Carta VIII
Dices que no entiendes algunas palabras coloquiales. A partir de ahora te las explicaré (las que pongo en español en mis cartas). Si me acuerdo, querida.
Como puedes suponer hace ya tres meses que soy amiga de Soleá, la que se arrojó al pozo en un pronto o sopetón. Tenía una neurosis, cuyo nombre técnico es en español la guilladura.
Ayer pasé la tarde con Soleá. Por cierto que antes había estado en casa oyendo una canción americana de radio y se me había quedado en la cabeza esa canción que dice:
I’ve got you under my skin…
(Te has metido debajo de mi piel…).
Oyéndola me acordaba de los perforantes de Curro.
Entre paréntesis, Quin y Curro no habían vuelto a encontrarse ni en el café ni en los patios de nuestros amigos. Yo creo que se evitan razonablemente aunque solo sea por respeto a mí, es decir, a mi buena reputación. No es discreto que dos enamorados rivales peleen como tigres en medio de la calle. Y a mí ni me gusta ni me favorece. (Aunque confieso que es una novedad y que en Pensilvania una muchacha no es fácil que conozca experiencias como esa). Pero ya te digo que yo no la quiero.
La mujer que hace las faenas en mi casita dice que yo soy una hembra cabal, porque solo me baño de vez en cuando. Para ella bañarse demasiado no es decente, y, además, ¿cómo pueden ser tan sucios algunos americanos que necesitan bañarse cada día? Eso dice.
Su marido es un marrullero, según Curro. No sé qué profesión será esa. Tal vez no es profesión, sino solo rasgo de carácter. A veces me equivoco en eso, todavía. Carmela, la niña de mi vecina, a quien le pregunté, dice que un marrullero es un vendedor de gatos y perros a plazos. No lo creo. Pero con su media lengua todo lo responde esa niña. El otro día, cuando iba a salir, vino y me dijo abrazándose a mis piernas:
—¡Lléveme con usted!
—¿Adónde?
Había una luna grande en el balcón.
—A la luna para ver desde allí los soldados de Cataluña.
Habla también por medias coplas, a su manera. Otras veces dice que la lleve al fondo del mar a buscar las llaves. ¿Qué llaves?, me digo yo. Supongo —es decir, sé positivamente— que es otra canción.
Soleá no toma vino. A mí me ofreció leche fría cuando llegué, pero he oído decir que en España la leche es peor que nunca y que desde hace veinte años la mala leche ha causado más de un millón de muertos. Eso dicen.
¿No crees que debería intervenir la sección de salubridad de la ONU?
Soleá tiene unos treinta y cinco años, y al caminar parece que baila. Caminar es un arte, como te dije. En los Estados Unidos no sabemos nada de la cimbreación —así se dice, creo—, ni de mover la faldita a un lado y al otro con gracia para «sembrar campanillitas de plata», como dice la canción.
Soleá tiene una sobrina en su casa que no debe de tener más de catorce años, es muy linda y acaba de llegar de la aldea. Soleá me dijo que los primeros días la muchacha al ir al retrete y hacer correr el agua salía pidiendo auxilio, asustadísima por el ruido. Y es que en las aldeas las gentes son bastante atrasadas. No creo que mejoren, porque se están mano sobre mano como los orientales, en un estado filosófico muy parecido al nirvana que se llama la murria.
Pregunté a Soleá si era verdad que se había arrojado al pozo. Ella se puso colorada y dijo que sí. Luego añadió:
—Vaya, esas cosas no se preguntan, pero ya que es usted de las Californias y no comadrea con mi gente se lo diré. Pues… mi novio me castigaba, se iba con otras mujeres, llegaba tarde y cuando yo le reñía me respondía: «Todavía no nos hemos casado, niña, y cuanto más gritas más se me pasan las ganas». Lo quería yo más que a mi vida al condenado. Cuando me convencí de que no era nadie para él me entró el cenizo. Aquella noche habíamos estado en un cine al aire libre y había una mar que no era la mar y era la mar, y al volver a casa me fui al patio y…, bueno, lo del pozo ya lo sabe usted.
—¿Es verdad que vio en el fondo escrita la fecha de su muerte?
—¿Dónde iba a estar escrita esa fecha? Esas son tonterías que dice la Nena. Lo que me pasó es que en el pozo, al sentir tanta negrura, comprendí que la muerte consistía en eso: en ser tragada por las sombras. Y cuando me sacaron del pozo yo dejé abajo el cenizo para siempre. Y salí muy aprendida. Lo primero que aprendí es que la muerte la llevamos pegada al pie. De veras, en la sombra. Y va y viene con una. Mirando mi sombra un día, el 23 de octubre, vi que se ponía pálida y que temblaba. Estando yo quieta temblaba mi sombra. Aquel día me dio un patatús (nombre científico del desmayo, Betsy) y vi como en un sueño mi propio entierro, solo que la gente del duelo tocaba las castañuelas. Desde entonces yo imagino que muerte y boda tienen algo en común y por eso Juanito y yo nos casamos el día 23 de octubre. Eso es.
—¡Qué romántico! El aniversario de su muerte.
—Cada año celebro yo al mismo tiempo el aniversario de mi muerte futura y el de mi boda pasada. Ese día 23 de octubre mí sombra tiembla y yo me desmayo con el menor motivo. Algunas personas se han enterado de todo ese bruje-río mío, han venido a preguntarme por el aniversario de su muerte también y me ofrecen veinte y hasta cincuenta chulíes. (Un chulí es cinco beatas, Betsy, y lo mismo que la beata, el chulí es una moneda antigua que usan los gitanos todavía). Veinte chulíes me ofrecen, pero yo digo nanay. (Quiere decir ese nanay que ya lo pensará).
—El 23 de octubre. ¿Y de qué año?
—Ah, eso no lo sé gracias a Dios. Si supiera el día y el año sería como si el cenizo saliera del pozo y me siguiera por la calle otra vez. Dios no lo quiera.
Yo la imaginaba caminando por el parque de María Luisa y el cenizo detrás, mitad perro y mitad hombre, con pelos grises caídos sobre los ojos.
Son felices ahora Soleá y Juan, aunque no tienen hijos. El único defecto de Juan es que trasnocha y se recoge a dormir muy tarde. Ella le dice:
—¿Por qué no vienes más temprano?
Y él responde:
—Son las cuatro de la mañana, Soleá. ¿Te parece que no es bastante temprano?
Ayer me había citado con Curro en casa de Soleá. Necesitaba yo una amiga como ella aquí, digo una amiga indígena. Al verme llegar Soleá, se asustó un poco y dijo que Quin iba a presentarse en cualquier momento. «Figúrate si Curro y Quin coinciden», añadió muy pálida. Coincidieron precisamente en el zaguán (palabra árabe, zaguán) poco después. Yo estaba alerta y pensaba: ahora sí que se hunde el firmamento. Corrí al segundo piso a mirar desde un ventanuco disimulado que hay en el suelo y que se abre levantando un ladrillo (costumbre muladí, ese ladrillo movedizo, Betsy). Primero llegó Curro, y mientras se frotaba los zapatos en la esterilla apareció Quin.
El diablo había intervenido en aquello.
Quedaron mirándose. A mí me palpitaba el corazón arriba, en el ventanuco.
—Hola —dijo Quin con una voz así como resfriada.
—Ya veo que los mengues no pierden el tiempo —contestó Curro.
Miró Quin alrededor a ver si había alguien por las cercanías y dijo:
—Es verdad que los mengues nos reúnen a usted y a mí solos. Esta vez no se va a interponer nadie.
—¿Se alegra usted o no?
—Esa es más bien una cosa para decirla otro día.
—¿Qué día?
—Pasado mañana después de misa. Por lo pronto aquí estamos solos.
—Solos como la una.
—Como las dos, diría yo.
Desde mi ventanuco muladí pensaba yo: como las tres. Aquel era el momento de armarse lo que llaman «la de Dios es Cristo». Curro sonreía con la mano en el bolsillo, pero no sacó la pistola, sino la tabaquera —quién iba a pensar—, ofreciendo un cigarrillo. Le temblaba un poco la mano.
—Los abejorros de cualquier color —dijo con la voz todavía alterada— pueden vivir al mismo tiempo. Flores hay en el mundo para todos. Y si a los dos se les antoja la misma pues no vamos a matarnos por eso. El antojo pasa y tal día hará un año.
Yo no acababa de creer lo que oía, Betsy. No solo no se mataban, sino que bromeaban: «tal día hará un año».
—La verdad es que yo tenía otra idea de usted, Currito —dijo Quin cogiendo el cigarrillo y encendiéndolo—. Creí que era usted más echao p’alante.
—En eso le han dicho la verdad y cualquier hora es buena para demostrarlo. Pero los valientes mueren jóvenes o van a gurapas. (Gurapas creo que es un campamento militar en Marruecos, Betsy). Yo querría llegar a viejo si es posible, Quin, y morir en los noventa. Bueno, mejor sería no morir de ninguna manera, ni viejo ni joven. ¿Para qué? Esa es una cosa que no tiene utilidá, digo, el morirse. ¿Qué saca nadie con eso?
Callaban los dos. Quin sonreía de medio lado y Curro añadió: «La única que saldría ganando sería la hembra que se sacaría su realce. Con nuestra sangre se sacaría su realce».
El realce no sé lo que es. Tal vez llaman así al dinero del seguro de vida y es probable que Curro haya hecho uno a mi nombre y que no me haya dicho nada hasta ahora por delicadeza. Entretanto hablaban como si tal cosa. Confieso que estaba decepcionada. Curro le puso la mano en el hombro de Quin y le soltó un discurso:
—Usted sabe, Quin, que no llegaré a viejo, porque si me tocan al querer me dan unos prontos que el corazón se me sube al garguero y la mano se me va sola a la faca o al revólver. En eso no le había mentido a usted. Pero no se lo han dicho todo y quien se lo va a decir ahora toíto soy yo. Quiero a Nancy y ella es mi amante. La quiero como ella merece, ni más ni menos.
Yo pensaba: ¡viva tu madre! (Ahí es donde va bien esa exclamación y no donde tú la ponías en tu carta, Betsy).
—Eso es —seguía Curro—. Yo la camelo y me siento orgulloso de Nancy. Es una gachí de mistó. (No estoy segura, Betsy, pero la palabra tiene la misma raíz de misticismo y de mist, niebla). Merece todo lo que pueda merecer una niña de las Californias.
—No digo que no.
—Hay que diquelar. (Eso quiere decir mirar astutamente a través de los diques de la personalidad, Betsy).
Hizo una pausa Curro y luego añadió:
—Pero hay mujeres y mujeres. Las niñas de las Californias no son como las que se estilan aquí. Ellas tienen sus costumbres, van y vienen con su libertad… Una mijita demasiada libertad, digo yo…
—Prejuicios, Curro. Nadie en el mundo tiene esos prejuicios más que los españoles.
Mi novio alzó la voz:
—Calle usted, que no he terminao. Lo que voy a decir es que yo la quiero, pero no me mato con nadie por una hembra que cuando la conocí estaba sin su flor. Ezo es. Yo tampoco me caso con ella. ¿Está claro? ¿Lo entiende o no?
Quin enseñaba los dientes y decía:
—¿Qué más da la flor o no la flor?
Estaba helada yo, escuchando. Curro no se casaría conmigo porque cuando me conoció no tenía yo mi flor. ¡Quién podría imaginar en los Estados Unidos una cosa así! Corté un clavel de una maceta que tenía al lado y me lo puse en el pelo. Desde aquella revelación tartesa oída por un ventanuco yo llevo siempre una flor en el pelo, no porque quiera que Curro se mate con nadie ni tampoco porque yo tenga el propósito de casarme con él (tú sabes que dejé un medio novio en Pensilvania, a quien, por cierto, debes dar a leer estas cartas, ya que ha seguido siempre interesándose por mí). Tú ves la importancia que tienen las flores para estos turdetanos —iberos— ligures. No hay más remedio que aceptar lo que dice Elsa sobre las entidades estéticas de Andalucía. Cuando me conoció Curro estaba yo sin mi flor, es decir, que no llevaba la flor de las mocitas andaluzas en el pelo. Te aseguro que si pongo este incidente en la tesis, aunque lo desarrolle con el genio de Aristóteles, no me creerá nadie en los Estados Unidos. Estoy tentada, porque tal vez mi tesis se convertiría entonces en un tratado de costumbres. En todo caso y en aquel trance, perdía yo mis temores, Betsy, y a veces me daban ganas de reír. Te digo, sin embargo, que viendo a los dos rivales reconciliados estaba bastante confusa. Ahora mismo me acuerdo de la noche de los nardos, y de los caracolitos trepadores, y la luz en la ventana, y el abejorrito rubio volando alrededor; y es el erotismo fatalista que vuelve a mi sangre.
¡La importancia que pueden tener las flores entre estas gentes! Yo diría que es un sentimiento religioso atávico, desde la prehistoria. Decadentes no lo son, insisto. Aunque hay un pueblo cerca de la vieja Tharsis donde los hombres tienen fama de afeminados y cuando fui con Mrs. Adams ella preguntó a un guía si era verdad que lo eran y el guía respondió (no creas que lo invento):
—Señora, en eso sucede igual que en todo. Como presumir presumen muchos, pero serlo lo somos muy pocos.
Yo me quedé asombrada. Ya ves, Betsy. Cuando el guía hablaba así tal vez fuera cierto. Aunque André Gide dice en Corydon que España es el país del mundo donde hay menos homosexuales. Yo lo creo, porque aquí nadie tiene la preocupación formal y exterior de la hombría. Y cuando se tiene esa obsesión es lo que yo digo: I smell a rat. ¿No crees? En América hay esa obsesión y ya ves lo que dice el Kinsey report. Con esto no quiero decir nada.
Como te digo, los dos rivales, en cuanto se encontraron a solas y sin compadres que los separaran, se trataron como amigos. Viéndolos yo desde el ventanuco del techo se podría decir con el poeta Manuel Machado, a quien estoy leyendo:
Currito y Joaquín,
mirándose sin
rencores,
en vez de pelear,
pusiéronse a hablar
de flores.
Bueno, los versos no son exactamente así. El poema de Manuel Machado comienza de la siguiente manera:
Pierrot y Arlequín,
mirándose sin
rencores,
después de cenar,
pusiéronse a hablar
de amores.
¿Cabe cosa más peculiar? Y yo, pobre Colombina en el ventanuco muladí. Ahora recuerdo también esa canción castellana que dice:
… yo la vi y ella me miraba
y en la mano llevaba una flor.
Esa muchacha de la flor en la mano era una novia prudente, y en cambio yo… Bueno, cuando Curro me conoció no llevaba flor alguna. Como ves, aquí no debe ir nunca una mujer sin su flor.
Estaba yo atenta a las reacciones de Quin, pero el que gritaba más era Curro:
—¡Yo no me acaloro por una mujer que no reúne ciertas condiciones! Y no hablemos más del caso aquí, en este lugar, que no vale la pena. Si quiere seguir discutiéndolo, puede ir más tarde al casino, que allí estaré sobre las once.
Quin no va nunca a ese casino. Dice que es «donde salta la liebre», porque hay un refrán que dice: Donde menos se piensa salta la liebre. Y según Quin es aquel casino el lugar de Sevilla donde menos se piensa. Esto es un juego de palabras un poco satírico.
En aquel momento yo le habría preguntado a Curro qué flor era la que prefería para tener una fresca y nueva cada día en el pecho. Pero el poeta rubio seguía discrepando:
—A mí eso de la flor me tiene sin cuidado, Curro.
—Lo que pasa es que no dice la verdad. Al fin es usted andaluz y flamenco y antes se casaría, lo mismo que yo, con una mujer fea, pero que tuviera su flor, que con Nancy. Yo la quiero a Nancy, pero no para madre de mis chavales. Y usted no se interesa poco ni nada por ella. A los artistas les pasa lo de la copla:
Tengo un sentir no sé dónde
nacido de no sé qué,
y se me irá no sé cuándo
si me cura no sé quién.
Yo me pregunto una vez más, Betsy: ¿cuál será la flor de Curro? ¡Hay tantas en Sevilla! Esta ciudad es un verdadero vergel y sería difícil elegir entre las que tienen Soleá y Juanito en su huerta: tulipanes, claveles, rosas, magnolias, rododendros, gladiolos, lirios, violetas, alelíes, azucenas, nardos, jacintos, asfodelos, jazmines, narcisos, clavelinas, orquídeas, dondiegos, peonías, anémonas, amapolas, camelias, margaritas, nenúfares, pimpinelas, miosotis, azahares, mimosas, siemprevivas, madreselvas, pasionarias y otras muchas todavía. ¿Cuál de ellas será la que prefiere Curro? Cuando escribo estos nombres me mareo como si percibiera todos los aromas juntos, y, además, los nombres suenan como cascabeles. Todo es así en casa de Soleá. El marido de Soleá se llama Juan y suele ir con un carrito por la calle pregonando:
Llevo un carmen en er carro,
clavelinas, azucenas,
rositas de olor y nardos.
Y luego, después de un ratito, añade: Al bonito funerá de las criaturas der Señor… Y del carro tira un burrito con sombrero de paja y alamares como un banderillero. Eso del funerá es porque tiene Juan en un lado del jardín de su casa un cementerio de gatos, perros y canarios, es decir, de pets. Y fabrica unos ataúdes para los canarios muy graciosos. En el cementerio les pone su nombre en una tablita y todo. Ya ves. ¿A quién se le ocurriría en los Estados Unidos fabricar ataúdes para los canarios? Con esto y algún jornal en los jardines públicos o privados y la venta de sus flores marcha como un sultán. Así dice él.
Curro dice que Juan tiene pesquis. Lo dice tocándose la cabeza. (Pesquis creo que es peluca falsa). Lástima, porque Juan es un hombre hermoso.
Pero perdona la divagación. Es que cuando me acuerdo de la escenita del zaguán me impaciento demasiado y tengo que ponerme a hablar de otra cosa. ¿Pero de qué cosa puedo hablar que me interese más? El diálogo entre Curro y Quin no había terminado aún. Quin ponía la mano en el hombro de Curro y cantaba también a media voz:
Una me dice que sí
y otra me dice que no;
la del sí ella me quiere,
la del no la quiero yo.
—La mujer que te dice que no, ¿quién es? ¿Quién te dice que no?
Habían pasado a tutearse. Tú no puedes imaginar la importancia que tiene el tuteo en este país. Lo tuteaba, es decir, que se hacían verdaderos amigos. ¡Y pensar que hace dos meses Curro quería matarme y suicidarse (ese era el firmamento que se derrumbaba) por culpa del abejorrito rubio!
Los tartesos son versátiles.
Quin le respondió tuteándolo también:
—Mucho quieres saber, Currito, en un solo día. Se miraban de pronto otra vez como perros que van a morder, pero de pronto —quién iba a pensarlo— se cogieron del brazo:
—Vamos a la taberna de enfrente, que estoy un poco desguitarriao —dijo Curro. (Desguitarriao es el nombre técnico del cólico nervioso, Betsy).
Pensé por un momento que no volverían —la camaradería masculina conspirando contra el amor, ¡oh!— y que Quin desertaba a su novia y Curro me desertaba a mí. Irritante. Se iban a alguna parte a celebrar las paces, creo yo. Mientras volvían fui a buscar a Soleá, que estaba en la cocina, y le dije:
—Por favor, cuando venga Curro dile que no he venido.
Ella se extrañaba:
—Ojo con él, que es un poco bronco para el castigo.
Bronco es el masculino de bronca, Betsy, que es cuando se pelean dos clientes en el número siete de un colmado. Así se dice: ¡bronca en el siete!
—Pero es verdad —añadió Soleá— que a los hombres hay que domarlos. ¡Son muy perros los hombres!
Un perro que había en la cocina dormitando alzó la cabeza y miró a mi amiga. Parecía haber comprendido.
Nos pusimos a hablar de la familia de las siete hijas, del pozo, del lorito jovial y de la coronela. Mi amiga me dijo algo increíble. Estuvo sirviendo de doncella en la casa de las tres rejas. El padre de Soleá era el jardinero y ella la doncella. Vivía aún el coronel, que era hombre enamoradizo. El coronel —decía Soleá— me hacía la rueda como un pavo real y me prometía el oro y el moro (esto quiere decir, Betsy, que le prometía dinero y vestidos de tul marroquí). Yo era muy mosita entonces y eso encalabrina a los viejos. Tanto me apretó que fui con el cuento a la señora. Al principio ella se enfadó, pero luego vio que yo no tenía la culpa. Entonces preparó una encerrona (un plot a puerta cerrada) porque es muy liosa. Y me dijo: «Anda, Soleá, dile al señor que sí y dale cita en tu alcoba a medianoche y a oscuras, digo en tu casa, ahora que tu padre está en Lucena. Yo me acostaré en tu cama y él creerá que está contigo, pero estará conmigo como Dios manda. A ver si esa lesionsita le enseña a ser un buen marío». Y así fue, pero pasó algo con lo que no contábamos. El capitán ayudante de plaza encontró al coronel en el casino (donde salta la liebre) el día de la cita y al oír las confidencias del viejo le dijo que aquello era profanar el hogar. Dudaba el coronel de que hubiera tal profanación, porque no era en el hogar, sino en casa del jardinero, donde sucedería la cosa. En fin, tantas razones le dijo el capitán, que el coronel, avergonzado, confesó que realmente su mujer era una santa y él un cerdo. Con lágrimas en los ojos añadió: «Vaya usted, capitán, por mí a la cita. Vaya usted, que es soltero, y a quien Dios se la da, San Pedro se la bendiga». Total, que fue el capitán y estuvo con la coronela creyendo que estaba conmigo. Los dos a oscuras y sin hablar porque ni ella ni él querían descubrirse por la voz.
Cuando el coronel se conducía un poco demasiado amorosamente por la noche, la coronela le daba por la mañana un desayuno de jamón, huevos, vino especial, en fin, algo como para recuperarse, el Pobrecito. Y la señora durante el desayuno le descubrió el pastel. ¿Creía que había estado con Soleá? Pues había estado con su legítima esposa. Al coronel le entró aquel día una melancolía perniciosa —así decía el médico— y le daban a veces ramos de locura. Vivió tres meses con una fiebre cerebral maligna y al cabo murió. El capitán fue al entierro y después pidió el traslado.
Muy sensitivo se me hace ese coronel, Betsy. ¡Morirse por una cosa así! Hace tiempo que no quedarían coroneles si todos fueran como el de Sevilla, ¿no te parece?
Entretanto llegó a la casa de Soleá la niña de la venta Eritaña —novia de Quin— que se llama Clamores. Al saber que Curro y Quin habían hecho las paces se quedó también asombrada, aunque contenta. Dijo que cuando volvieran se escondería conmigo en algún lugar desde donde podríamos oír lo que hablaban. Porque no acababa de creerlo.
Es una chica bondadosa, Clamores. Me decía: «Mi novio Quin está perdidito por usted y no me extraña ya que es usted la americana más bonita que ha caído por Sevilla. El pobre Quin es un sol, pero sabe que no la conseguirá a usted y entonces, a falta de otra cosa mejor, me quiere a mí». Yo la besé en las dos mejillas, agradecida. Aquí viene bien lo del paripé. Hacía Clamores el paripé con los dos, con Quin y conmigo. (En este caso el paripé es como un acto de generosidad excesiva y un poco desairada). Ella repetía que Quin tenía un alma de cristal. No sé cómo serán esas almas, pero en todo caso le dije:
—¿No es grande ser novia de un poeta?
—¿Poeta? Ya veo que usted no lo conoce a Quin —añadió con los ojos muy brillantes—: Pone banderillas al cuarteo como nadie en Sevilla. Bueno, solo en beneficios y becerradas se entiende.
Sentía yo súbitos arrebatos de amistad por aquella bailarina. Está enamorada de Quin hasta más allá de la muerte. Aquel día se la veía tan contenta por las paces entre Quin y Curro que alzando las manos comenzó a batir palmas y cantó a media voz:
Lo quiero porque lo quiero
y por poner banderillas
como las ponía Frascuelo.
Soleá dijo riendo: «Esta niña está majareta». Esta palabra —sigo explicándote— viene de «maja». Diminutivo de maja: majareta. Pequeña maja o algo así. Entonces Clamores cambió de maneras, se sentó en una silla y preguntó a Soleá dónde estaba su marido.
—Ha ido a entregar quince docenas de esquejes de clavel al alcázar. Está un poco mosca y se fue sin decir oste ni moste.
Oste ni moste es una frase cabalística para conjugar al duende, creo yo. Algo como la mosca que entra o sale de la caja de caudales. Pero no estoy bastante enterada. Tal vez me equivoque. Al principio yo creía que Juanito era comerciante de pinturas —tú ves que confieso mis errores— porque todos me decían que era pinturero. Yo pensaba que pintureros eran los que vendían pintura como zapateros los que venden zapatos. Error. El único que he cometido con mi español desde que estoy en Sevilla. Pintureros son aquellos individuos a quienes les gusta pintarla. Esto es, pintar la casa, supongo; aunque a eso le llaman «el calijo», es decir, poner cal en las paredes. La casa de Soleá es tan blanca que hace daño mirarla, pero las rejas y las puertas están pintadas de verde, y con las flores y la verbena de la azotea se compensa el blanco, un blanco más escandaloso que la nieve.
Soleá (que es un nombre funcional también, y quiere decir soleada, es decir, sunny) al oír la campanilla del zaguán nos escondió a las mujeres en un cuarto interior donde solo había un diván y dos sillas, y nos dijo:
—No hablen, no hagan ruido, que vienen esos malas sombras.
—¡Curro no es malasombra! —salté yo.
—Tampoco lo es Quin —protestó Clamores.
Se fue riendo Soleá y diciendo que estábamos chalás. Nos quedamos allí escuchando. Poco después Curro hablaba en la sala de recibir:
—Tu no comprendes na —le decía a Quin con la obstinación de los borrachos—. Una novia sin su flor es como un jardín sin rosal o un rosal sin perfume o un perfume sin narices que lo perciban.
—Yo tengo mis narices como cada cual, Curro —decía Quin amenazador—. Y ella tiene su perfume.
—No digo que no.
—La mar de perfume.
Desde nuestro escondite oíamos decir a Soleá: «Las niñas no han venido aún y a lo mejor no vendrán ya». Pero los otros seguían con su tema:
—La flor que da Dios, esa —insistió Curro— no tiene precio.
Debía referirse pienso ahora a la que llaman pasionaria y tiene en su corola todos los signos de la pasión y muerte de Jesús.
Nuestros novios pasaron al jardín sin dejar de discutir, y desde allí apenas si llegaban sus voces hasta nuestro escondite. En cambio se oyó poco después otra vez la campanilla de la puerta y Soleá ir al zaguán y volver a entrar con otro hombre que tenía una voz rara —yo diría una voz de alta clase— y que repetía:
—¡Qué mala uva, Soleá, no encontrar a Juanito!
Ella balbuceaba con una voz humilde: «Si el señor quiere pasar…». Yo estaba intrigada y Clamores me dijo que Soleá trataba con gente de verdadera distinción y que aquel debía ser el duque de los G.
Seguíamos en el desván, que era un cuarto sin más muebles, como dije, que un sofá contra el muro y dos sillas. Aquella soledad y aquel silencio comenzaban a ponerme nerviosa. Y en un momento en que el cuarto y la casa y el mundo entero parecían muertos o deshabitados pasó algo que tú no comprenderás como yo tampoco lo entendí entonces. El diván se movió solo. Las cuatro patas resbalaron un poco sobre el suelo. Contuvimos el aliento y Clamores se levantó muy pálida:
—En esta casa hay duendes —dijo—. Duendes de los malos.
Yo pensé en el cenizo del pozo y sentí hormigueo en la nuca, pero soy más lógica y antes de formar opinión me incliné a mirar por debajo del sofá. Se veía el muro blanco entre el asiento y el suelo. No había nadie. En aquel momento el diván avanzó un gran trecho —casi un metro— hacia nosotras, arrastrándose. Clamores gritó y las dos salimos corriendo. Fantasmas. Elfs. Al vernos fuera encontramos a Soleá que estaba con un hombre de unos cincuenta años, alto y handsome.
—El sofá está vivo y camina —gritó Clamores súbitamente tranquila.
Pero en los ojos de Soleá no vi extrañeza ninguna. El caballero nos miraba sin escucharnos, distante y frío. En lugar de presentarnos, Soleá se llevó al caballero al otro extremo de la sala y siguió hablando en voz baja con él. Era un hombre flaco y vibrador con algo de viejo soldado inglés. Aunque yo evitaba mirarlo demasiado, él se dio cuenta de mi atención. También a mí la presencia de aquel hombre me devolvió de pronto la calma.
Iba muy afeitado, el color de su piel era entre pergamino y topacio. Su delgadez tenía algo heroico. En su conjunto aquel hombre que hablaba a Soleá como Dios debe hablar a sus ángeles —es decir, de arriba abajo— era español y pertenecía a una de las casas más nobles de todos los tiempos. Tenía un cortijo cerca de Sevilla. En su distinción había signos de decadentismo y de degeneración, pero nada de eso le quitaba atractivos. Su bigote corto, en cepillo, tenía un color como desteñido, y hablaba diciendo cosas sin importancia:
—Soleá, dile a Juan que venga a ver los arriates del pabellón nuevo.
—Le aseguro que irá sin falta. La otra vez no fue porque le dio un pasmo y tuvo que guardar cama. Irá el sábado y estará allí el tiempo que sea menester, señor duque.
El aristócrata nos miró intrigado:
—¿Puedo preguntar qué sofá es ese que camina, señoritas?
Entonces Soleá nos presentó, y aquel caballero al ver que yo era americana pareció alegrarse y me habló en un inglés perfecto. Me preguntó entre serio y bromista si yo creía que un sofá podía caminar solo y respondí que no tenía más remedio que creerlo porque lo había visto con mis propios ojos.
Soleá no parecía extrañarse de que el sofá caminara. El aristócrata me dijo en inglés que estaba dispuesto a creerlo todo desde que vio un día en pleno mar Pacífico (es oficial de reserva de la Marina) un barco de guerra que iba al garete (los garetes creo que son los puertos de Polinesia, Betsy) tripulado por cerdos vestidos de almirantes, capitanes, contramaestres, marineros, etc. Animales vestidos de uniforme porque la armada yanqui quería comprobar los efectos de una bomba atómica en seres vivos vestidos y el cerdo es el animal físicamente más parecido a las personas. El caballero subió a bordo de aquel barco —dijo— sin saber qué sucedía ni de qué se trataba. Los cerdos llevaban su gorra de oficiales muy bien asegurada de modo que no se les cayera y sus trajes se los habían hecho a la medida. Llevaban algunos su cuello duro de pajarita y su corbata. Ver a toda aquella lucida marinería caminando por la cubierta de un barco a cuatro patas era notable. El oficial español desde entonces estaba dispuesto a no extrañarse de nada. Luego, aquel hombre me dijo en inglés algunas cosas galantes que las otras mujeres no entendieron. El mejor milagro de la casa de Soleá lo tenía él allí. (Yo era el milagro, ¿entiendes?).
Más que viejo yo diría que aquel hombre era ancestral. Ancestral pero juvenil. Clamores se adelantó a ir al desván y la seguimos. Caminaba el aristócrata con movimientos así como arcaicos. Ese sí que era un grandee, Betsy. Soleá repetía:
—Por la Macarena les pido que me guarden ustedes el secreto.
En el cuarto no había nadie. El príncipe —permíteme que lo llame así con motivo o sin él— miró detrás del sofá y vio que había en el muro a la altura del respaldo un agujero por donde podía pasar una persona. Con el sofá arrimado no se veía. Dijo el caballero mirándome a mí:
—Monkey business —y añadió dirigiéndose a Soleá—: Una puertecita falsa ¿eh?
—Es mi padre que vive ahí, señor.
—¿Pero no había muerto tu padre?
—Lleva escondido ahí desde antes de casarme. Veintidós años. Se escondió en 1936. Lo querían matar, según decían, por rebelión contra el Estado, usted calcule. Un pobre hombre como mi padre, sin otras armas que la azuela de jardinero.
Entonces sucedió algo de veras notable. El príncipe, que parecía escuchar con un humor ligero, se puso grave:
—Dile a tu padre que salga y que no tenga cuidado, Soleá. Anda, niña. Yo también soy enemigo de esos que querían matarlo.
—Los curritos los llamaban.
—Anda, que conmigo no se atreven los curritos. Saca a tu padre, que estará más seguro en mi finca. Allí no tendrá que esconderse. Nos iremos esta misma tarde al cortijo, Soleá.
Viendo a Soleá indecisa, añadió:
—Anda, sácalo de ahí a tu padre, que yo lo llevaré al cortijo y allí podrá vivir tranquilo y respirar el aire limpio de la montaña. ¿Qué edad tiene?
—Setenta y un años.
Entretanto, en el jardín discutían los antiguos rivales, ahora por bulerías, y era el turno de Curro:
Le dijo er tiempo al querer:
esa soberbia que tienes
yo te la castigaré…
La voz de Quin respondió (se veía que estaban comparando el uno y el otro sus talentos):
Volando vivo,
igual me da una encina
como un olivo.
Miraba el príncipe hacia el jardín, intrigado, y Clamores se puso colorada para decir:
—Son nuestros novios, señor. Han pimplao.
Lo decía de una manera un poco boba, pero ya te dije que el encanto de las chicas de Sevilla es así. En cuanto a pimplar es un verbo raro con raíz inglesa: pimp. Hacer el pimp. En sentido figurado, claro (supongo).
—Ya veo —dijo el príncipe mirándome a mí de un modo heráldico.
—Betsy, tú me conoces. Yo lo que quiero es recoger datos para mi tesis, y, si es posible, divertirme un poco. Soleá suspiró:
—Años lleva mi padre diciendo que todo lo que quiere es volver a pisar la calle antes de morirse.
Soleá se fue detrás del diván y se metió en el boquete del muro. Al quedar solos, el príncipe dijo:
—¿Parece que tiene usted un novio flamenco?
—Es que lo necesito —me disculpé— porque estoy escribiendo una tesis sobre folclore gitano.
El príncipe ordenó a Clamores: «Anda al jardín y entretén a vuestros novios para que no vengan mientras sale el padre de Soleá». Ella obedeció sin chistar. Entonces él rodeó mi cintura con su brazo y me dijo:
—¡Qué bueno es ser joven y estudiar idiomas y escribir tesis!
Olía a perfume caro. Miré al boquete del muro y el príncipe susurró cerca de mi oído: «No te preocupes, que Soleá es discreta». Yo entonces pensé —ya sabes como es mi imaginación— si Soleá sería o no una especie de Celestina no profesional, sino por afición. Un hobby tal vez. (Eso pensaba entonces, Betsy).
Sin soltarme, el príncipe (no lo creerás) me besó en los labios. Era la primera vez que me besaba un hombre con bigote. Recordé la heroína de una novela de Kipling que prefiere los novios con bigote y dice que ser besada por un hombre sin él es como comer huevos sin sal. Sin sal. ¡Qué extravagancia, Betsy! Me quedé confusa. Ahora entiendo eso a medias, querida. Pero no sé qué decirte.
Por fortuna Curro no nos vio, aunque si nos hubiera visto no nos habría matado, creo yo. No creo ya en los celos sangrientos de los españoles, y te digo la verdad: me decepciona un poco. Aunque en caso de haber tenido mi flor en el pelo cuando me conoció Curro tal vez todo habría sido muy diferente con Quin.
En América me habría sentido ofendida por el beso de un desconocido fuera duque o lavador de ventanas, pero aquí me pareció natural. Estos hombres saben hacer las cosas de un modo que yo diría plausible. En cuanto a Soleá, debo explicarte que una Celestina es una self made women que tiene un negocio: relacionar hombres con mujeres. En cierto modo es una social worker. Yo sospecho que Soleá se dedica a eso, aunque no estoy segura.
Me miraba aquel hombre con una especie de tierna confianza después del beso. Yo había estado a punto de darle las gracias, pero solo se me ocurrió preguntarle dónde había aprendido el inglés.
Cuando aquel hombre iba a contestarme apareció Soleá con su padre. Es una ruina el pobre, pero, en fin, al menos va a vivir ahora o a morir en libertad y tranquilo.
—A mí vivo no me atraparán, Soleá. Diles que vivo no me dejaré atrapar.
—Va usted a ver la calle, padre —le decía Soleá como si le hablara a un niño.
Recordaba yo los cuentos medioevales de príncipes y pastores. El príncipe estaba delante. No pienses mal, Betsy. Yo amo a Curro, me intriga muchísimo Quin y admiro al príncipe. Esa es mi situación por el momento.
Soleá hizo rápidamente un paquetito con alguna ropa y salió detrás de su padre y del príncipe para llevarlo al coche.
Los nacionalistas querían matar al padre de Soleá en 1936 como a un perro, porque pertenecía a la directiva de una unión obrera, y el príncipe quiere ayudarle ahora a bien morir. No estoy segura de que nadie haya hecho nunca nada por la vida del padre de Soleá. De su muerte sí que se ocupan, como ves.
Sobre lo del beso he estado pensando si debo decírselo a Curro o no. Mejor será callar porque ahora (con la flor en el pelo) reúno los requisitos para que mi novio pelee y arriesgue la vida por mí. No es que yo desee que Curro se conduzca violentamente con nadie y menos con el príncipe, pero si ha de suceder algo, allá ellos.
Más valdrá no decirle nada a Curro del beso del príncipe. ¿Tú dirás si los huevos me gustan con sal? ¿Qué quieres que te diga? ¿No has tenido experiencias como esa, todavía? Hay pocos bigotes en el campus de nuestra universidad, eso es cierto y no sé, a pesar de todo, si debemos lamentarlo o no.