Ese no soy yo. Ese es mi nombre.

No confío en la gente que te llama por teléfono y te dice «Soy fulanito». Ergo, no confío en nadie. Yo no soy mi nombre. Igual que tú no eres Alejandro, ni Nacho, ni Eva. Reducirte a esas pocas letras es aquello que desearon nuestros padres y que, en la mayoría de los casos, consiguieron con litros de manipulación amorosa. Encontrar la palabra que me defina es un cometido inconcluso que me llevaré a la tumba.

Tengo cuarenta años, una metástasis resultante de una recidiva de un tumor calificado como carcinoma embrionario y estoy en pleno tratamiento para prolongarme la vida lo suficiente para terminar este relato. Si no fuera por esto, habría rechazado someterme a meses de agonía sin esperanza.

Estudié Derecho porque en el instituto veía Canción triste de Hill Street y soñaba ser el Capitán Furillo, entrar en el Cuerpo Superior de Policía y hacerme una carrera como detective. Supongo que con dieciocho años no había madurado lo suficiente para distinguir entre una serie de televisión y la realidad, así que me matriculé en la facultad dispuesto a sacar las mejores notas de mi promoción y entrar glorioso en la academia. Hay jóvenes en el mundo que con esa edad llevan más de la mitad de su vida acarreando trozos de latón y sobreviviendo en las calles de cualquier suburbio de África. Yo alucinaba con un culebrón policial en lugar de comportarme como un hombre.

Los cinco años que arrastré sentado en las aulas no aportan nada a esta historia, así que los pasaré por alto. Sólo apuntaré que a mitad del primer curso algo se conectó en mi cerebro pos-adolescente y el impulso por el que decidí estudiar esa carrera se trocó en un realismo pragmático; resolví hacerme abogado mercantil empujado por los consejos de quienes veían en cualquier otra rama del derecho una trampa para ilusos.

En quinto conocí a la mujer que se convertiría en mi esposa y madre de dos hermosos hijos. Ella se llama Patricia y no es Patricia. Antes de conocerla, si yo evocaba ese nombre me venía a la mente una muchacha de cerebro estéril y risa alocada, buena en la cama y entrada en kilos. Y no me preguntéis el motivo. Seguro que a vosotros os pasa lo mismo. Asociamos un nombre a un tipo de personalidad y lo clavamos con chincheta en nuestro mapa de percepciones. Mi novia y esposa resultó ser todo lo contrario. Delgada como una lagartija, de pechos planos y culo escapista, como los llamaba Julio. Ese tipo de traseros que parecen rehuir el ansia hereditaria que tenemos los machos a estrujar y que sólo se captan si los miras con atención. Tiene la mente más inquisitiva que he conocido y es adusta en sus expresiones emocionales. En una característica sí coincidía con mi concepto abstracto de lo que debe ser una Patricia: es una bestia en la cama, tanto que daba miedo. Me costó cinco sesiones encamados mantener la erección más de tres minutos. Ella, obstinada como yo, se propuso extraer lo mejor de ese bichito que se me escondía dentro y consiguió sacarle provecho en la sexta tentativa. Lola hubiese sido un nombre más apropiado para ella.

Mis dos hijos son mi fuente de orgullo paternal y no les veo desde hace demasiado tiempo. El mayor es un varón de ocho años con el porte de la madre. La pequeña, siempre triste Diana, también. Parece que mi sangre, por fortuna, no ha tenido la potencia genética necesaria para imponerse.

Me es imposible acostumbrarme a su ausencia.

No me cuesta recordar el primer día que entré en la sala de quimioterapia para recibir mi bautismo químico, sin más compañía que mi miedo. La sala de espera es un lugar plácido y aséptico, recientemente remodelado, lleno de butacas demasiado bajas con personas de mirada ansiosa y esquiva. Al principio pensaba que era vergüenza lo que provocaba su actitud; más tarde creí que sufrían de un pánico irracional al contagio. Sólo después de muchas horas conociendo el miedo con ellos entendí que todos estábamos necesitados de compartir el terror a lo que teníamos devorándonos el cuerpo, de llorarnos en el hombro por lo que íbamos a perder en ese futuro que nuestro organismo nos había negado.

Los minutos pasan muy despacio allí, atentos todos al altavoz que pronuncia tu nombre. Cada vez que se conectaba, una docena de hombros se estremecían. Por fin, llegó mi turno.

—Mateo López, pase a tratamiento —dijo la voz plagada de estática.

Yo me levanté de un salto demasiado enérgico y, muy estirado, caminé hacia una puerta de acceso de una anchura suficiente como para meter una silla de ruedas o para que un paciente y su gotero portátil puedan atravesarla sin dificultades. Me planté frente a ella con los brazos colgando. Era como si me hubiesen abandonado las fuerzas. El hecho de que iba a morir era algo que tenía asumido. Era el camino que debía de atravesar hasta llegar al final lo que me asustaba. Y no tenía el valor que se necesita para quitarme la vida.

Como tantas otras veces, hice lo que me exigía el guión y entré.

Al otro lado me quedé esperando a que alguien viniera a recibirme. La sensación era la misma que al ir a un restaurante muy caro: sabes que no deberías estar allí porque tu sueldo no te lo permite y permaneces a la entrada deseando que el maître te diga que no queda mesa, que están todas reservadas. No tuve esa suerte.

—¿Mateo? —me preguntó un enfermero joven, con un broche de una muñeca de fieltro prendido de la solapa de su pijama. Parecía simpático.

—Soy yo —le respondí casi sin querer.

—Ven conmigo, ya tenemos reservado tu trono —a mí, trono siempre me ha sonado a cagadero. Empezábamos mal.

Le seguí hasta un sillón con aspecto acogedor, reclinable y con un cabecero protegido por una funda desechable que mantenía la silueta sombría de su anterior ocupante.

—Ponte cómodo. Vas a estar un rato largo. ¿Vienes sólo?

—Si —y los ojos se me llenaron de lágrimas al pensar en mis niños, que a esas horas estarían desayunando con su madre. Algún día conocerían esto y me perdonarían.

—Si necesitas algo, tú me llamas, no te cortes. Mi nombre es Juanpe —nos íbamos a llevar bien. No había dicho un «soy Juanpe».

—Gracias.

—Un segundo y ahora vuelvo.

Mientras rebuscaba en un armario, yo me dediqué a revisar la sala.

Conté veinte tronos como el mío; todos ocupados por figuras con un denominador común: la tez cenicienta y las bolsas de líquido transparente que manaban en sus venas. Algunos leían revistas, otros charlaban con su acompañante y la mayoría se dejaba caer sobre el sillón como si les hubiesen lanzado desde una avioneta sin paracaídas. Uno estaba rodeado por un biombo y se le escuchaban las arcadas. Éramos los reyes desposeídos de esta tierra, depuestos por la revolución celular que quería guillotinarnos.

Antes de que me asustase de verdad, Juanpe regresó empujando una mesita plateada llena de tubos, agujas y cuatro bolsas recubiertas con plástico naranja.

—Bueno, pues ya tengo todo. ¿Cómo te encuentras?

—Bien —dije, pero tenía ganas de abrazarme a sus rodillas y suplicar misericordia.

—¿Vienes con algún acompañante?

—No.

—Es recomendable. Los efectos secundarios no son muy agradables.

—He dicho que no.

—Perfecto entonces. ¿En qué brazo prefieres?

—Me da igual.

—Ya verás cómo dentro de poco tendrás un preferido —aseveró con misterio.

—Si tú lo dices.

Extendí el brazo derecho e inició el procedimiento de apretar el bíceps con el compresor elástico, palpar las venas y clavarme la vía. A continuación colgó las dos primeras bolsas en el gotero y las acopló a mi brazo. Enseguida noté frío y se lo dije a Juanpe.

—No pasa nada. Es normal. Ahora relájate e intenta descansar. Tu cuerpo va a tener que trabajar duro.

—Que le jodan a mi cuerpo.

Me sonrió y me dejó solo.