Uno
La naturaleza nos atrae y nos proporciona los más intensos placeres, a pesar de lo cual, para sentirse uno a sí mismo merecedor de vivir y satisfecho de su propio ser, trata por amor propio de alejarse y de superar a la naturaleza. ¿Superarla? ¿Por qué? ¿Por decoro? Pero si todo lo que tenemos nos lo da ella.
¿No será esa tendencia al desdén de la naturaleza parte de la naturaleza misma?
Pero entonces, ¿cómo puede una cosa afirmarse y negarse al mismo tiempo?
En todo caso, lo que voy a contar es una historia de amor inocente y desinteresado, en la cual nos muestra la naturaleza algunas de sus complejidades, y la vida algunos de sus más raros viceversas, como decía mi abuelo. De sus viceversas más elocuentes. Sin filosofía ni moraleja.
Otras veces he dicho en alguno de mis escritos que vivo siempre al lado de un parque. Al lado del Retiro en Madrid, al lado del Luxemburgo en París, al lado del Central Park en Nueva York. Y en otras ciudades como Berlín y México, también en la orilla misma de los grandes bosques urbanos.
Ahora escribo estas líneas en mi casa, junto a un ventanal enorme en el que se encuadra no poca parte del inmenso parque de Balboa, en una ciudad del sur de los Estados Unidos. Esta ciudad tiene fama de poseer el zoo más importante del mundo. Tiene también un circo marino donde las ballenas y sus parientes los delfines brincan en el aire, sobre el agua, para mostrarnos su monstruosa desnudez o su graciosa agilidad. Los delfines toman a veces de los labios de una hermosa muchacha un pez —ella se lo ofrece con una sonrisa— y de paso el delfín, que es enamoradizo, la besa.
Cosas de veras notables. No se ven más que aquí. Pero hay otras muchas que la gente no sabe y que yo debo contar con todos sus sabrosos pormenores. Como es natural, yo voy al parque con frecuencia. Me basta con cruzar la calle, porque en el otro lado comienzan ya los macizos de boj y el césped y los árboles. Entre estos los hay de todas clases, pero predominan las palmeras —Phoenix dactylifera—, los eucaliptos y los pinos. Digo el nombre específico de las palmeras porque hay muchas clases, y es bueno saber que las de mi vecindad son de altísimo tronco desnudo con una tufa de ramas verdes en lo alto.
La Phoenix dactylifera es así.
Cuando voy al parque suelo llevar en el bolsillo algo que ofrecer a la voracidad de los pájaros, entre los cuales tengo algunos amigos. Casi siempre hembras, que son más confiadas. Las gorrionas —ellas—, de pecho color canela, acuden al respaldo de mi banco y si yo estoy distraído leyendo me avisan de su presencia con un agudo chirp-chirpi. Yo saco algunos cacahuetes ya pelados y partidos en cuatro y cada gorrioncita se lleva su ración. No les ofrezco pan porque lo desdeñan. Prefieren algo más sólido y sabroso.
Llevo también nueces partidas y con la parte interior tierna y suculenta dividida en fracciones igual que los cacahuetes.
Los gorriones machos no vienen a comer a mi mano. No se fían. Tal vez van a las manos de las mujeres. Aunque parezca increíble, los animales discriminan el sexo de las personas y un gato o un perro prefieren la amistad de la mujer y sus hembras la nuestra. Mis preferencias no son tan sutiles, aunque las gorrioncitas del pecho de canela me parecen más bonitas que sus maridos con cuello y corbata. No puedo negarlo.
Un día estaba leyendo una revista con los codos apoyados en el respaldo del banco cuando sentí que me tocaban el muslo. Era un toque tímido y atrevido a un tiempo. Se trataba de una ardilla que había subido al asiento del banco y reclamaba mi atención. Yo no pude menos de extrañarme, porque nunca me había sucedido tal cosa.
Había visto ardillas en el parque, pero siempre huidizas y trepando por los árboles o saltando de rama en rama.
La que se había acercado a mí era pequeñita y graciosa, con las menudas orejitas color gris dorado y la gran cola en forma de interrogación que subía pegada a su espalda y rebasaba su cabecita.
Estaba la ardilla sentada en el banco, con las manitas en el aire y mirándome sin cuidado alguno de su seguridad. Volvió a tocarme con su manita y yo saqué un cacahuete y se lo ofrecí. Ella lo tomó cuidando mucho de no tocar mi mano con los dientes pero poniendo sus dos manitas apoyadas en mis dedos. Luego las llevó a su hociquito para sostener su pequeña presa mientras la trituraba con los dientes y sus mejillas se henchían y abultaban graciosamente.
Todo es armonioso en las ardillas. Son un producto perfecto de la naturaleza y lo mejor es que ellas lo ignoran. De otra forma serían intolerables —supongo— por su coquetería. Los españoles solemos decir de alguien como supremo elogio: «Es más listo que una ardilla». Realmente si hay alguien en el mundo que parezca inteligente es ese diminuto roedor.
La ardilla comió su cacahuete y quería más. Tardó tan poco tiempo en comerlo —menos de un minuto— que yo decidí darle algo más sustancial y voluminoso y le di media nuez. Ya se sabe que, lo mismo que el cacahuete, la nuez está cubierta por una pequeña película. La ardilla lo sabía lo mismo que yo, y con sus dientes afilados rompía esa película y, de un soplido, la lanzaba entera al aire. Esa pequeña diligencia, como todas las suyas, la hacía con un donaire que yo no acertaría a explicar, porque esa clase de explicaciones se hace siempre por comparación y no se puede comparar a nada de lo que hacen los niños o las personas mayores y mucho menos ningún otro animal.
Como se puede suponer, yo me sentía feliz con la amistad inesperada de la ardilla. La miraba atentamente y creía hacer los siguientes descubrimientos: era hembra por su manera de mirarme —sólo las hembras de cualquier especie confían en mí—, por la delicadeza de sus rasgos de animal no acostumbrado al combate, y por el color gris dorado de su abundante cola que subía pegada a su espalda y se doblaba hacia atrás. Pero además, si alguna duda me quedaba, en su pecho gris claro tenía seis botoncitos minúsculos, tres a cada lado, verticales y paralelos. Eso daba al conjunto de su piel la apariencia de un gabancito de lujo con sus seis botones. ¡Y tan de lujo! El petit-gris lo hacen con esa piel.
La segunda vez que le di otra media nuez se la ofrecí ladinamente un poco lejos de su hociquito, para ver si subía a buscarla a mis rodillas, y ella no vaciló un momento. Saltó a mi rodilla izquierda, cogió la nuez con la misma delicadeza, y tal vez para demostrarme que no me tenía miedo se acercó más, subiendo por mi muslo, donde quedó sentada, más feliz y amistosa que nunca. Mientras comía, sosteniendo la nuez con sus diminutas manos, me miraba y yo veía algunas cosas en su expresión. Parecía estar pensando: «Hace días que estaba vigilándote y esperaba esta oportunidad. Ven a menudo, por favor. Los gorriones tienen por ahí hormigas, mosquitos, gusanos de tierra. Son mimados y abusones; por eso no comen ya pan, sino manjares finos. Un día te pedirán fresas a la crema, o gusanitos ostrogonoff, o caviar fresco».
Yo podía ver en su mente estas reflexiones y estoy seguro de que, si no las mismas, tenía otras muy parecidas. Lo adivinaba por su manera de mirar a los gorriones y mirarme a mí.
Observé que mientras estaba en mi muslo no miraba con recelo alrededor, como solía hacer cuando estaba sola. Otras veces la había visto al pie de un árbol poniéndose en pie y alzando la cabecita para abarcar más espacio, siempre inquieta y siempre alerta. En su inquietud y en su vigilancia había, sin embargo, una convicción profunda y serena de su superioridad sobre los dos enemigos terrestres más obstinados: los perros y los gatos. Esa superioridad consistía en su agilidad para huir y, sobre todo, para trepar por los troncos de los árboles. Ningún animal podía atraparla en tierra a no ser que la sorprendieran descuidada, lo que era poco probable.
Yo, que he sentido tantas horas felices en el abandono a la naturaleza primaria y en la comunión con las leyes más simples de la convivencia desinteresada. Yo, que sólo he ido de caza una vez —en mis buenos dieciséis años— y maté un conejo y una perdiz —los dos únicos asesinatos de mi vida, de los cuales todavía hoy me arrepiento—, percibía en la amistad de la ardilla una especie de consagración de mi propia esencialidad. La ardilla es el hermano mamífero más gracioso de nuestra entera especie.
Me apresuré a ponerle un nombre: Adela.
Y así le hablaba, como si ella comprendiera: «Adela, yo vendré cada día con nueces para ti. Como el hecho de conseguir agua debe ser un problema, porque sólo hay una fuentecita artificial para que beban los niños y no puedes acercarte a ella sino de noche, yo traeré conmigo un vaso de plástico y lo pondré en el banco, a nuestro lado, lleno de agua fresca». Ella me escuchaba y parecía entenderme.
Quería acariciarla, pero no me atrevía porque tenía miedo de asustarla, ya que ninguno de esos animalitos selváticos suele sentir en la mano del hombre, si no alguna clase de amenaza, tal vez una emanación magnética desfavorable y temible. Mis deseos de tocarla crecían y llegué a pasar mi dedo índice por encima de la espléndida tufa de su rabo. Pero aquello no era rabo. Merecía un nombre más delicado y sofisticado. Rabo lo tenía cualquiera.
El de Adela lo llamaría «cauda frondosa». A veces tenía tonos tornasol, con el sol oblicuo de la tarde en los perfiles dorados de la fina pelambre.
En estas relaciones nuestras con la naturaleza interviene nuestro mundo afectivo secreto, sin darnos cuenta. Adela era el nombre de una muchacha que fue mi niñera cuando yo tenía un año o dos de edad. Y aquella Adela se consideró un poco mi madre toda su vida. Ingresó en una orden religiosa de la Caridad —creo de San Vicente de Paúl— y vivía hasta hace poco, en sus largos ochenta, con su carita de manzana y su risa de cristal. Poco mayor que la ardilla.
Ella era una especie de madre honoraria mía en la aldea donde nací. Y ahora aquella otra Adela era hija adoptiva mía. Así se cumplían dos leyes importantes de las que rigen el orden natural. La unidad del mundo de los vertebrados —por el amor— y la tendencia al círculo o a la esfera en todos los movimientos físicos o circunstancias morales e intelectuales. Adela fue mi madre adoptiva con sus tocas blancas. Esta otra Adela era mi hermosa hija adoptiva con su cauda de oro tornasolado. El ciclo quedaba satisfactoriamente cerrado.
El orden natural tiene otras mil circunstancias que nos atraen y nos dan placer, pero de las cuales queremos huir y después alejarnos despreciándonos un poco a nosotros mismos. Luego volvemos a ellas para alejarnos otra vez con vergüenza y una especie de desdén teórico por nosotros mismos. Es estúpido, pero es así. En cambio, mi amistad con Adela me parecía una integración en la que todo era plausible. Nada había que lamentar ni nada que nos invitara a huir a ella ni a mí. Todo parecía perfecto.
El delicado peso de su cuerpecito en mi pierna era casi voluptuoso y la confianza de ella —que ya no miraba a derecha e izquierda, temerosa de la presencia inesperada de un enemigo— me halagaba. Sabía que yo, dueño y señor del parque, la defendería. Por encima de todo aquello la belleza, la agilidad y la gracia del animalito me fascinaban.
Al sentir la alarma de Adela yo miré a mi alrededor y no vi nada que representara un peligro. Cerca de donde estábamos había un club de jugadores de cricket, con su campo pautado, su casa de un solo piso y un gran armario con refrescos y golosinas que se podían obtener automáticamente poniendo una moneda en la ranura adecuada.
Pero unos momentos después de subir Adela a mi hombro apareció un perro blanco, un gozque de aguas, de esos que tienen el pelo rizado sobre la frente y caminan bailando. El perro vino derecho a mí, atraído sin duda por el olor de la ardilla, y yo la sentía a ella temblar en mi hombro, más por indignación que por miedo.
Detrás del perro llegaba una dama caduca, muy peripuesta, con aire decidido y amazónico. Y en aquel momento yo alcé el pie y le di en el hocico al perro, aunque sin hacerle daño, es decir, sólo para que se alejara. Pero la señora venía detrás:
—¡Usted —gritó histéricamente— no tiene derecho a maltratar a mi perro!
Viendo yo la correa del animal arrollada a la muñeca de la dama, me acordé de las ordenanzas municipales y le dije:
—Lo siento, señora, pero usted está infringiendo la ley que la obliga a llevar a su perro atado. Y que le prohíbe asustar a las ardillas porque estos animalitos son inocente y graciosa propiedad del municipio.
—Las ardillas son animales sucios que propagan la peste bubónica.
—Más sucios son los perros, que hacen sus necesidades en las aceras de las calles y que tienen pulgas que nos contagian esa y otras enfermedades y además pueden padecer hidrofobia.
—Usted no tiene derecho a pegarle al perro.
Entonces descubrí en aquella mujer rasgos atrevidamente masculinos, esos movimientos y escorzos que sólo suelen tener las millonarias viudas, y tuve miedo, la verdad. A una mujer no se la puede maltratar.
—Yo no le he pegado a su perro —le dije—, pero si no lo ata usted con su correa podría ser que le pegara. Estaría en mi derecho de ciudadano libre.
La ardillita, al verme a mí disgustado, expresó su indignación también con una especie de gorjeo seco y nervioso dirigido al perro. Seguramente le estaba llamado son of a bitch (hijo de perra), lo que en todo caso era la pura verdad. Y yo, inspirado por Adela, alcé la voz para decir a la señora:
—Ese animalejo suyo es un son of a bitch.
Ella se acercó como si fuera a pegarme:
—¡Repítalo usted!
Con una sonrisa casi amable, pero naturalmente irónica, le hice ver que aquello era verdad y no podía considerarse insultante:
—¿No nació de una perra? —le pregunté.
Ella vaciló sin saber qué pensar:
—Ah, bueno —dijo por fin—. Pero usted lo decía con otra intención.
—Lo siento, señora, pero en mis intenciones mando yo.
Un poco confusa, la dama ataba la correa al cuello del perro. Al collar de nácar del perro, que tenía también otro de irradiación magnética contra las pulgas.
Y el perro y su dueña se alejaron con la nariz en alto.
La ardilla quería marcharse entretanto. Para retenerla le ofrecí más nueces, recordando con asombro que había presentido al perro antes de que este apareciera. Deben de tener un olfato muy fino o aptitudes magnéticas para detectar al enemigo antes de que aparezca. Esto último lo pude observar otras veces a lo largo de nuestra larga relación. Misterios de la naturaleza.
Adela tomó la nuez, pero como estaba ya con su barriguita llena, bajó al suelo, hizo un hoyo en la tierra, la depositó allí y luego esparció con sus manitas las hojas secas de pino que había alrededor, de modo que no se percibiera el hoyo que había abierto y vuelto a cerrar.
Le ofrecí otra nuez todavía y con ella corrió hacia el tronco de una palmera, trepó ágilmente por él y ya arriba (a una altura de más de treinta metros) desapareció. Yo imaginé que allí tenía su nido. En el centro de la conjunción de las palmas de la Phoenix dactylifera.
¿Por qué la llamarán los latinos fénix a esa palmera? ¿Es posible que resucite sobre sus propias cenizas como el ave mitológica? En todo caso arriba estaba mi bonita Adela. Había hecho yo otras observaciones. Por ejemplo, cuando alcé la voz discutiendo con la señora del perro lo hice con alguna violencia, pero la ardillita no se alteró lo más mínimo. Otras veces observé que mis palabras destempladas no la asustaban. Sabía muy bien Adela que mi ira no era nunca contra ella.
En algunas cosas era Adela más inteligente que las mujeres que he conocido. En serio.
Y ella se fue y yo volví a mi banco y a mi revista.
Me interesaba más Adela que lo que estaba leyendo y acabé por dedicar toda mi atención a la copa de la palmera donde vivía. Pensé que tal vez la ardillita tenía hijos pequeños y les había llevado alimentos al nido. Si es así, me dije, volverá a buscar más nueces y podré observarla más de cerca. Era fácil saber si tenía bebés en el nido porque sus mamellas estarían en ese caso hinchadas.
Veía ya lejos a la dama del gozquezuelo blanco. Creo que a esos perros los llaman en inglés poodles o algo parecido. Son perros presumidos y ridículos. Nada había en Adela de afectación ni de boba coquetería. Claro es que ella vivía su vida selvática natural, lo que siempre es un mérito y una señal de decoro.
Estaba yo, como se ve, del lado de la ardilla, lo que no tiene nada de extraño porque los perros no han merecido casi nunca mi amistad. Ni mi odio. Me son sencillamente indiferentes.
Si se tratara de un gato sería otra cosa.
Los gatos me gustan casi tanto como las ardillas. Hay quienes creen que se han domesticado lo mismo que los perros. Pero no es exactamente lo mismo. Los gatos creen que nos han domesticado a nosotros, los hombres.
Hay una diferencia.