Nueve

Güeny, la madre de Patricia, se pasa la vida, ahora, tratando de convencer a mi padre de que Patricia es mi medio-hermana. A mí me dice lo contrario. Es muy liosa.

Los argumentos que usa son diversos, pero en vano. Ni mi padre está convencido del todo ni yo la creo. No porque mi potencial suegra nos mienta. Güeny, adulterios aparte, es muy honesta. Lo que pasa es que quiere ayudarnos a Patricia y a mí. Pero mi padre, cuando ella le dice que Patricia es su hija, exige una vez y otra:

—¡Pruebas! ¡Pruebas!

Son imposibles, las pruebas. Sólo se podría probar que no es hija, pero no que lo es. Es decir, que podría ser el análisis de sangre positivo en cuanto a la paternidad y ser, sin embargo, hija de otro. Porque hay muchos hombres con el mismo «grupo» de sangre.

Se puede gozar en la vida de muchas cosas menos de la confusión. Somos todos tan confusos por dentro que la confusión exterior produce, por acumulación o yuxtaposición o como se diga, una serie de cortocircuitos llenos de molestias y absurdideces. Mi suegra dice eso a mi padre porque sospecha que está enamorándose de Patricia.

Así vamos marchando, mejor o peor. Mi supuesta suegra y mi padre se tiran los trastos a la cabeza simulando que creen lo que no creen. Debe de ser extremadamente fatigante. Mi padre quiere ser padre de Patricia también para que yo no la goce —y para sentirse halagado por la fidelidad adulterina de Güeny—, pero de pronto las dudas lo inclinan al deseo de acostarse con Patricia. Y se producen dentro de él tremendas tormentas. Mi suegra nos ayuda a todos con argumentos contradictorios.

Debe de ser fatigante, de veras. Güeny quiere que mi padre esté seguro de serlo de Patricia para que no la busque y quiere también que nosotros lo estemos al mismo tiempo de todo lo contrario, es decir, de que Patricia no es hija de mi padre para que podamos seguir siendo amantes con la conciencia limpia. La vida es complicada entre los genes y el confesonario, y cuando mi padre no puede más tiene una de esas crisis con exclamaciones del siglo pasado como las que usaban los traductores de las novelas de Víctor Hugo y de Walter Scott:

—¡Cien millones de perros!

Y se va de casa, dando un portazo, con las barbas crispadas.

A mí todo eso me cae por fuera, la verdad. He nacido, y como le digo a Patricia imitando el estilo de mi padre en lo grosero y vulgar —para hacerla reír—: «Puesto que hemos nacido, a lo que estamos, tuerta, y en el infierno nos encontraremos todos».

Nunca le hablaría así a la ardilla ni a Mary-Lou. Pero es que la evidencia del doble adulterio de Güeny lo envilece todo alrededor.

Incluido a mi padre. Es decir, a mi padre antes que a todo lo demás.

En cuanto a mis animalitos no soy del todo feliz y es que la amistad del hombre no es siempre beneficiosa para ellos y lo digo pensando si el accidente del águila blanca, que no era cosa nueva para Adela por haberle sucedido en nidadas anteriores, ahora la ha afectado profundamente por culpa mía. Tal vez ella esperaba que yo salvara a su hijito. Los hombres somos más débiles de lo que los animales creen. La verdad es que la pobre Adela, desde que le robaron su hijo, parece más frágil que nunca y viene a menudo a refugiarse en mi bolsillo, donde a veces duerme pequeñas siestas. Se le ha contagiado parte de mi sensibilidad, supongo. Se humaniza y eso la perjudica.

Otra cosa he podido observar digna de cuidadosa atención. Desde que el águila blanca se llevó en las garras su tributo de ave imperial, los otros tres bebés de mi amiguita son más atrevidos con su madre. Bueno, su atrevimiento no va muy lejos, la verdad. Se limitan a negarse a obedecerla. Es como si pensaran: «Te has dejado robar a nuestro hermano. ¿Qué podemos esperar de tu protección?».

Ella los ve bajar por la palmera hasta el suelo y corretear entre los árboles y no se atreve a reñirles ni a enviarlos al nido. Los deja que se busquen la comida por sí mismos y los pobres comen, como las demás ardillas, esas florescencias de las piñas que caen de las altas copas de los pinos. No deben de ser muy sabrosas, la verdad. Yo he probado una y tienen un lejano sabor a resina.

Adela, que antes no tenía miedo a las águilas sabiendo que tienen sus derechos y las consideraba como nosotros al Dios implacable del Sinaí —algo fatal e inevitable—, ahora se pasa el tiempo en mis rodillas o en mi bolsillo mirando el lugar del espacio por donde el águila blanca desapareció. Tal vez se le ha contagiado mi emoción y mi sentido del misterio.

Antes era sólo la fatalidad. Ahora es la tragedia incomprensible. Ella no tenía este sentido de la tragedia que sin duda ha aprendido de mí.

¿Estarán los animales mejor dotados para la vida natural que nosotros?

¿Será que la tragedia no existe en la naturaleza y que la hemos inventado nosotros desde los días ya lejanos de Sófocles?

¿Es posible que la tragedia sea sólo cuestión de palabras?

Todas estas cosas se me ocurren sintiendo a Adela temblar en mi bolsillo cada vez que aparece en el horizonte un ave dudosa: milano, esparver o un simple cuervo, aunque estos no cazan sino que comen la carne ya muerta y en descomposición. La pobre Adela se ha hecho cobarde bajo mi protección y yo comienzo a sentirme responsable. Ella no entiende las palabras de Sófocles pero sí mis sentimientos. Lo bueno es que sus hijos pueden valerse ahora por sí mismos y ya no le preocupan. Sólo una vez que los ha visto pelearse ha salido, indignada, de mi bolsillo a poner orden y ha bastado su presencia para que los tres treparan a la palmera asustados.

Y eso que son tan grandes como la mamá. O ella tan pequeña como sus niños. Es cuestión de ángulo visual, como todo.

Yo me he alegrado al comprobar que sigue siendo respetada y mantiene su autoridad, porque la verdad es que sus bebés van siendo unos pequeños granujas. He podido observar que la víctima del águila imperial era una hembrita, porque el único macho de la nidada está vivo y va y viene como si tal cosa. Dentro de dos meses estará en condiciones de procrear y de formar su propio hogar. Aunque como creo haber dicho entre las ardillas existe el matriarcado y el padre es accidental y no vive con la familia. Se las arregla como puede. Pero —repito una vez más— Adela es fiel a su amante y al parecer no ha abusado nunca de sus derechos en ese régimen de maternidad en el que —según sucedía hasta hace poco con algunas sociedades humanas como los vascos españoles— la mujer tiene la libertad de determinación que en el patriarcado tenemos los hombres.

Yo también me he conducido en eso como si hubiera nacido en una sociedad matriarcal. Pero no por elección ni decisión mía, sino por imposición del azar. Un azar trágico, es verdad. Con palabras de Sófocles o sin palabras.

La pobre Adela, contagiada de humanidad, me da pena.

Tan asustada está que no quiere subir a lo alto de la palmera. Las águilas blancas o pardas o doradas, los esparveres, los milanos, los halcones la asustan ahora, y como digo mira el lugar por donde se alejó el águila blanca, temblorosa. Ahora tiene miedo de todas las aves rapaces grandes o pequeñas. Es cierto que nosotros influimos en los animales. Y ellos en nosotros.

Como nosotros en los vegetales del Brasil.

Como los vegetales en las abejas, a través de las flores. Y las abejas en la fecundación de las plantas femeninas con el polen que llevan en los artejos.

Y las flores de esas plantas en la alegría de la novia aderezada. Y la novia en el llanto de la madre el día nupcial y ese llanto en la sensación de victoria del novio que odia a la suegra anticipadamente. Y la sensación de victoria en el aborrecimiento de esa hembra que ve en el novio lo mismo que ve Adelita en el águila blanca un ser que tiene derecho a comerse a su hija. Por ley natural.

Parece ser que todo el mundo está interrelacionado, y no sólo teórica sino práctica y efectivamente. La vida es la misma para todos, incluidos los minerales. El plomo negro sale de las minas de blanca plata y nos sirve para mil cosas beneficiosas, entre otras para traer en tuberías el agua a nuestra casa, pero produce sales venenosas y balas mortíferas. De modo que interfiere malignamente en nuestras vidas. Lo mismo se puede decir del mercurio, que cura enfermedades y mata, según como lo usemos, y del oro, que salva a unos y destruye a otros.

En fin, los tres mundos, mineral, vegetal y animal, son interdependientes y yo me pregunto cuál es nuestro papel en la reciprocidad con el mundo mineral. Ya sabemos que influimos en los vegetales por Félix de Azara y que según he dicho ellos influyen en nosotros de diferentes maneras, desde la dulzura de las flores connubiales hasta los venenos de la cicuta o las piadosas somníferas, como el opio y la belladona. Pero la influencia que nosotros podamos tener con los minerales es más difícil de entender y en todo caso no es natural, sino elaborada por las artes y ciencias. Y así el mármol se hace columna dórica o salomónica, el mercurio, veneno o medicina, y el azufre, materia explosiva o dermatológica.

Ciertamente todo está relacionado. Y he aquí que yo me he dado cuenta, al ver la turbación de Adelita, que antes era muy valiente y ahora apenas si se atreve a salir de mi bolsillo. Me he dado cuenta de que soy culpable.

Tanto es así que he decidido probar a llevármela a casa por lo menos hasta que se cure. Tal vez cuando se vea «demasiado protegida» y sienta que su campo de actividad está limitado y no vea encima de su cabecita el cielo azul o estrellado, sino un techo sólido y revocado de cal, su naturaleza anterior proteste y exija volver a la libertad. En todo caso será para ella beneficiosa mi vecindad. Al menos por ahora. Una reacción violenta la puede curar.

He dejado la decisión pendiente de ella: no quiero obligarla. Estando en mi bolsillo me he levantado del banco y he comenzado a caminar sin cerrar con la mano la abertura del bolsillo, cosa que otras veces hago dejando libre su cabecita para que pueda respirar.

Esta vez le he dejado entera la iniciativa y no he podido menos de sorprenderme al ver que no hacía nada por salir.

Claro es que para cruzar la calle —una avenida de doble dirección en la que siempre suben o bajan automóviles— he esperado la luz verde y al cruzar he protegido a mi amiga con la mano, por si acaso. Ella no está obligada a entender el lenguaje de otras luces, sino la del sol y de la luna, ni otros verdes que el del césped o los árboles y arbustos.

Ella no hizo nada por salir mientras crucé la calle. Al otro lado nos esperaba mi casa.

No es necesario que diga que dentro de ella no vive animal alguno. Ni gatos ni perros. Pero en el umbral estaba Curto. Sin duda olfateaba a la ardillita y se mostraba más mimoso que nunca rosnando y arrojándose a mis pies para mostrar su barriga y las palmas de sus cuatro manos esperando tal vez que yo le permitiera alguna familiaridad. Porque es posible que después de comprobar mi amistad con la ardilla esté dispuesto a hacer alguna concesión y quién sabe si las paces definitivas con ella. No hay que fiarse, sin embargo.

Por si acaso yo cubrí una vez más mi bolsillo con la mano y le dije a Curto:

—Sal de aquí, sinvergüenza.

Él pareció comprender, aunque no se alejó, sino que se limitó a ir al extremo de las escaleras exteriores —cinco peldaños— para sentarse solemnemente sobre sus patas traseras, como pensando: «Ya sé que llevas la ardilla en el bolsillo, pero algún día saldrá y entonces veremos lo que pasa».

Lo que no sabía Curto es que Adela no saldrá de mi casa sino en el caso de que realmente lo decida por su expresa voluntad. Y saldrá conmigo.

Una vez dentro de casa y con la puerta cerrada saqué a Adela del bolsillo y la puse sobre una silla próxima.

Como al lado de la silla había una mesa saltó en seguida a ella y pareció contenta de ver aquella superficie plana y limpia. De pie y con sus manitas bajo la barbilla miraba alrededor los otros muebles, sorprendida y asombrada, pero no disgustada ni mucho menos.

Por un momento pensé que iba a ser mi pet y que seríamos felices viviendo juntos.

Pero no había contado con la huéspeda. En este caso la huéspeda —ella me perdone— es Patricia. Yo la quiero, pero debemos comprender algo que obviamente le pasa a todo el mundo. Ella es solamente una necesidad fisiológica. Y Adela es un lujo. No una necesidad, sino un lujo. La amistad es un lujo salomónico. Una prerrogativa mía, imperial. Pero más bien —para evitar la alusión al águila— un lujo franciscano. Eso es. San Francisco se habría enamorado también de Adela, aunque en mi caso es más meritorio mi amor porque el del santo habría sido en el nombre de Dios.

El mío es en mi nombre propio y sin esperanzas de premio eterno ni temporal. No quiero más que la reciprocidad. Y no hay duda de que Adelita me quiere. Por la adoración con ella entiendo yo a medias que puedo tener una pequeña dosis de divinidad, como ya dije. Es decir, esas dosis que tenemos todos. Ahora me doy cuenta. Una divinidad siquiera modesta. Aunque la modestia y la vanidad sean incompatibles en los hombres; yo me entiendo.

Así es que mi casa se había convertido en una mansión con su toque de magia religiosa o satánica, pero magia verdadera y genuina.

Repito, sin embargo, que no había contado con la huéspeda.

Vino a media tarde con el pretexto de haber comprado algunos víveres y de hacer algunas faenas caseras. Todos los gastos de la casa se hacen con dinero mío, como es natural. Y a veces hay pequeñas diferencias entre el dinero que doy y el valor de lo que ella compra y le dejo a ella disfrutar de la diferencia, que siempre le es ventajosa.

Supongo que con esa diferencia ella invita a veces a algún amigo más joven que yo. No me es tan fiel como Adela a su amante, eso no.

Tampoco yo se lo exijo. No me hago ilusiones. Ya digo que el sexo es una necesidad y las necesidades se satisfacen y todo queda en orden. O creo que queda en orden. O digo que creo que todo queda en orden. O supongo que digo que creo que todo queda en orden. O… Bueno, dejémoslo. El lector experto sabe lo que quiero decir. Y allá cada cual.

Pero no fue sólo Patricia. Poco después llegó su madre, y al entrar preguntó si estaba con nosotros su marido, lo que quiere decir que iba a venir más tarde y que se habían dado cita en mi casa porque era su cumpleaños.

Yo hablé aparte con Patricia y le aconsejé que se marchara antes de que llegara mi padre, ya que le molesta que nos veamos tan a menudo con fines amorosos; pero ella me respondió con una pregunta que no dejó de chocarme:

—¿Crees que tu padre es tonto? Él sabe todo lo que pasa entre tú y yo. Y las travesuras de mi madre con otros hombres.

Me miraba como si quisiera añadir otras cosas y se las callara. Pero yo que conozco a los hombres —al menos mejor que a las mujeres— sabía que nuestra relación —la de Patricia y mía— era para mi padre la confirmación de su desdicha de marido anticipadamente engañado. Es decir, antes de casarse.

Y la tranquila tolerancia que mi suegra mostraba para nuestros amores debía ser la mejor confirmación.

En fin, iba a ser un problema. Tal vez varios problemas entreligados y sin solución.

Había los residuos de una antigua tragedia no resuelta entre mi padre y su actual esposa Güeny. Mi padre Davidson. Y a veces temblaba yo bajo mi piel acordándome del hijo de David, Absalón, colgado por los cabellos como lo sería yo también —porque los llevo largos— si huyera al galope de un caballo por un turbio bosque y se me enredaran los cabellos en las ramas de un nogal.

El rey David estaba triste. Mi padre Davidson no sé cómo reaccionaría. Los padres de ahora, sobre todo si no son reyes, tienen salidas imprevistas.

Insistí en pedirle a Patricia que se marchara y ella estaba casi convencida cuando mi suegra vio la ardilla en lo alto de la cornisa de madera de una cortina. La señaló con la mano y gritó histéricamente:

—¡Una rata!

La pobrecita Adela, contagiada de la alarma, dio un salto y fue a caer encima del piano, cuyas cuerdas se oyeron vibrar. Yo me dirigí a Güeny y le dije, dolido:

—Por favor, no vuelvas a decir esa palabra dentro de esta casa.

Pero ella no se daba cuenta y repetía:

—¡Una rata!

—¿Eres ciega? —pregunté fuera de mí—. ¿No ves el rabo dorado y tornasol que se levanta detrás de su espalda hasta asomar por encima de su cabecita?

—Bueno —balbuceaba ella, que es un poco testaruda—: ¡Una rata con un rabo así como de gala!

—Eso no es rabo. Es cauda.

—Es rabo.

Su hija le daba la razón:

—¡Que lo digas, madre!

—Pero eso es ridículo. Hay colas y colas. Un pavo real y una gallina tienen cola de plumas. ¿Tú dirías por eso que un pavo real es una gallina?

Se callaron y yo, para cambiar de tema, me puse a hablar de mi padre. De si vendría mi padre y de cuándo iba a venir y de lo que pensaría cuando viera que estaba allí Patricia, que vivía conmigo.

Se quedó un momento Güeny pensativa. Cuando ella piensa —es decir, cuando se siente turbada por alguna contradicción interna— parece como si se le inflamaran los pechos, ya por sí bastante grandes. Es que para pensar mejor, según ella misma le ha confesado a su hija, suele contener el aliento después de una fuerte inhalación.

Así dice ella: inhalación.

Era lo que estaba haciendo. Por fin habló y dijo algo de veras razonable. Las mujeres, sobre todo las mujeres gordas, suelen ser más razonables que nosotros, incluso cuando tienen sorpresas histéricas como la de la ardillita. Güeny dijo:

—Es hora de que tu padre vaya acostumbrándose, Cristóforo.

Yo dudaba:

—No sé lo que quieres decir.

Entonces ella volvió al tema de la ardilla. Y lo relacionó con mi padre. No quería que fuera un pavo real, sino una gallina, a pesar de su cola radiante.

Y me decía:

—No le gustará a tu padre ver una rata en tu casa. Tú sabes que suelen llevar enfermedades.

—También las llevamos las personas. Ella puede contagiarme a mí o yo a ella. Hay que aceptar riesgos en la vida.

Mi suegra en potencia —ya digo que no estoy casado todavía con su hija— reflexionaba:

—Rabo más o menos eso no cambia la naturaleza de un animal.

Pensando en Curto podía tener razón, pero no en Adela. Y yo pensaba para mí: «¿Qué importa la naturaleza? No existe más naturaleza que la de nuestro sentido selectivo. Yo he elegido a Adela porque es el más gracioso animal del parque y ella me ha elegido a mí. Algo debo de tener yo para ella también. Algo que no tienen los demás». Una voz satánica respondía dentro de mí:

«Tienes nueces».

Y yo grité, sin darme cuenta:

—Nueces las tiene todo el mundo. Cualquiera puede tener nueces. Pero yo soy yo. Ella ve en mí cosas que sólo yo tengo.

Entonces la madre y la hija se miraron como si pensaran: «Está chalado». Porque es su manera de hablar.

Mi padre, en cambio, tal vez por las responsabilidades históricas de su nombre, habría dicho: «Está alienado».

Afortunadamente mi padre no llegaba aún.

Decidimos que sería mejor que Patricia se marchara. Tenía el coche abajo y podía ir al otro lado de la ciudad a comprarse unas sandalias de cristal y plástico que la alucinaban. Tiene la manía de las sandalias, que lleva descalza y sin medias porque dice que conducir con medias y ligas y zapatos de tacón es incómodo.

El caso es que se fue. Yo temía todavía que se encontrara con mi padre en la escalera, pero por fortuna no fue así.

Al quedarnos solos mi falsa suegra se sentó y comenzó a abanicarse con un periódico.

—No tienes aire refrigerado, ¿verdad?

Corrí a ponerlo. Ella, al volver yo a su lado, suspiró y dijo:

—Patricia está muy bien. No tiene todavía la llanta de la cintura.

Ella se tocaba los costados en los que la grasa hacía no una llanta sino dos superpuestas.

—Tiene suerte Patricia —repitió, un poco envidiosa—. Digo, tu mujer.

—Bueno, tanto como mi mujer…

—Ante Dios lo ha sido siempre —sentenció Güeny, que a pesar de sus llantas es un poco dada a lo metafísico.

Nos quedamos callados. Ella vio en un aparador próximo una botella de vino y quitando el tapón con los dientes bebió un largo sorbo. Luego se limpió con el dorso de la mano, y dándose cuenta de que aquello no era correcto sacó un pañuelo de encajes y se volvió a limpiar. Luego lo guardó en el descote.

No tardaron en llamar a la puerta, abajo. Yo me alarmé un poco pensando que mi padre podría haberse tropezado con Patricia, pero no. Era un telegrama equivocado de dirección. Un telegrama para otra persona que vive al lado de mi casa. Volví a subir más tranquilo pensando en el rabo de Adela y diciéndome que la naturaleza tiene ocurrencias sorprendentes. No son nada nuevo, claro. Todo el mundo ha podido observarlo alguna vez en su vida, aunque pocos se detienen a analizar las cosas que ven o sienten. Me refiero a la importancia que lo estético tiene sobre lo racional y lógico. Es decir, sobre la rata que por el hecho de tener un rabo tornasol y caudaloso se convertía, a mis ojos, en una princesita del país de las maravillas.

No sólo a mis ojos, sino a los ojos de todo el mundo menos de una amante celosa o de una suegra con dos llantas hinchadas alrededor de la cintura. Una suegra que le había sido infiel a su marido actual quince años antes de casarse con él. Deliberadamente y a propósito.

En aquel momento llegó mi padre, pero sucedía algo increíble. Se había afeitado. Yo me quedé de una pieza. No parecía mi padre, en absoluto.

Aquello aumentaba la cadena de falsedades. Patricia no era hija de mi padre, yo no era esposo de Patricia, ella y yo no debíamos mostrarnos juntos delante de nuestros padres, pero además el mío, afeitado, parecía otro y quería seducir con sus mejillas limpias a Patricia.

Si los cuatro nos mostrábamos juntos —lo que habría sucedido ya si Patricia no se marchara—, todo habría sido mentira entre los cuatro menos el cumpleaños. La única gente respetable en aquel momento y en mi casa éramos Adelita y yo. Una verdad estética dudosa para los otros, pero no para mí, en quien Adelita había respetado la esencia de la única verdad por la que sigue existiendo el universo: el amor. No el deseo, sino la amistad idílica.

Yo los dejaba hablar y pensaba en la niña Mary-Lou. Miré por la ventana y la vi sentada en nuestro banco. Pobre Mary-Lou. Era una especie de Adelita parlante.

Como estaba acercándose el carrito de los helados bajé un momento dejando a mi suegra Güeny y a mi padre solos después de hacerles jurar que no molestarían a la ardilla. Mi padre ya no podía jurar por sus barbas, pero se puso la mano sobre el corazón. Bajé al parque y me senté al lado de Mary-Lou. Cuando había otros niños cerca, Mary-Lou ponía la música del transistor alta, para que tuvieran envidia. En aquel momento cantaba una mujer o un hombre —ahora es difícil de averiguar— esa canción que dice:

«Love me, baby, before the sunrise…»

Yo pensaba en mi padre afeitado y en Patricia:

«¡El sinvergüenza!», me decía.

Mary-Lou se palpaba su pony-tail para cerciorarse de que todo estaba en orden. Con el mechón de cabello colgaba detrás un trozo de cuerda deshilachada.

El hombre viejo, de piel curtida, estaba otra vez allí, se había acostado en la hierba como siempre y poco después se levantó para dirigirse a nosotros hablando de David y Absalón, cuando apareció el spaniel por el césped y fue al montoncito de ropa del profeta. El animal lo olió, volvió a olerlo y alzó la pata. Lo regó muy a su sabor y se marchaba cuando cambió de parecer, volvió de nuevo, comenzó a oler por otro lado y repitió su tarea.

El viejo no lo veía porque estaba de espaldas. Yo, para evitar que aquel perro insistiera en su puerca pertinacia, lo llamé como si fuera a darle algo y el animalito acudió moviendo el rabo.

A todo esto, las personas que habían visto lo sucedido reían sin poderse contener, y el viejo volvía a un lado y otro la cabeza sin saber qué pensar. Creía que todos nos reíamos de él y de su David y de su Absalón. Yo pensaba en las barbas ausentes de mi padre.

Mary-Lou reía como yo, como todos. El viejo, sin tratar de comprender, alzó la voz volviendo a su puesto y hablando del fuego purificador que caerá un día del cielo para castigar a los impíos. Es decir, a nosotros. Diciéndolo se sentaba al lado de su montoncito de ropa.

Llegó frente a nosotros el carrito de los helados, le compré uno a Mary-Lou y le di al hombre que los vendía tres dólares para que los días siguientes entregara a la niña su helado si yo no estaba con ella. El vendedor era un hombre maduro y debía de tener hijos porque comprendió en seguida y me dijo que no tuviera cuidado.

—¿Es que te vas de viaje? —preguntó Mary-Lou, alarmada.

—No, pero es posible que durante dos o tres días no salga de casa. Tú sabes, está la ardillita conmigo porque el águila blanca le ha robado un bebé y necesita consuelo y ayuda. Pero no tardaré en volver aquí, como siempre. Adelita deseará verse pronto otra vez desde su nido en lo alto de la palmera.

Parecía Mary-Lou muy triste. La besé en el pelo como solía desde que llevaba pony-tail, vi a su hermanita dormida en el coche y volví a mi casa.

Desde la escalera se oía discutir a mi padre y a mi madrastra y suegra potencial. Como alzaban la voz pensé que estaban asustando a la ardilla. Sin querer, claro. Pero el motivo de la discusión era revelador. Mi padre decía que se había cruzado en el zaguán con Patricia y que ella había pasado a su lado, como una extraña, sin decirle nada.

Olvidaba que sin barba estaba desfigurado. Antes parecía el Moisés de Miguel Ángel y ahora un granujilla vendedor de periódicos. Tal vez esa era su personalidad verdadera. Aunque para vender periódicos era ya demasiado viejo. Yo le perdí el poco respeto que le tenía.