdad. No comprendía las reacciones de Curro, y dije tímidamente:

—Ahí está el abejorrito como todos los días. Pero no te enfades, por favor.

—¿Qué dices?

—El abejorrito rubio, que viene a verme.

Lo miraba Curro alucinado y el moscardón zumbaba flotando en el aire. Ya te digo, Betsy, que en aquel momento el bumble-bee era más humano que Curro y que yo juntos. Y confieso que veía en él claramente al poeta del soneto. Tan culpable me sentía a pesar de mi inocencia que no me atrevía a mirarlo allí delante de Curro. Desde la huerta la pequeña Carmela dio una voz:

—¡Señorita, ahí está su enamorado, el abejorrito!

—¿Pero es eze? ¿Eze bicho na ma? —decía Curro sin acabar de creerlo.

Se desperezó mirando al techo —el moscardón se retardaba zumbando contra un rincón— y dijo en voz alta, con los ojos huidizos de vergüenza:

Er querer quita er sentío,

lo digo por experiensia,

porque a mí me ha susedío.

Ahora se disculpaba por bulerías. Luego soltó a reír como si se burlara de sí mismo. ¡Qué risa aquella! Siglos de sarcasmo, Betsy. Veinte siglos desde los Antoninos de la famosa Itálica. Curro atrapó un pañuelo que me pongo yo a la cabeza cuando hace viento y se puso a perseguir al abejorrito para matarlo.

—¡No! —grité yo asustada.

Pero ya le había dado un golpe y el pobre animalito había perdido algún ala y se arrastraba por el suelo zumbando y avanzando en remolinos. Yo le pedí a Curro que no lo matara.

—¡Pero es un moscardón!

—Es un abejorro de los que traen buena suerte, según dicen tus amigos. Y es mi amigo. Es el mejor amigo que he tenido mientras estabas fuera.

Lo tomé suavemente con la pinza de las cejas, mientras decía Curro: «La vida me ha devuelto a mí ese bicho». Lo arrojé por la ventana. Se oyó un zumbido y salió volando aunque de un modo irregular. Había perdido el ala grande del lado derecho. Me miraba Curro con esa expresión congelada que pone cuando ve algo que no espera llegar a comprender en lo que le queda de vida.

—Curro, ¿qué te pasa? —le pregunté con un poco de miedo.

—Na, venadita. Soy feliz. Eres mi vida y podrías ser mi perdición. Has estado a punto de ser mi perdición, venadita.

—¿Por qué?

—Estuvimos los dos con un pie en el otro lado, bendito sea Undivé.

—¿En qué lado? —preguntaba yo solo por hacerle hablar.

Yo sabía muy bien, Betsy, a qué lado se refería: al otro lado del Río Tinto, es decir, a la laguna que los antiguos llamaban de Acherón, donde tenía su barca Caronte.

¡Vaya si lo sabía!

La madre de Carmela dijo algo desde abajo y Curro se asomó para advertirle que las trescientas pesetas que le dio eran su salario del mes. Yo me apresuré a decirle a Curro que le pagaría ese dinero al recibir mi cheque. No puedo vivir a expensas de un hombre, porque no soy una esclava, es decir, una mawla de la Edad Media. Curro seguía hablando con la madre de Carmela. Dijo que la vida era un regalito de Pascua y volvió a mi lado con la expresión del que ha hablado no con la house keeper, sino con los ángeles.

—Vámonos a Sevilla —me dijo muy decidido abrochándose la chaqueta a lo torero.

Antes de salir cogió mi revólver pequeñito y se lo guardó:

—Lo quiero como recuerdo del día mejor —dijo gravemente— y del día peor de mi vida.

—¿Qué día?

—Hoy. Malo como la entraña de la hiena y bueno como el corazoncito del nardo.

Me besó otra vez y yo sentí una inquietud de dobles y triples fondos mixta de gozo y de misterio. Fuimos a ver a Mrs. Dawson. Curro le pidió el coche porque acabábamos de nacer los dos, según decía, y teníamos que celebrarlo. Ella dijo que siempre estábamos celebrando algo, y se invitó a la fiesta. Por lo menos iría a la ciudad con nosotros. Le pregunté a Curro si tenía una cerilla (llevaba yo un cigarrillo sin encender en los labios). Curro sacó la caja, la abrió, dijo que tenía tres; la cerró y se la volvió a guardar. Yo preguntaba:

—¿No me quieres dar una?

—Sí, mujer.

—¿Pues por qué no me la das?

—Mujer, tú solo me preguntaste si tenía cerillas. Yo te he dicho que tengo tres. Si quieres una, eso es otra cosa. Podrías decirlo.

Me encendió el cigarrillo. Esa broma Mrs. Dawson tardó en comprenderla, pero cuando la comprendió comenzó a reír y luego se acordaba y volvía a reír aquí y allá sin motivo aparente.

Salimos juntos. De vez en cuando mi amiga vieja me miraba y decía: «Hija, qué cara. ¿Es que no has dormido?». Yo me ponía muy roja y decía: «No bastante». Curro cantaba a media voz en el coche:

Bendita sea esa luna

que nos sigue por el sielo

y ha puesto en un abejorro

la fin de mi desconsuelo.

De veras había una luna diurna, Betsy. Lo que no sabía era que la palabra fin fuera femenino: la fin. En todo caso no he visto nunca un hombre más feliz. Me besó otra vez, allí delante de Mrs. Dawson, solo para molestarla.

Al acercarnos al café —porque íbamos allí a pesar de todo— yo vi al poeta rubio que salía con la bailarina de la venta Eritaña. El corazón me dio un salto porque (es caso de asombro) el poeta llevaba el brazo derecho en cabestrillo. El derecho, del mismo lado del ala rota del abejorrito. No nos vieron, menos mal. Mi novio seguía a aquella pareja con una mirada burlona y amistosa, casi de simpatía.

—Ahí va er panoli como zi tal coza.

Al llegar al café el encargado se acercó a Curro y le dijo que el dueño había soltado la mosca. Curro, que veinticuatro horas antes era un hombre desesperado y sin futuro, como Otelo, ahora parecía de veras feliz. Todo porque entró —pensaba yo entonces— un moscardón en mi cuarto y porque salió una mosca de la caja del dueño del café.

Así es la vida aquí, querida. Se diría que una está en otro planeta. Un planeta encantador cuya existencia nunca pude sospechar desde Pensilvania. Ya ves la influencia que un abejorrito y la mosca pastizara vulgaris tienen en el destino de los seres humanos más nobles.

Aquel día en la tertulia estuvieron discutiendo sobre el materialismo de los americanos y el espiritualismo de los españoles. Parece que la gente que tiene automóvil es materialista y los que no lo tienen y quisieran tenerlo son espiritualistas. Eso es lo que yo deduzco de lo que discutían. Pero tal vez la cosa es más complicada. Ya te explicaré.