Como bien dijo mi amigo, la única diferencia era el plazo.
A los tres días de mi visita a la biblioteca, obsesionado con una idea cuya semilla germinaba lenta pero constante, llamaron a mi telefonillo. Sin contestar, ya sabía quién podía ser. Sólo una persona era capaz de pulsar así el botón de llamada. Esta vez no me incomodó. Estaba esperándole con ansia.
—¡Mateo! Soy Toni.
—Por tu tono de voz, creía que eras Darth Vader.
—Muy gracioso. Baja ya.
Ese hombre siempre me pillaba con la guardia cambiada.
—¿Bajar? ¿No subes?
—¿A esa casa apestosa que tienes? Ni de coña. Tienes cinco minutos.
—Si es que no aprendo —refunfuñé, colgando el auricular.
Me lavé de forma algo precaria las partes menos aseadas y, sin afeitar, con barba de varios días, me puse los pantalones vaqueros en los que flotaba en mi enjutez, una camiseta de publicidad y una camisa por encima. La tarde era calurosa pero yo sentía escalofríos.
Toni me esperaba apoyado en la puerta delantera de su BMW. Estaba tan cómico que no pude contener una carcajada burlona.
—¿De qué te has disfrazado?
—No es un disfraz, gilipollas. Me he vestido para la ocasión. Anda, entra al coche.
Seguía adelgazando. Calculé una pérdida adicional de otros cuatro kilos. Por el diámetro de sus bíceps, estaba aún más enjuto que yo. No llevaba la peluca ni se había vuelto a pintar las cejas, y las muñequeras de pinchos que trepaban por sus antebrazos se movían holgadas. La camiseta negra desvaída le pendía desarmada. Lo más llamativo era su voz; ronca y asmática, como si tuviese una piedra pómez atascada en los bronquios.
Me abrió la puerta trasera, igual que cuando Julio nos acompañaba. Por un momento, temí encontrarme el cuerpo resucitado de nuestro amigo en el asiento del copiloto. En su lugar, Silvia me saludó enseñándome los dientes entre los labios rojos pasión. Iba disfrazada como su marido, con el pelo cardado, una camiseta sin mangas que mostraba sus pechos firmes por las aberturas laterales y una chaqueta de cuero cubriéndole las piernas.
—Me temo que no voy acorde con vuestros atuendos. ¿Dónde es la fiesta?
Toni entró en el coche, se colocó las gafas nasales y arrancó con brusquedad.
—Será mejor que cierres el pico. No me jodas la tarde.
—Supongo que tengo derecho a saber dónde me lleváis.
—A su debido tiempo.
—O me lo cuentas o me tiro del coche. Sabes que soy capaz.
Silvia nos miraba divertida. Toni se lo pensó un momento y claudicó.
—Está bien. Vamos a cumplir un sueño.
—¿Tuyo?
—No. Mío y de Silvia. Y ahora, a callar.
Subió la música y el bajo de Joey di Maio hizo vibrar los cristales. Manowar era otro icono del Heavy Metal y no me extrañó que figurase en la colección de discos que Toni llevaba cargados en el coche.
Por el camino que nos llevó hasta el barrio de Carabanchel, Silvia se dedicó a retocar su maquillaje con la ayuda de un espejito que extrajo de su bolso diminuto en forma de corazón, inmutable ante los bandazos característicos en la conducción de Toni, los resaltos de los pasos de cebra que atravesábamos sin reducir de velocidad y los acelerones para pasar los semáforos en ámbar. Callejeamos un tiempo por una zona residencial hasta que Toni aparcó el coche.
—Hemos llegado.
Bajamos del vehículo y me quedé boquiabierto cuando pude ver a Silvia de cuerpo entero. Estaba impresionante. Además de la parte superior de su vestimenta, que ya contribuía notablemente a resaltar su anatomía, llevaba unas mallas que ceñían sus muslos perfectos y te atrapaban en los círculos hipnóticos de su diseño, dirigiéndote la vista, sin posibilidad de remisión, hacia su culo en forma de pera en el que no se señalaba ninguna costura. Si no conociese su edad, no la echaría más de veinte años. Las manos que dibujaron artesanalmente las cejas de mi amigo cuando dejó de poseerlas culminaron su maestría en esa obra de arte.
—¿Vienes? —me dijo Silvia, sonriendo con picardía. Comprendí que se había dado cuenta de mi embeleso libidinoso y la cara me ardió de vergüenza.
—¡Venga coño, que llegamos tarde! —nos urgió mi amigo colgándose la bolsa con el oxígeno del hombro y ciñendo a su mujer de la cintura tras darle una cachetada en las nalgas.
—Estás guapísimo —le piropeó Silvia.
—Tú sí que estás buena. Vámonos.
Al salir de la calle donde habíamos aparcado, desembocamos en una avenida en la que se elevaba un edificio circular de cemento y ladrillo, coronado por un capuchón semejante a un platillo volante. Decenas de personas caminaban riendo y bebiendo hacia la entrada que se abría al final de unas escaleras. Mi curiosidad quedó aplacada.
El Palacio de Vistalegre, una antigua plaza de toros que data de principios del siglo veinte, fue conocido como «La Chata» por el aspecto resultante de la recuperación parcial después de su demolición por los bombardeos en la Guerra Civil. Transcurridos cien años desde su construcción, la picardía inmobiliaria de políticos y empresarios convirtieron un símbolo del antiguo Pueblo de Carabanchel en una excusa para construir un centro comercial y un espacio multiusos. Ambas actividades bajo supervisión privada, por supuesto.
Dos enormes carteles anunciaban que ese edificio con tanta historia era el lugar donde Judas Priest iba a dar su concierto, el último de su existencia como banda, según publicitaban para atraer a las masas de melancólicos que ascendían los escalones entre chaquetas vaqueras sin mangas, más calvas que melenas, tachuelas y ropa ceñida.
Para Toni y Silvia, asistir al concierto era más que una oda a la melancolía de los cuarentones que vivieron su juventud con ese grupo mítico como banda sonora. Significaba la renovación de sus votos maritales, volver al sustrato que alimentó las raíces de su vida de pareja. Y yo me sentía emocionado por haber sido invitado a ese acto tan íntimo de amor.
—¿Ya sabes dónde vamos? —me preguntó, presentándome los carteles como un animador de circo.
No pude contenerme y les abracé.
—Gracias —murmuré conmovido.
—¡Quita coño! —dijo Toni, apartándome—. ¡Que van a pensarse que somos maricones!
—En serio, muchas gracias por…
—Atento porque no quiero repetirlo —me cortó áspero—. Vamos al último concierto de Judas Priest. Mi último concierto, para ser más exactos. Y hoy somos unos tipos duros que vamos a destrozarnos la garganta cantando y gritando. Acompañados de la tía más buena del barrio, claro —remató, plantándole un beso en los morros a Silvia—. No quiero mariconadas.
—Sin mariconadas —asentí.
—¡Larga vida al Rock! —gritó, arrastrándonos escaleras arriba.
El recinto, destinado a corridas de toros, actos deportivos y musicales, se presentaba medio vacío. El aforo estaba estipulado en quince mil personas y a esas horas se veía despoblado. Llegábamos muy pronto. Toni lo justificó cuando le pregunté al respecto, temiéndome que el concierto fuese un fiasco por falta de asistencia.
—Quiero que Rob Halford me manche de sudor. Los primeros puestos tienen que ser nuestros.
Avanzamos con paso vivo hasta bajar a la arena, abriéndonos camino a codazos para llegar a las primeras filas, separadas del escenario por varias hileras de vallas. Dudaba que a esa distancia pudiese alcanzarnos ni un mísero esputo del cantante del grupo. A simple vista, la escenografía parecía bastante parca: focos suspendidos del techo, torres de altavoces que garantizaban la sordera temporal de rigor, el puesto del batería elevado sobre un podio, unas pantallas gigantes a cada lado y poco más. Rememoré la creatividad propia de los conciertos de los ochenta y achaqué la depreciación a la crisis. Hasta los mitos del rock se veían afectados por la oleada de recortes.
El Palacio de Vistalegre fue llenándose poco a poco. Faltando cuarenta y cinco minutos para el inicio oficial del espectáculo, no cabía un alfiler. La música ambiental subió de volumen para ir calentando a los asistentes y todos coreamos viejos himnos de las principales bandas de la edad de oro del Heavy Metal. La temperatura, tanto ambiental como anímica, fue subiendo y pronto nos encontramos saltando como si no hubiese un mañana, empujados de un lado al otro por la marea humana, enronqueciéndonos antes de tiempo. La subida de adrenalina era brutal. Dejé de preocuparme por las consecuencias que ese esfuerzo me reportaría en el momento en que el subidón de energía se esfumase. Quería vivir el instante con la intensidad de un huracán. Necesitaba llegar al culmen, porque hacerlo era celebrar el cumplimiento del sueño de mi amigo.
De súbito, la música enmudeció y las luces se apagaron. Aullamos anticipatoriamente. Un relámpago nos iluminó, desde el mismo centro del escenario, y apareció Rob Halford, vestido como si el tiempo no hubiese pasado. La iluminación se apagó de nuevo y al encenderse estaba la banda al completo, quietos como estatuas. Los miles de presentes enmudecimos, conteniendo la respiración. Y entonces estalló el caos.
Los que hayáis asistido a un concierto de este tipo, sabréis que allí no hay lugar para los remilgos. Escuchar música en directo es una catarsis tan antigua como la humanidad, un punto de encuentro para los instintos que llevamos escritos en nuestro código genético y que nos impulsan a compartir con nuestros congéneres la alegría de estar vivos. La diferencia con nuestros ancestros era que en ese recinto venerábamos a la musa Calíope más de quince mil almas, seres desaforados que dejábamos a las puertas nuestras penurias y ataduras, palpitando como un único corazón al ritmo de la batería de Scott Travis. Llega un momento en que la unión es algo físico, como un orgasmo multitudinario, y entonces alcanzas un punto de meseta en el que te mantienes hasta que las luces se apagan y recuperas tu individualidad trágica.
Judas Priest recorrió su discografía sin darnos tiempo a reponernos entre canción y canción. Toni, Silvia y yo coreábamos las letras, elevábamos los puños y nos bañábamos en un mar de sudor. Su vocalista, Rob Halford, chapurreaba frases en castellano aprendidas de memoria para satisfacer a su auditorio.
Llegó el momento de los bises. El público coreaba al unísono pidiendo su vuelta al escenario.
—Esto es la hostia —me dijo Toni lanzándome un puñetazo al hombro. Su voz era rugosa y se retiró las gafas nasales unos segundos. Estábamos ensopados en transpiración—. ¿Te está gustando, cariño?
Silvia le respondió con un beso apasionado, enroscando una pierna para atraparle y metiendo sus manos por debajo de la camiseta. Él no se quedó atrás y reaccionó con vehemencia, apretándole el culo y refregando sus genitales. Por unos momentos me temí que fuesen a hacer el amor delante de mí.
Un redoble de batería acaparó nuestra atención de nuevo. Los músicos regresaban a sus puestos.
El vocalista se dedicó a soltarnos un discurso con su peculiar acento, aludiendo a los principales tópicos de nuestra tierra. Habló de la fiesta, de las chicas y de nuestras maravillosas playas. No se le comprendía casi nada de lo que decía y por eso, cuando pronunció el nombre de Toni, continuamos aclamándole como si sus palabras no fuesen con nosotros. Fue al repetirlo dos veces más cuando la gente empezó a callarse, extrañados por la insistencia del cantante. Vi a Silvia empujarle hacia delante, sonriendo como quien te anima a entrar a una fiesta sorpresa cuando eres incapaz de reaccionar de la impresión. Toni, con el rostro demudado, se resistía a avanzar, pero la insistencia de su mujer consiguió desbloquearle y, con una timidez extraña en él, pidió paso. La maraña de gente, sin embargo, era demasiado espesa y no consiguió adelantarse un ápice. A Silvia se le borró la sonrisa de la cara. Sin dudarlo, se quitó la camiseta y, con los pechos al aire, sus pezones apuntando al techo de una forma antinatural, me dijo:
—Súbeme a hombros.
Obedecí magnetizado y la elevé con no poco esfuerzo. Las lumbares hicieron activarse todos los sensores de dolor. Las ignoré y me concentré en no dejarla caer. Ella movió los brazos y gritó como una posesa, meneando las enormes tetas, hasta que una de las cámaras del pabellón se fijó en ella y su imagen apareció en las pantallas. El público reaccionó vitoreando como un animal en celo. Silvia aprovechó el momento para señalar a Toni con grandes aspavientos. La otra cámara le enfocó y entonces se obró el milagro. Su figura atípica, realzada en las pantallas gigantes, hizo que la concurrencia enmudeciera. El silencio de esa masa, antes vociferante, te ponía la piel de gallina. Rob Halford volvió a llamarle y las personas que entorpecían su marcha se apartaron a un lado para dejarle pasar, creando un pasillo humano por el que caminó Toni hasta llegar a las vallas que retiraron los miembros de seguridad. Con la ayuda de esos mismos guardias, se encaramó al escenario. El cantante le rodeó los hombros con su brazo repleto de pinchos y le dijo en su castellano medio inventado:
—¿Cantas tú conmigo Breaking the law?
El público se desgañitó animando a Toni y este no desaprovechó la oportunidad de ver cumplido un sueño que nunca llegó a soñar: cantar con su ídolo la canción maestra. Le quitó el micrófono de las manos, tiró la bolsa con el oxígeno al suelo del escenario y, elevando el otro brazo al cielo, bramó con su voz ronca:
—¡Por ti, Julio! ¡Breaking the law!
Y las guitarras arrancaron como una motosierra.
Fue más que una canción. Fue la cumbre de una vida entera, una oda al buen morir.
El concierto finalizó con ese tema mítico y tuve que subir al escenario para ayudarle a descender. Sin oxígeno, y con el desgaste del esfuerzo, estaba al límite de sus fuerzas.
Se despidió de los integrantes de la banda y se fusionó en un abrazo con Rob Halford. Era un buen tipo.
Ya en el exterior, mientras Toni dormía exhausto dentro del BMW y la plaza del Palacio se desocupaba, acompañé a Silvia mientras se fumaba un cigarrillo.
—Esto ha sido una locura —comenté, masajeándome los riñones.
—¿No lo ha sido todo desde que os juntasteis? —respondió enigmática.
—¿Te lo ha contado?
—Por supuesto. Sois una panda de majaderos.
Me callé las ganas de preguntarle si también conocía lo del hijo secreto de la farmacéutica. No quería traicionar a mi amigo por error.
—Entonces ya me siento más tranquilo.
—Sabía que iba a ser el mejor regalo que podía hacerle. No me equivoqué.
Un escalofrío recorrió su cuerpo.
—¿Damos un paseo?
—Sí.
Caminamos, yo cojeando por el dolor que me atenazaba desde los glúteos hasta las pantorrillas. Silvia me cogió de la cintura y se pegó a mí. Yo no me aparté.
—Tengo una duda —le dije, disfrutando de la calidez de su cuerpo contra el mío, sin una gota de erotismo.
—Dime.
—¿Cómo lo conseguiste?
Me abrazó más fuerte y supe que en realidad ella estaba abrazando a su hombre, que yo suplía su necesidad en la ausencia del varón.
—Una mujer puede conseguir lo que sea por su marido.
—Ya pero…
Se detuvo y me puso la palma de la mano en los labios. Al retirarla, me sabían a salitre y colonia.
—Mateo, eso no es importante.
Retomamos el camino hasta llegar al BMW. Condujo ella, porque yo me veía incapaz de jugar con los pedales. Me derrumbé en el sitio del copiloto y guardamos un silencio respetuoso con el descanso de mi amigo.
A pesar de la insistencia de Silvia, me negué a que me acompañase hasta mi casa y me dejó en un punto intermedio, después de pedir un taxi por teléfono. Al despedirme, le di un beso en la mejilla, que ella prolongó estirando el cuello.
—Hasta pronto. Cuídale.
—Cuídate tu también.
Facilité mi dirección al taxista. Me dormí en el trayecto y el conductor me despertó cuando llegamos.
Con los oídos pitándome debido a la muerte prematura de las células auditivas por culpa del exagerado volumen del sonido en el concierto, me acosté y soñé que me ahogaba. Escapé de la pesadilla mirando al techo y con la cara empapada en vómito. Al inclinarme en el inodoro para echar la siguiente papilla, las punzadas en la espalda me hicieron tambalearme. Tan intenso fue el dolor que me despreocupé de las náuseas, me tomé dos Nolotil y volví a la cama a expiar mis desgracias. Me dormí y no descansé nada.
Por la mañana llamé a Silvia para interesarme por el estado de Toni. Según me explicó, habían acudido al hospital de madrugada. Se despertó con sensación de ahogo y se asustaron. Durante la noche le habían realizado analíticas de sangre y una radiografía de tórax. El nivel de oxígeno en sangre estaba por los suelos. La placa mostró sus pulmones cubiertos de pequeños tumores no mayores que una canica que ocupaban el setenta por ciento de su superficie. Los médicos de guardia le echaron en cara su falta de compromiso hacia su marido por permitirle tomar una decisión errónea y que supondría una muerte segura y asfixiante. Silvia les respondió con una salva de insultos. Me hablaba desde el exterior del hospital porque el personal de seguridad la expulsó de inmediato bajo las amenazas de avisar a la Policía Municipal si volvía a poner un pie hasta que mi amigo fuese dado de alta.
Por la noche volví a contactar y me contestó ella.
—¿Cómo está?
—Dormido. Yo me iba a acostar también. Estoy molida.
—¿Te ha dicho algo más el médico?
—Nada nuevo. Que está muy mal.
—Lo siento.
—No digas gilipolleces. La hora de lamentarnos ha pasado, Mateo. Hace tiempo que me hice a la idea. Lo que de verdad me jode es el tipo de muerte que va a tener.
Guardé silencio.
—Oh, perdona. Que torpe soy —se disculpó.
—No pasa nada. Yo también me he acostumbrado ya.
—A ti siempre se te ve tan seguro, tan frío. A veces me olvido de lo tuyo.
—No lo digas así. Me parece inhumano.
—¿El qué?
—Evitar nombrar la palabra. Tu marido y yo tenemos cáncer. Cáncer.
—Suena tan mal.
—Estoy de acuerdo. No obstante, hay que llamar a las cosas por su nombre. Nos hacemos un flaco favor ocultándolo. Somos cancerosos y no podemos remediarlo.
Ahora fue ella la que se calló. Cuando habló, se la oía apagada y débil, como una llama a punto de extinguirse. Tartamudeaba.
—Tú… tú, ¿le has visto?
—¿A quién?
—No te hagas el tonto conmigo. Sabes perfectamente de lo que hablo.
Lo sabía, maldita sea, lo sabía. Ya no había escapatoria posible. Aún así, intenté hacer un quiebro que me sacase íntegro de esa encerrona.
—No sé de qué me hablas. Es muy tarde y estamos cansados. Ve con Toni, seguro que te echa de menos.
—¿Se parecía a él?
Me di por vencido. Era una batalla para la que no tenía victoria posible.
—Sí.
—Descríbemelo.
Cerré los ojos para restaurar el recuerdo del partido de fútbol. Sonreí acordándome de la situación.
—Tiene el porte de su padre. Ancho de espaldas, moreno, el pelo fuerte y color caoba. Se mueve con gracia y juega al fútbol de maravilla. Tiene sus rasgos, pero sobre todo se parecen en la forma de los pómulos, las cejas marcadas y los labios con un gesto perpetuo de rebelión en la comisura. Es alto para su edad y estoy seguro de que en el colegio las vuelve locas.
Me detuve al escuchar los sollozos de Silvia al otro lado.
—Lo siento. No tendría que habértelo contado.
—Cállate, idiota. No lloro porque esté enfadada —se sonó los mocos y continuó tartamudeando—. Lloro porque ese podría haber sido nuestro hijo si no hubiésemos sido tan egoístas. Voy a quedarme sola y su único recuerdo serán las fotos que tenemos en la casa.
—Pero él te quiere.
—Lo sé, lo sé. Y parte de la culpa ha sido mía. Tendría que haberle dado un hijo.
Reanudó el llanto y yo no sabía cómo frenarlo. Opté por el silencio como mejor estrategia.
—Perdona, soy una tonta. Tienes razón. Estoy cansada y me pongo ñoña. Será mejor que nos vayamos a dormir.
—¿Estás bien?
—Sí. Claro que sí. ¿Por qué no habría de estarlo? Mi marido se muere en mi dormitorio y otra mujer disfruta de su hijo.
—Silvia —balbuceé.
—Hasta la próxima.
Y me colgó.
Al día siguiente, Silvia me llamó para decirme que iban a salir de viaje. Tenían una casa en Marbella, a cien metros de la playa, y se marchaban para descansar. Me confesó que quería alejarse del ambiente en el que habían estado inmersos desde que le detectaron el cáncer, disfrutar con tranquilidad de una vida de pareja sin las molestias de vecinos y amigos incomodándoles con llamadas y visitas. Yo me vi incluido en ese grupo. Le comenté que me parecía bien, que no eran momentos para perder horas con ese tipo de asuntos y que disfrutasen lo más posible. Prometió que Toni me llamaría desde allí.
En unos días comenzaba con el nuevo tratamiento quimioterápico y me dediqué a un trasiego constante de viajes de ida y vuelta al hospital para someterme a pruebas de toda índole: analíticas de sangre, orina, heces, TACS, ecografías… Me agujerearon y exploraron hasta que sentimentalmente empaticé con los ratones de laboratorio. Las enfermeras y auxiliares dejaron de tratarme de usted. Los médicos, sin embargo, no variaron un ápice su posición distante, como dioses preocupados por los hombres únicamente en la medida en que a ellos les afecta su destino.
Regresaba a casa agotado y revuelto. Generalmente, me preparaba algo de comida ligera, acompañada de un trago de píldoras calmantes, y me sentaba a ver la televisión hasta que me dormía. Solía despertarme de madrugada, rígido por la postura, y me arrastraba hasta la cama para culminar la noche entre continuos sobresaltos.
Llegó el día de inicio del tratamiento definitivo. Según palabras del propio oncólogo, la última esperanza para salvarme la vida. Le agradecí su franqueza. Era un juego donde se apostaba doble o nada.
Tuve el honor de ser asistido por Juanpe, que me saludó con un apretón de manos cariñoso, deseándome toda la suerte del mundo. Ninguno de los dos mencionamos a los ausentes.
Me acomodé en el trono, rodeado de algunas caras conocidas y de nuevos pacientes de gesto asustado. A mi lado se sentaba una mujer joven acompañada de su marido, abrazándose con los dedos. Él le contaba chismes del trabajo, sonriente y positivo, mientras ella, con la cabeza sobre el respaldo y los ojos cerrados, dejaba florecer una sonrisa con cada comentario gracioso que él hacía. Les envidié.
Las sensaciones que tuve a lo largo de la mañana fueron las habituales. Quizás esperaba algo diferente, un vigor sanador que me limpiaría, potente y agresivo con las células rebeldes. Me defraudó la congestión nasal, el mal cuerpo de sobra conocido, la aversión profunda a los líquidos antinaturales. Nada nuevo en ese horizonte.
No voy a repetir la salmodia de noches de vómitos y mañanas de agotamiento.
Terminé el primer ciclo destrozado, como era de esperar, y me dieron tres semanas de tregua simbólica. Me someterían a docenas de exámenes para contrastar mi estado con los resultados previos. Nada podía escapárseles. Ese era el pacto acordado: una pequeña posibilidad de salvarme a cambio de estudios incesantes que supondrían un gran avance para futuros pacientes. Algunas veces me miraba en el espejo y esperaba ver crecer mis incisivos centrales como un roedor.
Al séptimo día de descanso relativo, mientras me preparaba la cena, llamaron por teléfono. Abandoné lo que estaba haciendo y corrí a atenderlo. Descolgué con la esperanza de escuchar la voz de Toni. Oír la de Silvia pateó aquella esperanza hasta reducirla a pulpa.
—Hola Mateo.
Su voz denotaba lo que ya me temía: un desaliento yermo frente a lo inminente.
—Hola.
—¿Tienes algo que hacer mañana?
—No te andes con rodeos, por favor, que me va a dar un ataque al corazón.
No exageraba. Las sienes me palpitaban dolorosamente.
—Toni está ingresado en la UCI. Quiere hablar contigo.
—¿Dónde estáis?
—En el Hospital Costa del Sol. Será mejor que te des prisa. Los médicos no le dan mucho tiempo.
—Salgo de inmediato. Dile que aguante, por favor.
—No tardes.
Esta vez colgué yo.
Encendí mi portátil para comprar un billete para el primer vuelo a Málaga. No había plaza en ninguno hasta el día siguiente al mediodía. Revisé otras opciones sin éxito. No me veía con fuerzas para alquilar un coche y conducir toda la noche. Reservé el vuelo, pagando los ciento ochenta euros con mi tarjeta de crédito.
Hasta mi olfato llegó olor a quemado y me precipité a la cocina. No había apagado la vitrocerámica y mi cena se había convertido en un tocón chamuscado. Metí la olla bajo el agua y tiré los restos carbonizados a la basura.
No me preparé nada más. Se me habían quitado las ganas de cenar.
En el avión de Air Europa que esperaba su turno para lanzarnos al aire, caí en la cuenta demasiado tarde de que no había reservado un sitio cercano al baño. Por fortuna, las azafatas se apiadaron de mí cuando les expliqué la situación y consiguieron que otro pasajero me cambiase el asiento. Mi aspecto no les dejó dudas sobre la veracidad de la historia que les conté. Hicieron bien. A los diez minutos del despegue ya estaba devolviendo hasta la primera papilla.
El vuelo duró una hora y media. Antes de que se apagase la luz del cinturón de seguridad, yo ya estaba levantándome y avanzando hacia la salida situada en la parte delantera del avión. Recibí una severa reprimenda de las azafatas, que me obligaron a sentarme en uno de sus asientos cercanos a la cabina de los pilotos hasta que finalizaron las maniobras de aterrizaje y pude salir de allí al galope.
Al taxista que me recogió le prometí pagarle el triple del valor de la carrera si llegaba antes de los treinta y ocho minutos que me indicó que se tardaba. Condujo sin piedad, rebasando los límites de seguridad, y nos plantamos en la puerta del hospital en veinte minutos.
El Hospital Costa del Sol, famoso por la trabajadora que ejerció durante veinte años el cargo de enfermera sin disponer del título necesario, parece un complejo turístico, acorde con el ambiente de sol y playa que predomina en el resto de la ciudad. Sólo al entrar se desvanece la ilusión. En cinco minutos ya conocía la situación de la UCI y en diez estaba entrando en la sala de espera.
Silvia me saludó con la mano al entrar. El encantamiento del concierto se había roto. Vestía una blusa vulgar y unos pantalones de algodón que no favorecían su figura. El maquillaje de emergencia, limitado a algunos brochazos para ocultar lo más evidente, disimulaba sin demasiado éxito la cuarentena donde se hallaba instalada. Olía como el hospital.
—¿Cuándo es la hora de la visita?
—A las cinco.
—Falta todavía media hora. ¿No puedo pasar antes?
—No. Siéntate y descansa. Pareces un fantasma.
Me toqué la cara. Estaba fría.
—El nuevo tratamiento no me está sentando bien.
—¿Y de lo otro?
—Todavía es pronto para saberlo. La semana que viene tengo un TAC y entonces veremos si es efectivo. Los riñones siguen doliéndome mucho.
Obvió los comentarios típicos en ese tipo de conversaciones sobre la esperanza en una mejoría. Ambos sabíamos que la situación era complicada. Las florituras superficiales sobraban.
—¿Hay alguna noticia nueva de los médicos?
—Ahora mismo está estable, aunque tiene los pulmones colapsados. Casi no puede hablar sin ahogarse.
Me daba los datos sin la más ligera inflexión de emoción. Podría asegurar que ya daba a su marido por muerto.
—¿Cómo hemos llegado a esto? —me preguntó.
—No lo sé.
—No he dormido nada desde que llegamos a Marbella. Esperaba a que Toni se durmiese y se me pasaban las noches mirándole, preguntándome que habíamos hecho para merecernos una cosa así.
—Nada. No habéis hecho nada. Ni yo tampoco. Ni Julio. Es cuestión de azar.
Se levantó y se acercó a la ventana. La luz intensa desató brillos anaranjados en el tinte de su cabello.
—Cuando era una niña soñaba con casarme con un hombre guapo y famoso. Ahora sólo me gustaría tener uno con el que envejecer.
—Ese es el problema de la educación que hemos recibido. No nos enseñan a esperarnos lo peor de la vida. Nos inculcan creencias falsas que al madurar desembocan en consultas a los psiquiatras. Me acuerdo que mi madre me decía siempre que si estudiaba podría ser lo que quisiera. Y resultó que estudié y conseguí ser algo, pero no lo que yo quería, porque en realidad no sabía lo que deseaba. Repetimos incesantemente los mismos errores que sufrieron nuestros padres. Y lo peor es que nadie tiene ni idea de cómo salir de esa espiral.
Silvia ignoró mi reflexión. Abrió la ventana y se asomó al exterior. La sala de espera se llenó del aroma veraniego.
—Ahí fuera la vida parece tan normal… La gente sigue con sus vidas como si nada de esto pasase.
—Ya sabes. Mientras no te ocurra a ti, no existe.
—Eso es tan cruel…
—Es puro instinto de supervivencia. ¿Crees que las personas vivirían sabiendo que mañana se pueden levantar con una enfermedad que les va a matar en unos meses? Dejaríamos de luchar por las pequeñas batallas que suponen nuestro día a día. Preferimos pensar que moriremos de viejos. No estamos programados para pensar en nuestra propia muerte.
—¿Sabes lo que más me impresionó del funeral de Julio?
—No.
—La soledad de su padre. Me asustó. Me vi reflejada en él. Me aterroriza quedarme sola.
No pude pronunciar ninguna palabra de consuelo. La pura realidad era esa. Su compañero se moría y, con la edad que tenía y el trauma de la experiencia, sería difícil encontrar un reemplazo válido. Con empeño dije una frase tópica que me sonó necia.
—Eres una mujer atractiva y sabrás encontrar la felicidad.
—Deja de decir chorradas, Mateo.
—Perdona. A veces soy un poco torpe con estas cosas.
Regresó a mi lado, se sentó y me rodeó las manos con las suyas. Eran suaves y cálidas.
—¿Tú crees en el más allá?
—No.
—¿Ni en una situación como esta?
—Aún menos. La poca fe que tenía en un Dios misericordioso la perdí al recibir la noticia.
—Yo sí creo.
—No sabía que erais practicantes.
—No lo somos, aunque hay cosas que sí respetamos. Las bodas, bautizos, funerales, asuntos de ese tipo. Supongo que tiene que existir un Dios.
—No confío demasiado en esa idea.
—Quiero pedirte un favor.
—Lo que sea.
—Cuando entres, convéncele para que un sacerdote le dé la extremaunción. Se niega en redondo a confesarse, y el cura no se la da si no confiesa.
—No me puedes pedir eso. ¿Cómo voy a convencerle si yo mismo reniego de esa creencia?
—Porque son cosas ciertas. Y es importante para mí.
El fervor con que pronunció esas palabras manifestaba su firme convicción en la necesidad de cumplimentar ese sacramento. Accedí, por supuesto.
—Haré lo que pueda.
—Gracias.
Me dio un beso en la mejilla y me la dejó ligeramente húmeda.
—Es la hora. Pasa ya. Te está esperando.
Me calcé los plásticos protectores para el calzado y me embutí en la bata desechable que me entregó una enfermera para entrar en la UCI.
—Está en el número siete. La visita son cuarenta y cinco minutos. Yo le avisaré cuando se acabe el tiempo —me informó, antes de volver al control de enfermería para seguir con sus tareas.
Recorrí el pasillo desde el que se accedía a las camas de los pacientes ingresados, marcado cada uno con su número correspondiente, hasta llegar al de Toni. Me asomé en silencio. Estaba tendido en la cama, con el cabecero ligeramente inclinado para disminuir las posibilidades de un encharcamiento de los pulmones. Presentaba un aspecto lamentable. Demacrado, más flaco aún, con unas tremendas y oscuras ojeras, los brazos estirados a lo largo de sus costados, atravesados por varias vías que introducían medicaciones paliativas para evitar su sufrimiento. Pensar que ese hombre era aquel que conocí era una broma macabra del destino.
Como si me presintiese, abrió los ojos.
—Hola Toni.
Giró la palma y movió los dedos animándome a acercarme. Obedecí.
—Estás como para cantar ahora el Breaking the law, macho.
Se rio tenuemente.
—¿Cómo estás?
Movió la mano a un lado y al otro. Ni fú ni fá, traduje.
—¿Alguna enfermera que esté buena por aquí?
Apretó los párpados para transmitirme el desdén que merecía el personal femenino que le atendía.
—Vine lo antes que pude. No había vuelos hasta hoy.
Miró hacia arriba, poniendo los ojos en blanco. La típica excusa, interpreté.
—He hablado con Silvia un rato.
El lagrimeo que inundó sus párpados fue una respuesta que no necesitó traducción.
—Me dijo que querías verme. La verdad es que me da cierto reparo estar aquí cuando hay tan poco tiempo para que podáis estar juntos.
Movió la mano arriba y abajo. No entendí la intención de su gesto. Improvisé una broma que sabía le iba a gustar.
—¿Quieres que te haga una paja?
Volvió a reírse. Sonaba como el hervor de una tetera. Repitió el gesto y bizqueó para señalarme la mascarilla de oxígeno.
—No te la voy a quitar. Ni de coña. No quiero que me acusen de homicidio.
Agudizó sus movimientos, haciéndolos más violentos.
—Que mal genio tienes. Espera anda. Como nos vea la enfermera me echa de aquí.
Le aparté la máscara con cuidado. La piel estaba marcada por la presión. Aspiró una bocanada que fue más un silbido que una inhalación. El pecho casi no se le expandió. No aguantaría mucho sin el oxígeno.
—Habla ya. Te estás poniendo azul.
Movió los labios pero no conseguí escucharle.
—No te oigo. Espera.
Acerqué mi oído a su boca. El aliento caliente me erizó el vello.
—Dani.
Me aparté asustado.
—¿Dani? ¿Qué pasa con Dani? No me irás a contar que han descubierto algo.
Me agarró de la muñeca y tiró de mí para que me aproximase de nuevo.
Con esfuerzo, aprovechando las inhalaciones para vocalizar las sílabas que desgranaron el secreto que no quería llevarse a la tumba, Toni se confesó conmigo, convirtiéndome en su sacerdote particular, ungiéndome un voto que prefería no haber recibido, encomendándome un último deseo que debía cumplir y que le liberó de pecado.
Me despedí de mi amigo con un abrazo, digiriendo con dificultad la información que me había hecho tragar fuera del menú esperado. Me sujetó la mano todavía unos minutos antes de darme permiso para salir de la UCI y, al alejarme por el pasillo, le vi elevar el dedo pulgar asegurándome que todo iba a salir bien. Al empujar las puertas que me separarían para siempre de él, enjugué mis lágrimas para no entristecer aún más a Silvia. Estaba esperándome al otro lado. Me examinó expectante.
—Ha aceptado.
Me rodeó el cuello y me besó en los labios.
—Gracias.
No le expliqué que me aproveché de su debilidad para sacarle una promesa de confesión según la ortodoxia católica, invocando el amor que sentía por su mujer como palanca para conseguir el cambio.
—No hay de qué. Eso sí, que no tarde mucho o se va a arrepentir. No le he dejado muy convencido.
—Ahora mismo me acerco a la capilla. ¿A qué hora tienes el vuelo de vuelta?
—Mañana a las ocho. ¿Quieres que te releve para que puedas descansar?
—No. Esta noche hay otra visita y no me gusta dejarle sólo. Si me voy del hospital siento que le abandono. ¿Ya tienes hotel?
—Ya buscaré uno. Seguro que no tengo problema en encontrarlo. Le preguntaré al taxista y que me lleve a uno cercano. ¿Seguro que no quieres que te acompañe?
—Seguro. Vete ya. Tendrás que seguir con tu tratamiento. Además, aquí no vas a poder hacer nada. Muchas gracias por venir.
—Es mi amigo —aseguré, deleitándome en la palabra—. Mucha suerte. Ojalá que vaya todo bien.
—Ojalá. Vamos a necesitarla. Cuídate mucho. Ya te avisaré cuando…
No pudo continuar la frase.
—Claro. Si necesitas algo, aquí me tienes. Ya conoces mi número.
Asintió y nos dimos dos besos de despedida.
Me marché del hospital sin mirar atrás. Cogí el primer taxi que se atrevió a recogerme y le pedí que me acercase al hotel más barato y próximo al aeropuerto.
Por el camino, no hice más que darle vueltas a lo que me había confesado Toni en el hospital.
Con su respiración como un nido de chicharras, atenazándome el antebrazo para que me mantuviese a su altura, me susurró el secreto y la petición para la que me había convocado.
—Yo maté a Dani.
Me retuvo cuando, con un respingo, intenté apartarme de él.
—Pero ¿qué dices?
—Cállate —y tosió, salpicándome la cara—. Cállate y escúchame. Tengo que contártelo.
—Deliras. ¿Te olvidas que yo estuve allí?
—Déjame hablar —murmuró tragando con una mueca de dolor—. Por favor.
—Sigo pensando que estás como una cabra.
Me contó su historia con frases cortas y abundantes interrupciones.
—Fui un irresponsable. La Viagra.
—Sí, ya conozco tu teoría.
—¿No puedes callarte nunca? No fue sólo eso. La pastilla no le hacía efecto. Cuando entraste con la Rusa se me echó a llorar. No aguanto ver llorar a nadie. Y él era del club. Se iba a morir. Sin follar. No podía permitirlo. Por eso lo hice. Por él. Me equivoqué.
Tuvo un ligero desvanecimiento que superó al colocarle de nuevo la mascarilla. Se la aparté para que continuase su relato. Los labios, cianóticos, prosiguieron desvelando datos.
—En la bolsa del oxígeno había algo más.
—Ya me dijiste. El dinero para pagar las putas.
—Llevaba otra cosa. Necesitaba una ayudita. Algo para motivarme.
Más oxígeno para no desmayarse. Pálido y trémulo, continuó.
—Debí quedármelo para mí. Pero lloraba, tío. Quería follar y no podía.
—¿De qué me estás hablando?
—Rafael.
Cómo olvidarme de él. Igualito que el presentador de televisión.
—Ya me dirás qué tiene que ver con Dani.
—No me dio solo marihuana. En la bolsa había algo más.
Me froté las sienes. Estaba intuyendo el camino por el que se precipitaba el discurso de Toni.
Una enfermera se asomó, sonriente, ajena a la narración.
—¿Todo bien por aquí?
—Perfecto —respondí demasiado rápido. Con un hombre muriéndose a mi vera sonó extraño.
—Le quedan veinticinco minutos. Evite cansarle. Y vuelva a ponerle esa mascarilla.
—Por supuesto.
En cuanto se marchó, se la quité y seguí escuchando.
—Coca. Unos gramos. Ese cabrón siempre tiene la de mejor calidad. Al salir de casa me le eché en la bolsa, junto al dinero. Me vendría bien. Una última juerga.
—Oh, Dios, Toni. ¿Qué hiciste?
—Se la ofrecí. Pensé que un tirito le ayudaría con su problema. Una ayuda extra para que se le empinase. Le pasé un gramo. Y le avisé. Le aconsejé que se metiera sólo un par de rayas. Y el resto en la punta. Siempre funciona. Te la duerme y puedes darle durante horas.
—Estaba paralítico. No sentiría una mierda ahí abajo.
—Ya te lo he dicho. Me equivoqué.
—Sobredosis. Se murió de una sobredosis.
—No lo sé. Es posible que la mezcla de Viagra y cocaína fuese demasiado para él. Yo fui el responsable.
Se atragantó y volví a colocarle la mascarilla. Unas cuantas inspiraciones y se la quitó él mismo con un movimiento brusco de la cabeza.
—Me caía bien.
Lloró suavemente. Le sequé los regueros de su pena.
—El resto ya lo sabes.
Dejó caer la nuca sobre el almohadón, agotado. Le limpié las gotas de sudor con la sábana.
—¿Por qué no nos contaste nada?
Con la boca cubierta, se encogió de hombros. «No lo hubieses aprobado», entendí.
—¿Y a Silvia?
Negó con la cabeza.
—Eres un descerebrado.
Asintió.
—No tienes remedio.
Nuevo asentimiento.
—Me llevaré el secreto a la tumba. Por la cuenta que nos trae.
Negó y me atrapó de la muñeca, obligándome a aproximarme de nuevo. Le quité la mascarilla.
—No.
—¿No, qué?
—Cuéntalo.
—Ahora sí que estoy convencido de que te has vuelto loco. ¿Quieres que cuente que cometiste un homicidio imprudente y que fui cómplice en su encubrimiento? Porque eso es lo que pensará el juez. No se van a creer que no estaba al tanto de lo ocurrido.
—No.
—Me estás poniendo nervioso. ¿Quieres explicármelo sin tanto monosílabo?
—Cuéntalo todo. Desde el principio.
—La falta de oxígeno te está perjudicando —exclamé en voz alta. Una enfermera se asomó en el acto. Sonreí e hice un gesto quitándole importancia a mi exabrupto. Se marchó, no muy convencida.
—No pretenderás que exponga públicamente que secuestramos un delfín, robamos un coche y lesionamos a su dueño y a un chico que quiso evitarlo, que vendimos el coche a un narcotraficante que nos pagó con pasta y drogas, y que usamos el dinero para sufragarnos los gastos de una visita a un burdel. Y para rematar el asunto, que tú facilitaste drogas duras a un menor, terminal de cáncer, sin supervisión, y que el uso indebido de esa sustancia le mató.
Afirmó moviendo la barbilla arriba y abajo. Me aclaró su punto de vista.
—No a todos. Escríbelo. Dáselo a tu mujer. Ella entenderá. Sabrá por qué la dejaste en realidad. Lo que has pasado. Tus miedos. Dijiste que estabas cambiando.
—Sí. Aunque no lo tengo claro. Tengo miedo de volver. ¿Y si me rechaza?
—Escríbelo. Hablas bien. Sabrás contarlo mejor que nadie. Cambia nuestros nombres si quieres. Dáselo después. Deja que lo lea. Apunta tu teléfono al final. Si quiere regresar contigo, llamará.
—¿Y si no?
—Nunca lo sabrás. Sigues con tus planes. Te mueres sólo. Después, publícalo si quieres. Habrá otros que estén en nuestra situación.
—Menudo ejemplo somos.
—Ha merecido la pena —dijo recostándose y cerrando los ojos.
Le examiné sobreviviendo bajo la asistencia de la parafernalia médica que le rodeaba. Y contrasté su presente con las experiencias acumuladas desde el día en que nos conocimos en el cuarto de baño del hospital, nuestra primera reunión en el bar, el sufrimiento compartido, los anhelos desenterrados. Y la diversión. Porque eso es lo que había sido nuestro experimento. Un regreso a la infancia, buscando divertirnos sin medir las consecuencias derivadas de nuestros actos. Pensé en Julio, en su vida rota por la enfermedad, su infancia destruida y su madurez truncada. Y en Dani, rozando con nosotros un futuro que se le negó.
—Tienes razón. Mereció la pena.
Abrió los ojos y le acaricié la frente, absolviéndole de sus pecados.