Dos

Cuando me quedé solo en mi banco traté de volver a la revista y leer, pero no lograba concentrar mi atención. Pensaba en Adela y en su alto nido en el que sin duda tenía su pequeña familia. Nunca había visto ardillas recién nacidas o de pocas semanas de edad y suponía que eran tan graciosas como sus madres, aunque mucho más pequeñas. Desde aquel día tenía para mí la realidad exterior un atractivo más: Adela. No haya duda de que con nueces o sin ellas el animalito me quería a mí. Entre otros muchos asiduos del parque dispuestos a ayudarla, tal vez, me eligió a mí. No se acerca fácilmente una ardilla a un ser humano, y mucho menos se instala en sus rodillas con la familiaridad con que lo hizo Adela, si no tiene verdaderas convicciones. Yo veía en aquello un misterio más de la naturaleza propicia.

Propicia a mi bienestar moral, tan raro y difícil. Porque yo soy exigente en esa materia y bastante escéptico, es decir, no creo fácilmente en los afectos improvisados de las personas o los animales. Ni en los mismos afectos míos creo, a veces.

Consideraba a Adela incapaz de conducirse conmigo, por ejemplo, como una amiga que vivía en Nueva York y que estando su marido en la guerra —coronel en los servicios de Información— se me había acercado, prometedora. Se podría decir que también aquella mujer se sentó en mis rodillas sin pedírselo yo. En lugar de nueces buscaba otra cosa. No necesitaba nueces porque comía cuanto quería en el Waldorf Astoria, con champagne. Allí había comido yo también muchas veces con su marido.

Buscaba otra cosa y la encontró. Fuimos amantes. De vez en cuando me decía:

—Mi marido tiene miedo de ti.

No podía yo imaginar lo que pensaba. Pero aquella hembrita de Nueva York tenía alguna clase de locura, como cada cual. Quería publicidad. Gran publicidad. Había tratado de lograrla cultivando algunas artes como el teatro o el cine y le fallaron.

Tenía ya la pobre cuarenta años juveniles y no renunciaba. Es la enfermedad de moda. Quería salir en la primera página del New York Times con cualquier clase de pretexto. Y no lo conseguía.

Yo era un «rojo español» inmigrante. De ellos se habían contado violencias y crueldades de todas clases. Por eso su marido me tenía miedo. Como ella no podía engañarlo —me decía— le escribió diciéndole la verdad. Confesándole, como esposa honrada, que estaba enamorada de mí. ¡Qué admirable sinceridad! Y el marido iba a volver de El Cairo para impedir que nos casáramos. Eso me dijo ella, porque tampoco quería engañarme a mí.

Ocultaba la fecha de llegada del marido, sin embargo. Una noche, entre dos bostezos de saciedad, me dijo:

—Mañana, a las nueve, llega mi marido.

Yo lo estimaba, de veras, a su esposo. Claro es que el deseo amoroso —la ley de la especie— no cuida mucho de las coordenadas de la estimación amistosa, pero por nada del mundo habría yo afrontado una situación violenta con él. No estaba enamorado de aquella mujer ni mucho menos.

—¿Por qué no me lo has dicho antes? —le pregunté—. ¿Quieres que hagamos una película de tiros por las escaleras? En todo caso yo no tengo revólver ni siento el menor deseo de comprarlo, y aunque quisiera las tiendas están cerradas.

Parece que mi acento sarcástico la decepcionó, pero no era cosa de mostrar su decepción. Yo me levanté, me vestí y me fui aquella misma noche a Florida. Al llegar a Winter Park me esperaba un telegrama de ella y el mismo día llegó una carta urgente.

No había habido tiros en las escaleras, ni víctimas, ni fotos en la primera página del New York Times, pero ella quería vivir todas las dimensiones de una aventura mayor y le dijo a su marido que yo la había seducido y poseído usando narcóticos y que a quien amaba realmente era a él. De paso añadió que yo era espía de un país enemigo. Naturalmente, su esposo movilizó la policía contra mí. Era natural. Pero ella quería ser honesta conmigo también. Eso decía.

Y allí estaba yo, en Winter Park, con agentes del FBI siguiendo mis pasos y abriendo mis maletas y fotografiando mis papeles cada vez que salía del hotel. Me di cuenta con sólo observar la mirada del conserje y la manera de hablarme —con acento tembloroso— la camarera de mi cuarto. Decidí salir de Winter Park sin avisar a nadie y me fui a San Agustín, instalándome en un motel de las afueras de la ciudad.

Frente al motel y al otro lado de la ancha autopista había una estación de gasolina con tres o cuatro policías montados —motociclistas— en uniforme y algunos paisanos sospechosos. Cuando vi que aquellos paisanos aparecían en los restaurantes y en los lugares públicos adonde iba y que evitaban cuidadosamente mirarme de frente, comprendí que estaba estrechamente vigilado. Por si algo faltaba a mi certidumbre, mi amiga de Nueva York me escribía jurándome amor eterno y añadiendo que tuviera cuidado porque su esposo me había echado la policía encima.

Una semana más tarde, y harto de aquella inquietante persecución, organicé mi defensa. Fue fácil. Bastó con dejar sobre la cama, en mi cuarto, una carta amorosa de ella y mi respuesta dentro de un sobre sin cerrar, como si me hubiera olvidado. En mi respuesta le decía que me extrañaba que estando el país en guerra, su marido dispusiera de fuerzas de la policía para un problema suyo personal y privado. Era una conducta inmoral y culpable.

Aquel mismo día desaparecieron los motociclistas y los agentes de vigilancia. Hasta hoy. Sospecho que el coronel de Información debió quedar en una situación desairada.

Pero yo tenía que defenderme.

Problemas del deseo masculino y de la vanidad femenina. Con amistades como la de Adela no tendría jamás problemas de aquella gravedad, aunque había tenido ya uno con motivo de la presencia del perro y su ama. Pero un problema que podíamos llamar honrado.

Porque ya sabemos que las dificultades del vivir diario son fatales e inevitables. Lo que no podía imaginar entonces era hasta qué extremo lo eran también para mi pequeña amiguita. Pero no tardé en darme cuenta de que, lo mismo que a mí, a ella la vigilaban extraños enemigos.

Ya dije que prefiero los gatos a los perros. Y en mi barrio hay uno muy curioso. No tiene hogar, pero un día come en una casa y otro en otra, según su elección. Duerme en el porche que más le place, sobre la alfombrilla del welcome, y alguien lo quiere tanto que le ha comprado un collarcito contra las pulgas.

Con su collar va y viene, amigo de todos y sin miedo de nadie. A veces me espera a mí junto a la puerta de la casa y se frota contra mis piernas roznando cariñosamente. Yo lo acaricio y entonces se arroja al suelo y me ofrece su barriguita para que le haga cosquillas. Los felinos son coquetos.

Debe de ser muy inteligente porque tiene varios nombres y por todos ellos atiende. Cada vecino lo ha bautizado a su manera. La mía es la más adecuada y no es española ni inglesa, sino aragonesa.

Es decir, no castellana.

Lo llamo Curto, porque no tiene rabo, y sólo en Aragón llamamos así a los animales rabones. Hay incluso un proverbio: «Alábate, curto, que el rabo te crece». Ese proverbio no le va a mi amigo, primero porque no tiene nada de presumido y segundo porque el rabo no le crece. No tiene más de tres o cuatro centímetros de rabo y no por causa de accidente alguno, sino porque pertenece a una casta de curtos. Creo que se da en Oriente.

Es delgado, bonito y, como todos los gatos, tiene alguna distinción y elegancia naturales. Cuando entra en las casas suele investigar y revisar los rincones, los armarios roperos, los closets —para lo cual va a ellos y nos mira esperando que le abramos las puertas y cuando se ha enterado minuciosamente de todo vuelve al zaguán con su sardina en los dientes. O su higadito de pollo crudo y sabroso. Porque lo alimentamos muy bien, eso sí.

—Hola, Curto —le digo cuando lo veo dormitando en el umbral de otra casa.

Al oír su nombre él me contesta con su voz delicada, a veces sin abrir siquiera los ojos.

Pero no he dicho lo más importante. Lo más terriblemente importante. Ese gatito, que conmigo es todo dulzura, quiere comerse a Adela.

Y eso, no. La verdad.

Ella lo sabe y lo odia a muerte. Sabe muchas cosas, Adela. Por ejemplo, cuando se nos acercó el perro poodle la ardilla subió a mi hombro y allí estuvo un poco nerviosa, es verdad. Pero pocos días después se acercó el gato estando ella en mis rodillas y mi pobre Adela corrió al tronco de un árbol, trepó a una rama razonablemente elevada y desde allí le dijo al gato —supongo— cosas atroces: old bastard, son of a bitch y quién sabe cuántas atrocidades más a través de una especie de gorjeo opaco en el que se advertía no su miedo, necesariamente, sino su indignación. Porque mi amiguita es valiente.

No se quedó Adela en mi hombro porque sabe que el gato puede trepar también por ser amigo mío. Pero el gato la persiguió en un trecho de diez o quince metros y al verla saltar al tronco del árbol desistió. Yo había ido detrás de él y le di un puntapié al sinvergüenza.

Curto no se ofendió porque no puede imaginar que yo lo quiera mal. Y yo he llegado a sospechar que sus manías agresivas contra Adela pueden tener una motivación celosa y de rivalidad. Tampoco mi puntapié era tan violento como para hacerle daño.

Tal vez Adela se da cuenta de todos estos delicados matices y de la situación incómoda en que me ponen. Porque yo quiero a Curto y a Adela. Si tuviera que elegir me quedaría con ella, claro. Tiene más problemas y necesita más protección. Y es más bonita. Tiene, por ejemplo, un rabo hermosísimo.

Cuando uno se detiene a observar las dificultades que para los hombres, y sobre todo para los animales, tiene el simple hecho de existir y se da cuenta de la crueldad de la naturaleza con algunas especies delicadas como la de las ardillas, se queda uno asombrado.

Sólo observándolo de cerca puede uno darse cuenta.

Ya dije que voy al parque cada día y ahora con mayor motivo, porque Adela me espera. Yo vivo solo, como ella. También Curto, es verdad. Pero los tres somos sociables y gustamos de la compañía.

Y conocemos las dificultades de la amistad y el amor. Este último es el más difícil, con sexo o sin él. También sin él. Por ejemplo, mi amor por Curto está condicionado por la codicia con que el gato busca a la ardilla. Mi amor por Adela está amenazado por la interferencia criminal de Curto. Es algo parecido a lo de Nueva York, pero más honrado.

Un día que llegué un poco tarde a mi lugar acostumbrado en el parque me puse a llamar a Adela —ella conoce ya su nombre— y tardaba en acudir. Entretanto yo miraba desde mi banco a lo alto de la palmera esperando ver a mi dulce amiga, cuando vi que sobre la Phoenix dactylifera flotaba, casi inmóvil, en el aire, y a una altura de unos cincuenta metros un halcón. Comprendí que mi pobre amiguita no sólo tenía peligros en la tierra, adonde tenía que bajar para buscar su sustento, sino también en el cielo. El halcón sabía, sin duda, dónde estaba el nido de Adela.

Desde el pie de la palmera hasta la fuente donde beben los niños, y adonde sin duda va ella cada noche, hay una serie de macizos de boj dentro de los cuales algún gato aventurero como Curto puede muy bien esconderse en emboscada. Y caer criminalmente sobre Adela.

Para evitarle la necesidad de ir a la fuente yo llevo ahora un vaso de plástico lleno de agua. Adela viene, y después de comer en mis rodillas mete el hociquito en el vaso y bebe muy tranquila y feliz. Yo me atrevo ya a acariciarla y me he dado cuenta de que a ella le gusta, porque cuando le paso la mano por el lomo lo enarca un poco de manera que sea más fuerte la caricia. Esa caricia debe ser para ella, con las nueces y el agua, la evidencia de mi amistad. Después suelo dejar el vaso en el hueco de una hendidura entre dos ramas, procurando que quede bien visible y bien sujeto.

Ella me gusta a mí y la quiero. Yo le gusto a ella y me quiere. Pero, igual que yo, el animalito tiene dificultades. La vida es difícil para todos. Y el amor —el lujo de la vida— también.

Como ya dije, lo que más le gusta a Adela es la nuez. No las nueces hindúes o brasileñas —demasiado sofisticadas—, sino la nuez ordinaria. En casa tengo una pequeña bolsa de la que extraigo ocho o diez cada día, quiebro la cáscara apretándolas entre sí y saco su sabroso contenido amarillo y tierno. Pero de pronto he recordado que las nueces son afrodisíacas.

Si lo son para los hombres deben serlo también para las ardillas, supongo. Y Adela tiene un amante, como es natural. No viven juntos. Curto tiene dos amantes y tampoco vive con ellas. Yo… bueno, luego hablaré de mí.

Adela y yo somos fieles en nuestros amores con sexo. Ella ama a su ardilla macho, que me mira, sin embargo, desde lejos con recelo. Yo a una novia humana —digámoslo así— que vino un día conmigo, quiso dar de comer a Adela también y al sentir sus uñitas en los dedos agudas como puntas de alfiler (aunque Adela nunca aprieta de modo que hagan daño) dio un chillido, asustada. Ella se asustaba de las uñitas de Adela, pero Adela no se asustó con su chillido. Nunca se asusta cuando está conmigo. Y no es nada histérica.

Yo, que he leído un libro sobre las costumbres de las ardillas, sé que conciben y tienen bebés dos veces cada año, normalmente. Pero el autor del libro ignoraba que pueda haber individuos como yo que dan a su ardilla nueces afrodisíacas. Ella seguramente le guarda alguna a su amante y de pronto me di cuenta de que se le inflamaban los seis botoncitos del pecho y de que cualquier día iba a dar a luz. La gestación dura seis semanas.

Al revés que a las señoras, a Adela la preñez no le alteraba las líneas graciosas del cuerpo ni influía en su agilidad trepadora.

Pero un día estuve esperándola en vano y no vino. Antes de marcharme yo dejé en la juntura de las ramas y en el lugar acostumbrado el vaso lleno de agua y una cantidad razonable de alimento. Volví a mi banco a esperar un poco más, por si acaso, y pude observar que algunos blue-jays, que son pájaros azules tres veces más grandes que un gorrión y casi del tamaño de las tórtolas, iban al lugar donde yo dejé las nueces y se las comían muy a gusto. Pero no sólo eso. Más tarde observé que cuando Adela entierra alguna nuez sobrante la están mirando desde lo alto de los árboles los blue-jays, y después que ella y yo nos marchamos bajan a desenterrarlas y comérselas.

En el suelo unos roban a Adela la comida y otros quieren comérsela a ella. En el cielo la vigilan los halcones. Y un ser tan pequeño, inocente, vivaz, ligero y gracioso como Adela tiene las mismas o mayores dificultades para subsistir que nosotros los hombres.

Es verdad que nosotros, por encima de los halcones, tenemos los aviones de bombardeo que pueden destruir nuestras casas. Y todavía encima de ellos, la amenaza de los cohetes atómicos. Y unos satélites artificiales que dan la vuelta al planeta en menos de una hora y ven, sienten y piensan electrónicamente sólo cosas malas. Pero esas amenazas las hemos creado nosotros mismos a fuerza de acumular sabiduría. Las merecemos. Será culpa nuestra si nos destruimos un día a nosotros mismos.

¡Qué vida complicada la de todos!

He pensado a veces llevarme a Adela a casa y tenerla como otros tienen un gato o un loro, pero la pobre moriría de melancolía. Seguramente no podría vivir fuera del nido de la palmera acariciado por las brisas marinas del oeste y por los aromas oxigenados también del parque. Seguramente ella prefiere los peligros a la falta de libertad, y eso lo comprendo muy bien porque yo he arriesgado más de una vez la vida por una libertad que he perdido a veces pero que he podido reconquistar. Además, no debo llevar a Adela conmigo porque no vivo aquí permanentemente y un día tendré que marcharme. Lástima. Entretanto, Adela y yo gozamos nuestra libertad. Con ayuda de Dios.

Esto me hace pensar de un modo un poco estúpido y paranoico: ¿seré yo un pequeño dios para Adela?, ¿un dios que la ayuda?

Es verdad que Dios me ha ayudado a mí de maneras parecidas. Como a cada cual, supongo.

Han pasado varios días sin verla y de pronto recuerdo que, según el libro que he leído, las ardillas se quedan al lado de sus crías cuatro o cinco días con sus noches. No es posible, sin embargo, que subsistan sin beber, y yo le llevo cada día agua al árbol de siempre y además nueces y semillas de girasol. Sin el agua no podría producir leche bastante para amamantar a sus bebés.

Le llevo agua y comida, porque si baja a buscarlas de noche, corre el riesgo de que la ataque Curto u otros gatos acechadores.

Ayer estaba en mi banco mirando a lo alto de mi palmera, de veras inquieto y diciendo el nombre de Adela. A mi alrededor el silencio era completo. Y ella no aparecía. Quien pasó cerca de mí fue un marinero de aire extranjero —muchos barcos de diferentes banderas llegan a este puerto de Balboa cada semana— y me preguntó, señalando otra ardilla en un árbol próximo, si «valían para comer».

Yo me alcé indignado:

—Joven, sepa usted —le dije— que las ardillas son propiedad del municipio y que dañarlas es un crimen que se paga con la prisión. Si le veo a usted tratar de molestarlas lo denunciaré a la policía.

Él saludó un poco extrañado y se fue. Desde lejos se volvía a mirarme, receloso.

¡Comer ardillas!

Yo no veía a Adela y lo peor era que sobre la palmera donde tenía su nido flotaban casi constantemente los halcones. Supongo que Adela podría defenderse con uñas y dientes de un halcón pero estos tienen sus trucos traicioneros y podían sorprenderla durmiendo una de sus siestecitas.

Los halcones me tenían un poco inquieto algunas noches y como desde la terrazuela de mi casa se ve la palmera muy bien, a veces me levantaba y me estaba mirando. Cierto es que los halcones no cazan de noche, pero sí los búhos, que son también aves de presa. Afortunadamente los búhos de California son pequeños y parecen más bien pisapapeles de adorno, sólidamente barrigudos. O más bien, como dice mi amante, «piponchos». Mi amante se llama Pat, tiene veinte años y es rubia.

Por cierto que tiene celos de Adela. No celos sexuales, sino sociales y afectivos, claro. Cuando ve que a medianoche me asomo a la ventana y hay una luna grande y roja en el horizonte y que me quedo un rato contemplando la palmera y la luna, mi amante cree que estoy soñando con otra mujer y me pone cara agria por algún rato.

Nunca Adela me ha puesto cara de enemistad y ni siquiera de impaciencia nerviosa. Cuando está conmigo es del todo feliz. Si miro a la gran luna en éxtasis ella mira también y quizá se abandona al mismo éxtasis.

Pero suceden cosas nuevas en el parque.