Carta V
Mi amiga Betsy ha escrito una carta a Nancy en español y me la da a leer. Es un esfuerzo plausible para demostrarnos hasta qué extremo ha tratado de aprovechar sus estudios en el idioma de Cervantes.
Yo la transcribo sin cambiar una letra:
Más queridísima Nancy:
No sé si debo escribirte en Español porque tengo violencias de lengua y lagunas, pero voy a entender atrevidamente porque me gusta mucho lo.
Yo soy feliz de tu romance con Mr. Curro. Dime si es grandee. Hay muchos gitanos grandees de España. Tan muchos que es asombrador. Felicidades. Yo tenía una previsión antes de dejar tú. Eres hermosa y no tienes ego. Cuando tú aquí cada tiempo que bailo pienso en tú porque a ti te agradece mi danza y lo siento muchíssimo que no bailaba más para tú, pero estado yo falta de practicado tú mereces mejor que hago. Así te escribo lo con muchíssima sinceridade y buscando por tu respuesta.
Tu larga carta me toma a mí con la imaginación a Alcalá de Guadaíra.
Yo lea cosas inquietadoras. Pero sin tu presencia aquí y otras amigas yo siento melancólica y solitaria y háceme nostálgica la falta porque a mí me gusta la vida cultural.
Hace poco hice una vieja por tren a Pensilvania para oír una lectura.
En los «Journals des Goncourt» hay una previsión interesante tocante la problema atómica (Año 1863). Cito siguientes: «Berthelot haya predicho que en ciento años gracias a la sciencia la humanidad sabría la formación esenciale de los átomos, etc… A todo esto no nos oponemos, pero sentimos que cuando ese día llega en la sciencia el buen Dios con su barba blanca descenderá en la tierra columpando una manoja de llaves e decirá a la Humanidad de manera que se dice a la cantina a las cinco de la mañana a. m. Es la hora de cerrar, señores». (Journals des Goncourt).
Por eso yo bailo y olvida y tengo mi caballo rubio ahora en la cabeza. Leía tu última carta y me parecía que nunca encontraba tanto amor por la país Española tanta simpatía por las sufrancias y las placencias de los gitanos. Y olé. Mi caballo ya no es negro, sino rubio, y no me viene mal del todo.
Qué fácil identificar - te con cada cual de esos hombres y mujeres vigorosos que llevan en su alma la pasión de danzar. Hasta recibo una foto de Curro yo no tengo sueño de.
Hombres y mujeres así testigos (gas) son que la nación Española merece conquistar en nombre de la vida abundante y más para toda la Humanidad sensitiva del intelecto. Por instinto comprehenden y por arte crean. En los tiempos menos tempestuosos fotos suyas mirarán y comprenderá la humanidad mucho que estaría oscuro sin el trabajo estético de los calés. Viva tu madre. Los artistas son los verdaderas historiadores. Fuera de la danza que domina todas artes y sciencias no hay que la confusión eternal de las batallas barbáricas por la posesión lastimosa de materia muerta: el miserable dolar. Yo no soy así. Y en el concierto de la vida yo camino mi paso y juego mi instrumento.
Perdón por las violencias de mi lengua. Un día aprender bien. Cada noche pregunto lo a Dios por.
Te aconsejo con tanta fuerza de una amiga de quedar - te con tu romance en España. Para los jóvenes la civilización Anglo sajona de América presenta más oportunidades de porvenir en conforte y tanto que ningún otro país… Pero la civilización Latina que en tantos respectos superiora fuera a la acción de los ingleses sería mejor de todos puntos de mira por la momenta. Como compañera me dispensarás esta audacia brotada solamente por la simpatía amistosa. ¡¡¡Olé!!!
Para ti también es importante de quedarte tanto que posible en los campos fértiles de la Andalucía y economizar y preparar contra los anos no tan vivificados cuando experiencia llega y los regresos. Aquí la vida es expensiva y las groserías cada día más caras. Yo no puedo dejar los estados porque mi sobrino favorito tiene solo tres años. Su madre iba a trabajar y es grande problema.
Bien que la atmósfera internacionala parece tornar trágico no debemos desesperarnos completamente. Yo pregunto una cuestión. El instinto de sobrevivir puede salvarnos todos de extinción sobre todo la arte correográfica que revela la majestad del orden moral. No hay isla en toda la planeta donde podemos escondernos de la vida. Nunca la vida brilla en tantos colores atrayentes que en la hora antes la puesta del sol… Para mí todas actividades humanas tienen raíces en el amor de la vida. Y expresión daremos por la arte. Este no está hasado en la razón o la lógica humana pero en el misterio de existencia misma. Por eso envidio a ti sin razón específica, solo por fecundo contacto con los gitanos del paripé. Hondo misterio, el paripé. No sé qué es, pero me gusta oír hablar sobre.
En mi situación no hay cambio. Siempre esperar que algo sucederá para bueno. Como una Hamlet hembra me parece algunas veces que cada cosa conspira contra me. Todo sería bien si yo misma no aplaudo y junto a mis enemigos en esa conspiración y renegancia de me. Tus advisos son de la mayor importancia a me. Nunca aprenderás la inspiración moral que llevan tus palabras de tierra Española. En mi corazón hay una esquina reservada para tú y tu romance.
Ahora el tiempo caliente pasó y no es frío todavía pero solo placiente.
Perdóname los errores de lengua. No puedo expresarme gramaticalmente en Español tan perfeccionante como me gusta lo. Por la caridad corrija - me un poco.
Hay un día asoleado hoy. Algunas flores crecen en nuestra jardín de tamaño bolsilla. Cuando te hablo parece que todo será bien arreglado, bien acomplido y el amor es la vida. Y tú tienes lo.
Abrazos amigables a querida Nancy.
BETSY
He copiado la carta para que se vea como Betsy trata de expresar en español no solo ideas corrientes, sino también sensaciones peculiares e intuiciones complejas. Si lo consigue o no, el lector dirá, pero yo creo que sabiendo un poco de inglés se puede entender el español de Betsy.
Lo que dice en la carta es que está inquieta por las amenazas de guerra atómica y feliz por el «romance español de Nancy» y por su propia vida de bailarina amateur. También se ve que lee libros buenos y que no tiene una idea mezquina de las cosas.
Pero nosotros vamos otra vez a las cartas de Nancy. He aquí la quinta traducida por mí, y ojalá se cumpla el adagio de los toreros de que «no hay quinto malo».
Querida Betsy: Tu carta en español, encantadora. Y se ve que haces progresos. Perdóname si yo te escribo, como siempre, en inglés, porque tengo muchas cosas que decir y en español sería incómodo. Hemos hecho Curro y yo grandes excursiones.
No es aristócrata Curro. Yo te dije que es grande aficionado a la danza también. Grande. No un grandee.
Íbamos una mañana él y yo solos en el coche de la señora Dawson por una carretera de la provincia de Cádiz. Curro bostezaba, se desperezaba y luego decía como si me hiciera un favor:
—Yo, llegado el caso, me casaría contigo, la verdá.
—¿Al estilo español? —le pregunté—. Digo si te casarías para ser mi marido al estilo americano o al de aquí. Bueno, tal vez el estilo es el mismo en todas partes. Un poco más de independencia en mi patria para la mujer. Supongo que eso a ti no te importa y me permitirías cierta libertad sabiendo que soy americana.
—¿Para qué?
—Qué sé yo. Por ejemplo, para los deportes. Allí nos gusta eso.
—¿Qué deportes? Porque con eso de los deportes yo creo que algunas se dedican a la golfería.
Es verdad, y le di la razón porque el golf es mi deporte favorito.
—Yo soy una de las que se dedican a eso —le dije.
—¿A la golfería?
—Sí.
—Hombre, me gusta tu frescura. ¿Y para eso quieres que te dé libertad?
En algunas ocasiones yo le había enseñado a Curro fotos mías jugando al golf y no le hicieron gran efecto, es verdad. Parece que solo le gustan los toros. Yo le dije:
—Eso es. A mí ese deporte es el que más me gusta.
—¿Y llamas deporte a la golfería?
—Pues claro, hombre; al menos en mi país.
—Entonces…, ¿quieres casarte conmigo y dedicarte a eso?
—¿Por qué no? Pero yo no he dicho que quiero casarme. Lo has dicho tú, lo que es diferente. Si nos casamos, desde luego yo necesitaré mis horas libres un par de veces a la semana. Desde pequeña sentía atracción por la golfería.
—Y… ¿te gusta para siempre o es solo una afición pasajera?
—No; nada de pasajera. Durante años enteros esa era mi única distracción. Sobre todo en la universidad.
—Claro; se encuentra la pareja fácilmente en una universidad.
—Eso es. A los muchachos les gusta la golfería también.
—Lo creo. Eso es general.
—No tan general, no creas.
Se puso Curro de un humor sarcástico. Le pregunté qué le pasaba y comenzó a mirar por la ventanilla y a cantar algo entre dientes sin responder. Yo pensaba: «¿Será el cenizo que se pone entre nosotros?». A la tercera o cuarta vez me dijo:
—¿Y esa es la única condición que me pondrías? Digo la libertad para la golfería.
—Sí. No es mucho, ¿verdad? Bueno, si quieres regalarme un seguro, no diré que no; pero no te lo exijo. Yo no le exijo un seguro a un novio mío.
—¿Un seguro de qué? Ah, ya veo; un seguro de vida. ¿Para caso de fallecimiento? ¿Sí? ¿De quién?
—Tuyo, querido. Pero ya digo que, aunque es frecuente en los Estados Unidos, no te lo pediría.
—Ya veo —y se puso a tocar hierro—. Solo me exigirías dos tardes libres cada semana para golfear, pero en caso de fallecimiento mío no te importaría quedarte a dos velas. ¿No es verdad, ángel mío?
—Eso es.
—Vaya. Se ve que no eres egoísta y que tu madre te crio bien. Sobre lo del seguro de vida, lagarto, lagarto. ¿Y dices dos tardes cada semana?
—En invierno y en primavera. En verano es mejor por la noche. Por el calor del día, ¿sabes? Además, me encanta el color de la hierba por la noche.
—¿A la luz de la luna?
—No; no es por la luna. La luna no basta. Es poca luz. Hay que poner reflectores. Al menos es la costumbre en Pensilvania.
Curro se quedó mirándome con los ojos muy abiertos y media sonrisa de conejo, sin decir nada. Por fin habló:
—Vaya, cada país tiene sus gustos. ¿Con que reflectores, eh?
Nos quedamos callados. El cenizo estaba entre los dos sin duda, y yo no sé por qué imaginaba al cenizo como un ser medio persona medio perro, con pelos grises cayéndole por la frente sobre los ojos. Yo conducía, como dije, y de pronto vimos que se había acabado el agua del radiador. Paramos frente a un cortijo. En la puerta había dos mocitas y un flamenco. Fue Curro, habló con las mocitas, y una de ellas entró y salió con una especie de botellón muy grande y vacío. Curro se acercó a una llave de agua, pero antes tuvo uno de esos diálogos andaluces casi sin palabras que se oyen por aquí a cada paso. Curro le dijo a la mocita mayor:
—¿Qué hay, prenda?
—Na.
—¿Y eso?
—Usté ve.
—¿Se diquela?
—Es un decir. Er aquel der camino.
—¿Solita?
—Con mi sombra.
—Buena.
—Ni buena ni mala, sino todo lo contrario.
—Que lo diga.
—No, que no.
—Salero.
—Y olé.
—Eso digo yo. La vida me daría usted si me diera lo que yo le pidiera.
—Más que la vida le he dado ya. Le he dao el bidón. No la vida, sino el bidón. Pero solo prestao, mi arma. Ande, lleve el agua y tráigamelo.
Curro trajo el agua, devolvió el bidón y quiso reanudar el diálogo. Pero yo me sentía incómoda sola en el coche y con el cenizo peludo al lado. Toqué la bocina y oí a la niña que decía:
—Vaya usted allá, que si no a la señora le va a dar algo.
Curro le dio una flor que llevaba en el ojal y que le había puesto yo. El cenizo peludo gruñó a mi lado. Curro lo hizo a propósito para molestarme después de lo de la golfería. Parece que tiene celos del golf. Los andaluces son muy posesivos, y tan irritables que, según dice Curro, hay días que se da de bofetadas con su propia sombra, contra el muro. En los Estados Unidos yo le aconsejaría que viera a un psiquiatra. Pero aquí parece que eso es habitual. Continuamos el viaje. Yo le dije que mientras hablaba con la mocita, el otro joven lo miraba de mala manera, y que debía tener cuidado.
—¿El otro? —dijo él—. Bah, es un primo.
Porque Curro es el pariente universal. Tiene primos en todas partes. Allí donde llegamos, siempre encuentra alguna persona de quien dice que es un primo. Al cabo de tantos siglos de endogamia, en Andalucía todo el mundo es pariente, supongo.
Pero el cenizo seguía entre los dos, y yo le oía a veces su respiración asmática.
Vimos en Jerez de la Frontera el alcázar con la torre ochavada. De allí son los Ponce de León que descubrieron la Florida. Se lo dije a Curro, y él se quedó mirando la torre:
—¿Ese Ponce es el que os llevó allá la uva y las naranjitas? Vaya, podía haberos llevado también un poco de canelita en rama. Y menos golfería.
—La golfería vino de Inglaterra.
—Lo creo, mi vida.
Pero no sé qué pasa con la canela aquí. Siempre anda mezclada con las cosas sexy la canela.
En Medina Sidonia había un castillo en ruinas, y en una habitación, una lápida que decía: «Aquí murió Doña Blanca, esposa del rey Don Pedro I de Castilla». Dijo Curro que como el rey se quedó sin blanca, no pudo pagar la reparación del castillo, que tenía goteras (había llovido aquella mañana). Un guía nos dijo que Doña Blanca tenía mal humor y que estaba siempre gritándole a su marido y a los criados y a todo el mundo. Después de su muerte, durante el velorio, hubo una tormenta, y al oír dos truenos muy recios, Don Pedro suspiró y dijo: «Vaya, mi pobre Blanca ha debido de llegar ya al cielo». Como ves, todos los guardas de monumentos cuentan cosas raras.
Desde el castillo oí el claxon fuera. Y por un momento pensé: es el cenizo que se impacienta. La verdad es que debió de ser algún niño de los que se acercan a los coches de los turistas.
Acordándose de la golfería, Curro estaba desatento conmigo y a veces se ponía un poco impertinente.
Para molestarme le dijo un piropo a una camarera de un restaurante delante de mí. Le dijo: «Me gusta usted más que comer con los dedos». Eso es una grosería. Una grosería es aquí una expresión impertinente y dull que tiene que ver con las cosas de comer.
Yo le pellizqué en el brazo y él gritó y dijo que no le gustaban los cardenales. ¿Qué tendrá que ver lo uno con lo otro? Luego, un poco enfadado, añadió:
—Tú puedes dedicarte a la golfería y yo no puedo decir un piropo, ¿eh?
—¿Y qué tiene que ver el juego de golf con los piropos, querido?
Al oír esto, Curro se me quedó mirando como fascinado. Se levantó despacio de la silla y preguntó:
—¿Esa es la golfería tuya?
—Sí. ¿Qué otra puede ser?
Te digo, Betsy, que no acabo de entender a mi novio. Me besó en la frente, miró al techo y dijo:
—Bendita sea la hipotenusa y las once mil vírgenes si es verdad que están en el cielo y que siguen siéndolo. Porque hace tiempo que llegó por allí don Juan Tenorio.
¿Pero qué tendrán que ver todas esas cosas y reacciones con el juego de golf? Es lo que yo me pregunto todavía. En fin, la excursión fue agradable, aunque Curro estuvo a veces, como te decía antes, un poco desatento. La verdad es que desde aquel instante el cenizo desapareció y entre Curro y yo no se interpuso monstruo alguno.
Pero no creas que es tan fácil la relación con un amante andaluz y menos si tiene un cuarto de sangre gitana (yo diría que Curro tiene más; pongamos dos quintos). Son a veces violentos con nosotras, es decir, rudos y poco o nada sentimentales. Y aquí, te digo la verdad, no valen los trucos de América; digo las lágrimas. Aquí, no. Fíjate si serán crueles los hombres, que hay un proverbio que dice más o menos: «Nunca le faltan a la mujer lágrimas ni al perro pis». Sin embargo, la dureza española no me disgusta. Ya te dije que he descubierto en mi personalidad un lado masoquista.
Fuimos al Puerto de Santa María. Mi novio dijo que de allí era una tal Lola que vivía en la isla de San Fernando y que debía de ser la única habitante porque cuando ella se iba al Puerto la isla se quedaba sola. Luego rio y me dijo que era una creación poética la Lola. De un escritor que se llamaba Machado. Curioso nombre, Machado. Algo así como Viriato (muy hombre). Eso me recuerda a Méjico, donde tienen la obsesión de esa clase de hombres. Ya te acordarás de lo que respondió el pintor Tamayo cuando un general le dijo: «Porque aquí en este valle de Méjico todos somos muy machos». Y Tamayo le respondió: «Pues en mi provincia, no. La mitad son machos y la otra mitad hembras. Y nos divertimos bastante».
Entramos en un bar que había en una plaza que llaman de Alfonso el Sabio. Por cierto que la plaza era llamada hace años plaza del Burro, y la lápida dice (Curro me hizo ir a verla): Plaza de Alfonso X el Sabio, antes Burro. ¿No es gracioso?
Desde que desapareció el cenizo, todo lo que decía Curro tenía gracia y reíamos constantemente.
Como ves, sigo con la buena costumbre de apuntar lo que me dice Curro y a veces lo que oigo a mi alrededor; pero no siempre lo entiendo. A veces Curro me corrige las notas. En el bar había una gramola y alguien cantaba una canción que hablaba del hijo de Espartero que se había metido a fraile. Cuando pasaba por la calle iba caminando tan marchoso que la gente al verle pasar decía: «¡Torero como su padre!». En eso yo veo que la herencia psicológica es muy fuerte en Andalucía.
El hombre que nos servía resultó ser también un primo de Curro. No me extraña. Bebíamos manzanilla. Teníamos aceitunas en un platito y las íbamos pinchando de una en una. Curro trató de pinchar la última y se le escapó cuatro o cinco veces. Entonces renunció y yo fui y con mi palillo la pinché a la primera. Se la ofrecí a Curro y él alzó la ceja y dijo:
—Naturá. La has pillao cansá.
En la pared había una cabeza de toro disecada, negra y grande. Cuando la miraba yo tenía la impresión de que me guiñaba un ojo. A veces, el toro, más que un animal, me parece un hombre disfrazado, violador y temible como el de la isla de Creta.
En otra mesa próxima había dos borrachos que daban grandes voces y se ponían pesados. Uno de ellos insultó al dueño, quien se acercó despacio y le preguntó quién era y dónde vivía. El interesado guiñó un ojo a Curro y dijo:
—Soy capitán de la armá.
El dueño preguntó con ironía a su compañero, que no estaba menos borracho:
—¿Usted es también capitán de la armá?
—Hombre —dijo él, dándose cuenta de las cosas—. De la armá, no; pero de la que se va a armar…
Iba a comenzar alguna clase de escándalo y nos fuimos. Yo comprendo, Betsy, que estas trivialidades de mi vida no te interesan mucho. Así, pues, seguiré dedicando más atención al aspecto cultural de mi excursión. Que fue encantadora. Pasamos por Tarifa y nos acercamos a la alcazaba, en donde nos mostraron el adarve —un corredor detrás de las altas almenas— desde donde un capitán famoso arrojó un puñal, recuerdo de familia, con tan mala fortuna, que se lo clavó en el pecho —en el mismo corazón— a un hijo suyo que estaba abajo jugando con un moro que se llamaba Yebel Tarik, de donde vino el nombre de Gibraltar. La pena del capitán fue grande, y para consolarlo, el Municipio le dedicó un monumento en el alcázar de Toledo. La verdad es que no veo el motivo. En los Estados Unidos le habrían hecho pagar a ese capitán su imprudencia.
Finalmente, fuimos a Cádiz. Digo finalmente porque era el lugar desde donde pensábamos internarnos en el territorio de la antigua Tharsis hasta llegar al coto de Doñana, para cuyos dueños yo llevaba una carta de presentación de un profesor de Boston. En Cádiz recorrimos la ciudad, y al pasar por una puerta de las antiguas murallas vi un letrero que decía: «Puerta del Mar». Pregunté a Curro por qué llamaban así a aquella puerta si no pasaba por ella el mar.
—No; pero pasa la mar de gente —dijo él.
La mar de gente quiere decir la gente de mar, así como pescadores y marineros. Rara forma de hipérbaton, ¿verdad? Es la influencia romana todavía. Como ves, estoy atenta al aspecto cultural de la excursión.
Olvidaba decirte que desde el incidente con la camarera del restaurante y mi reacción contra el piropo, Curro estaba muy fino conmigo. El cenizo desapareció (tal vez se tiró al mar).
Antes de salir de la ciudad, en un cruce de avenida, había un guardia de tránsito, y al vernos alzó la mano y detuvo a un viejo Ford de 1920, cuyos frenos chirriaron. El guardia me dijo a mí:
—Pase usted, primero, que lleva un coche más largo —y luego se volvió al Ford y añadió—:
Ahora anda tú, y no te apures, que lo que no va en largo va en alto.
Los guardias hablan con los conductores desde su puesto y dicen bromas a las mujeres.
Pasamos por Rota, una ciudad histórica y famosa por su vino tinto. Esto me recuerda a Mistress Dawson, que siempre confunde los géneros de las palabras, y no la culpo, porque a veces me pasa a mí. Ella quería comprar tinta y fue a una tienda y pidió una botella de tinto. El comerciante le dijo que lo vendían en la tienda de al lado. Ella pasó allí y pidió su botella de tinto. Se la dieron, y Mrs. Dawson, en su casa, llenó el tintero y trató inútilmente de escribir. Estaba escandalizada por la mala calidad de la tinta española.
Vimos en Rota otro castillo, también de Ponce de León. Cuando íbamos a entrar por la puerta principal nos hicimos a un lado para dejar paso no a un hidalgo ni a una infanta o cardenal, sino a un borrico enjaezado con adornos rojos y amarillos y, además, con un sombrero de paja contra el sol. «Míralo ahí —dijo Curro—, que parece que va a la plaza de toros a tomar la alternativa».
Entramos. Había un ancho muro de piedra romana con un lebrel dormitando al pie y dos lagartos sobre las piedras tomando el sol.
En el castillo no vimos nada notable más que el borriquito. Pero cuando salíamos encontramos en un patio hasta quince o veinte chicos entre ocho y diez años. Era el patio de la escuela. Dentro se oía a los más pequeños cantar a coro su lección de Historia Sagrada. La maestra preguntaba cantando también:
—Niños, ¿qué es el cíngulo?
Y todos respondían a coro:
La cuerda con que
a Cristo me le, me le
ataron a la coluuuuurna.
Preguntó Curro a los chicos por qué estaban tan bien vestidos y peinados, y uno de ellos dijo que iban a la parroquia a confesarse.
—¿Quién tiene más pecados? —pregunté yo.
Un chico alzó la mano. Le pregunté cuántos tenía, y él dijo:
—¿De los gordos, de los medianos o de los pequeños? ¿De todos? Tres docenas y media justas.
—Muchos son. ¿Y cuál es el peor?
—No lo puedo decir, porque uno que está en el corro si se entera me matará.
—Pues ven a decírmelo a la oreja —dije yo.
El niño vino y me dijo que había robado un nido de pájaros del árbol de otro chico vecino suyo, que estaba allí. «Si se entera, me degollará como a un puerco. No se lo diga». Yo no me atreví a reír para no decepcionarle.
Seguimos allí un rato. Nos hicimos muy amigos de aquellos chicos. Aunque solo fuera por eso, yo me habría quedado en aquel lugar un par de días. Los de España son verdaderos chicos silvestres y, sin embargo, comedidos. Y si les gusta una persona como yo, pues se abandonan a la mayor confianza. Un chico tocó la bocina del coche, otro se metió dentro y le llevamos a la iglesia, donde esperó a sus amigos.
Al ir a la fonda, mi amigo pidió una sola habitación con dos camas. Yo me interpuse y pedí dos. Mi novio se puso rojo como un tomate y dijo al empleado:
—Es verdad. La señora se encuentra delicada.
Yo, en voz muy alta, expliqué:
—No soy señora, sino señorita.
Entonces nos registramos cada cual por su cuenta. El empleado disimulaba la risa. Un gato rubio con grandes ojos verdes miraba a mi novio y luego a mí y luego otra vez a mi novio, y parecía sonreír burlón desde el mostrador al lado del libro de los registros. Curro estaba enfadado y yo no lo estaba menos. En el pasillo me dijo no sé qué de hacer el paripé. Yo le dije que había cometido una villanía. Me gusta esa palabra: villanía.
Después salí sola del hotel y recorrí el pueblo con uno de los chicos. Era una noche de luna muy clara. Lejos se oían las olas del mar y los grillos de los huertos. Yo caminaba lentamente, apoyando mi mano en el hombro del chico. Curro se fue con dos de ellos también por otra parte del pueblo. Lo bueno del caso es que los mozalbetes, al darse cuenta de que estábamos enfadados, nos reconciliaron yendo y viniendo con recados y salidas graciosas. Recuerdo que uno de ellos vino y, acercándose a mi oído, me dijo en voz muy baja:
—¿Sabe lo que dice él de usted?
Yo le contesté en voz baja también:
—No. ¿Qué dice?
—Que usted vale su peso en oro. Y que es más bonita que la mar y sus orillas a la luz de la luna.
—¿Y dónde está él ahora?
—Al otro lado del pueblo.
—¿Por qué me hablas tan bajito entonces?
—Yo porque estoy afónico. Usted hable como quiera.
Al fin, Curro fue el que bajó la cabeza, lo que es natural, ya que había sido el culpable. ¿No te parece? Aquella noche, al volver al hotel, Curro se adelantó porque tenía que llamar por teléfono a Sevilla. En la esquina del hotel vi a otro mocoso de unos diez años que estaba fumando y le dije:
—¿Ya sabe tu madre que fumas?
Él me dijo gravemente:
—¿Ya sabe su marido que usted se detiene en la calle a hablar con hombres desconocidos?
Me hice la ofendida para no decepcionarle y seguí hacia el hotel. Como ves, en España los turistas hacemos relación fácilmente con los niños. Yo tenía miedo de que el cenizo hubiera salido de la mar para instalarse una vez más entre Curro y yo, pero por fortuna no fue así.
Después de cenar en santa paz hice tragar a Curro como penitencia una especie de report sobre la antigüedad de los pueblos de Andalucía. Tú sabes que pasé dos años entre Modern Languages y Antropología. Esta mezcla del hispanismo lingüístico y antropológico e histórico es para dar sentido y alegría y luz a una vida entera. Curro sabe algo de eso, no creas.
—De los pueblos antiguos —decía Curro—, los que mejor conozco son los bártulos.
—¿Eh?
—Como lo oyes, niña. ¿Quién no conoce a los bártulos? ¿Tú no has oído nunca hablar de ellos?
—No estoy segura, pero es posible. ¿Vinieron con los vándalos y los suevos?
—Ezo es.
—No he oído nada de ellos. Los suevos se quedaron en Galicia.
—Ahá. Por eso hay allí tanta gallina. Fueron los suevos los que trajeron las gallinas.
—Y los bártulos, ¿dónde se instalaron?
—En todas partes. No hay casa española donde no haya algún bártulo.
Todavía hoy. Ya ves. Continuidad histórica. Hablando de esas cosas yo le expliqué a Curro el origen étnico suyo, porque mi novio es de raza muy definida. Un ibero, desde luego, descendiente de Cam, es decir, un hombre de piel oscura. Un camita. Los iberos son todos camitas.
—Habrá también algún camastrón —respondió Curro—. Muchos camastrones.
Le respondí que no era fácil, porque el sufijo on y ones es celta y los celtas tiran a rubios.
Cuando le hablo de estas cosas me mira entre culpable y zumbón. No estoy segura de que crea las cosas que digo y a veces debe de pensar que estoy bromeando. Yo llevaba conmigo el libro de Schulten, y, como lo sé casi de memoria, le dije que los Antoninos romanos podían venir quizá de Argantonio, así como él, Curro —Curro Antolín—, venía quizá de los Antoninos.
El camarero que nos servía era el hombre de apariencia más lamentable y fúnebre que se puede imaginar. Verle y sentir ganas de llorar era todo uno. Curro le preguntó: «¿A qué hora es el entierro?». Y el camarero suspiró y se fue sin responder.
Expliqué a Curro que Argantonio entró a reinar a los cuarenta años y que reinó ochenta más. Así es que vivió ciento veinte años. Los tartesos venían de los tirsenos, y la capital de estos era Lidia.
—Eso se me hace natural. Somos gente de lidia. ¿Y el toreo viene también de allí?
—No; más bien de Creta.
—¿Tú no has oído hablar, mi vida, de los toros de lidia?
—Sí; pero el toreo comenzó en Creta. Era… ¿Cómo se dice al natural de Creta? ¿Cretino? No. Cretense. El toreo era cretense. Pero los toros no venían de allí, que los había mejores en las riberas del Guadalquivir. Lo que llegó de allá fue la corrida de toros. También vinieron otras cosas. Por ejemplo, los curetes.
—Los curitas, querrás decir.
—No; unos diablitos enredadores que se llamaban curetes en Creta. Mucho antes de que hubiera curas en el mundo. Los curetes.
—¡Mira los granujillas! ¿Y cómo averiguáis eso?
—Investigando debajo de la tierra. Sobre todo, en las sepulturas viejas.
—Mardita sea. ¿Con los macabeos?
—No. Los macabeos estaban en Galilea.
—También aquí. Pues no hay macabeos que digamos en los camposantos. ¿Y ese Argantonio era el único rey que tuvieron los tartesos?
—No. Hubo un tirseno muy valiente que se llamaba Neto.
—De ahí viene eso del valor neto y el valor bruto. Ese señor Bruto tengo oído que fue arguien también.
Como ves, Curro no es ignorante. No ha estudiado, pero coge en el aire la almendrita de las cuestiones lo mismo en literatura que en historia o en arte. El camarero iba y venía silencioso y triste y a veces parecía escucharnos.
Dije a Curro que otro rey ibero —es decir, tarteso, porque los iberos no admiten reyes— era Habis, que tenía una hija muy hermosa, con la cual, según la historia, cometió incesto. Aquí Curro hizo una serie de preguntas sobre los iberos. ¿No consentían reyes? ¿Y su religión? Yo le dije que tenían algunas supersticiones bonitas. Por ejemplo, consideraban sagrada y divina a la cierva joven, es decir, a la corza.
Al oír esto, el camarero que parecía tan lúgubre soltó a reír. Miraba a Curro y reía, y a veces se cubría la boca con la servilleta.
Curro lo miró extrañado y el camarero se puso lúgubre otra vez.
Dijo Curro que el nombre del coto de Doñana venía de una venadita misteriosa que hablaba. Y que se llamaba Ana. Doña Ana, Hace siglos. En tiempo de los bártulos.
Al oírlo el camarero volvió a reír, esta vez de una manera franca y abierta.
Pero yo seguía con mis arqueologías. Los andaluces inventaron el bronce en la antigüedad. Fueron los primeros que mezclaron el cobre con el estaño y fundaron y establecieron en la historia la edad del bronce, después del período neolítico. Curro dijo que ya lo sabía y que de ahí venía el hecho de que la gente del bronce fuera andaluza. Me dio una verdadera conferencia, ¿sabes? Los hombres no les dejan a las mujeres la iniciativa de la conversación aquí. Y yo se lo agradecí, porque me dijo que hoy mismo la gente del bronce es la que se bate el cobre y también la que da la lata (estaño) con su matonería. Batir el cobre y dar la lata (estaño). Mira cómo ha llegado hasta el folclore moderno ese hecho prehistórico. La gente del bronce dando la lata y batiendo el cobre en nuestros días. Eso mismo era lo que hacían en la prehistoria para fabricar el bronce.
Es asombroso el sentido de continuidad. Por ejemplo, días pasados, ojeando un libro de historia en la universidad, vi que la iglesia de la Macarena de Sevilla, favorita de los toreros, era en el siglo IX la mezquita de la Macrina, y que era la preferida de los árabes que cuidaban toros y de los matarifes.
La gente del bronce. La macrina. La venadita de Doñana. Pero esto último no me lo había explicado aún Curro con bastantes detalles.
Le pedí que me hablara más de aquello, y él miró de reojo al camarero y dijo: «Más tarde». Los andaluces inventaron el vaso campaniforme, y a Curro le parece natural, porque dice que el bronce siempre ha tenido que ver con las campanas. Al hablar de la alfarería prehistórica y de los cacharros de cocina y los dibujos con que los adornaban, Schulten dice que en la alfarería los artesanos copiaban los dibujos de los cestos de esparto, de modo que el alfar salía de esos cestos. Curro dijo que hoy todavía los pucheros y las cazuelas salen de los cestos de esparto, y que se ve a diario en los mercados.
Al ver que me escuchaba, aunque su atención estaba dividida entre lo que yo decía y el ir y venir del lúgubre camarero, le dije también que Tartesos llevaba ya cinco mil años de civilización con leyes escritas, cuando en muchos lugares de Inglaterra —por ejemplo, en la isla de Amrum— la población era caníbal y se comían los unos a los otros.
—¿Qué te parece? Y si los de Creta se llaman cretenses, ¿cómo se llamaban los de Amrum?
—Ambrones.
No lo creía. Le mostré el libro donde él mismo leyó: ambrones. «Tanta hambre que hasta se han comido la hache —dijo él—. ¡Mardita sea su estampa!».
Luego añadió que él debía de venir de aquella isla de Amrum, porque le daban ganas de comerme a mí. Eso no creas que es canibalismo, Betsy, sino solo galantería.
Le expliqué que Circe, la hechicera de Ulises, era española, y que los griegos más antiguos, según Schulten, decían que las puertas del infierno estaban en Andalucía, en Riotinto; es decir, en la confluencia de los dos ríos de esa comarca de Huelva. Allí está también la laguna de Acherón. Al oír esto, Curro tuvo una observación sagaz: «¿No será de esa laguna de Acherón de donde viene la barca de Caronte?». Yo creo que es posible y voy a documentarme sobre el caso.
Ya ves que mi novio tiene instinto de scholar. Ya te digo, la almendrita.
El camarero, aunque ya no tenía nada que hacer en nuestra mesa, se acercaba con la servilleta al brazo yo creo que tratando de escuchar. La verdad es que, tan solemne, tan curioso y tan lúgubre (con pequeñas explosiones de risa de vez en cuando), aquel hombre me intrigaba.
Parece que es un músico en las horas libres y que Curro lo conoce. Lo llamaba siempre «el gachó del harpa». Yo creía que entre estos andaluces solo se usaba la guitarra.
Pero nosotros seguimos nuestra sobremesa. Me preguntaba mi novio cómo eran los iberos y le dije lo poco que de ellos se sabe. Desde luego, eran grandes corredores. También ahora, según Curro. Los corredores ibéricos tienen un rito que se llama «salir de naja». Lo que no entiendo es lo que la naja (la culebra negra de Africa y Asia) tiene que ver en eso.
—Esa debe de ser la bicha —dijo Curro y silbó.
Yo le respondí que no. La Bicha de Bazalote es una escultura ibérica hallada en el Cerro de los Santos, que es mitad toro y mitad hombre. Él recelaba al principio y yo una vez más le enseñé el libro. Entonces Curro dijo:
—No me extraña. En mi calle hay un carnicero que tiene medio cuerpo de toro y manos de cerdo y cabeza de jabalí.
—Imposible.
Luego comprendí que era una broma —tenía todas aquellas cosas el carnicero para venderlas— y reímos. Así pasó la velada. Y al día siguiente salimos temprano. Al vernos los chicos en la calle vinieron y nos pidieron chicle. Dijeron que iban a la escuela, donde aprendían un poco de todo. Yo quise probarlos:
—¿Quién hizo el Quijote?
—Yo no he sido —dijo uno.
—Yo tampoco. Ha debido de ser este, el hijo del Bizco.
Uno se subió al pescante, otro al motor. Arrancamos despacio, y al llegar a la esquina, donde había más muchachos, frené de golpe y el chico resbaló por delante y cayó como una ranita al suelo. Todos rieron, y el chico se levantó y dijo muy serio:
—¿De qué os reís, si ya iba a bajarme?
Muchas más cosas te diría sobre mis experiencias en aquella aldea encantadora, pero tengo miedo de hacerme prolija y pesada. Aquí el tiempo parece detenerse o al menos camina más despacio que en otras partes, y mi carta tiene la misma tendencia al ralentí. Perdona si a veces te aburro.
Salimos y llegamos a otro pueblo que tenía puente y por donde debíamos cruzar el río. Yo pensé que sería bueno detenerse allí todo el día y la noche. Fuimos a la fonda y otra vez Curro pidió una habitación con dos camas. Yo dije con voz muy segura:
—Dos habitaciones, camará, que soy señorita.
Eso de camará hace flamenco, ¿sabes?
Curro comenzó a decir malhumorado que en aquel pueblo había pulgas y que más valdría seguir adelante. En el pueblo próximo no las había. Es verdad que hay pulgas en España. Curro dijo que los insecticidas abundaban, pero que, como decía un tío suyo, era difícil coger la pulga, hacerle abrir la boca y tragar el polvo mortífero.
—No es muy listo tu tío —le dije yo.
—No. No ha inventado la pólvora, eso es verdad. ¿Sabes? Es contratista de obras. Y un día se puso a hacer una casa de ladrillo para el perro, en el jardín. Para ir más de prisa se metió dentro, digo entre los cuatro muros. Cuando la terminó se quedó encerrado y no podía salir. Sacaba la cabeza por la puerta del perro y gritaba: «Auxilio, auxilio…», que daba pena.
Por ahí es por donde me vence Curro: por la risa. Como habrás podido deducir, en este país es de mal gusto hablar seriamente de nada. Y no es de ahora. Era ya con los árabes. Y antes con los romanos, y mucho antes con los tartesos. Hablar siempre en broma no creas que es fácil, al menos para mí. Y es peligroso reír demasiado. A veces yo pienso que la risa por la risa es un poco de locura, como cuando dice Shakespeare en El Mercader de Venecia: «And laugh like parrots at a bagpiper».
A veces los andaluces de clase baja riendo por cualquier motivo me parecen eso: loros riéndose del hombre que pasa tocando la gaita.
En fin, que pasamos el puente al atardecer. Al otro lado había tres caminos y no sabíamos cuál seguir. Un campesino al que le preguntaba Curro, respondía a todas las preguntas: «Yo no sé». Molesto, mi novio le dijo:
—Pues entonces, ¿qué sabe usted?
—Al menos sé que no ando perdío —respondió el pobre, y tenía razón.
Por fin llegamos al coto de Doñana. Mi carta para el duque de Tarifa no surtió efecto, porque el duque murió en 1933 y ahora el coto pertenece al marqués de Borgheto. Sin embargo, me recibieron amablemente y me encomendaron al administrador, que nos dijo que nos daría caballos a Curro y a mí y podríamos recorrer libremente la comarca. Yo quise preguntarle por la leyenda o la tradición de la cierva —de donde viene el nombre del coto—, pero Curro me tiró del vestido disimuladamente. Luego me dijo que no había que hablar de aquello en la casa y que el caso de la venadita que hablaba pasó en tiempos de los bártulos y que ya no se acordaba nadie.
Misterios. Todo son misterios en este país.
—Casi metiste la pata, niña —decía Curro.
Los administradores conocían muy bien al profesor Schulten, a quien llamaban don Adolfito, riéndose también, aunque con un respeto natural sobreentendido, y con cierto cariño. A mí me invitaron a vivir en la casa de los administradores, pero no a Curro, que no era mi marido y cuyo nombre no estaba en la carta de Boston. Entonces yo dije que teníamos alojamiento preparado en Trebujena. Mentira. Dije también que pensábamos dar un paseo de noche a caballo. Esto era verdad. Y tan pronto dicho como hecho. Nos dieron dos caballos.
Salimos bajo la luna. ¡Qué noche inolvidable, llena de dobles fondos tartesos, griegos, árabes, gitanos!
Fuimos hacia la laguna del Sopetón, nombre raro cuyo sentido me explicó Curro. Un sopetón es un pronto. La laguna se llamaba así porque aparecía de pronto y sin avisar. Así es que, en lugar de decir pronto, se puede decir sopetón. Es muy fonético: sopetón. Cuando me contestes, pues, contéstame sopetón, pero en inglés, please. Tu carta en español no está mal, pero resulta confusa. Y no te enfades, honey.
La laguna del Sopetón estaba rodeada de dunas de arena, y cuando llegamos había una corza en la orilla que alzó su cabecita nerviosa y… habló. No te rías, por favor, que tú sabes que yo no soy amiga de embustes ni de fantasías. Habló. Al menos yo la oí hablar. Dijo I’m Ana. En inglés. Luego dio un salto y salió corriendo. Curro me cogió la mano y dijo: «Piensa una cosa, una cosa que quieras mucho».
Nos quedamos callados mientras la corza corría. Después yo dije: «Ha hablado». Curro afirmó, solo que él dijo haber oído: «Nancy debe entregarse a Curro en cuerpo y alma». Muy largo me parecía a mí eso. Yo solo le había oído decir I’m Ana con una voz delicadísima. Curro no creía que la corza supiera inglés. Pero puesta a hablar una corza y a hacer el milagro, ¿no es lo mismo que hable inglés o español? La superstición ibérica estaba una vez más en pie. Curro me decía que el deseo que nace viendo una corza se cumple siempre. La continuidad histórica, te digo. Le pregunté cuál era su deseo y él dijo: «No puedo decírtelo porque soy un caballero». Luego dijo que no le extrañaba que la corza hubiera hablado en el coto de Doñana, porque el nombre del coto venía del siguiente caso: Una princesa de los bártulos que era hechicera tenía celos de una esclava que se llamaba Ana, a la cual convirtió en una corza. El rey de los bártulos se fue a cazar y encontró a la corza, que le habló como una doncellita. Le dijo los nombres de todas las personas de su familia desde el más viejo al más joven. El rey de los bártulos le preguntó: «¿Y tú quién eres?». Y ella dijo: «Ana». Desde entonces está prohibido matar en este coto ciervos hembras, es decir, venaditas.
Concluyó Curro que aquella venadita que había hablado era una princesa bártula.
Una infantita encantada o algo así. ¡Qué fácil es para el ibero Curro creer en la divinidad de las venaditas!
Concluyó su relación diciendo que el rey de los bártulos era un tío.
—¿Tuyo? —le pregunté—. Es decir, ¿de algún antepasado tuyo?
Él dijo que no. Caminábamos en silencio. Era noche cerrada. Cuando voy de excursión al campo llevo siempre mi traje de baño de nylon en el bolso de mano, pero no era fácil ponérmelo a cubierto de las miradas de Curro. Le dije que volviera a la casa del administrador, y él dijo:
—Niña, ezo está a ocho kilómetros de aquí. Si es que quieres nadar, puedes hacerlo, que yo no miraré.
Las dunas permiten esconderse bastante bien, porque entre una y otra hay depresiones. Así es que me puse el traje y me arrojé al agua.
—¿Y tú? —pregunté a Curro—. ¿No nadas nada?
—No traje traje.
Le dije que podía nadar en shorts. Nadamos más de dos horas. A la luz de la luna. Curro parecía de bronce de Tartesos. Yo debía de parecer algo raro también. Curro me dijo que yo parecía un pimpollo. ¡Qué raro, en masculino! ¿Por qué no usar el femenino? Curro me dijo que yo no sé gramática parda, que es la importante. Nunca había oído hablar de esa gramática. Solo conozco la de la academia. Según Curro, el hombre es siempre masculino; pero la mujer no es necesariamente femenina, sino masculona. El hombre, masculino, y la mujer, masculona. En la gramática de la academia yo solo había visto tres géneros: masculino, femenino y neutro. Para ciertas cosas hay que venir a España, querida. Ya ves, la gramática parda. Nunca había oído yo hablar de tal cosa en Pensilvania.
Cuando la luna comenzó a inclinarse sobre el horizonte, salimos de naja (así dicen los iberos) con nuestros caballos hacia las ruinas de Torre la Higuera (llevaba yo conmigo un mapa de Schulten). Curro vio dos veces más la corza y me hizo correr con él detrás por algún tiempo. Yo no la vi. Supongo que entre tanto tú estás llena de curiosidad, Betsy. Pero por ahora es todo lo que puedo decirte. Un día hablaremos más despacio. Como decía el otro día la decana, al menos yo no fumo.
En unas alforjas (palabra árabe) que llevaba Curro en su caballo había comida y sobre todo bebida. El administrador fue bastante amable para pensar en nuestros estómagos. Gracias a eso pudimos comer en Torre la Higuera, al lado del mar de los focenses y de los cartagineses. El mar lleno de peligros y de monstruos, según decían los cartagineses para que nadie se aventurara a navegar más allá del estrecho donde solo querían navegar ellos. El mar misterioso y tremendo de la Odisea. Aquellas ruinas que a mí me embriagaban, a mi novio le tenían sin cuidado. Y decía:
—Después de hacer el paripé en dos fondas, eso de pasar la noche en la Higuera con los calzones mojados tiene mardita la grasia.
Otra acepción nueva del paripé, como ves. A veces creo que he averiguado lo que es el paripé, pero siempre aparece algún malentendido nuevo. A pesar de todo, aquí me tienes sin saber qué pensar de eso.
Y de otras muchas cosas, Betsy querida.
¿Qué te diría yo de Torre la Higuera? Ruinas de piedra. Al lado, playa baja, arena limpia como polvo de oro y el rumor del mar que ya huele un poco a América porque es el Atlántico. Yo no tenía ganas de dormir. Me puse a remover piedras para ver si encontraba otro anillo como el del profesor Schulten. El aliento de cincuenta siglos me llegaba en la brisa de la noche. Debajo de una piedra salió un lagarto.
Curro se burlaba de mí y me llamaba venadita de Doñana. Le pedí que me cantara algo, y él, después de decirme que aquel lagarto era animal sagrado en tiempo de los bártulos, me cantó una canción (creo que es de Lorca) que dice más o menos:
… cuando seas novia mía,
con la primavera blanca,
los cascos de mi caballo
cuatro sollozos de plata…
La noche era muy hermosa, con el mar abajo y las estrellas arriba. La vida es aquí como un regalo inesperado de cada día. Todo es nuevo y sorprendente. Sopetón aquí y allá. Habíamos llegado a Torre la Higuera como al fin del mundo. De allá en adelante, el infinito. Non plus ultra.
Y como el silencio era imposible, porque si callábamos parecía que iba a suceder un cataclismo, nos pusimos a hablar otra vez de los iberos corredores. Curro me dijo que es corredor de vinos de Sanlúcar. Ya ves. Le pregunté más cosas sobre eso. Parece que los iberos agitanados cuando salen de naja toman un producto del país que se llama soleta. Tomar soleta. Eso dicen. Debe de ser un extracto del esparto, del que se hacen las suelas de las alpargatas. Soleta. Eso les da fuerzas especiales hoy lo mismo que hace setenta siglos. Continuidad. ¿No es excitante?
Curro creía que la corza ibérica estaba detrás de cada arbusto diciendo: l’m Ana, y que también la sentía en cada gesto mío. Poco antes del amanecer se oyó a un ciervo —es la época del celo—, y era un bramido articulado, engolado y alto. Era como la voz de un caballero antiguo y parecía decir en inglés: «I worship her. I worship her».
Magia pura. Resultó que el deseo que yo cuajé en mi corazón y el que cuajó Curro en el suyo eran el mismo. Pero no te diré cuál era. Eso que decías en tu carta (que antes de la puesta del sol los colores del día son más vivos) pasa también con la noche. Antes del amanecer el cielo era más negro y las estrellas como sartas de pedrería brillante.
Soy feliz. Acordándome ahora de aquella noche en Torre la Higuera, recito el verso de Rubén:
De desnuda que está brilla la estrella.
¿Por qué lo recuerdo? Ya te contaré, querida. Estoy en el climax de mi juventud y a veces
… cuando quiero llorar, no lloro,
y a veces lloro sin querer.
No le escribas estas cosas a nuestra amiga holandesa, digo a Elsa, porque la harás sufrir. Yo no sabía que ella estuviera tan enamorada de Curro y creía que se trataba solo de un flirt sin importancia. En todo caso, si crees que debes decírselas, mejor será que lo hagas con cuidado para no herirla demasiado. Bien pensado, ella no tiene ya derecho alguno sobre Curro, porque él le dijo un día cuando ella le preguntó por qué no pasaba nunca por su calle ni se acercaba a su reja:
Tu calle ya no es tu calle,
que es una calle cualquiera,
camino de cualquier parte.
Y Curro todo lo importante lo dice en coplas. De veras. Pero, en fin, si le escribes no olvides poner lo de la venadita. Curro me llama ahora así. Venadita de las Californias. Y dice que soy para él «er querer más fino y más hondo de su vida». No te lo digo por nada, no vayas a creer. Si le escribes a la holandesa, te dejo en libertad de decirle lo que quieras. Pero que sea sin herirla, ¿me entiendes? Tú sabes hacer estas cosas.