Carta IV

El parcheador sigue en la cárcel. Contestando tus preguntas, te diré que Mrs. Adams es la de siempre. ¿Sabes qué hizo? Le regaló a mi novio una Biblia en español, y la misma tarde que se la regaló, paseando por el parque de María Luisa, le explicaba Mrs. Adams —tú la conoces— la utilidad de leer la Biblia, y decía que muchas veces estaba sin saber qué determinación tomar cuando abría el libro al azar y leía la primera línea de la página de la izquierda. Y allí encontraba la solución.

—Hombre —dijo mi novio—. Yo tengo ahora más problemas que nunca en mi vida. Si eso es verdad, el libro vale la pena. Vamos a ver.

Abrió al azar y encontró en la primera línea las siguientes palabras del capítulo 27 de San Mateo que se refieren a Judas: «… Y entonces fue y se colgó de un árbol y se ahorcó». Mi novio palidecía y Mrs. Adams se ruborizaba un poco. Entonces ella dijo: «Bueno, eso es una casualidad. Mire en otra página». Y mi novio lo hizo, y en el capítulo de los Reyes del Antiguo Testamento la primera línea decía: «Haz tú lo mismo».

Mi novio abrió las manos y dejó caer el libro al suelo. Luego se inclinó a recogerlo y lo devolvió a Mrs. Adams:

—Vaya, señora —le dijo—. Parece que ese libro sabe muy bien lo que a mí me conviene, pero tengo que reflexionar un poco antes de tomar mis determinaciones.

Y seguía pálido y la voz le temblaba. Con aquello Mrs. Adams renunció a convertir a mi novio a la Iglesia anglicana y él anduvo dos días huyendo de ella como del diablo. Todavía la mira de reojo cuando se acerca.

—Veo que tus amigas —dice a veces— se preocupan de mi porvenir.

Me preguntas en tu carta cómo se llama mi novio, y ahora caigo en la cuenta de que no te lo había presentado todavía. Se llama Francisco Antolín Reyes. Unos le llaman Paquito y otros Curro, que son nicknames de Francisco. Pero Antolín es apellido, y mi novio nació cerca de Itálica, lugar de origen de las familias de los Antoninos imperiales. Pienso a veces que su nombre Antolín no es sino Antonín o Antonino. La vocal última se pierde al pasar del latín al romance y, ya sabes, algunas consonantes cambian o desaparecen, según T. N. T. Bueno, te pongo el nombre entero: T. Navarro Tomás. Porque esas TNT son las iniciales de la nitroglicerina en los Estados Unidos y por aquí las cosas andan explosivas.

Antolín puede ser Antonino. En ese caso, mi novio vendría en línea directa de Trajano, Adriano y Marco Aurelio, lo que no me extrañaría nada. Un día mi novio cantaba entre dientes una canción que decía:

Tengo sangre de reyes en la

palma de la mano…

Y entonces yo le pregunté:

—¿Tu padre o tu abuelo se llaman Antolín o Antonín?

—Mujer, ¿qué importa? La cuestión es pasar el rato —decía él.

Pero el segundo apellido, Reyes, es seguramente un apellido de familia. Y si es Antonino Reyes, ya no me cabe duda. Pero cada vez que le hago preguntas sobre esta materia, él me responde lo mismo: «La cosa es ir pasándola, niña».

Por fin, se le olvidó a mi novio la inquina contra Mrs. Adams y fuimos la semana pasada a las ruinas de Itálica juntos Curro, ella y yo. Pasaron muchas cosas. Figúrate. Mrs. Adams quiso dárselas de culta y arqueóloga, pero metió la pata dos o tres veces. Solo sabía repetir aquello de:

Estos, Fabio, ay dolor, que ves ahora

campos de soledad, mustio collado,

fueron un tiempo Itálica famosa…

Y lo repetía a grandes voces en el escenario del teatro romano para probar, según decía, las condiciones acústicas. No fue solo eso. Por ejemplo, había una estatua de Hércules muy grande, de mármol. Y al lado, otra pequeñita del mismo dios. Para distinguir al pequeño se puso a llamarlo por el diminutivo: Herculito. Sonaba un poco raro, la verdad. Herculito. Después de ver el anfiteatro le dijo al guía: «Lo mejor que nos ha enseñado usted hasta ahora ha sido Herculito».

El hombre se quedaba mirándola de pies a cabeza sin saber qué responder:

—Señora, yo…

Tú sabes que er es el artículo tal como lo pronuncian los andaluces, especialmente los gitanos.

Mi novio dijo, aguantándose la risa: «Compare, quiere decir eze Hércules pequeñito». El guía se dio una palmada en el muslo y dijo entre dientes mirando al cielo: «Malditas sean las Américas y er Cristóbal Colón que las descubrió». Luego repetía: «A la señora le gusta Herculito…». Y soltaba a reír para sí mismo. Pero Mrs. Adams tú sabes cómo es. Creía que para distinguir un Hércules del otro tenía que referirse al pequeño con el diminutivo, y como vio que los otros reían, ella volvía a lo mismo sin darse cuenta de la base del asunto.

La tontería puede ser angélica, en verdad, pero lo angélico puede ser y es a veces torpe y procaz.

Mrs. Adams, al marcharnos, repetía, por si acaso no nos habíamos enterado: «Me llevaría Herculito conmigo al hotel y lo pondría en un nicho en mi casa de California, junto al jardín».

El guía respondía: «Señora, por mí puede usted ponerlo donde le parezca mejor. Eso es cosa de su vida privada».

Luego, antes de marcharnos, Mrs. Adams preguntó si debía pagar algo, y el guía le dijo: «La voluntá». Mi novio intervino para advertir un poco agresivo: «Aquí la señora es abúlica». Pero ella le dio diez pesetas al guía y se empeñó en decir que Curro la había llamado abuela y que aquello era una grosería. Ella no era abuela ni lo parecía. Total, que coqueteaba con el guarda. Esas puritanas cuando vienen a Sevilla parecen otras. En fin, acusaba a mi novio de falta de cortesía. La verdad es que tiene dos nietas, que yo las he visto, y una de ellas es bastante grandecita. Pero Curro no le hacía caso.

Sigo hablándote de mi novio. Es hombre de energía y, como dicen aquí, un buscavidas. En verano se dedica a la reventa de tickets para los toros, y el resto del año, a probar vinos. Es catador diplomado. Así dice: catador. De catar. También toca la guitarra y canta, entre amigos. Y baila a veces.

Ya ves. Cuando salimos al campo a mí me duele ver a los campesinos pobres tan pálidos y como enfermizos. Parece que algunos años hay epidemias cuyo nombre no recuerdo ahora y el síntoma más grave consiste, según dice Curro, en estirar la pata. Parece que es un signo fatal ese.

Lo llaman la diñadura o cosa así.

¿Te acuerdas del ladronzuelo del cine? Como te decía al principio, sigue en la cárcel. Fuimos allí a ver a un pariente de Curro que está sentenciado por contrabandista. En la sala de visitas encontramos a una prima suya que se llama Eduvigis. Cuando yo le dije que era un nombre raro, ella respondió:

—Calle usted, por Dios. Mi abuela se murió sin poderme nombrar.

Somos amigas. Ella me explica, gracias a Dios, algunas cosas de las que habla Curro y que solo entiendo a medias. Pero claro es que no puedo ir a todas partes con Eduvigis. Ella tiene su vida de familia. Todavía conmigo podría venir siempre, pero Mrs. Adams, ahí donde la ves, cuando se junta con la viuda del decano de Andrianápolis School, que está en el hotel Cristina, hablan con una libertad que Eduvigis no podría tolerar. Tú sabes cómo son los standards aquí en ciertas cosas. Y el otro día estábamos en el parque y discutían Mrs. Adams y la decana, y esta decía: «¿Qué hace tu hija? ¿No está para graduarse en la misma escuela que la mía?». Y luego añadió:

—¿Sigue tan diabla tu niña?

—Sí, my dear —suspiró Mrs. Adams—. Yo no soy muy estricta, pero tengo mis preocupaciones con la manera de ser de estas niñas de ahora, y a veces me gustaría saber si nuestras hijas son vírgenes o no.

—Bah, virgen o no virgen —dijo la decana—. Al menos la mía no fuma.

Eduvigis la miró de un modo que no olvidaré nunca. Todavía si dijeran cosas en inglés sería menos mal; pero ya sabes que tienen la manía de hablar español no por amor al idioma, sino por aprovechar el dinero que gastan en el viaje. Es lo que ellas dicen.

Aquí la virginidad es muy importante. A la Virgen María no la adoran por ser la madre de Jesús, sino por ser virgen. Muchas cosas he aprendido, querida. Por ejemplo, la palabra flamenco viene del árabe fellahmengo, que quiere trovador, contra todo lo que dicen los sabios del provenzalismo, no viene de trouvére, sino del árabe torob, que quiere decir «canción». Puede que los provenzales lo hayan cogido de ahí, eso es posible. Pero entonces no viene de trouver. (Ya ves que hasta me atrevo a plantar cara a los profesores de la vieja escuela). Aquí en la Bética se vuelve una atrevida.

Pero no quiero ponerme erudita… ¿Tú sabes que comienzan a parecerme mala sombra todas las cosas que no son graciosas? Cuando veníamos de Itálica encontramos un gitano que le dijo a mi novio:

—Ya sé que se murió tu tío el de Écija. Hombres como aquel no quedan ya en el mundo, Currito. Si le pudiera yo resucitar con cinco duros… como estos.

Ya ves, resucitar a un hombre excepcional como el de Écija con cinco duros. Pero cuando nos alejamos, Curro dijo:

—Es un malasombra Gilipoyas.

Esos Gilipoyas deben tener influencia social, porque Curro cuando se enfada los acusa de tener la culpa de todos los males. Yo creía que los Gilipoyas eran payos, pero debe haber una rama de esa familia entre los gitanos. A propósito de parientes, le pregunté qué clase de persona era su tío de Écija, y me dijo que era alcalde y que era rico y bastante inteligente, pero que se comía los adoquines. Si eso es verdad, no me extraña que haya muerto joven. En los Estados Unidos hay gente que come carbón y la cal de la pared; pero tanto como adoquines…

La humanidad es terrible de veras, en todas partes, Betsy. Y aquí en Sevilla hay influencia mejicana. Es curioso encontrarla tan lejos. Por ejemplo, cuando una persona muere lía el petate. Bueno, debe de liarlo su familia, digo yo. La influencia en cosas que se relacionan con la muerte no me extraña. ¿Tú te acuerdas de las calles de Méjico con indios vendiendo calaveras de azúcar y huesos de caramelo y esqueletitos pequeños que bailan? ¿Tú te acuerdas de aquel indito que preguntaba en una tienda de ataúdes cuánto costaría un entierro de primera y otro de segunda y otro de tercera, y luego quería saber cuánto más tendría que pagar si la empresa funeraria «ponía el muertito» por su cuenta? El pobre quería un entierro a toda costa y no tenía a quién enterrar.

Ya te dije que a las once de la noche le llaman la hora de la carpanta. Al mediodía, también; Parece griego antiguo: la carpanta, y suena legendario, ¿verdad? Luego hay otras horas en el día, como la hora de queda, la de vísperas… Como te decía, leo a Schulten sobre Tartesos, y creo haber hecho algún descubrimiento. Es decir, son más bien intuiciones. Eso de la carpanta debe de ser etrusco y no griego.

Hice un viaje con Curro en avión a Córdoba. Era la primera vez que Curro volaba y tuvimos vientos contrarios y bastante movimiento. Cuando llegamos a Córdoba y bajamos, Curro puso los pies en el suelo bien firmes y dijo con los ojos en blanco:

—Dios mío, qué güena es la tierra.

Es la primera vez que le he oído una cosa así.

Yo quería tener un noviazgo de reja, cancela y patio, al estilo clásico; pero en mi hotel no hay manera. Y, además, andar todo el día del brazo de Curro por ahí y ponernos en la reja por la noche resultaría, como él dice, «hacer el paripé». Ya sé lo que esto quiere decir. Quiere decir hacer algo innecesario en ciertas condiciones que todavía no puedo precisar exactamente. Trataré de enterarme.

Aquí, en cuestión de amor, los hombres —pobrecitos— padecen sex starvation. No sé qué hacen las mujeres, la verdad. Pero yo por ahora sigo entregada a la historia de Tartesos.

Lo que más me apasiona en Schulten es la parte donde dice que Tartesos era la Atlántida de la que hablaba Platón. La Atlántida famosa perdida en la noche de los tiempos. Schulten es el que comenzó a poner el dedo en la úlcera (así dicen) de lo andaluz. Y qué equivocados estamos todos con este país, Betsy. No es solo esta tierra de castañuelas. Es el misterio mayor de Europa. Eso es. Andalucía era la Atlántida hace tres mil años. Los caballos iban enjaezados de oro; los hombres, vestidos de cuero y de plata; las mujeres presidían los actos públicos y se llamaban gachíes o algo así. Es lo que dice Curro: «Las gachíes de Tartesos».

La Atlántida, querida. Schulten hizo excavaciones buscando la ciudad, es decir, la Tharsis del Antiguo Testamento, y solo encontró un anillo que dice en una inscripción primitiva griega: «Tú que me llevas, sé dichoso». Eso es como si Tharsis le hubiera dado a Schulten el anillo de esponsales y la promesa de entregarse a él en honestas nupcias un día. ¿No es excitante? Me gustaría intervenir en esas excavaciones, si pudiera.

Figúrate que el minotauro de Creta salió de las riberas del Guadalquivir. Y no creas que estoy loca como Mrs. Adams cuando empieza a hablar de estas cosas. No. En tiempos de Salomón había un rey en Sevilla que se llamaba Gerión y le mandó un toro blanco al rey Minos. Un toro de la ribera de Alcalá de Guadaíra, como los que veo pastar a veces desde el balcón de mi cuarto, querida. Hermosos toros que vienen de una casta diferente desde los tiempos prehistóricos, la casta de los toros de lidia. Se dividen en varias clases, así como marrajos, zainos, cabestros y gazapones, según el color.

La reina, la esposa de Minos, se enamoró de él, digo del toro de Alcalá de Guadaíra, y tuvieron relación sexual, de la cual nació un monstruo con cuerpo de hombre y cabeza de toro. El minotauro del laberinto famoso se podría decir, pues, que era hijo de Alcalá de Guadaíra. ¿Sabes? Yo creo que todo esto del toro es alegórico y que probablemente el toro de Gerión era un embajador bastante handsome y que le gustó a la reina. Tal vez ese embajador sabía de toros, porque aquí todo el mundo es experto, y en Creta toreaban ya entonces casi lo mismo que ahora, porque yo he visto dibujos de la época con toreros poniendo banderillas. Pero, por otra parte, en la tradición cretense hay objetos y cosas que explican cómo esa relación entre el toro y la reina fue posible.

Te lo explicaría también, pero no podría confiar esas explicaciones al correo. Ya te lo diré cuando nos veamos. Es bastante shocking, querida; pero, como te digo, fue posible. (Digo físicamente posible).

Por el momento lo que quiero decirte a propósito de los toros de Alcalá de Guadaíra es que estando yo en el balcón (mi hotel está enfrente de la casa del cura) pasó por la calle una niña de unos doce años, detrás de una vaca. Y el cura, que estaba leyendo su breviario, cuando la vio le dijo:

—Hola, Gabrielilla.

—Con Dios, señor cura.

—¿Adónde vas?

—A llevar la vaca al toro, señor cura.

—¿Y tu padre? ¿Dónde está?

—No lo sé.

—¿No podría hacer eso él?

Y la niña, escandalizada, respondió:

—No, señor cura. Qué cosas tiene. Es menester el toro.

No sé qué alcance dar a ese incidente, pero me recuerda lo de Creta y el minotauro, y por eso te lo cuento.

Mrs. Adams siempre quiere ir a los conciertos y me invita a mí; pero si no voy con mi novio, me aburro mucho, y Curro no quiere ir. Dice que no sabe nada de música. Eso no es verdad, porque toca la guitarra muy bien. Y cuando yo le digo que algo sabrá, él me responde que lo único que sabe es que la música la inventó un hindú que se llamaba Chindurata y que luego un chino llamado Taratachunda la perfeccionó. Ya ves. Yo no sabía esas cosas. Seguramente tú tampoco, ¿verdad?

Estos gitanos no son incultos, sino que tienen formas de cultura propias y diferentes. Eso es.

Al hablarle yo de la antigüedad de su nombre y de los Antolines, él me respondió que el apellido más antiguo del mundo es Pérez. Y que Adán, el del paraíso terrenal, se llamaba Pérez, porque Dios le dijo: «Si comes fruta del árbol prohibido, Pérez-serás».

Yo creo que es una broma y un juego de palabras con perecerás. Mi novio es así y hay que andar con cuidado.

Quiero ir al coto de Doñana, que está hacia la parte de Huelva, para ver los lugares donde estuvo emplazada Tartesos, la gran ciudad donde los caballos comían en pesebres de plata; los ciudadanos tenían leyes en verso, escritas desde hace ocho mil años (imagínate), y estaba habitada por los hombres más hermosos y más pacíficos del mundo. Tú sabes que América es el único país del orbe donde las mujeres, refiriéndonos a los hombres, decimos a veces how sweet! Es decir, que en ninguna otra parte del mundo es atractivo para las hembras un hombre dulce (sweet). Pues parece que los de Tartesos eran los más dulces del mundo y por desgracia eso los arruinó. Porque los bárbaros del norte de Africa acabaron con ellos.

Y con ellos acabó la Atlántida también.

Mi novio seguramente es un atlante rezagado que los antepasados de Platón recordaban con nostalgia.

Cuando alguna gitana se dirige a mi novio para pedirle algo, siempre le dice «señor marqués» o bien «marquesón».

—Anda, marquesón —le dijo una ayer—, que tienes más hechuras que er mengue de la catedral mayor.

Er mengue es como decir el diablo. Luego me dijo Curro que aquella gitana había venido a menos después de morírsele el marido, que fue tesorero de la cofradía de Triana. Porque los gitanos tienen su cofradía. Me contaba Curro que el año pasado, cerca de la Semana Santa, cuando las cofradías estaban organizando sus procesiones, la hermandad de los gitanos de Triana no tenía todavía banda de música, y fue al gobernador a ver si podía arreglar la cosa. Porque el gobernador interviene en el orden de las procesiones. Iban cinco gitanos en comisión, la junta completa. Y los gitanos le dijeron:

—Mire usted, señor gobernador, si queda alguna banda de música por ahí.

Y él miró en un papel y alzó los hombros:

—Solo queda libre —dijo— la banda de la guardia civil. Si la quieren ustedes…

Y los gitanos fueron levantándose de uno en uno. «Hombre, señor gobernaó, parece mentira; que aquí hemos venido en amigos y pedir una banda de música no es mentarle la madre a su excelencia». Eso decían. Y los cinco fueron saliendo medio locos, y la cofradía fue a la procesión aquel año sin banda de música.

Parece que los gitanos no quieren a la guardia civil. Evitan incluso decir el nombre. A dos guardias juntos (siempre van en parejas) les llaman el 77. Y al lugar donde los guardias se alojan, «las veintisiete letras», porque —y esto lo he descubierto yo misma sin que Curro me diga nada— en esos lugares hay un letrero que dice: «Casa Cuartel de la Guardia Civil» y el letrero tiene veintisiete letras, como te digo, que las he contado yo.

Para que veas como entro en la vida del país, el otro día fui a llevarle a un zapatero remendón que hay en mi barrio un zapato para que me sujetara el tacón que se había soltado, y estaba con el zapatero un torero. Bueno, no un matador, sino un banderillero o cosa así. Y discutían de política. El zapatero era partidario de un régimen muy avanzado y el otro le preguntaba cómo se iba a regir la economía en ese régimen. El zapatero decía: «Muy fácil. Yo le hago un par de zapatos al vecino que es sastre y él me hace a mí una chaqueta. El panadero me trae a mí el pan durante un mes y yo le remiendo los zapatos de la familia. ¿Comprendes?».

—Sí; pero en mi caso —decía el otro— tú sabes cuál es mi oficio, ¿verdad? ¿Tú me haces un par de zapatos y yo te pongo un par de banderillas?

El zapatero se acaloraba, diciendo que aquello era hablar de mala fe.

Me preguntaron qué me parecía a mí y yo dije que como extranjera no debía meterme en política. Ando con cuidado en eso. Más tarde, cuando fui a buscar el zapato, el viejo artesano me dijo refiriéndose al banderillero que era un torero de invierno. No sé qué quería decir con eso. Tal vez que solo torea en Méjico, donde la temporada es en esa época del año.

Hay que tener cuidado con el género femenino de algunos sustantivos, Betsy querida. Lo mismo que en Méjico hay diferencia entre los corridos y las corridas, aquí no hay que confundir los tientos con las tientas. Los tientos son un estilo de toque de guitarra y las tientas son fiestas en las dehesas donde hay ganado de lidia. Fiestas muy exclusivas, no vayas a creer; pero a mí me invitan desde que soy la novia de Curro.

A una de esas fuimos hace poco. Por cierto que a un lado de la casa había unas toldillas, y nos sentamos a la sombra y nos dieron vino y tapas. Cerca había gitanos. En todas partes donde se come aparecen gitanos grandes o chicos. Se acercó uno de seis o siete años y se puso a bailar y a golpearse con el dorso de las manos la barba de abajo arriba muy de prisa, de modo que, entrechocando los dientes, hacían ruido como las castañuelas. Cuando terminó le preguntó Curro cuántos años tenía.

—Seis, para servirle —dijo el niño.

—No es posible, seis. En seis años no has tenido tiempo para ponerte tan sucio, chavó.

Y le dio dos pesetas.

Se acercan las fiestas de este año —faltan solo tres días— y se comentaban en la dehesa los nuevos pasos de Semana Santa y el orden de las cofradías. Parece que el año pasado el Ayuntamiento encargó a Barcelona un paso nuevo de la última cena. Como la Semana Santa se aproximaba y no llegaba el paso, telegrafiaron a la fábrica y les respondieron que harían lo que pudieran, pero que no podían comprometerse a nada. Entonces el Ayuntamiento envió dos concejales para que trajeran los doce apóstoles sin la mesa, ya que en Sevilla tenían la del paso anterior en buen uso. Los concejales vieron que las estatuas de madera estaban ya barnizadas y secas. Y entonces se las llevaron a la estación. Sacaron billetes para cada una como si fueran personas. Uno de los concejales se fue con Jesucristo a primera clase, y el otro, con los demás, a tercera. Y así acaban de llegar ayer.

Pero volviendo a la tienta te diré que estuvo muy bien y mi novio toreó un becerrito muy cute. Le aplaudieron bastante.

Hubo un incidente que tiene relación con algo que te decía en la carta anterior. No sé si te acordarás. A veces (no sé qué pasa) más valdría que no despegara los labios en público. Porque digo algo y todos me miran de reojo y se ríen bajo los bigotes. Tú verás lo que pasó. Un joven torero quería lucirse en la placita pequeña del tentadero y me dijo:

—Con permiso de Curro, ¿qué es lo que a usted se le ofrece, princesa?

Parece que quería hacer algo notable para mí. Y yo, por el afán de dármelas de entendida, porque todo el mundo en las tientas es muy experto en toros, recordé el diccionario Larousse y la suerte del parche y dije:

—Lo que más me interesa en estas fiestas es el parcheo.

—Vaya —dijo el otro con la mirada diríamos frozen (helada).

Como había un gran silencio, yo añadí, creyendo aclarar las cosas:

—Una buena faena de parcheo es lo que yo busco, camará.

Dije eso de camará porque hace flamenco. Pero Curro se quitó el sombrero, se limpió el sudor y dijo de un modo bastante desesperado:

—Por los clavos del Señor, niña; explica de una vez eso del parcheo a la concurrencia. Que ya es mucha esaborisión.

Los esaboríos y los Gilipoyas son la gente que menos le gusta a Curro. Yo expliqué lo que dice el Larousse: «Suerte de lidia que consiste en pegar un parche de colores con pez en la frente del toro». Allí hubieras visto. Todos lo comentaban a la vez. Parece que esas suertes ya no se hacen desde los tiempos de Paquiro. Y unos decían que aquello era cosa de circo y no de lidia y otros que era pamema. Pregunté a mi novio qué es una pamema y él me dijo: «Pues es una filfa».

Una filfa es lo que en los Estados Unidos llamaríamos una apariencia vana.

Pero yo entonces seguía sin entenderlo. El torero, por complacerme, puso un parche a un novillo con un abanico mojado con miel. Y después le limpió la miel al toro con un pañuelo.

Yo lo jaleaba y Curro miraba a otra parte. Jalear, de jaleo. No hay que confundir el jaleo con la jalea que se toma en el desayuno. Curro sonreía con media risita de conejo. Dice que tiene más miedo a mis palabras que a un miura.

Los miuras son los toros especiales que los toreros suicidas encargan cuando tienen contrariedades de amor. A Manolete le mató un miura, y lo he traducido al inglés el final del romance que dice así:

Ay, what a shame!

The king of toreros is dead

So that’s why the cigarette girls

And all of Sevilla is in mourning.

Are wearing blanck scarves…

Pienso sacar el copyright en los Estados Unidos, cuando vaya.

Manolete tuvo también sus contrariedades de amor, solo que aquí esas contrariedades son más deprimentes y producen verdaderos breakdowns. Así como en los Estados Unidos los amantes decepcionados se van a Nevada y se divorcian, aquí (digo entre toreros) encargan toros de Miura para hacerse matar. Y envían el retrato a la infiel. Y los poetas componen romances como has visto. Suelen dejar mucho dinero. A ese dinero del testamento del torero se le llama «el parné».

El folclore está lleno de esas cosas.

Durante la fiesta en la dehesa yo saqué el tema de los toreros americanos y hablé de Sidney Franklin. Todos elogiaron su valor y su habilidad, pero estaban de acuerdo en que los toreros americanos tienen demasiada grasa. Además, los americanos piensan que el toreo es un deporte. Tonterías. Parece que el toreo es más bien una religión antigua y una metafísica. Otro día te lo explicaré.

—¿Cuál es el mejor maestro del toreo? —pregunté yo.

—El mejor es la Gazuza —dijo un viejo.

Otro dijo:

—Eso es lo malo de Franklin, que no conoció la Gazuza.

Fíjate, Betsy, la Gazuza. Una mujer. ¿No te sientes halagada? No me extraña que hayan salido toreros como Conchita Cintrón y la Mac Cormick. La Gazuza. Yo no había oído hablar nunca de ella.

En la tienta, los jinetes llevaban una protección de cuero en los pantalones que se llaman sajones porque parece que los importan de Sajonia.

La gente bebía mucho. Para que veas como avanzo en el conocimiento del slang español, te diré los diferentes nombres que tiene aquí la borrachera según me ha dicho mi novio, que es experto: embriaguez, chispa, curda, trúpita, jumera, turca, tajada, merluza, cogorza, castaña, melopea, pítima, pea, tablón, papalina, mona, moscorra, zorra… También la llaman la poderosa. (Antes de cerrar esta carta, mi novio revisará esta lista de nombres de modo que puedas usarla si quieres para tus clases).

Ya ves que mi léxico se enriquece.

Hay muchas cosas que aprender en relación con las costumbres taurinas. A algunos toreros, cuando se visten el traje de luces, les pasa una cosa rara. Se les arruga el ombligo (yo digo que será alguna alergia), y ese es el síntoma de una neurosis que se llama la jindama. Para evitarlo se ponen una faja roja especial.

Los picadores usan una lanza que se llama puya. De ahí viene gastar puyas, que es sinónimo de chotear. (El choto es un toro joven). A nadie le gustan las puyas. Al toro, tampoco.

A los toros, cuando son completamente negros, les llaman reberendos (con b), y no comprendo por qué; como no sea porque también los sacerdotes van vestidos de negro, y que ellos me perdonen. Así se dice «el toro era reberendo en negro».

Mi novio me da un poco la impresión de un toro como el que el rey Gerión envió al rey Minos de Creta. A veces se le levantan dos ondas en el pelo como cuernos. Pero cuando yo se lo digo se pone furioso como un toro. Yo me río y él se enfada más. Hasta que le digo:

—Cuanto más rabioso te pones, más me gustas, chavó.

Eso de chavó es aquí como honey en los Estados Unidos. Una palabra cariñosa. Cuando la digo se ríe y se le acaba la furia.

Aquí los cuernos son tabú. En el país de los toros. ¡Quién iba a pensarlo! Pero es que eso lo relacionan con la fidelidad conyugal.

Hay un pueblo cerca de la provincia de Málaga, hacia el mar, cuyo santo patrón es San Lucas, que por tener como símbolo en los evangelios un toro es el santo de los maridos cuya mujer (figúrate qué inocentes supersticiones) se vuelve rana la noche de San Juan.

El día de las fiestas hay una procesión y llevan la estampa de ese santo en lo alto de un palo de doce o quince metros de largo. Pues bien, los maridos salen a las ventanas con escopetas y le disparan tiros gritando al mismo tiempo los mayores insultos.

Todo eso para evitar que la noche de San Juan sus esposas se conviertan en ranas.

¿No son formas folclóricas encantadoras?

Cuando acaba la procesión parece que no quedan del santo patrón del pueblo sino dos o tres hilachas del lienzo, colgando.

Y todavía lo insultan desde los balcones diciéndole cosas afrentosas en relación con el sexo.

El amor aquí responde a eso que llamaríamos erotismo fatalista. García Lorca ha escrito bastantes poemas de ese carácter.

Por cierto que en la tertulia a donde vamos Curro y yo se habla de todo, y el primer día que fui con él me llevé una sorpresa. Curro es una persona bastante culta, aunque no lo parezca. Más que culta, diría yo. Como lo oyes. La tertulia es una costumbre adquirida en este país desde los tiempos de Tertuliano que les dio el nombre (esto es obvio, claro). Curro habló de muchas cosas de las cuales yo no creía que supiera nada. Después me dijo que realmente es un ignoramus, pero lleva toda su vida asistiendo a las tertulias de gente de arte y de toros y de letras, y oye hablar a los unos y a los otros y «coge la almendrilla de la cuestión».

Cuando llegamos a la tertulia discutían de mujeres. En los periódicos del día había una estadística según la cual hay en España siete mujeres por cada hombre. Uno que estaba en un extremo de la tertulia, con el sombrero caído sobre un ojo, dijo:

—Zi ezo e verdá, argún hijo de zu madre debe tené catorse.

Con eso quería decir que él no tenía ninguna. Pobrecito. Un sex starved. En aquella tertulia aprendí que las pocas mujeres que salen solas de noche todas son estudiantes. Eso está bien; quiero decir que me gusta que sean ellas quienes dan la norma de independencia. Son señoritas (según decían) que hacen la carrera.

En la tertulia se hablaba de poesía y alguien recitó los versos que en Yerma dice la casada estéril al bebé de una vecina. Los otros escuchaban y torcían el gesto:

—Ese no es Federico —decían.

Entonces mi Curro se ladeó el sombrero y recitó:

La muerte me está mirando

desde las torres de Córdoba.

—Ese es —dijeron dos o tres a un tiempo.

Mi novio añadió:

Por el cielo va la luna

con un niño de la mano…

—Ahí le duele —dijo otro.

Ahí le duele es lo mismo que to be right. Y se dedicaron a recitar al verdadero Federico y a decir cuál era el falso. Luego hablaron de la trágica muerte del poeta que escandalizó al mundo entero. Alguien dijo: «Pobre Federico, un muchacho tan delicado. ¡Qué mal trago debió de pasar en los minutos anteriores a la muerte!». Y Curro, mi Curro, dijo que no; que Federico mismo, después de pasar la noche en una sala del cuartel con algunos guardias civiles, al ver que amanecía, se levantó de la silla, se cruzó la chaqueta y, mientras se abrochaba con un gesto bastante torero (yo sé qué gesto es ese de abrocharse la chaqueta a lo torero, porque Curro también lo hace), dijo; «Vamos, señores, cuando ustedes quieran». Y uno de la tertulia se echaba el sombrero hacia la nuca y añadía:

—Eso es como el espada cuando sale a los medios; se quita la montera y dice al público: «Vaya por ustedes, señores».

—El toro era miura —dijo alguien, y todos callaron respetuosamente.

Estaban de veras tristes, pero no tardó en llegar un individuo que escribe novelas y de vez en cuando viene a leer un capítulo a la tertulia. Cuando aparece, todos se alegran, dan voces y piden botellas.

Leyó un capítulo bastante aburrido, y los otros escuchaban, algunos guiñándome de vez en cuando el ojo. El que leía llegó a un lugar donde decía: «El marqués entró en la habitación y saludó: “Buenos días, señores”».

Mi novio Curro alzó la mano y dijo:

—Alto ahí, amigo. Tendrá usted que confesar que eso lo ha cogido de otro escritor. Porque yo lo he leído en una novela de Víctor Hugo.

Los otros estaban de acuerdo con Curro. Aquello de «buenos días, señores», lo habían leído en alguna parte. «Mejor será que lo cambie», le decían. El lector juraba que era suyo y mientras se disponía a seguir leyendo, los otros pedían más botellas. Yo no comprendo. La verdad es que la frase no merece la pena y puede ser de cualquiera, ¿verdad?

Después alguno sacó el tema de Freud. Nada menos. El que sacó el tema es un muchacho poeta que creo que se llama Quin. Es gitano por parte de su tía Nicanora —dice— y rubio como las espigas. Cosa rara. El hombre que no tenía ninguna mujer dijo una serie de cosas que estaban muy bien. Según él, las teorías de Freud no tienen partidarios en España, donde cada uno hace lo que quiere desde antes de salir del vientre materno. Discutieron aquí y allá, y el gitano rubio y poeta contó este cuento, que tiene mucha sustancia, como verás: Una mujer va al médico analista y le dice: «Me atacan los pájaros». El médico se frota las manos de gusto. Un caso bien claro. La atacan los pájaros. Y le da cierto tratamiento. A los tres meses, cuando cree que está curada, ella le dice: «Me atacan los pájaros todavía». Sigue el tratamiento, y algún tiempo después la muchacha se queja de lo mismo. Todavía la atacan los pájaros. Luego sale ella con el médico y al cruzar el parque, los pájaros se descuelgan de los árboles y la atacan de verdad. Con esto terminaba el cuento, y mi novio, aunque no creo que estime mucho al poeta rubio, le daba la razón y decía:

—Esa es la almendrilla (the little kernel) de la cuestión.

Esos tertulianos me dan la impresión de una especie de genios analfabetos, la verdad. Bueno, esto de analfabetos lo digo en broma. Todos saben leer y escribir. Yo quería saber la interpretación que el Curro daba al cuento de los pájaros y le pregunté, y entonces él me dijo que la niña no tenía necesidad de ir al médico, sino de comprarse una sombrilla y liarse a golpes con los pájaros o bien dejarse comer por ellos de una vez. No estoy segura de haber entendido, pero esa reacción a mí me parece bastante fina. ¿No crees?

Aquí la gente es de una ignorancia muy sabia. Para darse cuenta hay que atrapar todos los matices. Es lo que me pasa a mí ahora. Y no hablan nunca en serio. A propósito: ayer sonaron horas en la catedral y Curro me dijo que el reloj estaba estropeado porque había sonado la una tres veces seguidas. Yo creía que era verdad, pero luego caí en que el reloj había sonado las tres. Mi novio gasta muchas bromas con las cosas del tiempo. También dice que lleva su reloj doce horas adelantado. Doce horas, ¿tú comprendes?

Pero no entiendo todas las bromas. Y por eso tomo precauciones. Por ejemplo, cuando bebemos manzanilla y nos dan tapas, yo evito las de queso, porque está convenido entre los andaluces bromear con el que come el queso, y a eso llaman dárselas —las bromas— con queso.

Como ves, voy entendiendo las cosas. Pero las dificultades que me ha costado solo yo las sé. «Dárselas con queso». Figúrate. ¿Quién va a imaginar una cosa así?

Pero quiero contarte otra excursión que hice para que veas que aprovecho el tiempo por él lado de la cultura formal y que no todo han de ser juergas flamencas.

El sábado último fuimos a Carmona Mistress Adams y yo, solitas. Carmona es una ciudad antigua de Andalucía y hay una necrópolis romana. Para ir apalabramos un taxi. Habíamos quedado en salir a las dos, pero eran las dos y media y todavía aguardábamos.

Por fin llegó. Salimos en seguida para Carmona.

El chófer alzaba una ceja, pisaba el acelerador y decía, volviéndose a medias hacia nosotras:

—Podridita que está la carretera.

Me preguntaba Mrs. Adams y yo le traducía: «La carretera, que está podrida». Ella miraba por un lado y hacía los comentarios más raros. ¿Cómo puede pudrirse una carretera?

Es Carmona una ciudad toda murallas y túneles, la más fuerte de Andalucía en los tiempos de Julio César. Y fuimos directamente a la necrópolis. Un chico de aire avispado fue a avisar al guarda, que era un hombre flaco, alto, sin una onza de grasa, con el perfil de una medalla romana. Aparentaba cincuenta y cinco años. «A la paz de Dios», dijo cuando llegó.

La necrópolis es la más hermosa que he visto en mi vida. Ya dije que Mrs. Adams se da importancia de arqueóloga. Todo quería saberlo antes y mejor que el guía. No por nada, sino porque el hombre llevaba en la cara la sombra de una barba de dos o tres días, y para una americana un hombre en esas condiciones no merece respeto. El guía, con la mano en la cadera y un poco inclinado hacia adelante, la dejaba hablar y después decía:

—Es posible que tenga usted razón. Pero otras personas dicen…

Y entonces colocaba su versión, que, naturalmente era la verdadera, porque el hombre fue instruido hace años por el inglés Mr. Bonsor, que hizo a su costa las excavaciones.

A pesar de su edad, también aquel guía era sugestivo, con su perfil entre romano y tarteso.

Descendimos por unas escaleritas casi verticales como si bajáramos a un pozo. En un lado había un conducto grabado en la roca —como una chimenea pequeña— que iba a parar a un sepulcro de una familia rica. Y Mrs. Adams decía:

—Esto es para el humo, porque los romanos venían a visitar a sus muertos y como en invierno hacía frío encendían fuego.

El guarda escuchaba tranquilo y luego añadía:

—Es posible. Pero otras personas dicen que ese caño iba al libatorium y que por ahí echaban vino hasta la pileta que hay abajo, porque a los romanos les gustaba el trago que era una demencia. Hasta después de muertos.

Afortunadamente, no había por allí Hércules grandes ni pequeños.

El guía señalaba un panteón. Entrábamos en él y explicaba:

—Este se llama el panteón del banquete fúnebre a causa de las pinturas del techo. El de al lado es el de Postumio; el de enfrente, el de la Propusa. Allá está el altar de los manes, y más acá, el de los lares.

Mrs. Adams se ponía a buscar los lares en las urnas cinerarias, y el guarda le decía:

—No, señora. Los lares están al descubierto, más acá. Esas urnas que están a la entrada de la tumba son las de los criados, porque hasta después de muertos los señores de entonces necesitaban tener criados a la mira, por si acaso.

—Estas otras urnas más pequeñas son de infantes, digo de párvulos —se adelantó Mistress Adams.

—Es posible, señora; pero otros dicen que son también de criados. Y así debe de ser, porque los romanos no quemaban a los niños, sino que los enterraban enteritos. Era costumbre. ¿Saben ustedes? Había un gobernador un poco metido en edad que le llamaban Luxinos y que vivía en Carmona. Se venía para acá muchos días a rezar a los lares de su familia, que los tenía allá en aquel nicho. En invierno se sentaba en aquella banca de piedra cara al sol, y en verano, en la de enfrente, a cubierto del muro y a la sombra. Y sobre las dos bancas había un emparrado que trepaba por aquellas columnitas. Las uvas eran para atraer a las abejas, que los romanos las estimaban en estos lugares porque eran los símbolos de la eternidad. Eso es.

Como nadie decía nada, el guía añadió:

—Se daban buen vivir los romanos hasta después de la muerte. Y ese gobernador Luxinos era muy estimado, porque era el que alumbraba los vellerifes.

(Creo que eso de alumbrar los vellerifes quiere decir encender la antorcha en los juegos olímpicos).

Vimos el crematorio público y luego algunos otros particulares de los panteones ricos. Frente al crematorio general había unas sepulturas muy antiguas, y aunque tenían lápidas romanas, había en ellas influencia etrusca y también púnica. Eso decía el guía con la mano en el anca. Yo apuntaba eso de «alumbrar los vellerifes» para preguntarle a Curro qué quiere decir. Porque no estoy segura de que sea verdad lo que te he dicho de la antorcha.

—¿Quiénes eran los etruscos? —preguntó Mistress Adams para ver si el guía sabía lo que decía.

—Pues algunos dicen que era un pueblo muy mañoso para el arte y también valiente en la guerra, que vivía donde ahora está una ciudad que llaman Florencia. Eso es según mi pobre entender. Y los púnicos eran la gente morena del Africa que andaba siempre buscándoles camorra a los romanos hasta que una familia, que llamaban los Escipiones, les cogió el tranquillo y acabó con ellos.

Añadió que todo el mundo andaba entonces dividido en favor de los unos o de los otros.

—¿Y usted de parte de quiénes habría estado? —preguntó Mrs. Adams—. ¿De los romanos o de los cartagineses?

—Ah señora; en eso yo me lavo las manos como Herodes.

Mrs. Adams cogió el error al vuelo y dijo que no era Herodes, sino Pilato. Y el buen hombre añadió sonriendo:

—Señora, Herodes se lavaría las manos también alguna vez, digo yo.

Mrs. Adams comprendió que el guía la trataba con la lengua en la mejilla, como decimos nosotros, y se ruborizó un poco, porque ella, como tú sabes, es atrevida y tímida al mismo tiempo.

El chófer se había acercado y decía al guía:

—Mucho ha estudiado usted.

—No; no sé de letras. Es que he andado con hombres que saben, y algo se pega.

Intrigada, Mrs. Adams miraba la gran lápida de una tumba incrustada en un muro natural. Estaba bastante alta, a quince metros más o menos del suelo. Y la lápida decía en latín: «Servilia, muerta a los veintidós años de edad», con hermosas letras grandes. Debajo, en el centro, había dos iniciales: «P. D.». Como siempre, Mistress Adams se adelantó a decir que servilia debía de ser una esclava sirvienta y que las iniciales de abajo debían de significar algo agradable, aludiendo tal vez a sus buenos servicios. El guarda se ladeaba un poco el sombrero y decía:

—Otras personas creen sin menoscabo para el parecer de la señora que esa familia de Servilia era una familia rica, medio pariente de un general que se llamaba Galba y que mató en una noche, por engaño, a más de nueve mil extremeños, allá hacia la parte de Mérida. Fue un jollín de órdago. Y la P y la D que hay debajo quieren decir Pater Dedicavit. Porque la niña era la hija.

Luego añadía que la parte interior de los panteones era llamada columbario porque, con tantas hornacinas en los muros, parecía un palomar con un nido en cada nicho. Y luego, delante del crematorio general, explicaba:

—Los romanos ponían ahí trece capas de palos de olivera y encima el cuerpo que iban a quemar. Trece capas. Todo lo que se relaciona con la muerte lleva el número trece, desde los tiempos de la Nanita.

Había en el centro una mesa de piedra, y alrededor, algo parecido a lechos o divanes de mármol en distintos niveles. Mrs. Adams se adelantaba a explicar que aquellos se llamaban tricliniums y que estaban en diferentes niveles para ser ocupados según la importancia del individuo. El guía aclaró, como siempre:

—Otros dicen que aquel diván de mármol se llamaba lectus summus; el que le sigue hacia abajo, lectus medius, y el de más allá, lectus imus. La misma persona se sentaba en ellos, es decir, se reclinaba según el plato que le servían. Y en esa mesa delante ponían toda la comida y la bebida. Ya por entonces había manzanilla y montilla y jerez fino como ahora.

Yo dije entre dientes a Mrs. Adams: «Me parece que se ha perdido usted algunas ocasiones magníficas para callarse». Y añadí, dándome cuenta de que iba demasiado lejos: «Y yo también, claro». Ella alzó la nariz y no volvió a dirigirme la palabra hasta que volvimos a Sevilla. El guía a veces sonreía mirándome a mí, como si dijera: «Ya sé que usted es una persona de otra clase».

—Esto —añadía— se llama el campo de la cantera. Más allá, en la colinita, está el de los olivos, y esta parte detrás de nosotros es el mausoleo circular. Vean ustedes aquí el vestiarium.

Como todos los españoles, el guía no diferenciaba la v de la b y parecía decir bestiarium.

—Aquí —dijo Mrs. Adams— enterraban a las bestias familiares, ¿verdad?

—Parece que no, señora, porque era el lugar donde se vestían para los oficios fúnebres.

Mirando otro conducto pequeño abierto en la roca viva, Mrs. Adams decía para mostrar que había aprendido su lección:

—Esto es el libatorium.

El guía se ponía grave para decir:

—No, señora; esta vez es lo que pensaba usted antes: la chimenea para el humo. Porque esta es la culina, es decir, la cocina donde se guisaban los banquetes funerarios.

Yo me acordé de Herculito y disimulé la risa. El guía añadía:

—Se traían cada cocinero de Sevilla que para qué les voy a contar. Igual que entonces, hoy los buenos cocineros vienen de Sevilla. Son los que mejor arreglan el alpiste.

Pero de Galba decía que era un mal bicho. A todas las cosas que se mueven las llaman bichos los andaluces. Una oruga es un bicho, un toro es un bicho, una persona mala es un bicho. Eso hace las cosas confusas. Mrs. Adams cree que cuando dicen bicho quieren decir bitch, y, como es natural, no le gusta oír esa palabra que suena en sus oídos todo el día.

Al salir de la necrópolis vi que junto al camino estaba el chófer hablando con el pilluelo que había ido a avisar al guía.

—¿Cómo te llamas? —le preguntaba.

—Yo no me llamo nunca. Me llaman.

—Ya veo. ¿Tienes novia?

—No, señor. Se tiene ella solita.

—¿Naciste en Carmona?

—Eso dicen, pero no me acuerdo. Era yo muy pequeño.

Se veía que se burlaba de nuestro chófer, y este, que comenzó a enfadarse, le dijo:

—Oye, niño, y en este pueblo, ¿qué hacen con los hijos de p.?

—Los mandan a Sevilla y los hacen chóferes de taxi.

Ellos no sabían que yo los estaba escuchando. Lo que respondió el chófer yo no lo pude entender, porque cayó en esa especie de paroxismo que aquí la gente culta llama «cabreo» cuando se trata de hombres y «berrinche» si se trata de mujeres y niños.

A propósito del berrinche, no puedo menos de recordar el que pasó la señora Adams el otro día cuando fuimos a Cádiz. Fuimos ella y yo solitas. Y al volver me iba Mrs. Adams hablando de que todos los viajeros que había en el departamento eran contrabandistas, porque hay mucho contrabando entre Cádiz y el puerto libre de Tánger. Según ella, todos los que volvían de Tánger traían cosas escondidas. El vagón iba lleno, y al lado de Mrs. Adams había un inglés con largas piernas y una gorrita de visera a cuadros. De la red de equipajes, que estaba llena de paquetes, cayó una gota de un líquido amarillo en la mano de Mistress Adams, quien la olió, la lamió, la saboreó un momento y preguntó al inglés, pensando que era whisky de contrabando:

—Scotch, ¿eh?

El inglés, volviéndose hacia ella, dijo muy serio:

—No, señora. Fox terrier.

Luego disculpó al animal diciendo que era un puppy todavía.

Ahí fue donde Mrs. Adams tomó o cogió —no sé exactamente cómo se dice— el berrinche.

Las cosas que veo y oigo no tienen fin, y si fuera a apuntarlas todas, necesitaría diez cartas como esta. Pero todo se andará. La semana próxima vamos a salir Curro y yo de excursión hacia Algeciras, con el coche de la señora Dawson, que me lo presta. Ya te contaré en mi próxima.

A propósito, aquí la mujer no debe preguntar a su novio por otro hombre; es decir, no debe interesarse más que por su novio. Yo le pregunté a Curro si Quin (el gitano rubio) era un verdadero poeta, y Curro me miró a los ojos y sonrió sin responder. La misma sonrisa de Otelo, amiga mía.