Carta VII

Después de dos meses comenzamos a «descansar» de nuestra pasión. Yo evité el breakdown y Curro el hundimiento del universo. Vamos renaciendo poco a poco.

Los bártulos no existen. Son una broma de Curro. No volveré a escucharle más en materia histórica. La palabra me sonaba porque había oído algo parecido, pero eran los bárdulos. Ya ves: los bárdulos.

Un bártulo es una cosa sin valor y sin importancia. Un utensilio inútil, por ejemplo.

La vida es un edén aunque con algunas novedades. Desde que pasé a vivir al apartamento de Alcalá de Guadaíra Curro quería pagar todos mis gastos y yo tuve que pararle los pies. No soy una esclava. En el amor hay que respetar las fronteras de la personalidad. El en su casa y yo en la mía como Dios manda. Y él es él y yo soy yo. ¿No te parece, Betsy?

Curro aceptó, pero poco después comenzó no solo a permitirme pagar mis propios gastos, sino también algunos gastos suyos pequeños o grandes con una completa despreocupación. Al cabo de dos meses y a fuerza de pagarlo yo todo me quedé sin un centavo, y ahora aquí me tienes colgada de su brazo y esperando que me invite a las cosas que necesito o que me gustan. Hasta que llegue mi cheque del mes próximo estoy, pues, a su merced. Creo que Curro no puede tolerar que haya dos economías. Es como si tuviera celos de mi independencia. Quiere que yo viva a su costa o él a la mía. Esta situación, aunque ilógica y ligeramente humillante, tiene su atractivo: una especie de relajo moral autorizado por el amor.

Porque todo es amor ahora en mi vida. Absolutamente todo, querida.

El abejorrito rubio por el cual me preguntas tampoco es grandee y se llama Quin Gómez —ya te lo dije—. Aquello de ser hermano mellizo era una chufla del género que llamaríamos pugnaz. Es pugnaz cuando el de la chufla enseña los dientes sin reírse como los perros antes de pelear, cosa frecuente en España cuando los hombres discuten sobre mujeres. No necesito decirte que el abejorrito es hoy un fantasma entre Curro y yo. Un fantasma que no tiene peligro alguno creo yo, pero que, de todas formas, crece. Bueno, no lo entiendas mal, a mí no me interesa sino por la distinción —digámoslo así— de su espíritu.

Me dicen —aunque yo no suelo preguntar— que va todos los días al café, pero a horas diferentes que Curro. Prudencia. Para mí no existe como galán porque comprendo que si existiera podía volver a producir el horrible misunderstanding de la noche de los nardos. Fue horrible y sublime. Las cosas de España son así: horribles y sublimes. Mrs. Adams, que se mete en todo, ha indagado los ires y venires del poeta y viene a contármelos. Dice que el abejorrito bebe los vientos por mí. Eso le ha dicho él mismo. Bebe los vientos. A eso le llaman en los Estados Unidos aerofagia y acaba por producir dolores de estómago. Y úlceras. Yo no tengo la culpa. Soy solo una pobre turista universitaria trabajando en su tesis.

No es que me interese Quin. Pero es el polo opuesto de Curro y siempre tiene algún atractivo un hombre que nos recuerda con sus ojos azules y pelo rubio a los compatriotas del lejano país.

Pero ya digo que no pienso nunca en él y si ahora parece lo contrario es porque trato de responder a tus preguntas.

Lo encontramos el otro día en un patio. Al principio me asusté, sobre todo viendo la cara que ponía Curro. Pero al fin y al cabo Quin y Curro viven en el siglo XX y son civilizados, digo yo. Sobre todo Quin.

La institución sevillana del patio viene de lejos. De muy lejísimos como diría Curro, mi dulce amor. Los griegos llamaban a esos patios peristilos y tienen porches alrededor; el centro está defendido del sol por una lona como la vela de un barco —que da a las caras un suave color topacio— y descubierto de noche. Flores en el centro, en los alrededores del pozo (un pozo que no se usa por una razón que te diré) geranios, rudas, aspidistras volantes, todo, hija mía. Un patio sevillano es una canastilla de boda, digo de flores de boda. Los árabes hicieron de ellos en la Edad Media una imagen del oasis en el desierto. Esto es historia y poesía juntas, como todas las cosas de la Bética.

El pozo del patio tiene un hechizo que en este momento no sé cómo explicar. Ya sabes que mi mente es más iluminativa que constructiva.

Había un piano de cola cubierto con unas mantas de filipinas (así creo que se llaman) pero yo no veía nada a mi alrededor, preocupada por la presencia de los dos rivales. Yo creo que aunque Curro aparentaba ligereza de ánimo tampoco pensaba en otra cosa.

El abejorrito, impresionado por nuestra presencia, se disimuló detrás de un biombo japonés que tenía pavos reales bordados en seda de colores. Y en algún lugar alguien tocaba la guitarra.

Las puertas de las habitaciones bajas estaban abiertas y se entraba y se salía con libertad. En uno de aquellos cuartos había dos viejecitas con el cabello blanco sentadas en mecedoras. La abuela de la casa y una ancianita francesa de Limoges. La francesa no sabía español y la española ignoraba del todo el francés. Pero cada una hablaba en su idioma, y aunque no se entendían, charlaban sin parar y reían y se divertían mucho.

Había luces, pero no demasiadas. La señora de la casa, que es viuda con siete hijas, tiene más de cuarenta años y no quiere tener luz directa sobre su cara, como tampoco las mujeres de su edad en los Estados Unidos. Es interesante y, cosa rara, tiene un colmillo retorcido, según Curro. En cuanto a las hijas, las tres mayores estaban cada una en su reja con el novio. «Todas las rejas ocupadas», decía la madre con acento doliente, aunque en el fondo satisfecha. Las otras cuatro que andaban por allí eran como frutas un poco ácidas, pero fragantes. Curro dice que son de costumbres muy puritanas, y no es raro, porque la madre es tan severa en su catolicismo, que Curro dice de ella que es «un pendón». (Pendón es el estandarte religioso que se lleva en las procesiones).

Quin, el abejorro, galanteaba mucho a las otras hijas de la casa. Las cuatro que no tienen novio están también enamoradas de alguien, y siempre es un torero, o un militar, o un cura. Del cura, platónicamente, claro. Pero ellos se diría que les hacen la corte lo mismo —miradas, sonrisas, suspiros—, aunque solo por el lado espiritual. Yo vigilaba a Quin, él a Curro y Curro a mí con miradas inquietas y furtivas. Al decirme la señora que sus tres hijas mayores estaban en la reja con los novios, pregunté por qué no entraban ellos en el patio.

—No pueden. No son novios formales aún. Eso lleva años. Entretanto, pelan la pava.

No he visto esa pava por ninguna parte. En una de mis primeras cartas te he hablado de eso. Debe de ser una figura de dicción. Pelar la pava. Me dijo Curro que la niña mayor está coladísima. En el diccionario eso quiere decir que está pasada por un colador (perforated sink cover). ¿Cómo se puede colar a un ser humano, digo yo? El novio, según Curro, es un lilaila. No sé qué profesión será esa.

Esas reuniones del patio son una especie de fiestas de familia que celebran dos veces a la semana con amigos, gente joven, alguna pareja y un cura viejo que se llama don Oselito. Hay casas que tienen patio abierto todos los días.

Yo pensaba si se atrevería Quin a acercárseme y, en caso afirmativo, qué sucedería.

Olvido decirte que había también en el patio —en una hornacina en el muro— una imagen de la Virgen con el corazón descubierto y siete puñales clavados en él. ¡Qué crueles los españoles, a veces! Tenía una lamparita al pie. La gente tan despreocupada y bromista junto a la Dolorosa con los siete puñales me resultaba un poco incongruente. Si tanto quieren a la Virgen, ¿por qué le ponen esos puñales en el corazón? Pero así son las cosas. A veces, sin dejar de ser feliz tengo un poco de miedo, la verdad. Pero ese miedo es voluptuoso.

En estas fiestas, los diálogos son rápidos y una se vuelve loca. Yo trataba de entender, pero las palabras tienen electricidad y echan chispas. Cuando una no puede más se queda confusa, en un estado de turbación típico de Andalucía que creo se llama la tarumba. Cuando repiten las mismas palabras de un modo obstinado se produce un efecto retórico que llaman la monserga.

Los hombres y las mujeres hablan por medias palabras, adivinándose lo que van a decir y sin decirlo casi nunca. Cuando llevábamos un rato Curro y yo en el patio se oyó una guitarra, y Quin se levantó poco a poco al lado del tocador. Yo me quedé helada. Pero él me sonreía y cantaba:

¿Qué quieres que le haga yo

si siendo suya la rosa

hasta mí llega la olor?

Me hice la distraída. Curro torció el gesto:

—Eze niño se empeña en buscarse la ruina.

El abejorro cantador, tal vez para disimular, miró a la hija más pequeña de la casa, una niña de quince años un poco boba, y le cantó con ojos tiernos:

¿Qué tienes en el pecho

que tanto huele?

Azahar de los puertos,

romero verde.

¿Qué huele tanto?

Azahar de los puertos,

romero blanco.

Un loro gritó desde su jaula.

Hubo un silencio súbito y en alguna parte se oyó una risita nerviosa. Era la niña boba, creo yo. Se había acercado a Quin y le miraba en éxtasis con una expresión afeminada un poco excesiva.

—La niña es linda, ¿no te parece? —preguntó Curro.

—Bah, si le quitas los quince años no le queda nada.

—¿Tú crees?

—Cualquiera diría lo mismo.

Me miraba Curro agriamente. Aquella mirada quería decir: «No te gusta la niña porque el abejorro la corteja, ya veo». Y tenía razón. ¡Qué fácilmente me atrapa a mí Curro con su perfidia de macho tarteso!

Al lado del tocador, Quin parecía una esfinge con su cabello leonado. A mí se me estaba quitando el miedo a los posibles incidentes y tenía una gran curiosidad.

La hija pequeña, al ver que me interesaba por el loro, me contó que de día andaba suelto por la casa, y como lo habían pisado una vez cuando caminaba, ahora por los pasillos oscuros iba gritando:

—Cuidado…, cuidado…

Yo no sé si creerlo. Tal vez ella tampoco lo creía. Curro dijo a la señora que pensábamos casarnos pronto (es prudente cuando los demás nos ven juntos a todas horas). Yo creí mejorar la cosa diciendo que si salgo por la noche es imitando a las estudiantes españolas que hacen la carrera. Hubo un vago silencio.

La pequeña le preguntaba a Curro con una expresión adormecida y casual:

—¿Y os vais ustedes a ir a América, digo, tan lejísimos?

—No; eso no —respondió Curro ofendido—. ¿Por quién me tomas, niña?

Nunca habíamos hablado de esa posibilidad, y las palabras de Curro fueron una sorpresa y una ducha fría para mí. Alguien dijo que yo había subido a caballo a la Giralda y me miraron con admiración. ¿En un verdadero caballo? Yo dije ingenuamente: «Bueno, en una yegua». Rieron creyendo que lo decía por hacer gracia.

La niña de los quince años, que parecía una virgen de Fray Angélico, volvía al tema preguntando a Curro con los ojos dormidillos y la mandíbula un poco colgante:

—¿Por qué no quiere ir a los Estados Unidos? ¿Se puede saber?

—¡Hombre…, yo…!

—¿O no debo preguntarlo y he metido la patita?

Yo repetí la pregunta un poco desafiadora, y Curro dijo muy serio que no iría a causa de los perforantes. Añadió que los perforantes son unos insertos americanos en forma de barrena que se meten debajo de la piel y allí ponen sus huevos… Entonces resulta que a veces se desarrollan dentro y van minando el cuerpo, al extremo de que una pierna, por ejemplo, queda vacía y hueca, y la persona sigue yendo y viniendo como si tal cosa. Al caminar y tocar el suelo, la pierna hace «cling, clang»…

Era absurdo aquello, pero debía tener alguna base, porque Curro exagera pero no suele mentir. Por fin caí en que se refería a las niguas.

—Es verdad —dije echándolo a broma— que hay unos bugs muy pequeños en los jardines y parques que de veras anidan en el cuerpo debajo de la piel. Pero no se comen la pierna, y menos la dejan vacía.

—Ezo dependerá del apetito, digo yo.

Algunos se escalofriaban imaginando a los perforantes. Yo explicaba, tratando de reír, que con un poco de algodón impregnado en soda todo se arreglaba. Un invitado me preguntó si había que ir entonces por los Estados Unidos con una botella de soda y un algodón en la mano. Curro insistía muy serio en la peligrosidad de los perforantes, y viendo que los otros le escuchaban dio una verdadera conferencia. Dijo que esos bichos se reproducen tan deprisa que en un mismo día son padres y abuelos, y que una vez debajo de la piel se extienden por todas partes haciendo estragos. Lo había leído en el libro de un malasombra que se llamaba Julio Camba y que había estado allí.

—¿Por qué es un malasombra? —preguntó el cura.

—Hombre, es un gallego que quiere hacerse el gracioso. ¿Cuándo se ha visto cosa igual?

Volviendo a los perforantes lo peor era que el individuo no moría, porque los perforantes no atacan las partes vitales del cuerpo, como el corazón o las venas y ni siquiera los nervios. Por lo tanto se podía llegar a estar casi vacío o vacío del todo —es lo que decía él— sin morirse. La cosa llegaba a ser alucinante. Un hombre hueco por dentro —así decía Curro— y caminando por la calle. «Un mastuerzo lleno de aire». Y cuando ese hombre hablaba parecía que la voz salía de un barril o de un cántaro vacío. Era que los perforantes se lo habían comido ya por dentro y solo quedaba el cuero inflado por el aire del aliento y los tendones. Los tendones y las venas sueltos por dentro como cuerdas de guitarra vieja. Por eso muchos americanos —concluyó, seguro de sí— prefieren venir a España. Porque aquí no hay perforantes. Y si algunos americanos se ponen huecos en Sevilla (es decir, si se inflan de vanidad) es por otra cosa: por la buena vida que se dan con los vellerifes del banco de Nueva York.

Eso decía Curro. Con tantos detalles nadie dudaba de los perforantes y me miraban a mí compasivos pensando que tal vez estaba yo medio hueca por dentro también. En un extremo de la sala se oyó a Quin decir a media voz: «Eso es hablar por hablar». Yo me quedé sin aliento pensando: ¿lo habrá oído Curro? El loro cantaba entretanto una canción torera titulada «La novia de Reverte». (Reverte quiere decir volver a verte otra vez. Muchos nombres españoles tienen sentido funcional. Por ejemplo, Concepción quiere decir mujer especialmente apta para la maternidad). Y el loro repetía:

Con cuatro picadores, mamita…

Curro se acercó a la jaula del loro y dijo a los más próximos:

—Ezte loro es muy patriótico.

Yo respiré: «No ha oído a Quin». Pero Curro volvía a insultar a mi país:

—Además, en América no hay nada que beber. En España tenemos jerez, en Francia hay champaña, en Inglaterra whisky, ¿pero en América qué hay? Gazolina, señores.

Esa «gazolina» con zeta resultaba de veras vejatoria. Yo seguía ofendida, y viéndolo Curro hizo un gran esfuerzo para ponerse razonable:

—La verdá es que yo tendría que aprender inglés si fuera al otro lado del charco. ¿Y cómo voy a aprenderlo? Es una lengua mentirosa. Nada se dice como se escribe. Nada se pronuncia como es debido. Por ejemplo, escriben Shakespeare y parece que pronuncian… —se quedó un rato haciendo memoria en vano. En el otro lado del patio se oyó una voz.

—Shopenhauer.

—Ezo es. Shopenhauer.

Había sido el cura quien lo dijo. No sé si lo decían inocentemente o para hacer reír. Con estos andaluces nunca se sabe. Es como lo de los bártulos. Desde el otro lado del patio Quin le decía al guitarrista para que lo oyera Curro: «Tonterías. Shakespeare y Shopenhauer son dos personas distintas». Añadió que solo los confundían los flamencos ignorantes.

Yo me llevé otro gran susto, pero gracias a Dios no pasó nada. Parece que Curro no oyó aquellas palabras atrevidas.

La hermana que seguía en edad a la tercera de las novias de la reja dijo que en América no se podían decir piropos a una mujer, y eso le parecía incivil y salvaje. Entonces las pobres mujeres, ¿para qué se acicalaban y salían a la calle? El cura don Oselito para cambiar el tema dijo que el día antes había tenido un incidente en la calle. Pasaba por delante de una taberna cuando vio a dos borrachos peleando. Intervino para separarlos y uno de ellos le dio una bofetada. El cura se aguantó y acordándose del evangelio puso la otra mejilla. El borracho le dio otra bofetada. Entonces el cura dijo: «Bien, ya he cumplido con Jesús. Ahora voy yo». Y le dio al borracho una paliza que tuvieron que recogerlo después en una espuerta. Eso decía él: en una espuerta.

—Osú, don Oselito —gemía la señora de la casa—. ¡Qué cosas tiene!

Y el gemido se iba convirtiendo en una risa muy aguda. No creíamos al cura. Pero Curro la había tomado con América. Faltaba la acusación general y sabida: la de los hombres trabajando en la cocina. Todos hicieron grandes extremos, y la niña quinceañera parecía muy divertida con las alarmas de los chicos. Los miraba a la cara, de uno en uno, con su linda mandíbula de nácar un poco caída.

—Los hombres son allí —decía mi novio— demasiado cocinillas.

Todos callaban y él añadía muy solemne:

—Lo peor es que uno podía volverse igual.

—No te apures, mi arma —le dije yo—, que tú no trabajarás nunca en la cocina de mi casa.

—¡Y olé mi venadita! Ustedes son testigos.

La hija pequeña de la casa susurró al oído de su vecina: «La americana se le sube a la cabeza a Curro como la manzanilla sanluqueña». Yo pensé: «Vaya con la niña que parece tonta». Pero entonces vino a mi lado y se puso a contar en voz baja pequeñas cosas de su vida. Algunas tenían gracia. Por ejemplo, llevaba un año viendo en la vitrina de una librería cerca de casa un libro que tenía un título muy prometedor: «Lo que debe saber toda muchacha antes de casarse». En la cubierta, una novia con velo y formas abultadas. No se atrevía la niña a comprarlo, pero, por fin, el día anterior entró un poco avergonzada, y al salir con el libro a la calle lo abrió y resultó ser… un libro de cocina. Dijo que me lo regalaría si quería, porque tenía muchas recetas españolas.

—Aunque ustedes las americanas —añadió con cierta picardía— parece que cuando se casan saben ya guisar.

Le dije que en todo caso las españolas siempre podrían enseñarme algo y que me gustaría tener el libro. Ella corrió a buscarlo. Yo comprendí que la chica no era boba, pero lo simulaba por coquetería. ¡Cosa más rara! En los Estados Unidos una tonta es una tonta, pero aquí la tontería puede ser un atractivo. ¡Viajar para ver!

Me acerqué al pozo. Curro vino y dijo, bajando la voz:

—Ese pozo tiene un hechizo.

Al lado del tocador de guitarra, Quin, quien no quería callarse, cantaba a media voz:

Quisiera ser como el aire

y estar a la vera tuya

sin que me sintiera naide.

Estaba Quin tentando al destino.

Aunque, la verdad, después de las experiencias anteriores yo comenzaba a pensar que no había verdadero peligro. A propósito «naide» es una metátesis que todo el mundo emplea. Naide. Curro ninguneaba a Quin (como dicen en México). Es decir, lo ignoraba. Poco después, por el bien parecer me dejó y se fue con otros invitados. Pero cuanto más lejos se iba más cerca lo sentía yo. Su presencia era cálida y su ausencia magnética. No exagero, Betsy. Aunque llevamos cerca de cuatro meses de relación siempre parece el primer día.

Uno de los chicos que se me acercaron dijo refiriéndose al pozo que tiempos atrás se había arrojado dentro una niña que se llamaba Soleá. No era de la familia, sino hija del jardinero. Diciendo esto parecía querer atenuar la desgracia. Yo no debía darme por enterada —advertí— porque no le gustaba a la familia que se hablara de aquello. El chico añadía:

—La pobre Soleá dejó arribita en el brocal un pañolito bordao con cuatro hojas de guipur y er nombre del novio: Juanito

—¡Juanito!

Otro corroboró: «Ezo es, Juanito». Como yo seguía con la obsesión de los platos sucios en las cocinas americanas, dije que ni los hombres ni las mujeres tienen que lavarlos, porque hay máquinas para eso. Pero tengo la impresión de que no me creían. Nadie se considera obligado en Sevilla a creer lo que le dicen y si escucha con interés es solo atendiendo a la gracia o a la falta de gracia del que habla. Tampoco pretende nadie ser creído, sino solo ser escuchado.

En un grupo cercano estaba Curro y cerca de mí el cura con su perfil fúnebre decía que había tenido mucha suerte naciendo en Sevilla.

—Porque si llego a nacer en Chicago, con las dificultades que tengo para el inglés…

Era broma, pero aquella noche a mí todo me incomodaba. Es verdad que a muchos sevillanos no les gusta América. Una de las chicas cantó de pronto como si quisiera cambiar las ideas de los invitados:

Ay qué penita, serrano,

que se te aflojan los dedos

cuando te cojo la mano…

Me dio tristeza esa canción, porque yo sentía como si a mi novio se le aflojaran los dedos cuando yo hablaba de mi país. A mi lado un muchacho decía tonterías sobre el mismo asunto:

—En Chicago hace tanto frío que cuando cruzas la calle en invierno para ir a ver a la novia se te forman bisagras de hielo en los ojos y no puedes abrirlos.

—¡Bisagras! —decían aquí y allá aterrados.

Yo me volví como una viborita:

—California es también América, y allí hace más calor que aquí en invierno. Y en Florida y en Luisiana y en Tejas.

El loro imitaba el toque militar de diana y la señora de la casa se llevaba las manos a la cabeza y decía: «Ay, ese periquito que me quiebra er sentío». La niña de quince se acercaba a la jaula con un poco de chocolate:

—Periquito, no le quiebres er sentío a mamita. ¿Oyes, monín?

Ya dije que parecía tonta la niña, pero no lo era. Me dio el libro, que tenía una cubierta con dibujos sugestivos. Seguí hablando de California y fue mala ocurrencia, porque alguien dijo que en aquel país condenaban a muerte a los que se propasaban con una mujer, y que según los periódicos, habían ejecutado en la cárcel de San Francisco a un joven que violó a una anciana de sesenta años.

—Y se lo tenía merecido, por asaúra —dijo Curro.

Una palabra nueva: asaúra. Parece que llaman así al que viola a una mujer anciana. En eso Curro se puso a mi lado como ves —le pareció bien que lo ejecutaran— y aunque tú sabes que yo no soy partidaria de esas leyes terribles, se lo agradecí. Él añadió alzando la voz:

—Además, que hay lugares en América donde el domingo un ciudadano tiene que beber agua porque lo manda la ley. Es como si la hubieran hecho las ranas esa ley.

Hubo un silencio escandalizado, y para sellar y consolidar el efecto de su revelación mi novio añadió:

—¡O leche! Beben leche en vasos así de grandes, como si todos se pusieran enfermos de repente.

El silencio era completo. El loro cantó desde su rincón:

Coronelita, canela,

canela, coronelita.

No sé si te dije que la señora de la casa era viuda de un coronel.

Curro nunca se había conducido así con América. Yo creo que no le gusta que sienta nostalgia por mi país. Querría separarme de mi patria con verdades o mentiras. Es como si tuviera celos del puente de Brooklyn. Aquella noche yo cavilaba, pero no caía en esto. Cuando estoy en sociedad solo pienso en hacer buena impresión y no puedo decir que soy especialmente aguda y sagaz, al menos no tanto como los sevillanos. Las cosas buenas se me ocurren después, en mi casa. «Cuando me dijeron esto —pienso— yo debía haber contestado tal o cual». Tú comprendes. Así, pues, el tener Curro celos de América se me ha ocurrido después en mi casa.

Por el momento la atención se distrajo de nosotros porque la novia de la reja número uno entró diciendo que había roto con el novio para siempre, que era un canalla y que le iba a devolver las cartas. La madre la miraba con una ternura sonriente y decía:

—No grites, niña, que si se enteran tus hermanas les dará el tolondrón de pelear también.

Añadía mirando a la gente:

—Es la tercera vez que se pelean en este mes los tortolitos. Y estamos a dose nada más.

La chica juraba que aquella vez iba en serio. Y fue a buscar las cartas. La madre se hacía aire con un abanico y dijo que a los hombres había que entenderlos. Con un acento lloriqueante añadió que los hombres se dividían en seis clases: paganos, feligreses, babiecas, seráficos y mártires. Ah, se olvidaba de uno: los granujas. «Este feligrés de la reja número uno parece que no quiere entrar por el aro», dijo la niña tonta detrás de mí.

A todo esto, Quin se me acercó disimuladamente y me dijo que consideraba mi país como el más digno de respeto del mundo. Sería feliz —añadió— si pudiera vivir en Pensilvania como un americano, con su coche en la puerta, su teléfono blanco en el baño y, sobre todo, la libertad para hacer lo que quisiera y decirlo y escribirlo como un hombre digno de llamarse tal. Todo esto es admirable de verdad menos el teléfono blanco, que es corny o, como dicen aquí, «cursi». La palabra viene también del árabe. Llamaban «cursi» los árabes españoles a un cierto asiento recamado de nácar y de metales preciosos, según la riqueza de cada cual, que tenían en casa para ofrecerlo al visitante.

Quin se daba cuenta de mi gratitud; pero otro de los chicos, con su vaso de manzanilla en la mano y hablando zarzalloso, dijo:

—En las Américas la gente no pasea, porque eso me lo han dicho a mí. Digo, luciendo el garbo y viendo pasar a las mocitas.

—Tú te callas —le dijo Quin—, que estás borracho y no dices más que simplezas. Cuando veníamos aquí, pasó cerca una mujer que parecía una jirafa y este vaina gritó: «¡Osú, qué mujer más fea!». Y la mujer se detuvo y respondió: «¡Y qué borracho más indecente!». Y tenía razón.

—Sí, pero a mí se me va mañana.

Aquel chico era bastante malasombra y yo dije a Quin para premiar su entusiasmo por nuestro país que si algún día decidía ir a los Estados Unidos yo le daría mi affidavit.

Los otros prestaron más atención. Creo que nadie sabía lo que es un affidavit y sospechaban cosas incongruentes. El del vaso bebió un sorbo y dijo con cierta sorna pesada:

—¿Qué es eso que le quiere dar a Quin?

—El affidavit.

—Vaya —dijo poniéndose un poco rojo.

Aquella palabra fue circulando y alguien aventuró una hipótesis: «Debe de ser un chirimbolo nuevo para er automóvil». El chico borracho decía que aquel mismo día tenía que haber salido para Cádiz a ver a su novia y fue a la estación, pero cuando entró en el andén el tren salía y solo acertó a ver el último vagón a lo lejos. Comentaba, estoico:

—Llegué tarde, pero ya lo dice el refrán: más vale tarde que nunca.

Como había perdido el tren y se quedó sin ver a la novia fue al casino y se puso a beber. En aquel momento yo sentí a Curro a mi lado:

—Si miras al fondo del pozo —dijo señalando el brocal lleno de macetas con claveles— y comes tres aceitunas negras, tendrás sueños dulces por la noche. Sueñesitos de fiesta en ternicolor como en er cine. Eso es lo que dicen las niñas.

Era evidente que hablaba Curro pensando en otra cosa. Viendo pasar a la niña quinceañera añadió:

—A eze angelito le gustan los toreros más que a los perros los picatostes.

Los picatostes creo que son una casta de pájaros de pico largo. Pero Curro seguía pensando en otra cosa y yo me preguntaba en qué. De pronto me dijo si quería que nos marcháramos, y los chicos que estaban cerca protestaron. Entonces Curro me advirtió en voz baja: «Está bien, nos quedaremos, pero como se te acerque ese moscardón malasombra voy a armar la de Dios es Cristo». Yo sentí otra vez el ala de la fatalidad tartesa y griega pasar por sus ojos. Cuando se arma la de Dios es Cristo hay sangre, pero no es frecuente que eso suceda en un patio sevillano. Suele pasar más bien en un lugar lejano donde al parecer Cristo dio tres voces. No sé cuáles. Lo he oído decir.

A veces en esos lugares lejanos y nocturnos no pasa nada, sino que el ofendido le da dinero para el pelo (para cortárselo) al otro. Es un misterio que no entiendo todavía. Tiene un sentido demasiado crítico para mí. Darle para el pelo, dicen. Yo pregunté una vez si eso tiene que ver con el scalp de los indios, y nadie supo darme razón, porque no sabían lo que era un scalp. Pero yo me pregunto por qué van a un sitio lejano y oscuro para darle dinero al que necesita cortarse el cabello.

La novia de la reja pasaba otra vez muy adusta con el cofrecito de las cartas. Dejaba detrás un perfume de sándalo. Se le cayó un envoltorio del que salieron varios objetos que se desparramaron por el suelo: dos colillas viejas de cigarrillo que tenían fecha escritas en un lado y que la novia recogió como si fueran objetos preciosos. También recogió una flor seca diciendo: ¡ay, qué flor criminal! Dos envolturas de caramelos con fechas también escritas (¡amargas fechas!), una caja de cerillas vacía «como su corazón», una entrada de cine arrugada y un pequeño sujetador de corbata, que contempló sollozando. Guardó todo aquello y con el cofrecito de las cartas contra el regazo se fue heroicamente hacia la reja. La madre sonreía bonachona:

—Siempre están así los tortolitos. Son los más reñidores de la familia.

Yo, pensando en aquellas colillas, en aquella caja de cerillas vacía y en las otras cosas «sagradas», dije:

—¡Pero eso es fetichismo! Una aberración, señora.

La madre me miró contagiada de mi alarma, pero sin entender. Después de un largo espacio en silencio preguntó:

—¿Feti… qué?

—Fetichismo.

—No sé, hija mía. Ahora esas cosas parece que están prohibidas.

—¿Qué cosas?

—Los partidos políticos.

—Me callé pensando que era inútil explicarlo. En las perversiones la mitad del mal está en la palabra. Más valía callarse. Pero estas novias españolas con toda su pureza a mí me parecen un poco… pornográficas, la verdad.

En el grupo de Curro se hablaba de madrugar y de trasnochar y de las costumbres de cada cual en esa materia. En aquel grupo no había más que hombres y cada uno decía la hora a que se acostaba o levantaba. Curro declaró:

—Yo, zeñores, me levanto todos los días a las seis de la mañana. En invierno y verano.

Hubo un clamor de incredulidad. Creían que era bluff.

—¿Y qué haces a esa hora, tan temprano?

—Pues voy un momentito al lavabo y luego vuervo a acostarme.

Las bromas de siempre. Tú dirás que son de mal gusto, pero ya sabes lo que dice de ellas la psicopatología moderna. No son un desdoro ni mucho menos.

La de Curro es una salud tremenda. Insolente.

Suspiraba don Oselito y decía que él no podía trasnochar, porque tenía que ir al día siguiente al rosario de la aurora. La madre reía con las inflexiones del llanto.

—El rosario de la aurora. No me haga usted reír, don Oselito.

Parece que ese es un rosario-procesión que hacen al amanecer donde al final rompen los faroles y los fieles (la gente piadosa) se disciplinan los unos a los otros con los palos o con cuerdas, o lo que tienen más a mano. Influencia oriental de los derviches. Los derviches se disciplinan también en las procesiones. Continuidad histórica como te he dicho otras veces.

Los días que llueve la procesión no sale, sino que se queda dentro de la catedral alrededor de los claustros. Entonces cada uno se flagela a sí mismo y de ahí el dicho: la procesión va por dentro. Con eso quieren decir que está lloviendo.

En el grupo de Quin, este seguía defendiendo a América —Dios lo bendiga— y un chico de piel granujienta, es decir apicarada, porque a los que tienen esa piel los llaman granujas, le llevaba la contraria y contaba un caso del que había sido testigo. Hay aquí un matrimonio que trabaja en la base de Morón. Marido, mujer y una niña de once años. Tienen un gatito siamés (de la niña) y un perrito spaniel, de la mamá, y el otro día el chico granujiento encontró en la calle a la niña, le preguntó cómo estaban en su casa y ella dijo: «Oh, el gatito ha estado con distemper, pero ya está bueno». Más tarde encontró en el parque a la madre, quien se apresuró a decirle: «El perrito estuvo malito con pulmonía». Por fortuna se había curado también. Aquella misma noche encontró al padre en el café, y al preguntarle por su salud el pobre padre americano dijo: «Tuve un ataque de apendicitis y me operaron hace dos semanas». De eso no le habían dicho nada la esposa ni la hija.

Reconozco que es posible y que en los Estados Unidos la gente es demasiado sentimental con las mujeres, los niños y los animales, y no bastante sensitiva con los hombres. En una familia donde el padre fuera como Curro, sin embargo, no sucedería nunca un incidente como ese. De modo que todo depende de la stamina del varón.

A pesar de todo, el abejorrito rubio se confiaba y volvía a acercarse a mí. Yo estaba inquieta pensando en Curro y tampoco Quin parecía sentirse seguro en su piel, con lo cual los dos debíamos tener —lo vi en un espejo— un aire alucinado de mártires antiguos.

Estaba Curro al lado del guitarrista, a quien ofrecía un vaso de manzanilla. El tocador la bebía de un sorbo:

—Se agradece.

Lo decía como el sacerdote en la misa cuando dice: «Dominus vobiscum».

La coronela rogaba —siempre hablaba con un acento gemebundo— a Curro: «Por la Macarena, niño, no me levanten un Tiberio de coplas con segunda» (quería decir segunda intención). Prometió Curro que por él no había cuidado, pero poco después el tocador comenzó a rasguear y Curro viendo a Quin a mi lado cantó por lo bajini:

A mí se me da muy poco

que un pájaro en la arbolea

se pase de un árbol a otro.

Aquello fue una decepción. Había dicho antes que mataría a Quin si lo veía a mi lado. Y ahora se mostraba cold, calm, and collected. No me gustó, Betsy. ¿Qué otra cosa habría hecho un vulgar americano de Pensilvania? Te digo que a pesar de subírseme la sangre a la cabeza me puse pálida. ¡No le importaba que yo, pájaro de alameda, me pasara de un árbol a otro! ¡Te digo que me decepcionó de veras!

—¿No se encuentra bien? —me preguntó el caballeroso Quin.

Yo respondí mirando a otra parte:

—Lejos de mi país me siento a veces un poco perdida.

—¿El amor no la consuela?

—¿Qué amor, amigo mío? —y suspiré.

Él me dijo que los españoles llaman al dolor de la ausencia añoranza, nostalgia, querencia, saudade. ¿No es bonito querencia? Quin dijo que esa palabra olía como la hierba recién cortada.

—¿Y saudade?

—Saudade no huele, pero suena como el batir de alas de la golondrina contra el cristal de la ventana. Digo, en el poema de Bécquer.

Tal como yo lo repito parece un poco corny —no tanto como desear un teléfono blanco en el baño—, pero él lo dijo con una expresión modesta e inspirada, rezumando intimidad.

¿Tú recuerdas, querida, la encuesta que hizo el periódico estudiantil de nuestra universidad hace dos años entre las muchachas? El repórter —un chico muy inteligente— nos preguntaba: «¿Qué clase de individuo prefiere usted para el amor? ¿El hombre dulce y tierno, o el hombre prehistórico, brutal y violento, es decir el hombre de la tranca?». ¿Recuerdas que hubo mayoría de chicas que preferían el hombre violento? Yo, no. Yo prefiero el hombre civilizado y afable.

Tenía yo el libro de la niña boba en la mano. Al ver el título —tan estimulante— algún chico me lo pedía, pero al averiguar que se trataba de recetas de cocina hacía un gesto muy raro:

—Tiene guasa —decía devolviéndomelo.

Aquí todo es guasa. Estoy divagando demasiado, querida. Yo te hablaría mucho sobre el amor, pero ¿qué decir? Se ama y eso es todo. Hablando así con Mrs. Dawson nos enfadamos el otro día, y lo siento, porque me he quedado por el momento sin coche. Fuera de los Estados Unidos las mujeres americanas se hacen irritables. A Mrs. Adams le molestan mis comentarios y a Mistress Dawson mis risas. Yo creo que a las dos les molesta mi juventud, y eso es todo. Hay que tener cuidado con las mujeres viejas para no ofenderlas. Les dices «Buenos días» y ya creen que estás dándote importancia. Dentro de nuestro país no son tan sensitivas. Aquí parece que andan con la piel arrancada y cualquier contacto las hiere.

Debe ser por un lado la influencia oriental, por otro, que nadie les hace caso como tales mujeres en cuanto salen de América —son ya viejas— y finalmente este aire sexy de Sevilla perfumado de azahar que a ellas no les sirve ya para nada, supongo. Porque los hombres aquí no quieren ser asaúras como en California.

A propósito, estuvo en la fiesta —digo la noche del patio— la sobrina de Mrs. Dawson, de la que te he hablado otras veces. Ahora habla ya español y lee afanosamente todo lo que cae en sus manos, pero se arma un lío. Y hojeando un libro de reproducciones de arte, un chico dijo aquella noche al ver El entierro del conde de Orgaz: «Ahí está el famoso entierro». Y ella preguntó: «¿Es eso lo que llaman vulgarmente el entierro de la sardina?». Yo en su caso habría querido que me tragara la tierra. Pero no vayas a creer. Sus errores caen bien entre los chicos. Es que según dice Curro tiene «mucha espetera». Un eufemismo, espetera. Quiere decir que puede hablar tonterías sin cuidado, porque el timbre de su voz tiene appeal erótico. ¿No son delicados todos esos matices españoles sobre la inclinación amorosa?

La sobrina de la Dawson no tiene ángel, sin embargo. Y diciendo Curro que le extrañaba no ver entre los turistas americanos hombres viejos y en cambio muchas mujeres de edad avanzada, la sobrina (la llamo así porque tiene cara de sobrina y parece haber nacido solo para eso) respondió muy ufana:

—Es que en América los hombres mueren jóvenes de tanto trabajar para nosotras.

No puede hablar esa chica sin decir una inconveniencia. Pasó una brisa fría por los ojos de los hombres. ¿Qué creerán ahora los españoles de nosotras? Creerán que somos tigres. Al oír aquello Curro, tocaba hierro y se apartaba. En aquel momento el loro comenzó a cantar una saeta:

Míralo por dónde viene…

Y se reía como un loco. Se reía a veces aquel pájaro de una manera muy oportuna, por ejemplo, cuando la niña boba se santiguó frente a la imagen de la virgen. Y cuando a la novia reñidora se le cayeron los fetiches (las colillas de cigarrillo, las envolturas de caramelos, etc.).

Ultimamente se reía con motivos que yo llamaría poéticos, es decir, viendo una mariposa nocturna pasar y volver a pasar.

Mi novio seguía con su obsesión antiamericana. Dijo que los americanos comían maíz cogiendo la panocha por los dos extremos e hincando el colmillo como jabalíes. Él lo había visto en el cine. Añadió que comíamos también perros (hot dogs) y cuervos. Esto viene de que una vez amenacé a Mrs. Dawson con «comer cuervo» —obligarla a tragarse sus propias palabras sobre Curro y sobre mí—. Yo se lo traduje a Curro y ahora mi novio cree que Mrs. Dawson come cuervo asado, de verdad, en su cuarto del hotel. Curro no tiene costumbre como yo de analizar los problemas y cae en malentendidos que hay que disculparle. ¿No crees?

Yo sé bastante español y no caigo en esos malentendidos nunca.

Curro decía que en Norteamérica además de los perforantes hay indios con flechas envenenadas y cerbatanas detrás de los árboles de los parques, y cuando uno sale a respirar el aire, ¡zas! Condiosito. R. I. P. Dice otras cosas raras, por ejemplo, que las monjas andan en Nueva York en motocicleta y que un amigo suyo, que vive en Florida, fue al bosque de la eterna juventud, descubierto por el andaluz Ponce de León, y se le apareció un hada (ya ves tú qué fantasía encantadora) y le dijo: «Pídeme lo que quieras, que te lo concederé por haber nacido en Triana». Y mi amigo pensó un momento y dijo: «Pues solo quiero que todas las mujeres que me vean se enamoren perdidamente de mí». Ella dijo: «Concedido». Y luego el amigo salió del bosque y al ir a su casa por una calle extraviada salió una vieja mulata de sesenta y cinco años, sin dientes, medio calva, fea como un demonio, lo atrapó por un tobillo y se lo llevó a un sótano, donde lo tuvo encerrado veinte años sin ver la luz. El pobre pasó las moradas. (Quiere decir que pasó grandes dificultades y pruebas espirituales por alusión —creo, aunque no estoy segura— a las siete moradas de Santa Teresa). Pero usan el apócope; es decir, que Curro dice «las morás» en lugar de «las moradas».

A Curro además no le gusta el mar. «Todavía si hicieran una carretera de aquí a Nueva York, lo pensaría y calcularía los pros y los contras». Yo lo oía sin rencor, porque cuando empieza a contar historias —como esa de Florida— tiene gracia y todo se le puede perdonar. Voy contagiándome también y convirtiéndome, como dice la pedante Elsa, en «una entidad estética». Yo me hago andaluza, pero Curro no se hace americano, y eso a veces me duele. Oh, sí, Betsy, me duele, y tú lo comprendes.

Como te dije antes, Curro tiene celos de los Estados Unidos. Se lo dije a Quin y él respondió: «No veo por qué. Yo quiero más a los Estados Unidos desde que sé que es la patria de una criatura como usted». Era un piropo patriótico y le di las gracias. Siempre que doy las gracias a los andaluces por un piropo se quedan un poco raros, como cuando se les atraganta el embeleco en el paripé. Un poco frozen. Es que no están acostumbrados.

Se hablaba también de política americana y Curro dijo que en los Estados Unidos la opinión se divide entre los partidarios del burro y los del elefante. Curro prefería la venadita. Menos mal, esa alusión me hizo recordar Torre la Higuera, donde lo pasamos tan bien. Le explicaba a Quin que el burro y el elefante son meros símbolos. El muchacho, que no se chupa el dedo, me preguntó con cierta acritud:

—¿Y la venadita? ¿Es símbolo también?

Yo le respondí que era una deidad que los iberos del norte adoraban y que le habían regalado una venadita blanca a Sertorio, el general romano. Era una manera de disimular, ¿verdad? ¿Qué culpa tengo yo de que Curro me llame así?

Lo que no sabía es que tuviera Quin tanto fervor religioso. Todos dicen de él que es un ¡viva la Virgen!

Entretanto Curro nos volvía la espalda y hablaba con dos de las hijas de la casa. Quin me preguntó qué era el affidavit. La palabra se le había quedado en la imaginación y echaba raíces. Cuando se lo expliqué pareció decepcionarse un poco, pero se recuperó y me dio las gracias.

Yo recordaba lo que había dicho Quin del teléfono blanco. Suspiré. «Suponiendo que usted y yo congeniáramos y fuéramos novios y nos llegáramos a casar —le dije en broma—, vendríamos a veranear todos los años a Sevilla». Él respondió secamente que si tenía un día la suerte de casarse conmigo no vendríamos nunca a Sevilla, donde yo era feliz con otro. Y miró en la dirección de Curro de un modo siniestro. Recordé esos melodramas donde un enamorado dice a su rival: «Este planeta es demasiado pequeño para los dos». Yo creía, Betsy, que eso no sucedía más que en las novelas.

Curro no quiere ir conmigo a América, y no solo por los perforantes, sino porque supone que he tenido allí otros novios. Quin dice que no volvería a España por la misma razón. Si un día me caso con un español, tendremos que irnos a Australia.

—Además —decía Curro todavía— que los yanquis comen en las farmacias, donde se prepara al lado, si a mano viene, la receta para un moribundo. ¡Ezo es!

Me volvía yo a mirar a Quin, pero él suspiraba, se estremecía debajo de su chaqueta y no decía nada. Cambiando el tema se puso a hablar del famoso bandido del siglo pasado, Diego Corrientes, cuya calavera enseñan al parecer en una jaulita en siete ventas diferentes diciendo que es la genuina. Por lo visto Diego Corrientes tuvo siete cráneos. El poeta dice que está escribiendo algo sobre los siete cráneos de Diego Corrientes. Incidentalmente, ese bandido no mató a nadie nunca. Solo robaba.

La niña de quince años se había acercado otra vez a Curro y seguía con sus curiosidades inocentes:

—¿De veras se va a casar, Currito? ¿Y tendrá bastante con una americana para toda la vida aunque sea tan bonita?

—A ver. Cuando uno promete matrimonio a una niña yanqui y no lo cumple lo ponen a uno a la sombra. (Quería decir en la cárcel).

Rio la niña, rio el loro en su jaula, y aunque era obvio que Curro hablaba en broma, yo quise responder en serio a la niña y a mi novio:

—Curro, te devuelvo tus promesas cuando quieras.

—Gracias, no me interesan. Pero comprende que todo se puede tolerar menos lo que hace la policía en tu país con la gente. ¿Saben ustedes lo que hacen cuando un hombre va por la carretera en su coche a una velocidad mayor de lo corriente? Pues se enteran por radar desde una caseta que tienen escondida. Y entonces lo detienen a uno y le quitan la camisa y le sacan de la vena maestra con una aguja así de grande un cuartillo de sangre y la analizan para ver si hay alcohol o no. Y según lo haya, así le va al payo. Vamos, hombre. Una pinta de sangre le sacan. Aquí en Sevilla eso no se hace ni con los gatos. No digas que no, prenda.

Entretanto el loro cantaba algo. Aquí los loros son todos así.

La novia de la reja volvía a entrar con el cofrecito de sándalo y el envoltorio con las viejas colillas, la flor seca y otros objetos preciosos.

—Vaya —dijo la madre—. Mis niñitos hacen las paces otra vez.

—Oh —comentó la novia, airada—. La curpa la tienen los demás. La gente. ¡Si Dios quisiera que el mundo se acabara y nos queáramos solos mi novio y yo, no nos pelearíamos nunca!

—¿Pero qué iban ustedes a hacer solos en un planeta desierto? —les pregunté.

—Pues, ¿qué sé yo? Haríamos lo que hacían Adán y Eva, supongo.

Reía alguien entre quejumbroso y escandalizado. «No peleen ustés —dijo la madre—, porque dan ejemplo a los otros novios que son del género seráfico-granuja y un día se les vuelan a ustedes». El que reía a carcajadas era el lorito en su jaula.

Curro seguía implacable hablando de la inhumanidad de nuestras costumbres. En cuanto un americano cae enfermo la familia lo envía al hospital. En España solo va al hospital el pobre que no tiene un perrito que le ladre. ¿Qué tendrá que ver el ladrido de los perros con la salud? Entonces Quin dijo, aunque mirando a otra parte, que en América la gente toma jugos de fruta y de legumbres y la alimentación es más racional. Curro lo aceptaba, pero según él eso no alargaba la vida a los americanos. Se morían a la misma edad que los españoles, más o menos, aunque había que aceptar que se morían más sanos. Muchísimo más sanos.

—¡Morirse más sanos! ¡Cómo se burlaba, el rascal!

La niña de los quince dijo que hacía calor. A pesar de sus bracitos desnudos tenía calor. ¿No tenía calor Curro? Y le preguntó con su vocecita de ángel custodio:

—¿No quiere que le quiten la americana? —luego se volvió hacia el abejorrito rubio—: Quin, ¿no quiere quitarle la americana a Curro y llevársela al vestíbulo?

¡Quién iba a pensarlo en aquella niña! Los ojos de Quin se apagaron, se encendieron y se volvieron a apagar. La niña miró despacio a Curro y se apartó con su sonrisita y con movimientos de pavo real. A pesar de su apariencia, te digo que era un diablo.

Curro y Quin se cruzaron una mirada de veras asesina. Yo me hallaba en un dilema: el patriotismo por un lado y el amor por otro. Entonces componía una expresión neutra y hablaba con el cura.

El resto de la velada se fue en cantos y bailes. El cura no bailaba pero jaleaba a los bailadores. También los jaleaba el loro.

Una hora más tarde cuando salíamos vi que salía también el abejorrito rubio con otro grupo. La niña de los quince decía a Curro todavía en el zaguán:

—Usted no se deja quitar la americana así como así…, ¿verdad?

En la calle anduvimos hasta doblar la primera esquina, y Curro, exasperado, alzó la voz y dijo:

—¡Dejarme yo quitar la americana! Y menos por un niño fifí…

Lo oyó Quin y entonces lo hubieras visto venir hacia nosotros. ¡Qué gesto, qué iracundia, qué arrogancia! Viéndolo comprendí por vez primera el espíritu de los héroes de la Edad Media. El abejorrito parecía un visigodo belicoso y Curro un sarraceno filosófico y peligroso. Pero a Quin lo atraparon sus amigos. Lo sujetaban y él forcejaba como un león:

—Déjenme ustés, que a ese tío lo tengo atravesao en la boca del estómago.

Curro impasible pero verde respondía: «Suéltenlo ustés, que tengo que darle una lección y esta noche me siento con facultades pedagógicas». Te aseguro que aquella noche despertaron en mi conciencia los atavismos del tiempo de las cavernas, cuando la hembra era conquistada con el hacha y la maza, es decir por la lucha y la violencia. Sin embargo, debo añadir que no pasó nada. Por eso yo ahora no me siento culpable. ¡Si hubieras visto cómo resonaban las voces de los dos rivales en la callejuela medioeval! Cuatro hombres sujetaban a Quin, y por fin se lo llevaron en volandas. Un perro ladraba en una esquina, asustado. Te digo que fue un momento memorable, Betsy. ¿Tendrán razón, al final, las muchachas que en la encuesta del periódico de la universidad decían preferir el estilo cavernícola, es decir, la tranca? Aunque Sevilla no es una selva africana, sino más bien una corte oriental como Bagdad.

Se llevaron a Quin en un estado semiconsciente, de rabia. Pobre muchacho. Como ves, Quin había querido pegarle a Curro y sus amigos lo impidieron. En otra carta anterior te contaba cómo Curro había querido matar a Quin y los de la tertulia se interpusieron también. ¿No es exciting? Aunque yo prefiero el sistema afable. Me había dejado olvidado el libro en el patio y volví a buscarlo. La niña de los quince se había enterado bien del escándalo, pero me preguntaba como si no supiera nada. Yo cogí mi libro y le dije que deseaba asomarme un momento al pozo.

—Ah, vamos —dijo ella—. ¿Se lo han contado a usted? ¿Qué le han dicho, que se ahogó la niña? No, eso no es verdad. La gente siempre quiere que pase lo peor, pero no se ahogó, sino que la sacaron vivita y chorreando. Fresca como un cangrejo. Atrapó un buen resfriado, pero luego se salió con la suya y se casó con Juanito.

—¿Y por qué se quiso matar la niña?

—No sé. Chalaúras que le pasaron en un cine al aire libre. Es un poco bruja. Era la primera vez que iba al cine y en la pantalla veía una mar que no era la mar, y hombres que eran hombres y no eran hombres al mismo tiempo, y ella esperaba a su novio y no llegó o llegó con otra. Cosas de la vida. La sacaron del pozo, pero salió diciendo que abajo había visto algo. Yo no le diré lo que vio porque es una cosa de muchísimo malange.

—Por favor, dígamelo. ¡No me iré hasta que me lo diga!

—Bueno allá va y sálvese el que pueda —dijo la niña—. Descubrió ahí abajo una especie de calendario subterráneo y una fecha, eso es. Hay un día que es el aniversario anticipado de nuestra muerte (antes de morirnos, claro) y nadie se da cuenta y nadie lo celebra. Solo celebramos el del nacer. Todos pasamos por ese día de nuestro aniversario mortal, sin verlo, una vez cada año. Y añadía Soleá cosas por el estilo. Ella descubrió esa fecha suya ahí abajo. Es lo que dice, al menos. Y la celebra con sus amigos cuando llega el caso. Siempre fue Soleá una niña con duende. Un poco bruja. Y cuando lo celebra arma una que para qué te voy a contar. Demasiado duende para mí. Yo no quiero saber mi aniversario. Digo, el del día que la tierra se ha de comer mi cuerpo —y añadió por lo bajo con una voz ronquilla de sueño—: ¡siquiera se le indigeste!

Curro me llamaba desde la cancela. Yo pedí a la niña tres aceitunas, y salí. Es verdad lo de los sueños. Aquella noche, en mi casa, después de comer las tres aceitunas, soñé que había muerto. Debía ser el mes de octubre, pero no sé el año ni el día. Y estaba caída en el parque de María Luisa y me comían los pájaros.

Quiero conocer a la niña del pozo, digo a Soleá. Ya te contaré. Se lo dije a Curro y él se puso verde otra vez y me dijo: «Vaya niña, ¿qué bicho te ha picao?».

—¿Por qué?

—No es por na, pero Soleá tiene el sexto sentío.