Tres
En mis relaciones con la ardilla he suscitado yo algunas curiosidades, y una niña que suele venir por aquí con un cochecito donde lleva —supongo— una muñeca ha sido la más insistente en acercarse y mirar. Es una niña de ocho o nueve años que va casi desnuda, en traje de baño, y mira desde lejos. Me mira a mí, luego mira a la palmera y se la ve impaciente.
Sin duda quiere acercarse y hacerme preguntas.
Yo, aunque todavía no he hablado con ella, la considero mi amiga, pero no quiero llamarla ni hablarle. Le dejo a ella todas las iniciativas, si quiere entrar en relación con nosotros.
Además, por ahora yo no pienso sino en los bebés de Adela. Estoy seguro de que ha dado a luz. Soy tan estúpido que al hablar de su alumbramiento lo digo como si Adela fuera una personita y no empleo la palabra «parir», que se usa cuando hablamos de animales, porque me parece indelicada.
Dar a luz. Menos mal que al hablar de su pregnancy no he dicho que estaba en «estado interesante» —habría sido ridículo—, pero tampoco he empleado la palabra «preñez» que me parece inadecuada y un poco malsonante. Y si alguno quiere reír, en su derecho está.
Habría yo preferido tener la ardillita en mi casa y llamar un veterinario, pero dudo que a ella le hubiera gustado. Los animales saben que deben tener hijos y que eso no es enfermedad, sino naturaleza. Los animalitos no se alarman por eso.
Tienen sus hijos, los alimentan, los acarician y cuando pueden valerse por sí mismos los echan de su lado para que aprendan a vivir y afrontar las dificultades.
Serán irracionales los animales, pero se conducen con frecuencia más razonablemente que nosotros.
Y si pensamos en los insectos —abejas, hormigas— y en su inteligencia ganglionar, de la que en otras ocasiones he hablado, no digamos.
El hecho de que Adela esté pasando por una experiencia incómoda, como es la maternidad, me preocupa. No sé si será la primera vez o la segunda o tal vez la séptima. Esas ardillitas de piel tornasolada y mirada inocente parecen siempre vírgenes. En todo caso, aunque sea la primera vez, los instintos de los animales son tan seguros o más que nuestra inteligencia experta, y su inteligencia ganglionar es capaz de alguna forma de creación, aunque no tanto como las abejas o las hormigas, que carecen de cerebro y que nos dan frecuentemente lecciones.
Por fortuna el tiempo es agradable, no hay nubes ni los meteorólogos de la televisión anuncian lluvias. De noche la temperatura es de 68 o 70 grados Fahrenheit (equivalentes a los 20o centígrados) y estoy seguro de que durante el día, si es caluroso, la sombra de algunas palmas y las brisas marinas hacen cómoda la vida del pequeño hogar de mi amiga.
Hoy ha pasado cerca de mí la niña del cochecito. Yo veía que quería acercarse y sentarse en mi banco, pero no se atrevía. Saqué un cuaderno y me puse a dibujar, haciéndome el distraído. Pero oí una vocecita:
—Hello, sir.
—Hola.
—¿No baja la ardilla esta mañana?
—No. Tal vez más tarde.
Y seguí dibujando. La niña esperó con su pequeño cochecito algunos minutos más y luego la oí alejarse.
Porque el cochecito tiene unas ruedas oxidadas que rechinan un poco cuando camina.
La que vino a mi banco fue mi amiga Pat. No vive regularmente conmigo, porque va a la universidad y tiene allí su dormitorio, pero a veces se queda en mi casa algunos días. Hay otras razones para que se quede y dé la impresión a mi barbudo padre de que vive conmigo permanentemente. A Pat le gusta molestar a mi padre. Más adelante explicaré por qué.
La vida en esta ciudad del Pacífico sería verdaderamente idílica si puede serlo en alguna parte del orbe. No digo que no lo sea, pero el idilio está siempre amenazado y a falta de otros riesgos mayores existe el del tedio, que no es el menor. En nuestros tiempos el tedio es una epidemia que ocasionalmente puede ser mortal. Yo conozco algunos casos y eso se comprende sin mayores explicaciones.
En fin, el idilio con el que soñamos es como la ciudad de caramelo de los niños. Bastará que un niño haya visto una ardillita en un parque para ponerla en sus sueños.
Corren las ardillitas graciosamente a largos saltos, con el rabo en el aire. El salto es con las dos manos y las dos patitas juntas en dos pares que dejan, si están mojadas, su huella en el cemento de las avenidas del parque como dos estrellitas distantes unos tres metros. Porque dan saltos muy largos y altos sin aparente esfuerzo. Esa ligereza es una parte de su graciosa personalidad.
Yo, después de tres días sin verla, comienzo a ponerme inquieto, aunque veo que el agua y la comida que he dejado en la juntura de las ramas del árbol más próximo a la palmera las usa y consume mi amiga cada día. Por lo menos ni ella ni sus bebés pasan hambre ni sed.
He sido siempre muy sensitivo con mis colegas de especie vertebrada y no puedo —por ejemplo— aceptar las prácticas de vivisección de los médicos en los laboratorios.
En el banco recordaba yo a solas la primera vez que vine a esta ciudad. Era muy diferente. No voy a contar mi vida de entonces, pero me gusta decir lo que pienso cuando estoy solo en el banco, sin leer y sin tener noticias de Adela.
Hace ya más de veinte años que vine. Estaba yo en un hotel de medio pelo que se llamaba Bel Mar (absurda mezcla de italiano y español). Había detalles tropicales que apelaban a la imaginación de los tiempos infantiles. Esta no es tierra de trópicos, pero lo parece. Había en el hotel un patio central, con instalaciones curiosas y palmeras reales, y grandes plátanos de hojas anchas de color verde sobre macizos de bouganvilles.
Había también una enorme jaula a lo largo del muro con más de cien love birds, es decir, lo que en España llaman periquitos o pequeñas cotorras color gris azul.
Aquellos animalitos hablaban como seres humanos, en voz baja, y solían decir alguna frase corta enteramente clara. En inglés. Por ejemplo, la más frecuente era: Such a dog. Es decir, «¡Vaya un perro!». Porque andaba por allí un minúsculo perro de Chihuahua, bravo y gritador, que, por cierto, me ladraba siempre que me veía. Los periquitos habían oído aquella frase con frecuencia a las personas que entraban o salían. El perro parecía tener una noción atávica de lo español y siempre me ladraba furiosamente.
La había tomado conmigo, como si recordara que los españoles hambrientos de Hernán Cortés se comieron algunos millares de antepasados suyos en las terribles jornadas de la conquista. Era como si quisiera decirme: «Aquí no te vale, español hambrón, que estamos en California (U.S.A.) y hay leyes especiales para protegernos a nosotros contra los comedores de perros en general y contra los españoles en particular».
No puedo menos a veces de recordar pequeñas cosas, como viñetas ilustrativas de mis ocios, desde que no veo a la ardilla.
Tampoco ha venido hace algunos días Pat. Están en la universidad de exámenes.
Y yo sigo en el banco mirando a lo alto de la palmera. Hace ya cuatro días que no he visto a Adelita. Pero a veces suceden en la vida cosas de una congruencia extraña. Por ejemplo, el cuarto día apareció otra vez la niña con su coche de bebés y se acercó a mi banco. Yo estaba otra vez dibujando al azar en un cuaderno. La niña dijo:
—¿Puedo mirar?
Le mostré lo que había dibujado y ella torció a un lado y otro su cabeza y dijo por fin:
—Lo que más me gusta es el elefante.
Yo no había dibujado elefante alguno, pero las líneas de los troncos de los árboles dejaban en algún lugar un vacío que le sugería a ella vagamente el gran paquidermo. Tardé en darme cuenta de lo que ella había visto. Por decirle algo, le pregunté:
—¿Cómo te llamas?
—Mary-Lou.
Nos quedamos callados un momento. Estábamos frente al cuadrilátero de césped verde-azul raso como una alfombra. Alrededor había bancos, y algunos estaban ocupados por grupos de dos o tres personas. Mary-Lou me dijo:
—¿Puedo sentarme en tu banco?
—Sí, Mary-Lou.
Ella se sentó en seguida, por cierto derribando un libro que tenía yo al lado. Se disculpó, lo recogió del suelo y volvió a dejarlo donde estaba. Seguía yo dibujando y ella suspiró, se puso una mecha de pelo castaño detrás de la oreja y dijo:
—¿No es bonito mi nombre?
Le dije que sí. Iba la niña con un bikini que la dejaba casi desnuda y un pequeño sostén, aunque no había nada que sostener aún.
—¿Vienes aquí todos los días a ver a la ardilla? ¿Sí? ¿No trabajas? Ya veo, pintas elefantes. Mi padre se dedica a lavar ventanas.
Lo decía con evidente orgullo.
Nos hicimos en seguida amigos. Yo la trataba, sin embargo, de un modo casual y distraído, pensando en la ardilla. Evitaba hacer elogios de su infantil belleza e incluso poner en el tono de mi voz nada especialmente afable.
En el coche no llevaba la niña muñeca alguna, sino una hermanita de carne y hueso que tendría algo más de un año.
Comprendió Mary-Lou que yo podía sentirme disgustado porque su presencia impediría que la ardilla se acercara y se apresuró a decirme que si veía al animalito bajar por el tronco de la palmera ella se iría con el coche a otra parte.
—No creo que baje todavía —le dije—. Tiene bebés.
Eso alegró mucho a Mary-Lou, quien se interesaba obviamente por mí, aunque como amigo de Adela más que por mí mismo. Tengo derecho a pensar, sin embargo, que tampoco yo le era del todo indiferente. A mí también ella me gustaba. Pero los dos disimulábamos nuestro naciente amor a nuestra manera.
La niña pequeña que iba en el coche quería hacer pipí.
Mary-Lou le daba órdenes despóticas desde nuestro banco:
—¡Aguanta hasta volver a casa!
Luego me miraba a mí.
—¿No te parece?
—No, no —le dije yo—. Puede hacerlo en cualquier parte. ¿No ves que es un bebé?
Mary-Lou la sacaba del carruaje, la llevaba al pie de un árbol y me miraba a mí:
—¿Aquí?
—Sí.
Miraba yo a la palmera y Mary-Lou a mí.
Cuando su hermanita acabó de hacer pis se escapó. Corría descalza y casi desnuda por el césped. Por fin Mary-Lou la alcanzó, y con el libro mío que llevaba en la mano le dio dos o tres golpes en la cabeza, de arriba abajo, como si quisiera matarla. El bebé no lloraba. Trataba de atrapar una pierna de Mary-Lou para morderla, pero mi amiga conocía sus mañas y lo evitaba. Luego pidió mi auxilio y yo acudí, cogí al bebé por un tobillo, lo suspendí en el aire y así lo devolví al carruaje. El bebé, que parecía ya bastante endurecido por la vida, no lloraba. Se extrañaba de que alguien la suspendiera en el aire de aquella manera.
Se quedó en el carruaje callada, pero resentida. Le dije que debía dormir, y poco después el bebé, que no había llorado ni protestado, dormía. Al parecer la había hipnotizado.
Entonces Mary-Lou me habló de su hermanita:
—Es un bicho muy malo.
—No tanto. Al menos no llora.
—Ah, tú no la conoces. No lloraba cuando la atrapaste porque estaba pensando cómo y dónde agarrarte para darte un buen mordisco.
Me mostraba dos o tres huellas recientes. Una en un brazo y otra en el muslo, donde los dientes llegaron a romperle la piel. Luego dijo que yo era listo, porque había cogido la niña por una pata y la había llevado cabeza abajo. Así ella no podía morderme. Hablaba de su hermanita como de un gato montes o de un escorpión.
Al día siguiente llegué al parque un poco tarde. Había estado Pat en casa contándome sus interminables aventuras de estudiante perseguida por la mala suerte a la hora de las calificaciones.
Me habló también mal de su madre, como acostumbraba, y por fin se fue.
Yo bajé al parque. No estaba Mary-Lou, pero no tardó en aparecer empujando su cochecito. Venía muy grave y seria. Dejó el coche delante de mí y se sentó a mi lado. Luego suspiró, me miró, feliz, repitió que se irían si veía bajar la ardilla y añadió:
—Ya creí que no ibas a venir. Digo, hoy.
—Tuve quehaceres, Mary-Lou.
Se quedaba ella pensando qué clase de trabajo sería el mío. ¿Lavar ventanas como su padre? A mí me gustaba la niña, aunque no era especialmente bonita. Tenía un cuerpo armonioso con líneas femeninas insinuadas, pero una expresión ordinaria, es decir, un poco inerte a pesar de sus ojos vivaces.
Me miraba riendo sin motivo, recordando tal vez lo que le habían dicho en la escuela el invierno anterior: «No hay que hablar con personas desconocidas, y si se habla hay que mostrarse cool, calm and collected, es decir, fría, tranquila y moderada». A mí me habría gustado acariciar su cabello bonito y su mejilla. Era casi tan lindo su cabello como el del rabo de la ardilla. A veces me costaba trabajo contener mi deseo de darle un golpe cariñoso con la palma de la mano en su lindo traserito. Pero tal vez esta caricia nacida de un deseo puro (yo quería a Mary-Lou casi tanto como al gato Curto) llevaría implícita alguna clase de voluptuosidad. De modo que si Mary-Lou se reprimía en sus palabras, yo también en mis actos. Así es la vida.
La niña me contó algo de su familia, que yo no escuchaba porque la vida de un lavador de ventanas y de su mujer me tenía por el momento sin cuidado. Entretanto, la niña pequeña dormía en su coche chupándose el dedo.
Luego, al ver que yo me ponía a leer, se fueron. Mary-Lou y yo nos cambiamos sonrisas antes de separarnos, como es natural.
Seguí en el banco casi una hora, fui a reponer los víveres de la ardilla y viendo llegar a Pat volví con ella al banco.
Le hablé de Mary-Lou y ella me contó algo de su universidad, que yo no escuché porque las noticias sobre los decanos pérfidos y las secretarias aventureras me tenía también sin cuidado.
Luego me preguntó por Adelita —mera cortesía— y se puso otra vez a decirme que a su madre le gustaba que se quedara ella a dormir en mi casa y que la estimulaba a hacerlo por razones largas de explicar. Yo no le preguntaba porque sabía lo que iba a decirme y porque pensaba en la ardilla.
Entonces —es lo bueno de Pat—, para atraer mi atención, me contó que cuando era niña hizo un viaje a España con su madre y el papá adoptivo —la mamá estaba casada entonces por tercera vez— y allí creyó descubrir el amor. Yo me alarmé un poco y ella siguió:
—En Madrid y en la plaza del Dos de Mayo había un edificio imponente, de aire helénico. Era la Bolsa. Mi padre, muy dado a las finanzas, quiso que entráramos y había un gran barullo de agentes gritando precios y valores y los que más se oían repetían a grandes gritos: Amor libre, seis. Amor libre, seis. Querían decir amortizable libre. Pero a mí me quedó grabada la expresión y siempre que oía a mi padre hablar de amortizar algo yo creía que se proponía hacer el amor con mi madre o cosa parecida. Tardé mucho en comprender. Amortizar. Mi madre era amortizable y libre.
Yo contenía la sonrisa porque no quiero adularla, ya que está siempre dispuesta a mostrarme alguna clase de superioridad como suele pasar con los estudiantes en los últimos años de la carrera. ¡Amortizable libre!
Así es que en lugar de reír le dije:
—¡Qué boba! ¿Cuántos años tenías?
—Ocho o nueve.
Como Mary-Lou. Tal vez aquella niña habría pensado lo mismo, en su caso. Pero sus padres no hacían viajes de placer. Y Mary-Lou no sabía nada de amor.
En cambio Adela, pequeñita y más joven que Mary-Lou, sin otro ejemplo que la naturaleza, estaba ya criando sus bebés en lo alto de la palmera.
Lo que comenzaba a molestarme era que nadie se preocupara de aquello más que yo. Ni Pat, ni Mary-Lou pensaban en la ardilla sino como en un objeto de estúpido placer con el que jugar en el césped verde que se extendía delante de nosotros.
Me dijo Pat:
—Esta noche y toda la semana próxima me quedaré en tu casa. Mamá quiere que se entere tu padre.
Hay un ligero —no tan ligero— misterio en todo eso y yo pensaba: «¡Oh, las mujeres!». El misterio consistía en que años atrás mi barbudo padre había sido amante de su madre.
Como lo oyen. De la madre de Pat.