Tardó aún once días en morir. Silvia me lo comunicó con un SMS de treinta caracteres que escondía su profunda tristeza y su incapacidad para hablar conmigo, el único superviviente de un club que fue idea de su marido. Le devolví el mensaje interesándome por el lugar del entierro y me respondió un simple «Cementerio de la Almudena, en dos días». Ninguna invitación expresa para asistir. Mejor así. Ya he señalado que no soy muy dado a ese tipo de rituales.

Después, lo primero que hice fue salir a la calle, coger el metro y bajarme en la estación cercana al bar de Raúl. Entré sin decir palabra, pedí una ración de oreja y una jarra de cerveza fría. Me comí el plato rebañándolo con el mendrugo de pan, bajo la vigilancia atenta de Clara, Raúl y los parroquianos habituales; lo rematé bebiéndome de un trago el líquido ambarino y espumoso. Repetí plato y bebida. Al final, sólo bebida. Borracho como una cuba, abracé a los dueños del bar donde se gestó nuestra amistad y volví a casa, vomité lo ingerido con una arcada provocada. Luego me tragué dos calmantes y un ansiolítico y me eché a dormir.

No hay añoranza que no supere un buen cocktail de antidepresivos. Y no escatimé en su uso, superando las dosis recomendadas, buscando mantenerme atontado.

En tres días reinicié el tratamiento.

Viví en un mar de dudas e inseguridad hasta que el oncólogo me comunicó que los tumores habían decrecido ostensiblemente. Aún era pronto para valorar la efectividad de la nueva pauta, pero su análisis inicial era esperanzador. Tampoco usó esta vez la palabra curación en ningún momento. Su preferida fue remisión. No concebí falsas expectativas. La sombra del porcentaje del quince por ciento era muy alargada y cubría mi horizonte, oscureciéndolo por más que surgiese un leve atisbo de luz en mi porvenir.

La encomienda de Toni me permitió continuar sin desfallecer a pesar de los nuevos síntomas que aparecieron: los dientes se me oscurecieron aún más, se me cayeron algunas uñas de los pies y perdí definitivamente mis cejas, el único bastión que se resistía a perecer bajo los embates del veneno. Esa pérdida me afectó más que los vómitos y la diarrea que me deshidrató. En mi fuero interno, se habían convertido en el símbolo de mi potencia vital. No pude despedirme de ellas como se merecían después de tanta lucha. Al amanecer, la almohada se había convertido en un camposanto de pequeñas cerdas sin raíz.

Al acercarme al hospital el último día de ese ciclo, llevaba en mente una petición para Juanpe, al que consideraba ya mi padrino en la nueva esperanza. Desde mi regreso no mencionó en ninguna ocasión la ausencia de mis amigos. Tenía el encargo de seguir mi evolución y se tomaba muy a pecho la labor, pensando siempre en el futuro de los supervivientes y relegando al pasado los que cayeron en su lucha. Cada mañana, antes de conectarme las bolsas a las venas que aguantaban de milagro tanto líquido, me pasaba un test en el que recogía todas y cada una de mis dolencias, añadidas o antiguas, que había desarrollado desde el día anterior. Respondí obedientemente sus preguntas y, mientras se afanaba ordenando tubos, le solicité.

—Cuando se acabe el líquido de las bolsas, ¿puedo quedármelas?

Me examinó con curiosidad.

—Es la primera vez que me piden algo así. Sería muy irregular.

—¿Cuál es el problema?

—¿Ves el código de barras que hay en la etiqueta? En los hospitales, aunque te parezca mentira, hay controles de seguridad para cualquier medicación que sale de la farmacia. Y más en las de esta clase. Si salen tres bolsas, tienen que regresar tres bolsas. Es la única prueba de que se ha aplicado el tratamiento establecido. Además, son residuos que hay que gestionar adecuadamente.

—Seguro que algo se podrá hacer.

—Y aunque se pudiera, ¿para qué quieres tú unas bolsas vacías?

—Tengo que cerrar un asunto personal.

—No encuentro ningún motivo personal que necesite residuos de esa clase.

—Déjalo. No lo entenderías.

—Inténtalo. Te puedo sorprender.

—Pero no te rías de mí.

Se lo conté.

Accedió.

Al recogerlas a la salida descubrí, escondido entre ellas, su broche.

A las treinta y seis horas de mi última sesión, la que definiría si el especialista había escogido el camino adecuado en la encrucijada sin señales de dirección en que se había convertido mi devenir, paseaba por el arcén de la carretera que lleva al Cementerio de la Almudena, con el sol tostándome el ochenta por ciento de la piel del cuello y una décima parte de la superficie de mi cráneo que asomaba fuera de la gorra Ascot, con un treinta por ciento menos de masa corporal y seis de cada diez uñas de mis pies en la bolsa de la basura. Paseaba contando los segundos para restarlos del cómputo global de los latidos de mi corazón, arrastrando un poco el pie izquierdo por la rigidez que me atenazaba los riñones. Llevaba una mochila con un broche prendido en un lateral, desocupada en sus tres cuartas partes. El cuarto restante estaba ocupado por tres bolsas vacías de cuatrocientos mililitros de drogas de nombres impronunciables, tan nuevas que no figuraban aún en los vademécum oficiales.

Me veía forzado a descansar cada ciento ochenta pasos, inclinándome sobre mí mismo para soportar la presión que me exprimía el estómago.

En un puesto de flores, situado cerca de la puerta del cementerio, quise comprar un ramo de margaritas. La mujer que lo regentaba, impresionada por mi aspecto, me las regaló sin posibilidad de contradicción, bendiciéndome como sólo saben hacer las señoras de su edad. Treinta flores blancas como el contenido de un osario.

Franqueé la puerta y me dirigí a las oficinas para solicitar información. Muy amablemente me entregaron un plano con una cruz señalando el punto al que tenía que dirigirme.

El cementerio era un remanso de tranquilidad, casi vacío a esas horas. Siempre me han gustado esos sitios. La paz que transmiten las losas no se encuentra en ningún otro lugar, como si la muerte fuese el auténtico descanso para tanto ajetreo.

A medida que avanzaba iba leyendo los epitafios grabados en el granito, recogiendo historias de dolor y amor, de esperanza y resignación, de todo aquello que constituye la naturaleza humana, aglutinado eternamente en el cincelado. Encontré expresiones estereotipadas y otras rebosantes de creatividad, elegías llorando la desaparición del amante y textos de estructura periodística, tumbas con flores frescas y otras con símiles de plástico abandonados.

Me senté a reposar bajo un árbol centenario y vigoroso. Elevaba sus ramas hacia los cuatro puntos cardinales señoreando el terreno con el orgullo del que prevalece sobre los inquietos seres que le alimentaban sumergiendo en la tierra a sus seres queridos. Me retiré la gorra y me sentí más vivo al apoyar la cabeza en su corteza áspera. Descansado, aferré un trozo de rama y la partí para convertirla en una herramienta primitiva con la que rastrillé el suelo hasta levantar su capa superficial en terrones gruesos, obviando los latigazos que ascendían por mi espalda desde la base de la columna vertebral. Con ese mismo palo, machaqué los pedazos, triturándolos en arena fina. Los acumulé en un montón, saqué las bolsas de mi mochila y las llené de tierra. Me sacudí las manos y las sostuve con cuidado de no derramar su contenido, prosiguiendo mi camino hasta localizar una fuente en la que me refresqué la cara y empapé la tierra para transformarla en barro. Después, con cuidado de no tronchar sus tallos, introduje una a una las margaritas en el sustento mineral, diez en cada bolsa.

Reanudé mi itinerario, ojeando el mapa para no perderme en el laberinto de calles y cruces, con las manos manchadas goteando.

Por fin llegué a mi destino.

Me arrodillé frente a la tumba de Toni y leí su epitafio.

«Antonio Maruarte. 1969-2012. Amante y Amigo, Padre y Esposo. Descansa en paz».

En cada una de las palabras elegidas por Silvia reconocí a mi amigo y me conmovió especialmente la alusión a su paternidad. No habría sido fácil para ella digerir esa faceta desconocida de su marido, pero la asunción pública por su parte la dignificó para siempre en mi corazón. Silvia le quería íntegro, tal y como era, con sus grandezas y defectos, sus alegrías y sus engaños, porque así era Toni. La enfermedad les había engrandecido a ambos.

Con delicadeza dejé las tres bolsas sobre el granito pulido, apoyadas en la cruz, ocupándome de que quedasen verticales.

No pude contener el llanto y me sequé embadurnándome las mejillas de barro.

Una bolsa por Toni, otra por Julio y la tercera por Dani.

Lejos, fuera de los muros que protegen a los muertos de los vivos, sonó un claxon.