Ocho

Pero su hermanita comenzaba a llorar otra vez desde el coche. Al mirarla yo calló, como siempre.

—Es muy bitchy —comentó Mary-Lou una vez más.

A mí aquella palabra que al mismo tiempo quería decir, en inglés, molesta, perruna y —perdón— putesca, me incomodaba en labios de Mary-Lou, quien naturalmente sólo quería usar la primera acepción.

—Debe de tener hambre —dije yo.

—No es la hora del lunch todavía.

—¿Qué importa eso? Anda y compra leche, que yo la cuidaré.

Di a Mary-Lou una moneda y ella se fue a un puesto de refrescos y trajo un pequeño recipiente de cartón encerado y una paja. Parecía traer algo más:

—He comprado este pastel —dijo partiéndolo en dos— para nosotros.

Las manos de Mary-Lou no estaban muy limpias, pero no había que reparar en minucias. Lo importante era que se había gastado sus veinticinco centavos en invitarme.

Comimos el pastel en silencio. Se pegaba al paladar y no teníamos nada qué beber. Le di otra moneda y fue a buscar jugo de naranja. Volvía atareada y feliz con el cartón frío contra la barriguita desnuda.

Antes de llegar se detuvo y cambió la posición del recipiente, que le incomodaba. El vientre tolera los contactos fríos peor que otras partes de nuestro cuerpo.

Con la bebida, el pastel pasaba mejor.

—Gracias, Mary-Lou.

Comíamos y bebíamos sorbiendo cada uno con su paja. Al final se oyó el sorbetón del vacío y Mary-Lou dijo:

—Es el ruido del acabóse.

En aquel momento su hermanita eructó muy fuerte. Chupándose el dedo tragaba aire. Al ver que yo reía, Mary-Lou, celosa de que su hermana me hubiera hecho gracia, trataba de eructar también, sin conseguirlo.

Pero la pobre Mary-Lou tuvo que sacrificar una vez más nuestra amistad a la de Adelita, porque la vio bajar por el tronco de la palmera y se retiró de prisa con el cochecito. Yo había dado por vez primera un beso a Mary-Lou. En el pelo. Ella no sabía qué hacer y ya un poco apartada se volvió a mirarme y dijo sonriendo:

—Gracias.

Luego se fue hacia el zoo donde dejan entrar a los niños de corta edad gratis.

He descubierto algo que me parece sensacional y me demuestra una vez más la diversidad de formas de la existencia en este universo nuestro y también hasta qué punto nosotros los hombres —al menos yo— podemos estar equivocados en el momento de juzgar las cosas.

Lo que he descubierto es que hay animales que tienen sentimientos religiosos o al menos reacciones instintivas trascendentes ante el misterio del vivir. Porque ese misterio lo perciben desde la serpiente que se arrastra hasta el águila.

Precisamente de las aves de altura se trata. Es decir, de la relación de Adela con las águilas blancas y otras aves mayores que pueblan los espacios entre las altísimas e incomprensibles estrellas y su nido. Mi amiguita acepta su triste destino de animal terrestre, aunque superior a las otras ardillas zapadoras que viven en los agujeros que cavan en la tierra.

Las aves son mensajeras del cielo y tienen privilegios. Como se puede suponer, el ave más importante para Adela es el águila. Hay varias clases de águilas y todas son de presa y con el pico en forma de daga curvada: el águila real, el águila imperial, el águila caudal, el águila barbada, el águila blanca, el águila bastarda; todas del mismo tamaño y vigor. Luego el aguilucho, que es más peligroso porque no sabe aún que sólo tiene derecho a una ofrenda en cada nidada y por ello comete un gran número de desafueros.

Luego vienen las aves carniceras menores, aunque igualmente peligrosas: el esparver, el gavilán, el esparaván, el milano, el alcotán, el azor, el halcón columbario, el halcón neblí (este típicamente español), el gerifalte. Adela no tiene miedo a algunos halcones que sólo se interesan por las palomas, de las que hay abundancia en el parque. Pero distingue muy bien a los demás y ante las águilas no tiene más remedio que rendirse. Luego diré cómo.

Las aves nocturnas, contra las cuales la defiende principalmente mi foco luminoso, son las ya sabidas: la lechuza, el búho, la corneja, la zumaya —a veces son diferentes nombres de la misma ave—, el bujarro, la oliva, la coruja, el tecolote —nombre de origen mexicano.

En tercer lugar (a esas las desprecian todos los animales de tierra menos las hienas), las aves que comen carne muerta y en descomposición. Entre ellas es especialmente repugnante el «aura tiñosa», luego el buitre, más tarde —a pesar de su belleza— el cóndor, y en la escala más baja el zopilote, el gallinazo, el cuervo, el cernícalo y el menos culpable de todos ellos: el mochuelo, que se pasa la vida cantando y comiendo aceitunas a falta de otra cosa.

La pobre Adela rinde vasallaje al águila blanca, que es el águila americana, imperial o real (esta última, calzada), y ese vasallaje consiste en que en cada una de sus nidadas tiene que dejarle como tributo uno de sus bebés y frecuentemente el más bello. El águila blanca —del color de las estrellas y de la luna cuando esta se halla en el centro de la comba celeste— tiene derecho porque vive en los espacios entre las estrellas y la tierra, o las estrellas o el mar, y es un ave, por decirlo así, sagrada. Puede perderse en el infinito azul.

La ardilla prueba a veces a volar, también, saltando de una rama a otra o dejándose caer en la tierra con las cuatro patitas abiertas y la cola extendida tratando de formar con todas ellas algo parecido a una sombrilla. Y a veces llega a tierra sin daño, acertando a poner en ella antes sus poderosas patitas traseras, más fuertes que las delanteras. Pero otras veces, si la altura es excesiva y la piel no se ha desarrollado bastante para que distendida forme el amortiguador, se dañan con alguna fractura o distensión de ligamentos.

Por ahora nada de eso le ha sucedido a Adela. Es muy prudente.

La pobre acepta, sin embargo, la fatalidad de la servidumbre a las águilas blancas como algo sagrado. Ya me extrañaba a mí no ver nunca fuera del nido sino a tres de sus bebés. El cuarto quedaba arriba, y yo recuerdo que era el más lindo. Parecía vestido de terciopelo gris sobredorado. Y como digo, nunca salía del nido, nunca trataba de bajar por el tronco de la palmera.

Me di cuenta de todo eso cuando se produjo el sacrificio una mañana que estábamos Adela y yo en mi banco. Hubo algo mágico, porque yo nunca voy tan temprano al parque y Adela lo sabe muy bien. Sabe que no voy hasta mediodía, hora avanzada para las ardillitas madrugadoras. Adela no come esas florescencias insípidas de las piñas (fruto de los pinos) que en la tierra parecen orugas muertas, sino las delicadezas que le llevo yo. Por eso es la más bonita del parque. Y por eso espera para comer que yo vaya al parque. El hambre con que toma la primera nuez es notable, pero discreta. Está muy bien educada Adela y disimula su impaciencia. Nunca ha cogido la nuez codiciosamente, lo que podría ser causa de que me mordiera en el dedo. No. Siempre usa buenas maneras por hambrienta que esté.

Como digo, ese día había ido yo por la mañana. Las águilas blancas suelen cazar mientras el sol está en los meridianos de oriente, es decir, antes de llegar al cenit. Así el águila en el contraluz (blanco también) no es advertida. En el caso de Adela no importa que el águila sea vista o no, porque como he dicho Adela acepta sin protesta su triste destino de madre tributaria. Las otras ardillas también, supongo.

Estando en mi banco y sobre mis rodillas vio a sus tres bebés bajar por el tronco huyendo del águila blanca —es la que llaman imperial—, y yo vi al ave descender blandamente sobre la palmera y llevarse en las garras al bebé de la piel de terciopelo gris dorado. El animalito no gritaba, no protestaba, no gemía, no llamaba a su madre. Y Adela temblaba en mis rodillas. Al parecer había visto al águila llegar desde muy lejos y salió del nido en busca mía y obligó a los otros hijos a salir también aunque sin llegar a tierra, ya que no saben aún afrontar los peligros. En fin, dejó solo en el nido al bebé más hermoso. Y vio, lo mismo que yo, cómo el águila se lo llevaba en las garras.

Para alimentar a sus aguiluchos, sin duda. Porque el águila tiene también su nido y sus hijos necesitan comida.

Al ver Adela al águila remontarse en el cielo con su hijo temblaba y tuvo una reacción imprevisible: se metió de cabeza en el bolsillo de mi camisa —llevo una camisa deportiva de cuatro bolsillos, los de abajo tan grandes como los de una chaqueta— y se acomodó de manera que asomara fuera su cabecita. Desde allí, segura y sintiendo el calor de mi amistoso cuerpo, Adela vio al águila perderse en el aire. En las alturas y no en el horizonte, porque había una masa de nubes plateadas en la que entró hasta hacerse invisible.

Al principio yo creí que Adela entraba en mi bolsillo buscando simplemente comida, cosa que suele hacer cuando yo estoy distraído leyendo. A veces mete la cabeza y las manos, y cuando yo la siento ya ha salido con algo entre las uñas y el hociquito. En esos casos yo le hablo:

—Hola, niña bonita. ¿Tienes hambre? ¿Has dado de comer a tus niños?

Ella me responde con ese «teré-teré-teré» que sale de su garganta en distintos tonos y en ellos yo advierto si está contenta o si le ha sucedido alguna desventura. La de aquella mañana era superior a toda ponderación. Adela no decía nada, pero yo la sentía temblar contra mi cadera, dentro del bolsillo.

Era extraño que yo me hubiera visto obligado a ir aquella mañana al parque en lugar de ir como siempre por la tarde. Tal vez detecto inconscientemente fuerzas magnéticas que rigen y conducen alguno de mis actos en relación con los de otras personas o animales, y al pensar en Adela lamento usar la palabra «animal» porque, seriamente hablando, para mí no lo es o es en todo caso un animal angélico. Que debe haberlos en alguna teología no escrita aún, pero de la cual san Francisco fue sin duda un inspirado precursor.

Espero que un día alguien ponga esas cosas en orden. Porque falta mucho que decir sobre este universo nuestro en el cual damos fácilmente por sabidas todas las cosas que no acabamos de entender. Es más cómodo aprovecharse de ellas que detenerse a estudiarlas.

El dolor de Adela por la ofrenda cruel a que le obligaba la providencia le duró muchos días y aun diría algunas semanas, durante las cuales le hacían la corte varios donjuanes de cola iridiscente, y ella no sólo los evitaba sino que si se atrevían a acercarse les atacaba y ahuyentaba. No estaba Adela para bromas. Es valiente Adela, y en sus tribulaciones venía a consolarse a mi lado. A veces se metía en mi bolsillo y dormitaba un rato. Yo sentía su corazoncito latiendo contra mi costado. Mientras dormía los latidos eran más lentos, igual que nos pasa a nosotros.

Su «esposo» sigue mirándola de lejos con respeto y a mí con asombro. Yo creo que comienza a quererme, también, el galán. A los que les tiene sin cuidado la suerte trágica de su hermano es a los tres bebés supervivientes. Tienen el mismo egoísmo despreocupado de los hijos nuestros cuando son pequeños. O a veces —desgraciadamente— cuando son grandes.

Para Adela el misterio del águila blanca es el mismo que ha sido para la humanidad en los inicios de nuestra civilización la paloma (símbolo del espíritu santo) en su carácter de mensajera del cielo. De ella nació el mayor arquetipo que ha conocido la humanidad.

Con una diferencia importante. El águila blanca se come a los hijos de los pequeños animales. El águila blanca o parda o gris es una especie de Moloch antiguo egipcio que exige la vida de un niño hermoso para renunciar a hacernos daños mayores.

Según se puede suponer yo he estado inquieto algunos días, no por la muerte del animalito —que ha tenido una vida tan corta—, sino por la tristeza de Adela. Al fin yo estoy acostumbrado a los dolores y crueldades que la naturaleza nos impone, y no me quejo porque nos da también compensaciones y tengo una imaginación que me permite comprender algunas cosas y sé muy bien que soy un pecador como los demás, un pecador consciente de mi pecado y obstinado estúpidamente en él. Pero Adela es inocente, y no acierto a comprender por qué debe estar sometida a las mismas fatalidades dolorosas que nosotros. No hay un hombre ni una mujer puros sino en nuestra fe de enamorados viejos y deliberadamente —y gustosamente— engañados.

O cultivando alguna clase de autohipnosis, que es igual.

Es mi caso, por ejemplo. Yo creo que Patricia es sincera cuando dice que me adora. Pero quien me adora es Adela. Los placeres del cuerpo me los da Patricia, pero los del alma y los de esa zona fermentada del alma que llamamos el espíritu me los proporciona también Adela. No es broma. Cualquier punto de partida físico —orgánico o inorgánico— nos ofrece un punto de partida para el lanzamiento hacia el infinito. Y nos lanzamos, y a veces lo alcanzamos.

No como santa Teresa cuando era niña —ella cerraba los ojos y repetía en voz baja: «Siempre, siempre, siempre…». No como ella. Uno es ya maduro y tiene la obligación —aunque no sea santo— de saber evitar las fórmulas mecánicas, es decir, los sonidos sugerentes, o sea, las palabras. Uno tiene la obligación de entender la voz de Dios en el silencio de fuera y de dentro, en las altas horas de la noche pautadas de galaxias horrendamente silenciosas también y en la angustia mortal que nos advierte la vanidad de nuestra presencia innecesaria y de la innecesaria presencia de todas las cosas animadas o inanimadas.

La voz de Dios que además no nos resuelve nada, pero que hace palpitar el silencio a nuestro alrededor y nos permite entender en esas palpitaciones que nuestro oído no alcanza, pero sí nuestra angustia, el nacimiento constante de una esperanza en el lugar más oscuro del vacío que deja la frustración. A veces ese hecho inexplicable se repite cientos de veces en una noche, en una hora y tal vez en una mirada de la mujer dulcemente propicia o malignamente accesible. Como en nuestro corazón hay sístole —esperanza— y diástole —frustración o hastío—, en cada fracción del silencio Dios siembra una semilla nueva. Y el número de esas semillas es infinito. Y todas fructifican enriqueciendo nuestro mundo de lo evidente indecible hasta la catástrofe final que todo lo destruye como el rayo que incendia el bosque.

Yo entiendo la voz de Dios en la imposibilidad de adaptarla a mi sentido lógico de las cosas, que es solamente un sentido interesado. Cuando más desinteresado me considero y más desinteresadamente actúo —aunque en mi desinterés ponga la vida por prenda— estoy elaborando una presencia seudodivina de este pobre animal que soy. He mentido cuando digo que entiendo la voz de Dios. Es decir, he mentido a medias. Por entender quería decir solamente oír. Los campesinos de mi tierra dicen a menudo «entender» por «oír». Es decir, no por «comprender».

Ni Adela ni yo lo comprendemos a Dios. No lo comprenderemos nunca. Pero tal vez ella lo oye en mí y yo lo oigo en ella. En la angustia de su «teré-teré-teré» cuando perdió el más lindo de sus pequeñuelos. En el temblor de su cuerpecito contra mi piel.

Allí está Dios y lo oímos. ¿Por qué no?

Esas cosas le digo a Patricia, y ella me contestó un día algo de veras impertinente:

—Deberías ir a ver al psiquiatra.

Si hubiera dicho «a un psiquiatra» podría yo haberme ofendido, pero tenemos un buen amigo que se dedica a la psiquiatría y diciendo «al psiquiatra» se puede entender «a nuestro amigo». Para discutir estas cuestiones sin considerarme enfermo. Patricia no sabe o no puede o no quiere planteárselas. Yo creo que es una ventaja, porque si tuviera las turbaciones que a mí me asaltan a la vista de Adela, o de Curto o del poodle, o del jugador de cricket y sobre todo del águila blanca no podría ser ella el receptáculo gozoso de mi simiente.

Todo lo que le pasa a Patricia, como a Adela, es que a veces tiene miedo. Y entonces viene a mi cama igual que Adela se mete en mi bolsillo. Y Patricia tiembla de placer y Adela de angustia mortal.

Porque si Adela no tiene conciencia de su muerte posible tiene algo más grave: tiene la intuición inconsciente de la destrucción de todo lo que vive dentro o fuera de ella. Como la tiene de su tributo al águila blanca.

También la tienen los vegetales y hasta los minerales. Los minerales tienen una vida magnética como nosotros. La aguja de la brújula mira al norte. ¿Cuál será su tributo?

Yo tuve en Aragón un amigo cuyo abuelo le contó que su padre había descubierto que las plantas tienen reacciones psíquicas en presencia del hombre. Si las plantas tienen esas reacciones, con mayor motivo los animales, que son nuestros hermanos de especie —vertebrados, mamíferos, etc.—. Cuando se lo dije a Patricia ella soltó a reír y me miró una vez más como si estuviera loco, pero yo le tolero esas miradas porque son erógenas —al menos para mí— y por eso busqué textos autorizados y con ellos la convencí. A ella no le gusta mucho ser convencida de que se ha equivocado, pero tuvo que aceptarlo.

Cuando lo acepta siento nacer en ella un pequeño rencor, y yo suelo amortiguarlo y a veces cancelarlo con un beso. O simplemente —si ella va demasiado maquillada y el rojo que usa sabe a cera funeral— lo cancelo rozándole como por descuido, con mi antebrazo o con el dorso de la mano —al azar de la conversación— un pezoncito. Como no lleva sostenes el contacto es también erógeno, y naciendo las reacciones de ella casi siempre en la sensualidad —no necesariamente sexual, pero más eficazmente si interviene el sexo— el problema queda resuelto, ya que sus reflexiones se interrumpen y cambian.

Yo querría explicarle a Adela lo mismo que le expliqué a Patricia: las plantas todas sienten la presencia de los seres animados, especialmente del hombre. Mi amigo aragonés era descendiente de Félix de Azara, que a fines del siglo XVIII fue al Brasil con otros geógrafos a delimitar las fronteras tal como las señalaba el pontífice de Roma, la ciudad sagrada fundada por dos hijos de puta: Rómulo y Remo. Cuando se dice que eran hijos de una loba se quiere decir que habían nacido y se habían criado en un lupanar (de lupus, lobo). Los hijos de la loba, al parecer estaban llamados a edificar un día el Vaticano, donde un señor vestido con las ropas de Nerón se daría a sí mismo la propiedad de las Américas y con ella la aptitud para señalar límites y distribuir colonias.

En todo caso, y dejando la historia de Roma aparte, Félix de Azara, cuando fue con otros geógrafos a delimitar las fronteras del Brasil, tuvo ocasión de observar de cerca aves tropicales y plantas nuevas de todas clases. Entre estas observó formas de conducta muy curiosas. En aquellos lugares por donde no había pasado nunca un ser humano iban naciendo plantas nuevas. Sin duda las semillas estaban allí, pero la presencia del hombre proyectaba alguna clase de factor magnético sin el cual nunca habrían sido fertilizadas.

O tal vez la influencia del hombre lo era sobre plantas ya nacidas, que con la presencia del hombre se transformaban. En todo caso a las pocas semanas de pasar por una senda nueva y nunca transitada iban apareciendo, a los dos lados y a distancias diferentes, plantas y flores nuevas que Félix de Azara observaba y clasificaba.

Fue más valiosa la tarea de Félix de Azara que la de Humboldt y dio a Darwin no pocos puntos de partida para su teoría de la evolución de las especies. De una forma u otra lo que yo quería decirle a Patricia era que todas las cosas vivas tienen conciencia «inconsciente», es decir, sabiduría innata de su propia misión y de su destrucción inevitable.

Eso debería dar a cada cual la aptitud a la armonía y a la paz, y algunos animales tienen esa tendencia mejor que los hombres.

—Sí —me dijo Patricia con su ya sabida sonrisa ambivalente—, sobre todo el león y el cordero. O el hombre y el león.

—Hay leones amigos del hombre.

—En los circos. Y el hombre, ¿dónde halla la inevitable proximidad de la muerte?

Yo le dije una de esas cosas mías que la dejan confusa porque no sabe si son filosofía, religión, locura o poesía:

—En el espejo.

Ella se mira mucho al espejo y quedó un momento tan desconcertada como yo quería.

Pero volvamos al parque. Era media tarde y la ardilla, o tal vez Mary-Lou, me esperaban.

Era verdad. Allí estaba Mary-Lou, un poco triste. Yo sabía que me esperaría porque le había dado un beso en el pelo. Al parecer en su casa no la besaba nadie. Como no se veía a la ardilla por los alrededores, Mary-Lou se sentó en mi banco dejando al lado el coche con su salvaje hermanita.

Un perro spaniel se acercó, nos olió a una distancia prudente y se alejó con un trotecillo pizpireto.

Lejos se oía el carillón cristalino del vendedor de helados, y más cerca la música de un transistor de bolsillo. Yo había observado que aquellas capsulitas de música fascinaban a Mary-Lou.

Al día siguiente correspondí a la reciente invitación de Mary-Lou comprándole uno de aquellos transistores, que eran muy baratos. Sonaba muy bien. Ella no acababa de creerlo.

—Me lo quitará mi madre —dijo, y añadió que lo escondería debajo de la colchoneta del coche.

Ensayó la ocultación para que yo estuviera seguro de que mi regalo no se perdería. Su hermanita, al oír música debajo de su trasero, andaba inquieta buscándola entre las piernas y olfateando en el aire. Para aquella niña el olfato debía de ser el mejor detector. Mary-Lou la amenazó:

—Si lo mojas te mataré.

Me asusté yo pensando que sería muy capaz y Mary-Lou, dándose cuenta, añadió:

—Lo digo sólo para que no se orine en la música. Callábamos contemplando las nubes. A veces suspiraba ella. Entonces suspiraba yo también. ¡Oh, el amor!

Iba y venía el spaniel moviendo su pequeño rabo. Tenía ganas de acercarse a mí pero la niña lo intimidaba. Los perros pequeños tienen miedo de los niños que no son sus amos, porque con el pretexto de jugar los molestan.

Otra vez apareció el profeta, tumbado cerca de sus ropas, al sol, como el día anterior. Luego vino y volvió a hacer sus discursos con citas del Antiguo y del Nuevo Testamento.

—¿Te gustan los perros? —me preguntó Mary-Lou.

—Sí, pero prefiero los gatos.

—A mí tampoco me gustan los perros. Son muy lametones.

Teníamos gustos parecidos, lo que siempre está bien en las parejas de enamorados.

Traía Mary-Lou un peinado nuevo. Generalmente iba despeinada, con sus mechas colgando, pero aquel día llevaba el pelo recogido detrás en forma de cola de potro. No llevaba cinta alguna, sino una cuerda ordinaria de hacer paquetes. A veces su perfil recordaba las medallas romanas. Digo, pompeyanas.

—¿Te gusta mi peinado? ¿Sí?

Ella se esponjaba.

Yo me di cuenta de que se había peinado coquetamente por el beso mío del día anterior.

Le pregunté por qué solía ir tan tarde a su casa y ella dijo que su madre le pegaba si iba demasiado pronto. Un día fue a las tres de la tarde y vio que salía por la puerta de atrás un hombre que no había visto nunca. Su madre le dijo:

—Es un vecino que venía a pedir prestado un poco de azúcar. No lo digas al padre porque no le gusta que preste cosas de comer a nadie.

Eso me decía Mary-Lou.

Añadió que nunca iba a su casa antes de las cuatro.