Carta IX
El cortijo donde lleva mes y medio viviendo el padre de Soleá se llama Los Gazules, y está cerca de Lora del Río, en el camino de Córdoba. Los Gazules eran una dinastía como los zegríes y los abencerrajes (y creo que los panolis). Todavía quedan algunos en las ciudades al lado del mar, y de ahí la expresión «haber moros en la costa».
Mistress Dawson ha estado en Gibraltar, porque de vez en cuando, según dice, necesita el contacto con la civilización. Lo decía pronunciando la v un poco a la manera inglesa casi como la f. Curro no podía perderse un efecto tan fácil y tan brillante.
—Ya veo. Ha ido a Gibraltar a que la sifilicen.
No entendía Mrs. Dawson o no quería entender (nunca se sabe con ella). Estábamos en el café. Y preguntaba de dónde habían salido los monos gibraltarenses. Curro explicó no sé si en broma o en serio:
—En el siglo pasado un comerciante de Gibraltar que tenía un hermano rico en el Brasil le escribió una carta pidiendo que le enviara por el primer barco tres o cuatro monos. Pero escribió la cantidad en números, así: 3 o 4. Y el brasileiro fletó un barco especial y le mandó 304 monos. El comerciante no sabía qué hacer. Los ingleses aman a los animales y obligaron al comerciante a alimentar a los monos o a dejarlos en libertad. El comerciante vendió algunos, pero fue soltando a la mayor parte y velay, esa es la historia.
Al menos es la explicación de Curro.
A Mrs. Dawson la llaman en el café la Margaritona. Le va bien, Curro dice que el subfijo «ona» representa el trasero. Así pues, Margaritona es una Margarita con trasero. Desde que lo dijo yo solo veo en mi amiga esa prominente parte de su persona.
Está siempre Mrs. Dawson haciendo el paripé, ahora, a propósito, creo haber descubierto de una vez lo que es el paripé. George Borrow dice que viene del sánscrito parivata, que quiere decir cambiar. El paripé es un cambio. Por ejemplo, cambiar dólares a 45 estando a sesenta es hacer el paripé. Este es un ejemplo vulgar, claro. Hay otros cambios psicológicos y morales que pongo en mi tesis al hablar de esa importante materia.
En el diccionario de la Academia de 1914 encuentro: «Paripé: Presumir, darse tono». Y en otra edición anterior de 1899 dice: «Hacer extremos para engañar». Si añadimos a esas dos versiones tan diferentes la del cambio ya son tres y las tres verdaderas según dice Quin Gómez —el abejorrito—, con quien tenemos ahora Curro y yo relaciones normales. Pero dice Quin que solo son verdad esas versiones si el que cambia para engañar a alguien no lo consigue y el que se da tono tampoco sale con la suya. Tú ves. Solo hay paripé si hay frustración. Y cuando lo hace un comprador de lana a veces lo trasquilan.
Dice Borrow que los gitanos ingleses usan la palabra paripé añadiendo una n: paripén. En la copla que te copiaba un día allí donde dice:
… y que venga el doctor Grabié,
er del bisoñé,
er del paripé,
porque m’estoy ahogando…,
Se diría que falta la n de los ingleses: paripén. Con ella se evita la sombra de cacofonía del «paripé-por». Y el filólogo Miklosich dice que en todos los dialectos gitanos de Europa existe la raíz paruv (cambiar) y cree que viene también del sánscrito.
La opinión de Borrow sobre el paripé es la que prevalece en mi tesis. Perdona que añada tantos detalles. Si mis interpretaciones son buenas, cuando las publique vendrán los filólogos españoles a roerme los zancajos, según me dicen. Es un homenaje antiguo que no sé en qué consiste.
Mistress Dawson quería que Clamores fuera a bailar a su club, pero no hablaba de dinero y Clamores le dijo:
—¿Qué se cree usted, señora? Solo los angelitos del cielo y los seises de la catedral bailan gratis. Eso de bailar gratis sería hacer el paripé.
Bien dicho.
No siempre estoy de acuerdo con Borrow. Por ejemplo, de los gitanos dice (y copio la edición de Putnam Sons de 1899): «He estado viviendo con los gitanos de la provincia de Extremadura. ¡Pobre gente! Son terriblemente maltratados y los persiguen como a lobos. Llevan consigo inmensas tijeras, que ellos llaman cachas, para defenderse. Son tan largas como el brazo, y con ellas pueden cortar una mano, las orejas o la nariz a cualquiera. Viven miserablemente, son nómadas y comen tocino, tripas y bellotas. Algunos se dedican al contrabando».
Hay gitanos y gitanos, la verdad. Curro, por ejemplo, es muy diferente. En cuanto al contrabando, las mujeres que se dedican a él se suelen llamar Francisca, es decir Paca y las llaman con un nick name: Pacotillas. Así se dice: las Pacotillas del contrabando. Y las mejores son parientes de una familia muy inteligente formada por tres personas a quienes llaman Lupe, Lupija y su hija.
Me dijo Curro que esos gitanos de Borrow eran los parias de la raza y que llevaban las tijeras, no para pelear, sino para esquilar los caballos y los burros. Y esto es verdad, porque yo vi un caso en Trebujena. Estaba en el balcón de una venta y Curro abajo sentado en un poyo y fumando. Enfrente había un caballo con los pies delanteros trabados. Y llegó un gitano y preguntó a Curro:
—¿Qué le parece, amigo, si le doy una esquilada al caballito?
Curro echó el humo al aire y dijo: «Muy bien». El gitano comenzó a trabajar. De vez en cuando decía: «¿Le dejo las crines en el cuello?». Y Curro: «Por mí se las puede dejar». El gitano quería hacerle cerca del rabo un «enrejao» de fantasía. Curro dijo: «Es verdad, no quedará mal». Por fin el gitano terminó:
—¿No le parece que el caballito queda muy guapo?
—Es verdad.
—Son dos chulíes si me hace el favor.
—¿Yo? Usted me preguntó qué me parecía si lo esquilaba y yo dije que bien. No era más que una opinión. ¡Si fuera uno a pagar dos chulíes por cada opinión!…
—¿Pero no es suyo er animal?
—No.
El gitano se puso pálido, y viéndome en el balcón comenzó a explicar que había hecho un trabajo de artista y que el caballo parecía antes una cabra en la muda y ahora se veía más galán que el emperador de la China. Luego añadió que yo era más linda que una puesta de sol en el Guadalquivir.
Le arrojé su dinero, que hacía como quince céntimos de dólar, y se fue contento, pero antes le dijo a Curro: «Malos mengues te piquen la muy, asaúra». Dijo Curro que si no hubiera sido por mí le habría dado para el pelo al gitano de las cachas. ¡Y buena falta que le hacía al pobre!
Borrow tiene opiniones arbitrarias. En la misma página donde habla de los gitanos de Extremadura dice: «España sería el país más hermoso del mundo si la gente tuviera algún parecido con los seres humanos, pero no lo tiene. Son casi tan abyectos los españoles como los irlandeses, con la excepción de que los españoles no se emborrachan. Aunque el vino es allí tan común y corriente como el agua, no he visto nunca un borracho».
Yo en el año que llevo en España he visto uno, pero era un verdadero gentleman. Se tocaba el sombrero a cada paso y me decía:
—Sin faltarle, señorita. ¿Es que falto yo?
Desde un rincón dijo alguien:
—El que la pilla para él.
—Ese caballero se refiere a la cogorza —me explicó el borracho amablemente después de saludar desde lejos al que lo había dicho.
Le pregunté a Curro qué es eso de «paria» porque había hablado de gitanos parias y son los que no tienen donde caerse muertos, es decir, que no tienen dinero para comprar la sepultura. Pobrecitos. Con tres o cuatro chulíes la podrían comprar. Aquí la muerte, es decir, la fiesta que sigue a la muerte y que llaman velorio, tiene más importancia que en los Estados Unidos.
En inglés decimos pariah, y mi diccionario etimológico dice que la cosa viene de la India, donde los pariah eran los que tañían el bombo, y que los coloniales portugueses trajeron la palabra a Europa. Yo no he visto aquí gitanos tocando el bombo y de instrumentos de percusión solo usan el pandero. Así suelen decir: «Al gachó le zumba el pandero». Con frecuencia, además del pandero, tiene un harpa, aunque yo no la he visto. Así se dice coloquialmente: «Al gachó del harpa le zumba el pandero». Esta es una nota aclaratoria que pondré en mi tesis. Hay una variante según la cual en lugar del masculino (pandero) se usa el femenino: pandereta. Así se puede decir con toda corrección: «Al gachó del harpa le zumba la pandereta».
Curro me dijo que los parias, además de esquilar, se dedican a la choricería y también a la pesca de la merluza, es decir, a fabricar conservas de cerdo y a pescar. También se dedican a otra profesión: la mangancia. No he podido averiguar hasta ahora exactamente en qué consiste.
A la tertulia viene un torero que se llama Pérez y tiene el sentido olfativo de un perro. Para él cada calle huele de un modo diferente.
También viene por el café un español que es maestro en un high school americano de la base de Morón. Dice que cuando reprende a algún chico americano que enreda en la clase este le responde: «La constitución de mi país me autoriza a la busca de la felicidad, y eso es lo que estoy haciendo».
Voy ahora siempre con mi flor, pero a veces dudo de mi charm. Por fortuna, ayer llegó una carta de Richard, mi novio de college. Dice así:
He visto las largas cartas que escribes a Betsy y te felicito por tus romances. Sobre todo por la conquista de ese príncipe de ambas Castillas que te besó de una manera inesperada y señorial. También por el sucesor de los Antoninos que, según dice Betsy, es una especie de Nijinski español. Enhorabuena.
Yo he sido seleccionado por el coach para el equipo de fútbol del año próximo. Te lo digo para que veas que no solo tú triunfas en la vida. Yo tengo también satisfacciones legítimas.
Si viene un día por aquí el poeta rubio —el abejorro—, dile que le regalaremos un teléfono blanco y que será bien recibido por la clase 51 de español, donde estaré el año próximo, pero que no haga como el visiting professor del año pasado que me suspendió. Entre paréntesis, creo que también estás un poco enamorada del abejorro. No digas que no. Te conozco.
Querría saber cuáles son tus planes, digo si piensas casarte con el tarteso o con el poeta rubio o con el grandee romántico, aunque este es un poco viejo para ti. Es una pregunta que te hago poniendo el mayor énfasis, y no debes dejar de contestar cuanto antes por razones de orden muy personal. Perdón si no te digo más por ahora. Love.
RICHARD
Ya ves, Betsy. Mis aventuras en España hacen pensar a Richard que soy más deseable de lo que él creía. A eso se llama aquí tener una mosca en el oído. Pero yo voy a dejarle cocerse un poco en su salsa. Por ahora soy novia española. La palabra viene del hebreo: novia, nub; y luego pasa al latín, nubilare, que quiere decir fructificar, y luego al español. (Probable nota al pie). Estoy de lleno en un romance y con perspectivas de esplendor por el lado del príncipe.
No soy coleccionista, pero las mujeres somos versátiles, y si el príncipe me dijera la palabra mágica no sé lo que sucedería. Yo misma me pregunto qué es lo que sucedería en ese caso. Princesa o duquesa de los Gazules suena bien. Aunque por ahora sigo, de veras, enamorada de Curro. Y soy piropeada a menudo por Quin. Y no se matan. Y no dejo de tener los mejores recuerdos de Richard a pesar de todo.
No sé si debes enseñar esta carta a Richard por lo que digo antes sobre el cocerse en su propia salsa. En todo caso dile que sus triunfos atléticos me impresionan y que tiene en mi corazón uno de los primeros lugares. ¿Subirá Richard o bajará en la escala de mi estimación con el tiempo? ¡Quién sabe! Si sube, mereceré un postre especial que aquí llaman miel sobre hojuelas.
Pérez, el torero, tiene sentido de humor. Desprecia al público y se ríe de la gente haciendo a veces cosas raras. Pérez y Quin, que como poeta toma a veces actitudes parecidas, estuvieron el otro día en el café muy serios hinchando las mejillas, dejando salir el aire, mirando al techo y produciendo un zumbido. La gente se reunía delante tratando de comprender.
Estas bromas son más ingeniosas que las formas vulgares de protesta social de los beatniks.
Tiene Pérez una cara lánguida y trágica, y por eso las bromas de él producen como un anticlimax. Me dijo que lo han pintado dos veces como San Tadeo para las iglesias de la provincia. El hecho de que las beatas le recen como a San Tadeo le da mala suerte y por eso no prospera como lidiador.
Días pasados fuimos a la finca del príncipe con Soleá. Cuando le pregunté a su padre —que está enfermo— cómo se encontraba, el buen viejo me respondió:
—Lo que me pasa a mí es lo mismo que a algunos caballos que no toleran la avena, señorita.
Quería decir con eso que tampoco él puede tolerar la comida de lujo de la libertad.
El cortijo es grande y los cow boys imitan a los del sudoeste americano con sus sillas de montar levantadas por detrás. Me acompañaba un hombre a quien llaman capataz, porque en las tientas —supongo— torea siempre de capa, y me enseñó hasta las casetas de los cerdos. Son como las del zoo, con su parte exterior y su parte interior. Delante de una jaula me explicó:
—Este es el verraco padre más antiguo. El decano. —Y llamó—: ¡Trianero!
Mientras el Trianero llegaba, el capataz añadió indicando al cerdo:
—Tiene más condecoraciones que el capitán general con mando en plaza, dicho sea sin mal señalar. Y tiene muchísimo pesquis.
Un día te escribí, Betsy, que pesquis quiere decir peluca falsa. Eso creía, porque siempre que dicen esa palabra los andaluces se tocan el pelo, pero, sin duda, no dije la verdad. Me extraña porque no suelo caer en errores de esa naturaleza. ¿Cómo va a usar un cerdo una peluca falsa? El Trianero se acercaba despacio con la mano en el anca:
—Es un verdadero señorón —dijo refiriéndose también al cerdo—. No le falta más que el cigarro puro y el coche. Pesa sus veintiséis arrobas y se da buena vida. Come, bebe y de lo otro ni hablar. Yo me paso el día trabajando en las cochiqueras. Soy como el ayuda de cámara de estos señorones. Cuando voy a comer a casa, mi chico (mardita sea su estampa) dice: «Ya está ahí mi padre, que huele a puerco». Ahora le voy a dar al señorón su baño. Tiene más de trescientos hijos, aunque es todavía joven. Digo y me quedo corto. Es la divina torta, señora. Las fotografías de este animal que tienen salida en la prensa son infinidad y hay una con un marco dorado en la oficina del señor duque. Er día que lo sacrifiquemos habrá que cantar er gori-gori como a un cristiano.
Tanta explicación resultaba un poco obscena.
Dijo el capataz que el Trianero era muy cazurro. Eso se dice de las personas que tienen habilidad para la caza. En cuanto al cerdo, yo no he visto otro igual. Ya digo que había en él algo indecente. Ahora lo veo algunas noches, en sueños, de pie y cantando el gori-gori, que es una canción que les cantan a los cerdos el día de San Martín.
El Trianero añadió:
—Ese animal tiene su nombre: er Verraco. Aquí, digo en Lora, cada cual tiene su nombre y su alias.
—¿Cuál es el de usted? —pregunté al capataz.
Esto dio una gran risa al Trianero. Comprendí que me había perdido una gran oportunidad para callarme, pero añadí:
—Si todo el mundo tiene un apodo, ¿cuál es el mío?
Dijo el Trianero sin vacilar:
—Tengo oído que la llaman a usted la Notaria. En Sevilla. Y dicho sea sin faltar.
—Cállate, voceras —ordenó el capataz y añadió—: Habla tanto porque aquí donde lo ve su mujer está para dar a luz, y como marido, asaúra pues, tiene su hormiguillo.
Pregunté qué es una notaria y el Trianero dijo que es la mujer de un señor que va con una cartera llena de papeles y apunta las cosas. Ya ves: me llaman así porque tomo notas para mi tesis.
Volvimos el mismo día a Sevilla. Por el camino, en el autobús, me decía Soleá llorosa: «Se va a morir cualquier día mi padre a pesar de que vive bien cuidado».
Creía que habría vivido más tiempo en su escondite, porque la ilusión de ser liberado un día le ayudaba.
Luego me dijo que su padre se lamentaba de no haber sido fusilado como otros en 1936.
—A eso —añadió Soleá— le llama «morir bonito». Eso es; quería «morir bonito» en 1936.
La muerte que espera ahora el pobre viejo no es bonita.
Al llegar a casa de Soleá encontré a Quin y me puse a contar lo del cortijo y el verraco.
—El abuelo de Curro —me dijo Quin súbitamente iluminado— pertenecía a una banda de ladrones que andaba por los caminos en el siglo pasado y que se llamaba Los Verracos. Lo ahorcaron. Todos Los Verracos cayeron y no quedó uno solo para contarlo.
Yo no podía creerlo, y el abejorrito fue a pedirle a Soleá un número de El Liberal de 1862, amarillo y viejo, que ella guardaba con otros. Quin lo desplegó con cuidado diciendo:
—No crea usted que lo invento yo para difamar a Curro. Curro y yo somos ahora la misma filarmonía. Y lo seremos siempre.
—¿Está usted seguro? —pregunté yo sintiéndome un poco herida no sé por qué.
Pero él estaba leyendo ya el periódico. ¡Qué cosas se ven en este país! ¡Y luego dicen que los extranjeros poetizamos a España! ¡Poetizar a España! Eso sería como llevar agua al mar. Quin leía lo siguiente letra por letra:
Ayer tuvo lugar la ejecución del caballero de la casa de Alcalá don Fernando de Alcalá y Reyes de Guadalmecina, a quien condenaron a la última pena como cabeza de la banda de los malhechores apodados Los Verracos, que en los últimos años ha causado depredaciones en los caminos, los cortijos y las dehesas, haciendo insegura la vida fuera de las ciudades.
La familia del finado puso en circulación la siguiente esquela mortuoria: Rogad a Dios por el eterno descanso del alma del Excmo. Sr. don Fernando de Alcalá y Reyes de Guadalmecina, caballero de la Orden de Calatrava, señor de Lucena de la Vega, hermano de la Orden Tercera de San Francisco, cofrade del Gran Poder, mayordomo del Santísimo Rosario…, etc., etc.
Sus hermanos, el excelentísimo señor don Félix Custodio, marqués de Lucena de la Vega y maestre de Ronda; doña Clorinda, baronesa de Santa Olalla la Nueva; sus sobrinos, don Lucas de Osuna y doña María do Minho (ausente), y demás familia, el santo cabildo metropolitano, la muy ilustre Orden de Calatrava, la villa de Lucena de la Vega y la gran Maestranza de Ronda ruegan a sus miembros y patrocinadores que asistan al entierro, que tendrá lugar el día 4, a las seis de la tarde, desde el patio de los Naranjos. Con la bendición apostólica y las indulgencias acostumbradas.
¡Qué te parece, Betsy! Todo eso estaba rodeado de una orla negra y encima había una gran cruz.
Seguía El Liberal con la siguiente información que copio:
En el patio de los Naranjos se levantó un tablado y la familia del reo envió tapiceros que forraron de terciopelo negro todas las maderas, poniendo en el fondo, contra el muro, un amplísimo repostero con las armas de los Alcalá y Reyes de Guadalmecina.
El poste donde estaba el mecanismo de la ejecución fue también forrado de terciopelo, después de obtener la familia el permiso correspondiente de la ilustre audiencia provincial.
En lugar del banquillo que suele usarse para estos casos, la familia del finado hizo llevar un sillón de cuero que tenía también labradas las armas de los Alcalá y Reyes de Guadalmecina. Y un ataúd adecuadamente decorado, encima del cual se veían los atributos de la Orden de Calatrava, incluida la espada.
A las seis de la mañana comenzaron a doblar a muerto las campanas de la ciudad. Muchos sevillanos acudieron esperando ver al reo, quien salió rodeado de los padres de la Orden Tercera. El verdugo vestía la librea de gala de la familia de don Fernando, según la voluntad expresa del reo.
Al llegar al patio de los Naranjos, la comitiva se abrió paso entre la multitud. Dos sacerdotes encomendaban a Dios al reo y le preguntaban: ¿Te arrepientes? El reo decía: Es cuestión mía si me arrepiento o no, pero no olvides, curita, que a mí no me tutea nadie y que tengo tratamiento de excelencia. Al llegar al cadalso subió sin vacilar y se sentó en el sillón como si fuera a presidir un acto de la Real Maestranza en lugar de recibir la muerte por justicia. Minutos después la vida de su excelencia se había acabado y su cuerpo quedó en el sillón según dispone la ley para ser puesto más tarde en el ataúd. Entretanto dos lacayos vistiendo librea de la familia estuvieron al pie del cadalso con hachones encendidos de cera blanca perfumada.
El periódico concluía diciendo que la familia consiguió que el verdugo no cortara la cabeza para enseñarla en una jaula en las ventas y cortijos como se hacía habitualmente y se había hecho con las cabezas de los otros miembros de la banda de Los Verracos. Se le concedió esa merced por tratarse de un Alcalá y Reyes de Guadalmecina.
En cuanto vi a Curro le dije todo esto y mi novio se apresuró a explicar que Los Verracos eran de otra rama. Añadió que un bisabuelo suyo había andado en justicias, pero murió en el campo peleando y fue a principios del siglo pasado. Era un gitano fino, según Curro. «Y un día —dijo mi novio— Napoleón, el rey del mundo, pasó por Sevilla y Córdoba, en un viaje de vuelta de Africa, y mi bisabuelo le salió al camino, lo rodeó con los suyos y apuntando con los trabucos lo tuvo tieso y quieto como a una momia. A él y a su cortejo. Entonces mi bisabuelo se acercó a Napoleón y le pidió con mucha finura que le atara el zapato. Y Napoleón se lo ató. ¡A ver! Porque hay bandidos y bandidos, y los nuestros son gente honrá y dizna y no han pasao por la horca. ¿De dónde has sacao la historia?».
—Me la ha contado Quin —dije pérfidamente (ahora reconozco mi perfidia, Betsy).
Vi en los ojos de Curro los demonios todos del infierno. Lo siento. No me gusta que por mí peleen los hombres, ya me conoces. Al día siguiente fui al café. Tenía el temor de que podía pasar algo entre ellos. Curro no había llegado, pero estaba Quin con su novia Clamores, quien hablaba de las mocitas pobres de Sevilla que dan el pie a los americanos de las bases. (Eso de dar pie es un recurso del flirt español y es lo contrario de pedir la mano). Dijo Quin que los americanos solo conquistaban a las niñas a fuerza de parné y no como él a cuerpo limpio.
—¡Y olé mi niño, que se murió tu abuela! —dijo Clamores.
Aquí cuando la abuela se ha muerto la sociedad le tolera al hombre hablar bien de sí mismo. Clamores decía que en la última fiesta de la flor (para combatir la tuberculosis) le puso un clavel en el ojal al torero Belmonte y él le dio cincuenta pesetas. Clamores le dijo: «¿Solo cincuenta? A su hijo le he puesto una flor y me ha dado cien». Y Belmonte dijo: «Mi hijo puede hacerlo porque tiene un padre rico».
Yo pregunté a Quin:
—Parece que me ha mentido usted en lo de Los Verracos. No eran de la familia de Curro. El hombre a quien ajusticiaron era de otra rama.
—¡Menuda rama! Todavía entre los gitanos de Alcalá de Guadaíra llaman a Curro el sobrino del Verraco —respondió Quin.
Por cambiar de tema pregunté a Clamores si nuestra amiga Soleá era o no una Celestina y a todos les dio mucha risa. Me dijo Quin que si hacía oficios de tercerola era por puro amor al arte y sin cobrar. Yo declaré que hacía mal y que en los Estados Unidos un agente de social relations debe cobrar y cuando es tan eficaz como Soleá cobra caro.
—¿Cobrar caro?
Las risas fueron mayores y yo acabé por ponerme colorada. No se puede con esta gente.
Pero, Betsy querida, tengo a veces la impresión incómoda de que comienzo a estar demasiado vista. Me llaman la Notaria y eso es choteo. ¡Qué le vamos a hacer! Imagino a Curro unas veces haciéndose atar el zapato por Napoleón y otras como el verraco del cortijo, es decir, con una especie de calma porcina gruñendo en su jaula y preguntando dónde está la Notaria.
En el café volví a sacar el tema de Los Verracos. El torero Pérez, que es el que más sabe de vidas ajenas y del pasado y porvenir de la gente, dijo:
—Fernando er Verraco, que en paz descanse, era tío abuelo de Curro y cuando lo iban a ahorcar, el verdugo le preguntó: «¿Quiere su excelencia decir algo?». Y el reo dijo que todavía no era el día de San Martín. Como a él lo llamaban el Verraco y los cerdos los mataban en ese día de San Martín, por eso lo decía. Entonces el verdugo le dijo: «Vuestra excelencia tiene muchos hígados para hablar así en este trance». Y el reo respondió: «Más hígados necesitas tú para estar aquí y oírme hablar a mí, hijo de la gran perra». Entonces el verdugo le respondió humildemente: «Perdone si molesto a vuestra excelencia, señor». Y el reo le replicó en voz alta: «Ahorca de una vez y calla, que el entierro es a las cinco y no querría que me enterraran vivo».
Los dos bandidos, el de Napoleón y el otro, eran parientes, creo, aunque Curro lo niegue.
El padre de Soleá creo que se ha agravado mucho y vamos a ir mañana otra vez a Los Gazules. Ya te contaré. (Interrumpo esta carta).
(Continúo ahora en Los Gazules). El padre de Soleá, después de dos días muy enfermo, se ha muerto «sin saber de qué» y está de cuerpo presente en una mesa con cuatro grandes cirios. Así dicen. De cuerpo presente.
Mañana o pasado lo llevarán a la iglesia, donde hay un catafalco negro con calaveras pintadas. Es una especie de armario donde, al parecer (superstición, claro), se queda algún tiempo el alma del difunto. De ahí la expresión «tener el alma en su armario».
Antes de que me olvide: he sabido que a Mistress Adams la llaman la Gallipava, que no sé por qué le va muy bien, ¿verdad?
Pero déjame que te cuente el segundo viaje a Los Gazules desde el principio, porque vale la pena. Para ir a Lora tomamos el tren en Alcázar. Curro saludó a ocho o diez conocidos llamándolos por sus apodos. Uno era el Tragela (del verbo traer supongo e hipérbaton, digo metátesis o lo que sea de «la traje»). Otro, un antiguo banderillero, el Nene, y un viejo largo y delgado con patillas y calañés, el Tripa. Es tocador de guitarra y ha viajado con Pastora Imperio por el mundo. Curro decía que había que bajarle los humos al Tripa, pero no sé lo que quería decir con eso, ya que el Tripa no fuma. Iba también el torero Pérez, más melancólico que nunca. Pasó un incidente raro que no acabo de comprender. En una estación estaba Pérez asomado a la ventanilla del tren y cuando este arrancaba se le acercó alguien y le dijo:
—Perdone usted, señor, pero es la mejor cara que he visto en mi vida para recibir una hostia.
Y al parecer le dio la hostia; es decir, la comunión. Es verdad que Pérez tiene cara de místico. El que se la dio debía de ser un cura, supongo, que estaba haciendo catequesis en la estación. Pérez —no veo por qué— estaba furioso y quería bajar del tren, pero los otros lo sujetaban y el tren caminaba cada vez más de prisa.
Tardó mucho en tranquilizarse Pérez. Decía que aquella hostia le llegaba de parte de Lagartijo III, a quien le pisó una corrida el año antes en Antequera. Pero ¿qué tendrá que ver eso con la religión?
No sé qué clase de hombre será el Tripa, pero parece hombre de fondo filosófico. Le oí cantar a media voz:
Las cosas son como son
hasta que dejan de serlo…
Me gusta el Tripa y él se da cuenta. Viajamos en tercera clase, pero él decía a cada paso que había ido en primera a París más de una vez con Pastora.
Acabó Pérez por olvidarse de la sagrada forma y de Lagartijo III. También tiene su filosofía. Se hablaba de la muerte y Pérez decía que cuando bebe manzanilla cree en la inmortalidad del alma y si bebe vino tinto, no. Y dice que no le gusta ir a los velorios, porque las casas donde hay un muerto huelen a almendras amargas y le ponen mal cuerpo.
De la hostia ya no decía nada. Poco antes hablaba Pérez de volver a aquel pueblo y matar al que se la dio. Ya ves hasta dónde puede llegar la irreligiosidad de los «católicos españoles».
El vagón estaba lleno. Frente a mí había un campesino que tenía a su lado, en el asiento, un enorme cesto con toda clase de frutas, cuyo olor se extendía por el vagón. Delicioso olor que en español se llama «efluvio» y que yo husmeaba (así se dice) con placer.
Cantaba el Tripa por lo bajini sintiéndose todavía filosófico:
Cada cual es cada cual,
cada quien es cada quien…
En Lora había un carruaje esperándonos. Los de Sevilla hablaban de los veinticinco años que pasó el padre de Soleá escondido y el cochero, en lugar de responder, decía que la cosecha de aceituna se presentaba muy buena. Parece que tenía órdenes de no hablar del caso político del padre de Soleá.
Así, admirando los olivares en flor, nos acercamos al cortijo. El Tripa hablaba del hijo de un conde que es pansy y que anda siempre con flamencos y bailadores. Los otros reían. A esos que llaman en Londres nancy boys aquí los llaman apios. El diccionario dice que apio es celery. No entiendo. Parece que los moros son aficionados a esas perversidades y de ahí viene «morapio», creo yo.
En el cortijo estaba ya Quin, el abejorrito, que había ido con su novia Clamores. Cuando le pregunté dónde estaba el muerto me respondió asustado: «Ah, eso yo no lo sé. Ni quiero saberlo». No puede ver a los muertos, Quin.
Comprendí que el cortijo entero olía a almendras amargas como decía Pérez. Soleá entraba y salía en el cuarto mortuorio y aparte el dolor de la pérdida de su padre, parecía gozar de la gloria de un velorio en Los Gazules y, sobre todo, de la concurrencia, que crecía por momentos. Despabilaba las velas y servía anís o manzanilla con una especie de contenida satisfacción.
La parte central del cortijo es un palacio donde vive el duque con su anciana madre. La sala mortuoria estaba en un ala, donde tienen sus viviendas los empleados de importancia. Era grande, encalada, con zócalo negro abajo. Las velas chisporroteaban y había flores por todas partes. Entre el olor a flores yo distinguía como Pérez el de almendras.
El príncipe es viudo. Su madre es ya (como diría mi amiga de Alcalá de Guadaíra, la madre de Carmela) «octogerania». Parece que la vieja duquesa es muy obstinada, sobre todo cuando se le pone algo en el moño. (No sé qué cosa es esa que le ponen en el moño y la hace tan enérgica a pesar de sus años).
Yo no diría que fuera triste aquello. Era fúnebre, pero no triste, digo, el velorio.
Como todas las cosas tienen aquí diferentes nombres según su categoría, a la muerte de un hombre bajo la llaman «espiche» y a la de un noble «defunción». En cuanto al muerto, si es noble es un «finado» y si es un plebeyo se llama «fiambre».
Con las manos cruzadas y el rostro afeitado, el cabello blanco, y rizado el bigote, y con sus zapatos de fiesta, el muerto no tenía mucho dramatismo. Su yerno, el jardinero, lo miraba desde la puerta, suspiraba y decía:
—Al Pobrecito no le faltaba más que el billete para ir a la ópera.
¡Qué ocurrencia, Betsy!
Las personas del velorio iban llegando y pasaban al cuarto con ojos asustados. El yerno seguía frente al cadáver y Soleá sollozaba a su lado.
—Vamos, Soleá —decía él—, que nadie ha palmado en tu familia con tanto señorío.
Alguien se acercaba: «He abierto la ventana —dijo— porque el oreo les sienta bien a los difuntos».
Entonces vi a Quin en el quicio de una puerta. Fui a su encuentro y salimos a un solanar. Le di la flor que llevaba y, en cambio, le quité la que tenía él en la solapa y me la puse en el pelo. Estaríamos allí unos minutos hablando cuando apareció Curro:
—¿Qué te dice Quin? —preguntó—. ¿Te habla de Los Verracos todavía, por un casual?
Miraba nuestras flores cambiadas, receloso. Los dos olían a vino. Me alejé con Quin en el momento en que unas viejecitas se acercaban a Curro y le preguntaban dónde estaba el finado. Quin y yo entramos en un vasto corredor un poco sombrío.
—Veo —le dije con una expresión satisfecha— que Curro y usted están en buena amistad.
—La historia de Los Verracos ha enfriado un poco la relación —dijo él— y ahora Curro anda diciendo que, como soy rubio, vengo de los alemanes que en la edad media musulmana servían en Andalucía de eunucos en los harenes, según usted ha descubierto en no sé qué libro. Si yo desciendo de uno de esos alemanes no debía ser eunuco, digo yo. ¿No le parece? Por muy rubio y alemán que fuera.
Le dije que aquello de los eunucos lo había leído en Levi Provençal. Volví al lado del fiambre yo sola. Un anciano le ofrecía la mano a Soleá, y algunos me la daban también a mí como si fuera de la familia. Las mujeres me abrazaban y decían que habían sido amigas del difunto. Todas olían a vino, de modo que, después de algunos abrazos, yo estaba mareada con los efluvios.
Apareció el príncipe y se quedó en el aro de la puerta mirando al muerto. Llegó un cura. Ya sabes que a mí no me gustan mucho los papistas, pero aquel daba la impresión de ser un buen hombre. Me acerqué a ellos. El príncipe me presentó.
—La única verdad de la vida, señorita —suspiró el cura refiriéndose al difunto.
—La muerte —añadió el príncipe evitando el lado malange— y el income tax, como decía Mark Twain. Las dos verdades de la vida.
Callábamos. Los cirios chisporroteaban otra vez.
—¿Viene usted conmigo? —me preguntó inesperadamente el príncipe.
—¿Adónde? —dije yo, pensando en los huevos fritos con sal.
—Aquí huele a flor marchita. Vámonos.
No hicimos más que salir cuando, con una propensión (así se dice) rara, me tomó por la cintura.
—Esto también es verdad —dijo.
Pero alguien se acercaba y el duque, apartándose un poco, dijo otra vez que quería presentarme a su madre. Luego añadió:
—Usted es una gringuita divina. Como le decía, quiero presentarla a mi madre. Supongo que habrá terminado ya con los zapatos. Ha venido un viajante de Sevilla. Es la manía de mi madre: coleccionar zapatos de corte.
En aquel momento se le acercó el mayordomo y le dijo algo al oído. El príncipe, antes de dejarme sola, se disculpó:
—Es mi madre que me llama. Espéreme.
Yo pensaba: ¿Pero, no iba a presentarme? ¿En qué quedamos? Esperé paseando por el corredor. Más tarde vi a Curro y fui a ponerle en la solapa una flor que arranqué de una corona funeraria, pero Curro la rechazó y se puso lívido.
No comprendo. Como aquello me disgustó, le hablé con cierta complacencia del duque. Luego le dije que aquella noche me quedaría a dormir en el cortijo. Repetí lo mismo a casi todos mis amigos. A Soleá le pareció muy bien y me prometió una habitación en la parte palacial, cerca del cuarto del príncipe. Pero yo recelaba del hobby celestinesco de Soleá y poco después de haber dicho que me quedaría en Los Gazules vino a buscarme Mrs. Dawson y sin decir nada a nadie me metí en su coche y salimos para Alcalá de Guadaíra.
—Ha hecho usted bien viniendo a buscarme —le dije.
Ella explicó que no venía por hacerme un favor, sino por probar el coche cuyo motor había sido reajustado.
Aquella noche fueron buscándome, según parece, como fantasmas, los tres hombres en el cortijo. Ni el príncipe ni Curro ni Quin podían pensar que me había marchado a Sevilla. Y al parecer la presencia de la muerte los ponía propensos. Soleá se ofendió por mi escapada, según me dijeron al día siguiente. Yo, la verdad, tenía miedo. Pero no a los vivos, sino al muerto.
No hay un hombre vivo en todo el mundo al que yo le tenga miedo, Betsy. Pero llegó un momento en que creí que el muerto iba a levantarse y a perseguirme por los pasillos diciéndome piropos. La atmósfera estaba llena de libido, que diría Freud.
Al día siguiente volví al cortijo con una brazada de azucenas húmedas. Mrs. Dawson fue estornudando todo el camino. Dijo que se resfriaba y como el coche era convertible lo cerramos. Entonces estornudaba más. Debe ser alérgica a las azucenas.
Tenían aquellas azucenas los estambres llenos de polen amarillo, que a mí me parecía encantador y a ella repugnante. Tú ves qué temperamentos más contrarios.
Creía Soleá que yo había pasado la noche en el cortijo, pero no se atrevía a preguntarme dónde. Y aquí viene lo mejor. Curro tenía un ojo morado y una grande equimosis en la otra mejilla. Parece que Curro y Quin, buscándome a mí, se encontraron, discutieron sobre Los Verracos y los eunucos alemanes y pelearon. De veras, Betsy. Curro había visto la flor mía en la solapa de Quin. Y pelearon como tigres. No comprendo, Betsy, mi propia reacción. Aunque soy una mujer enemiga de violencias, cuando vi a Curro y a Quin con un ojo morado cada uno tuve la sensación de haberse cumplido algo que últimamente había llegado a ser una necesidad en mi vida. Una necesidad moral, Betsy. Yo no era antes así, pero he ido cambiando en Sevilla, supongo. ¡Quién iba a pensarlo!
En la piel blanca de Quin las equimosis destacaban más. Yo lo veía de lejos y no decía nada. Él se ladeaba un poco para que no viera las huellas de la batalla. Pobrecito. Parece que fue una buena riña y que Quin quedó K. O. por algunos minutos. Los dos pensaban que yo estaba con el duque. Esa hipótesis, por un lado me ofende y por otro me halaga. Sentimientos ambivalentes, Betsy. Yo te juro que fui a Sevilla inocentemente y sin pensar en los posibles malentendidos que podría traer mi ausencia.
Aunque nadie nos vio salir a Mrs. Dawson y a mí. Yo procuré que nadie nos viera. El demonio intervino en eso. Soleá me contó la pelea con todos los detalles y luego me preguntó dónde había dormido. Ese «dónde» era, en cierto modo, un «con quién». Yo la respondí con vaguedades que la intrigaron más. A eso se llama aquí «dar pábulo». Pero lo hacía inocentemente. Te lo juro.
Aunque el príncipe dijo que me presentaría a su madre, parecía haberlo olvidado. Tal vez estaba con ella ayudándola a probarse zapatos.
La gente del velorio, sin dejar de rezar, bebía y fumaba. Comían unas galletas que olían a anís y a otras especias, con las cuales algunos campesinos dicen que matan un gusanillo que tienen en el estómago. ¡Y luego habla Curro de los perforantes de América!
La proximidad del muerto les daba a todos mucha propensión, querida. La gente del velorio entre vaso y vaso reían. Tenían todos la risa fácil. Entre los intervalos de las risas se oía por el balcón entreabierto una lechuza que debía de estar en el tejado. Es verdad que los búhos acuden a los velorios y silban en el tejado, al menos en Andalucía.
Un amigo de Curro dijo que hacía dos años que este estaba en una piscina nadando, cuando se detuvo en medio del agua y, sacando del cinto un paquete de cigarrillos, encendió uno y se puso a fumar. Luego guardó el paquete y las cerillas debajo del agua. Nadie podía comprenderlo y menos las muchachas. Curro les enseñó los cigarrillos y las cerillas protegidos por una bolsita de goma que llaman higiénica. Una bolsita transparente y elástica. Las muchachas, que eran hijas de familia, preguntaban dónde se compraban aquellas gomas transparentes, y Curro les decía alegremente: «En la farmacia». Y añadía: «Para los cigarrillos que fumo yo, son las mejores». Los cigarrillos de Curro eran Bisontes.
Las chicas recorrieron las farmacias aquellos días pidiendo goma higiénica, y los boticarios, escandalizados, no sabían qué hacer. Alguna muchacha decía:
—Son para mis Bisontes.
Los farmacéuticos entendían menos. Esa clase de bromas es muy de Curro y no se extrañaba nadie oyéndolas, ni siquiera el cura. También él tenía algo que contar. Un amigo suyo de una aldeíta vecina decía las misas de encargo por seis reales, y al saberlo el obispo le amonestó: «Está usted envileciendo el santo sacrificio. Decir misas por seis reales revela una gran falta de decoro». Y el cura respondió: «Señor obispo, si viera usted esas misas no daría por ellas ni treinta céntimos».
El cura contó también casos curiosos de confesiones de campesinos o de gitanos. Preguntó a un campesino en el confesonario si tenía bula de Pascuas, y el campesino entendió mal y dijo: «Mula, no, señor, pero tengo un macho que labra más que Cristo».
La lechuza silbaba en el alero otra vez.
Algunos contaban cuentos de veras indecentes. Eran tan sucios que yo no los entendía. Otros eran un poco más decorosos. Un comerciante contó el cuento del yanqui que va a Roma y ofrece seis millones al Pontífice a condición de que todos los curas del mundo, cuando dicen misa, en lugar de decir dominus vobiscum, digan: «Tomad Coca-Cola». Otro contó el del artillero mejicano a quien toca la lotería y dice que va a comprarse un cañoncito y a trabajar por su cuenta. Yo no quise ser menos y conté el del gentleman inglés que la policía encuentra borracho en la calle y que, al identificarse, dice que trabaja en la Liga Antialcohólica como mal ejemplo.
Se oyó otra vez la lechuza en el tejado. Todos callaron y se la oyó cantar dos veces más. Durante algunos momentos tuve miedo. Aquella zumaya cambiaba un poco el sentido de las cosas.
El Tripa contó también su cuento sobre un tal Currito, el de Lucena. Un médico joven fue llamado para asistir a un parto en un cortijo, y después del parto preguntó por el padre, para felicitarlo, y le dijeron: «La madre es soltera y el padre es un tal Curro, el de Lucena». Pocos días después sucedió lo mismo en otro cortijo bastante lejos y un mes después en un tercer lugar, también apartado. El padre era siempre Currito, el carpintero de Lucena. Por fin, estando un día el médico de paso en Lucena, quiso conocer a aquel hombre. Le dijeron dónde vivía y se dirigió a su taller. Encontró un hombre de unos setenta años serrando madera, le dijo lo que había sucedido y le preguntó si el autor de todo aquello era algún hijo suyo.
—No, señor; es posible que sea yo mismo.
—¿Pero a su edad y… en tantos lugares?
—Es que… tengo una bicicleta.
La gente reía y Pérez decía a Soleá que se acostara a dormir, porque se veía muy fatigada.
Soleá me dijo mirando una vez más a su padre:
—El día que salió de mi casa comprendí que era la muerte quien se lo llevaba al Pobrecito. Y ya ve si salió verdad.
Aquellas palabras me hicieron sospechar si el príncipe que se había llevado a su padre, aquel hombre flaco y propenso, sería la muerte. Esta idea no se apartaba de mí y tú comprendes, Betsy, que era producto de la fatiga nerviosa.
Entretanto, el Tripa había desaparecido con el príncipe. Este quería saber noticias de otras personas de su clase o de la clase del Tripa; es decir, toreros y bailarinas. Recientemente había muerto un torero en la plaza de Écija. Y el Tripa, que sabía siempre las razones secretas de las cosas, explicaba la muerte del torero de la siguiente manera: «El muchacho estaba casado y enamorado y tenía por costumbre el día antes de cada corrida, al ir a dormir, pedir a su vieja madre que fuera a pasar la noche al cuarto matrimonial en otra cama que tenían siempre dispuesta. Así la presencia de la madre suprimía el deseo amoroso en el torero, quien al día siguiente se sentía más íntegro y firme sobre sus piernas, en la plaza». ¿No es delicado esto? Pero la madre era vieja y murió. Y poco después el torero enamorado fue cogido y corneado por un toro en la arena. Pobrecito. Hablar de estas cosas allí con el muerto en la casa era como un misterio antiguo.
Yo miraba el ojo morado de Curro y él ladeaba un poco la cabeza para ocultarlo, aunque tardíamente.
En el pasillo, que estaba un poco oscuro, tuve la impresión otra vez de la proximidad del príncipe, pero no apareció. Debía de estar ayudando a su madre a probarse zapatos.
El que llegó fue Tripa, y me dijo un piropo. Luego se disculpó:
—Ya sé que yo podría ser su papaíto, no crea que no caigo en la cuenta.
—Usted no es tan viejo —le dije—. Su pelo está negro todavía.
—Cada día más negro, eso es lo malo. Cada día más negro.
Quería decir que se lo teñía. ¿No es charming ese sentido de humor?
—Ahora bien —añadió—, mi pelo es mío, de verdad. No soy como el señor duque, que lleva peluquín.
Betsy, las cosas llegan a ese nivel en que parecen comenzar a mostrar su reverso grotesco. Curro tenía un ojo negro. Quin, otro color violeta. El duque usaba bisoñé. Soleá era Celestina amateur; su padre, muerto, tenía el bigote rizado; los amigos que le sobrevivían mataban el gusanillo y al mismo tiempo contaban cosas procaces. Quin me miraba desde lejos y de medio lado. No se atrevía a entrar en la sala mortuoria ni a acercarse a mí. Me huía. Por mi parte, insisto en que estoy un poco demasiado vista aquí en la Bética. Todo parece que comienza a ir hacia abajo menos mi tesis. En fin, cansada de oír rezar y contar cuentos, salí al campo buscando aire fresco. Fui sola hacia las instalaciones de los cerdos. Me acerqué a ver el verraco, que, naturalmente, no estaba visible. Y pensaba cosas extravagantes, cuando oí una voz (parecía salir de las cochiqueras) que decía:
En un patio de verdín
había un potro potranquín…
Era el Trianero, que estaba contento porque su mujer había dado a luz. En un árbol se oía un ruiseñor. Yo lo dije y el Trianero replicó:
—Aquí no hay más ruiseñor que usted. Usted es un ruiseñor…, digo una ruiseñora.
—Más bien una ruiseñorita —rectifiqué yo.
Pero comienzo a sentirme a disgusto en todas partes. El príncipe me parece la muerte con bisoñé, el muerto me atemoriza, y hace poco tenía miedo también a los cuentos procaces. Si no fuera por los ojos de luto de Curro y de Quin, yo diría que los hombres han comenzado a no tomarme en serio. Pero aquellos ojos parecían un testimonio de lo contrario. (Lo digo viendo la cosa objetivamente). Así debían de ser las pasiones en el alto neolítico y en la edad del bronce. Lo pienso —repito— con un sentimiento de objetividad histórica (quiero decir que no se trata, Betsy, de frívola vanidad femenina).
Pero ahora prepárate, amiga mía. Tengo una noticia. Richard me ha enviado un cable que dice: «He comprado una sortija de petición de mano y si no te acercas un poco no te la puedo poner, porque hay demasiada agua por medio». ¿No es un telegrama cute? No sé qué hacer. Si Richard supiera español y fuera tan gitano como Curro, tal vez yo le cantaría aquello de:
Como pajarito nuevo
que está en er cañaveral,
me atrapaste con señuelo
a la primera volá.
Porque yo fui su primera novia y quiere que siga siéndolo, como ves. ¿No es conmovedor? Sin embargo, no sé qué hacer. Es pronto para casarme. Tengo que acabar mi tesis y pensar si debo doctorarme o no.
Volví al cuarto del velorio. Para quitarme la obsesión de las almendras amargas pedí una copa de anís. La bebí con cierta repugnancia, porque me recordaba los horribles licorice sticks que chupábamos de niñas.
La gente estaba fatigada. Pérez decía que un día le preguntó a Rafael Guerra quién era el primer torero, y él volvió lentamente la cabeza y dijo:
—El primero soy yo, er segundo yo, er tercero yo, el cuarto naide y luego vienen los demás.
Según Pérez aun los días en que Guerra quedaba mal en la plaza no podía ser sino su propio segundo y su propio tercero. Yo estaba de pie junto a una puerta. Había un gran silencio dramático. Cuando quise darme cuenta sentí la mano del príncipe que me tomaba del brazo; una mano delgada pero no flaca, cubierta de pelusa rojiza. ¡Qué amable el príncipe! Con su blanquísima ropa interior, su cadenita de platino en la muñeca, su inglés inmaculado… Pero me acordé de su peluquín y lo miré a la cabeza, recelosa. Él sonrió. En su sonrisa descubrí algunas grapas de platino en los dientes. Una parte de su dentadura es, quizá, postiza, y se la quita y pone a voluntad. Otra cosa incómoda para mí, la verdad.
—Venga usted —dijo él una vez más.
—¿Adónde?
—A presentarla a mi madre, criatura. ¿No se acuerda que se lo prometí ayer?
Salimos otra vez, llevándonos detrás las miradas de Curro y de Quin. Poco a poco los muros parecían mejor cuidados y decorados. Subimos un pequeño tramo de escaleras y entramos en un corredor lleno de tapices y de retratos de época. «Ya estamos», dijo él. Yo miraba curiosa a todas partes, cuando apareció un sirviente de frac y el duque me dijo en inglés: «Este es sobrino de la Faraona y entre sus parientes están los más famosos ladrones de Andalucía». Le dije que a mí me habría dado miedo tener un sirviente como aquel dentro de casa, y el príncipe soltó a reír:
—¡Es más peligroso fuera!
Supongo que el criado está en la casa como agente de enlace —digámoslo así— con la gente del campo; es decir, los bandidos o caballistas, como dicen por estas tierras.
A la vuelta de un pasillo apareció una doncella y dijo al duque: «La señora estaba aquí, pero se fue no sé adonde». Un poco extrañado, el duque me soltó el brazo y abrió la puerta que había enfrente. Al abrirla apareció una saleta con un espejo grande al fondo. Pude ver en el espejo a la doncella que se volvía disimuladamente a mis espaldas y me miraba con ironía. Por aquella ironía yo comprendí (las mujeres no nos equivocamos) que la doncella había probado también los huevos fritos con sal.
En algún lugar había una ventana abierta y se oía música de clavecín que parecía entrar de fuera. «¿Quién toca?», pregunté. Y el príncipe dijo: «La radio debe de ser». Salimos. La música se había interrumpido. A veces se oían rezos a coro y de pronto risas y voces animadas. El duque me decía:
—¿Piensa usted volver a América?
Sin esperar mi respuesta dijo que América era un continente bastardo y que la promiscuidad daba allí frutos inferiores. Yo no sé de qué promiscuidad hablaba ni de qué frutos. Estábamos fuera de la casa y paseábamos en las sombras.
La música de clavecín tocaba un minueto de Mozart. Y en aquel momento asomaba la luna entre las nubes y vertía su luz frente a las cochiqueras. Cosa rara. Allí mismo vimos a la anciana duquesa vestida según la moda de 1850 con su bastón de plata, muy ajustado el corpiño blanco y haciendo movimientos de baile, inclinaciones y cortesías al compás del clavecín. El duque quiso disculparla cuando yo dije:
—Pero es encantadora su madre.
—Es que —insistió él— los zapatos que colecciona deben ser usados para que tengan valor y por eso sale con ellos puestos.
Llevaba la duquesa su bastón de plata y en la otra mano un pañuelo de encajes colgando. Y avanzaba, retrocedía, hacía una cortesía a la derecha, otra a la izquierda, daba un brinquito y se contorneaba. Siempre siguiendo el ritmo de la música.
—Es que los zapatos deben ser usados antes de guardarlos en la vitrina —repetía el duque, un poco avergonzado.
Le hice retroceder y nos ocultamos en las sombras. El duque seguía hablando en voz baja y decía que cuando alguien moría en el rancho su madre perdía un poco el sentido de la realidad.
Pero ella seguía bailando al son del lejano clavecín. Como era tan vieja tenía una rigidez de cintura que la hacía parecer una gran muñeca. Pero daba sus saltitos a un lado y al otro con una agilidad infantil.
Lo único que me parecía infausto a mí era que hiciera todo aquello frente al verraco mayor. Sin duda ella no se daba cuenta, pero yo asociaba el baile al cerdo del cigarro y del sombrero de gala. No podía remediarlo.
—Es muy anciana mi madre.
Yo le decía que debía sentirse gratificado por la promesa de una verde vejez también saludable y danzadora si salía a ella.
Como no había luna sino en el lugar donde la vieja duquesa bailaba, nos disimulábamos mejor en las sombras. Seguía la danza y el clavicémbalo cuando se oyó a cierta distancia el gañido feísimo de un ave. El duque dijo:
—Ahora mi madre dejará de bailar, porque esa ave que ha cantado es un pavo real blanco que le da miedo. Así como para otros el ave de la muerte es la zumaya, para ella es el pavo real blanco.
Y así fue. La viejecita dejó de bailar y desapareció corriendo en las sombras.
En vano la seguimos y tratamos de encontrarla. Entretanto el duque me decía que su madre era encantadora realmente, pero muy beata. «Si sabe que usted es protestante —me advirtió—, le tomará inquina». Quedamos en que yo no hablaría nunca de religión con ella.
Volvió a oírse el gañido del pavo real, y el duque, bajando la voz, cantó para mí:
De amores lloraba un pavo real
en la fuente de la alegría…
—Eso es un fandanguillo —dije yo.
—¿Es posible que sepa usted tanto de música flamenca?
Yo no quiero que me digas,
yo no quiero que me digas…
—Bulerías —dije.
—¿Y esta?
Las gitanas son primores
y se hacen sobre la frente
con los pelos caracoles…
—Tientos.
Iba el duque a besarme cuando oímos pasos. Escuchamos y en aquel silencio se oyó también el llanto de un bebé.
—La muerte por un lado —dijo el duque—, la vida por otro y por otro todavía, yo.
—¿Qué pasa con usted?
—Que no estoy en la vida ni en la muerte, sino fuera de la una y de la otra.
No sabía cómo entender aquello. Yo pensé que el duque trataba de hacerse interesante. Nos dirigimos a la casa del Trianero, y viendo que yo no hablaba, el duque se puso a decir que en España el ave de la muerte tiene muchos nombres: zumaya, lechuza, búho, corneja, mochuelo, comadreja y otros menos sabidos como bujarra, coruja, oliba…
El pavo real graznaba o gañía (no sé como se dice) lejos otra vez. Entonces se vio de nuevo la luna (había nubes que se abrían y cerraban) y se volvió a oír el minueto. Contuvimos el aliento y miramos a un lugar y otro esperando ver aparecer a la vieja duquesa bailando. Pero no la vimos.