Once

Patricia no piensa casarse nunca conmigo para molestar así a su madre —a quien por ese hecho, como he dicho otras veces, pone fama de infiel y doble adúltera— y para mantener en mi padre la duda sobre nuestra relación incestuosa.

¡Desdichada Güeny, esposa putesca y emputecida de Davidson, mi padre! En cuanto a este, al nacer me puso Cristóbal, pero todos me llaman Cristóforo porque es lo que se suele llamar aquí a los Cristóbales. De ahí Cristóforo Columbus. Y mi padre sólo ha visto a Adela, una o dos veces, con una indiferencia de comerciante. Porque dijo: «La piel de esos animales es buena, pero no vale nada al lado del petit-gris de sus hermanos de la Siberia rusa, de donde vienen los gabanes de lujo». En cuanto a Colón, lo llamaron Cristóforo porque llevó a Cristo a las Américas. Creo que lo dije ya antes.

Lo peor del caso es que la señora del poodle apareció estando yo en el parque esperando a Adela. Llevaba un gabán de pieles de petit-gris —hacía fresco— y traía, como siempre, a su perro, que iba orinando al pie de cada árbol.

Yo no decía nada, pero ella se adelantó a hablar. Y dijo que había leído en una enciclopedia cosas sobre las ardillas que yo ignoraba y que debía enterarme antes de formar juicio. Sacó un papel y leyó solemnemente como si estuviera en una convención política: «He aquí algunos argumentos en contra de esos roedores que son sólo ratas con cola larga: causan en los bosques bastantes perjuicios: comen las semillas, destruyen los retoños, roen la corteza de los árboles jóvenes, si en la cercanía hay plantaciones de árboles frutales se dirigen a ellas durante la noche para robar los frutos. Y no por los frutos mismos, cuya pulpa desdeñan y arrojan al suelo, sino para llegar a las semillas que tienen las proteínas que buscan. Sus enemigos principales son el perro llamado ardero y la marta, pero los persiguen también otros animales carniceros de pequeña talla y muchas aves de presa y rapiña».

Aquí la dama alzó la voz para molestarme, y siguió leyendo con más énfasis: «El hombre las persigue también matándolas a tiros o cogiendo vivos los pequeñuelos para enjaularlos». Luego me miró intrépidamente y preguntó:

—¿Qué le pasa?

—¿Por qué no sigue leyendo? Yo sé muy bien lo que viene detrás de esas palabras. Dice que las ardillas se encariñan con el hombre que las trata amistosamente, lo conocen y distinguen entre los demás, acuden cuando las llaman por su nombre y son encantadoras de gestos y también inteligentísimas. Todo eso dicen las enciclopedias, pero usted prefiere callárselo.

Seguía ella en silencio —más por indignación muda que por aquiescencia— y yo miraba su gabán, del que parecía orgullosa. Por si había alguna duda me dijo, altanera:

—Sí, este gabán que está usted mirando es de piel de ardilla.

Suponiendo que ella es conservadora —por sus riquezas— yo le dije:

—Usted está ayudando a un país ateo y comunista.

—¿Yo?

—Ese petit-gris está fabricado con las pieles de las ardillas de la Siberia oriental, cuyo mercado enriquece a los comunistas rusos. Así usted conspira contra el régimen de su patria americana. A no ser —añadí benévolo y maligno— que sea un petit-gris falso, porque suelen imitarlo con pieles de conejo.

—¿Dónde?

—En todas partes, incluso aquí, en California.

Ella juró que era genuino su petit-gris y que aunque lo compraran a los rusos se beneficiaban más los comerciantes americanos porque sabían muy bien aprovecharse de sus enemigos. Y además pagaban muy bien a sus obreros.

Adela, viendo el perro, se había quedado a mitad del tronco de la palmera esperando que yo estuviera solo. Pero detrás de mí llegaba Patricia y con ella el jugador de cricket. Estábamos, pues, en un espacio relativamente breve, cuatro personas, dos animales y Curto que miraba más lejos desde debajo de un macizo de boj. Pensaba yo: «Sólo faltaría que llegaran mi padre y mi madrastra-suegra». Por cierto que eso de madrastra-suegra es una combinación cuyos peligros sólo el diablo podría imaginar. Aunque quiere a la ardillita a su manera —lo veo en su modo de mirarla— y si habla mal de ella es sólo por molestarme a mí.

La dama del petit-gris parecía ofendida y buscaba el apoyo del hombre del cricket, quien admirando su gabán calculaba el precio y decía, ladino:

—Señora, los que vivimos solos a nuestra edad debemos defendernos. Y defender recíprocamente nuestros animales. ¿No le parece?

—¿Tiene usted alguno? —dijo ella con una voz en la que se advertía claramente un asomo de coquetería seductora.

—Tengo un basset. Más largo que un cocodrilo de Florida.

La comparación no le gustó a la dama. Tampoco que hubiera dicho «a nuestra edad». Porque ella, con razón a sin ella, se consideraba más joven. Pero olvidando esas incómodas alusiones me señaló a mí con un gesto de su cabeza doblemente oxigenada —su pelo y una peluca superpuesta— y dijo:

—Ahí tiene usted a este fellow queriendo matar a nuestros perros.

—Yo no tengo nada contra los bassets. Ni tengo la culpa de que un gato vagabundo ataque a ese afeminado poodle.

—No es afeminado, sino femenino —gritó ella.

—Bueno, pero hay también hembras afeminadas.

Y dirigiéndome al jugador de cricket añadí:

—¿No le parece?

Él no me oía. Se había quitado la gorra y avanzaba hacia la señora con la mano tendida:

—William Gunter, a sus órdenes.

Ella dijo algo como Mrs. Goliathson —no estoy seguro— y le ofreció la mano, pero no para estrecharla, sino para que la besara. Sin duda había andado por Europa y tomado aquella costumbre. El jugador de cricket besó la mano sin gracia, porque la tomó con la misma en la que llevaba la gorra. Hizo Mrs. Goliathson un mohín.

—Uno está solo —repitió Gunter torpemente, porque se advertía su intención— y los que estamos solos…

—Yo no puedo decir que lo esté realmente, aunque ahora vivo sola. Pero tengo hijos adoptivos.

—¿Cuántos?

—Siete. Usted sabe…

—Ya comprendo. Las deducciones de los impuestos sobre la renta. Con esos siete se saca usted al menos cinco mil dolarcitos de descuento.

—¡Y más!

Ah, según parecía ella lo estimulaba a seguir. En estos países es difícil deducir por la apariencia la calidad social y el valor económico de un individuo. Quizá Gunter era rico también.

A todo esto yo estaba ofendido porque aquella vieja me había llamado fellow. Esa palabra quiere decir exactamente «tipo» o «sujeto» o «individuo», y me suena siempre un poco ofensiva porque me recuerda otras españolas en las que podría actuar como prefijo como felonía, o latinas puercas como fellacio. Lo que sucedió fue que Mrs. Goliathson quiso elogiar a Gunter:

—Usted viene aquí por razones de salud, pero este fellow viene sólo a molestarnos con los gatos y las ardillas.

Yo alcé la nariz:

—Señora, comience por atar a su perro porque repito que está faltando a las ordenanzas municipales.

Y luego sepa usted que no soy un fellow, sino un descendiente de los Armagnac de Languedoc, Francia, y de los Lunas de Aragón.

—Un lunático —y soltó a reír.

Yo cogí una rama desgajada y seca —y bastante robusta— que había a mi alcance y ordené:

—Ate usted a su perro si no quiere que haga yo uso de la ley que me autoriza a golpearlo.

Ella miró alrededor y esperó un momento, y al volver a mirar vio el gato Curto que asomaba bajo los arbustos y se iba acercando lentamente. Entonces ató al perro y me miró desafiadora. Luego —quién iba a pensarlo— sacó una pistola. Una pistola como las de la policía, ni más ni menos. Yo me asusté —lo confieso— y el viejo Gunter pareció asombrado. Pero ella explicaba:

—No se preocupen, que es sólo una pistola de agua contra los gatos. Si se acerca se llevará una buena ducha.

Añadió Mrs. Goliathson que tenía otra pistola detonadora, pero que no la usaba porque el perro se asustaba demasiado. «Tienen un oído finísimo estos animales».

El jugador de cricket y yo nos habíamos alarmado de veras porque ante un hombre con una pistola sabemos cuáles pueden ser sus reacciones, y casi siempre responden a alguna clase de lógica, pero una pistola en manos de una mujer dueña de un poodle nunca se sabe en qué dirección ni por qué motivo va a ser usada.

Yo recordaba algunas palabras de mi padre cuando antes de casarse con la viuda que es hoy mi madrastra y mi suegra me decía, acariciando sus propias barbas retóricas y refiriéndose a sus enemigos —los que lo insultaban a sus espaldas— con algún calificativo bellaco: «Reconozco que la indolencia, la incapacidad, la inexactitud de aquellos que han intervenido en el asunto de la fidelidad de Güeny en relación con la posibilidad de incesto entre Pat y mi hijo me desarman ante mí mismo». Yo pensaba: «Ah, pero no la posibilidad de conseguir a Patricia». Con eso de mí mismo quería decir «ante el espejo». Porque mí mismo es eso: el espejo. El de los hombres, que es igual que el de las mujeres, querámoslo o no. Con la añadidura de la ridiculez. Porque ¿se quiere algo más torpe que la imagen de un hombre ante un espejo haciendo morisquetas o diciendo frases altaneras?

El gato se acercaba, aunque muy cautamente. Sabía que la vieja dama no lo había perdonado y que trataría de vengarse. Echó a correr en dirección al perro, pero antes de llegar cambió de rumbo haciendo un círculo muy abierto a su alrededor. Desorientada, la dama disparó su pistola sin que llegara al gato una sola gota de agua, y entonces con la pistola vacía y sintiéndose indefensa corrió a la fuente donde beben los niños. Seguida de su animalejo —que tenía su lacito rosa en la cabeza.

Con todo eso yo me divertía y el jugador de cricket no sabía qué hacer. Sus amigos lo llamaron porque era su turno y él acudió como un sonámbulo. No hay duda de que se proponía algo con la dama. Tal vez había hecho sus cálculos en maizdólares o en petrodólares o en dólares de papel, simplemente.

Yo me senté en mi banco, seguro de que Adela estaba mirándome desde lo alto y pude ver con alguna alarma que el gato comenzaba a subir por el tronco de la palmera. Fui corriendo y grité:

¡Curto! ¡Aquí!

Él sabe muy bien su nombre. Y sospecho que comenzó a subir para llamar mi atención, porque ningún gato subiría a lo más alto, ya que, como dije, no saben bajar. Desde el lugar donde estaba, que sería una altura de dos metros, saltó a tierra y yo le di un par de puntapiés, esta vez en serio y con mala intención. Me habría gustado lanzarlo por los aires, pero sólo conseguí hacerle dar tres o cuatro vueltas sobre el césped y obligarle a salir corriendo.

Lo más curioso es que la señora del poodle me vio y entonces se acercó a mí con media sonrisa de simpatía de vieja cuatro veces divorciada y una vez viuda, con siete hijos adoptivos para aliviarse de los impuestos federales. Me hizo un efecto halagüeño. Por un momento pensé que podría ser yo un buen rival del viejo jugador de cricket. Por si acaso le sonreí también y le dije:

—Como usted ve, soy justiciero y no tengo prejuicios en favor de mi gato.

Ella se sentó a mi lado, condescendiente. El poodle me ladraba femenina y coquetamente moviendo el rabo, que es su manera también de sonreír.

—Mi perro le quiere a usted —dijo su ama—. Y es que le ha visto darle de puntapiés al gato.

Yo me abstuve de hablar de la ardilla y ella también. Nos lo agradecíamos recíprocamente. Por si acaso faltaba algo le dije que «las personas de nuestra edad —yo tengo al menos quince años menos que ella— comprendemos las cosas en su verdadera naturaleza, sin hacer demasiado caso de la primera apariencia, que suele ser engañosa». Eso de «nuestra edad» la halagó profundamente. Tanto como le había ofendido cuando se lo dijo el jugador de cricket. Como se puede suponer, yo no tenía el menor deseo de hacerle la corte, pero es bueno estar a bien con las damas, ya que no podemos darles de bofetadas cuando nos faltan al respeto. Porque a veces nos insultan en nuestra cara. Los hombres nos vejamos y calumniamos constantemente, pero a nuestras espaldas, y sólo no lo hacemos con aquellos que tienen en su mano la llave de nuestro pan. En América pan lo tiene todo el mundo. Pongamos, pues, de nuestro filet mignon, aunque yo prefiero el filet de sole (lenguado), porque hace trabajar menos a nuestro estómago.

No es que le sea del todo fiel a Patricia. ¿Quién es fiel a nadie en nuestro tiempo? Se considera eso como una falta de imaginación y hasta de buen gusto. ¡Ser fiel! Vamos, hombre. Sólo creemos en la fidelidad pensando en nuestras madres, siempre angélicas, cualquiera que sea su conducta.

Como es natural, cuando yo conocí a Patricia ella quiso darme gato por liebre y se hacía la virgencita inmaculada, pero era eso que yo llamo una virgulandina superior, porque las hay intermedias —virgulandas— y también inferiores —las que Quevedo llamaba putidoncellas. La diferencia es fácil de expresar, pero llevaría consigo algunas alusiones pornográficas y no me gusta descender a esos niveles.

Lo bueno de Patricia es que ahora —con el tiempo— se muestra tal como es y a veces me dice: «Tú has gozado de dos virginidades mías. No tres, sino dos». Eso me recordaba una morita marroquí que me decía, hace años, detrás de unas chumberas: «Yo chapar por jacho, chapar por cofa y chapar por boca». Por cierto que las dos palabras últimas se usan en español, y hay comarcas de nuestro campo remolachero donde al sexo femenino se le llama todavía jacho o cacho y eso viene del árabe o por lo menos del berberisco.

Pero ahora no estamos en Marruecos ni en España, sino en la tierra adonde Cristóbal vino con el Cristo, el arquetipo que con Buda y Mohamed o Mahoma comparten la atención metafísica del mundo. Mientras oía hablar a Mrs. Goliathson sin escucharla —porque no aceptaría ser su amante por todos los millones del mundo— pensaba que entre Adela y yo, los ovnis con sus cangrejos magnéticos e instintivos y sus beams penetrantes estaba todo el universo que nos es accesible por ahora. La parte inaccesible queríamos llenarla con alguna forma de fe en lo sobrenatural. Nada más natural, sin embargo, que eso que llamamos lo sobrenatural, porque todo comienza y acaba así. Lo sobrenatural nos hace nacer y después de un paréntesis de insultos y dulces ilusiones y amargas decepciones se nos lleva no sabemos adonde ni con qué fines.

Como decía, para llenar esos espacios entre el antes y el después hemos creado arquetipos: Cristo, Buda y Mahoma son los más importantes. Y si acaso la trinidad hindú con Brahma, Vishnu y Siva. Pero esta última es demasiado sospechosa y nada convincente —como toda la serie de los Vedas. Buda, o Buddha como escriben los adeptos, es el otro gran arquetipo. De los tres el único realmente positivo es Mahoma, que combina la virtud con la cimitarra y no trata de negar ni de mejorar la naturaleza que ha hallado hecha al nacer.

Los otros son negativos. Buda es la autoaniquilación —el suicidio por abstenerse del mal— y Cristo es una tremenda contradicción. Tal vez esa contradicción llega a resumir todas las de nuestra vida, es verdad.

A lo mejor resulta que estamos en lo justo los cristianos.

Se dirá que estas reflexiones, teniendo a mi lado a Mrs. Goliathson, que comenzaba a halagarme y que entreabría la puerta de su intimidad esperando que yo la empujara mientras su poodle seguía moviendo el rabito blanco, todas estas reflexiones, digo, parecen extemporáneas. Pero insisto en que la unidad del universo es la única que acepto y que me alucina. Incluyendo en ella a los ovnis cuando aparecen en el cielo.

No comprendo a Jesús cuando al final de una vida de «hijo dilecto de Dios» y en medio de un suplicio que él mismo propiciaba y esperaba duda de su padre y le pregunta: «¿Por qué me has abandonado?», la verdad es que la fe pierde vigencia en nuestra alma ante contradicciones como esa. Y hay muchas más.

Lo mismo que el amor de las virgulantes nos quiere hacer soñar con la virginidad total, los curas nos quieren imponer una lógica del todo absoluta pero absolutamente inaceptable.

Y que me perdonen la comparación los poquísimos hombres de buena fe que quedan y que han aceptado desde el principio su papel de mártires sin perplejidades, es decir, sin contradicciones. Esos angélicos seres me perdonan porque han nacido para eso, para perdonar. Lo malo es que suelen encerrarse en monasterios y que los otros religiosos, los de las parroquias, los acusan —según me han dicho ellos mismos— de homosexuales.

Así es que no hay refugio seguro para los puros ni para los otros en ninguna parte —quiero decir dentro de las latitudes de nuestro planeta. Quizá fuera de ellas tampoco.

Pero yo tengo algo puro y sin mácula. Digno de la alta idea que a veces me formo de mí mismo: mi amor por Adela y el amor de Adela por mí. Estoy seguro de que ahora me mira desde lo alto de la palmera y de que va a bajar en cuanto se marche Mrs. Goliathson con su perro. En cuanto al gato, no volverá aquí en un par de días. Aunque se hará el olvidadizo y acudirá a mi puerta para arrojarse a mis pies ronroneando, como siempre. Sabe que su granujería me hace gracia.

Como Mrs. Goliathson tardaba en marcharse y por lo tanto Adela no bajaba —mi amada trepadora no cree en la inocencia de los perros con lacitos color azul o rosa—, yo no tengo más remedio que portarme incorrectamente con la señora y por vez primera en mi vida le pellizco en el trasero ya reblandecido. No es muy saludable eso. En mi tierra las campesinas dicen que sólo está bien de salud una persona cuando no puede pellizcársele en el trasero porque está muy macizo.

Mrs. Goliathson enrojeció un poco y se fue sin decir palabra. Aquel rubor me hizo pensar que a pesar de todo quería impresionarme. ¿Quién sabe? Porque hay mujeres que se ruborizan a voluntad. Saben que ese rubor estimula ligera o poderosamente nuestro deseo.

Cuando se marchó yo me quedé pensando: «¿Qué harán con esas personas los cangrejos de los ovnis si algún día bajan a la tierra?». Me refiero a los cangrejos de los que había hablado Mary-Lou.