De camino al colegio de mis hijos, apoyado en el cristal del autobús donde se señalaba que el asiento estaba reservado a embarazadas, ancianos y tullidos, intentaba concienciarme para la hecatombe física que se me avecinaba con el tercer ciclo de quimioterapia. Escuchaba música en mi reproductor MP3 para aislarme del exterior que me incomodaba.
Recapitulando lo sufrido, los dos anteriores tratamientos habían finalizado con una hospitalización, calvicie, el intestino irritado, el sentido del gusto destruido y una pérdida de peso considerable. Lo que más me molestaba, sin duda, era el tema del gusto. En los dos días que habían transcurrido desde que nos despedimos después de deshacernos del coche robado, pude constatar una variación sensible en las sensaciones que me transmitían las papilas gustativas. Si antes todo me sabía amargo, ahora la percepción en el paladar había tornado a una profundización en el regusto a fermentado que envolvía cada bocado. Para aclararlo con una imagen gráfica, si antes comer un pedazo de carne era como llenarse la boca con un puñado de tierra, ahora parecía que la tierra estaba aliñada con estiércol. Me suponía un tremendo esfuerzo de voluntad continuar alimentándome y no dejarme llevar por la desidia a la que me abocaba la corrupción de mi sentido. Mi nevera se había llenado de derivados lácteos que eran los únicos que mantenían cierta consistencia original en los recuerdos de mis papilas gustativas. De haber tenido la atención enfocada al punto que debía, lo sensato hubiese sido acudir a un dietista para que me aconsejase al respecto.
Terminar cada ciclo era aventurarse en una tierra ignota y no existía un mapa que me llevase a salvo al otro lado, porque nadie que se adentraba lo suficiente había salido jamás. Ese estímulo, negativo en origen, me impulsó aquella mañana a dejar mi refugio y salir a la calle para enfrentarme nuevamente a mi pasado. Quizás no tuviese otra oportunidad de ver a mis hijos, aunque fuera de lejos. No me iba a morir en la siguiente jornada, pero mi estado físico podía deteriorarse lo suficiente para impedirme ejecutar un acto tan sencillo como el que emprendía ese día.
Me bajé del autobús y me senté a esperar en la parada. Era un día de cielo despejado y luminoso, anticipando el verano que se acercaba. Los rayos de sol no me calentaban y continué con la gorra hasta las cejas y el abrigo cerrado. Los alrededores del colegio permanecieron tranquilos unos minutos hasta que se acercó la hora de la recogida del alumnado. Veía todo como si estuviese en una butaca del cine, con la voz suave de Adele cantando Set fire to the rain de banda sonora en mis auriculares. Un tema musical poco acorde a la película de terror en la que yo era el protagonista principal.
Patricia llegó puntual, caminando como era su costumbre. Se había cortado el cabello y parecía más mayor. Su precioso pelo rizado, que la caracterizaba, había desaparecido sustituido por un corte más maduro. Seguía estando guapísima, aunque se había echado encima diez años más de golpe. Caminaba algo encorvada y miraba sus zapatos al avanzar. Eso no era propio de ella, que siempre devoraba el mundo a cada paso. Me supe culpable y se me llenaron los ojos de lágrimas. Deseaba cruzar la calle que nos separaba y correr a su lado, abrazarla y levantarla del suelo, apretarla y llenarle la frente de besos, dibujar sus cejas y sellarle los párpados con mis labios. Anhelaba llenarme los pulmones con el olor de sus pliegues, aspirarlo hasta que no me cupiese más aire y mantenerlo allí esperando que se disolviese en mis capilares.
Ya lo he escrito antes. Soy un cobarde. Y porque soy un cobarde no moví un músculo y me mantuve anclado en el asiento de plástico mientras ella forzaba una sonrisa cuando mis hijos salieron corriendo a su encuentro, con las mochilas oscilando a un lado y otro de sus cuerpos menudos, quieto como un maniquí cuando Patricia les acariciaba el pelo y yo casi podía sentir en las yemas de mis dedos el tacto suave y esponjoso, el calor que desprendían los niños y que olía a pajarito caliente cuando en el pasado yo volvía de trabajar y entraba en sus habitaciones para darles un beso de buenas noches que ellos percibían en sueños. No escuchaba las historias que le contaban, emocionados, porque la música retumbaba en mis oídos para evitar que se llenasen del sonido del tráfico que me molestaba cada vez más.
Asidos a la mano de mi esposa, mis hijos la conminaron a regresar a casa, donde les esperaría una deliciosa comida. Caminaron a su lado alegres como sólo los niños son capaces de estar en una situación así.
Me levanté para no perderlos de vista aún, apurar la bellísima imagen de mi familia en una rutina que echaba tanto de menos como un miembro amputado.
Y entonces Patricia volteó la cabeza y me miró. Sus ojos se encontraron con los míos y no existió nada más en el mundo que ella y yo. No escuchaba la música, no veía los coches, el sol sólo nos iluminaba a nosotros.
Quien piense que el amor por otra persona no genera una relación que va mucho más allá de lo meramente físico, se equivoca. Patricia y yo teníamos un vínculo emocional que superaba las barreras que yo había interpuesto artificialmente entre nosotros y que, en ese preciso instante, se habían visto desbordadas por el apego que ambos nos teníamos.
Pudieron ser sólo unos segundos, pero a mí me parecieron siglos. Siglos en los que nos comunicamos con plenitud y ella supo que el engaño que le aseguré por carta no era real y que había algo que le ocultaba, que la curvatura de la arcada de mis párpados no era debido a la aventura con otra mujer y que mis pómulos prominentes auguraban un mal mayor que el que le conté; y yo conocí de sus días de soledad y de lucha cotidiana por sacar adelante a esos dos niños, de las noches de desconsuelo que dibujaban arrugas en su rostro, del horror de no saber nada del hombre con el que se había casado y que aparentemente se había desentendido de ella y sus hijos.
Fue un acto místico de comunicación emocional que rompí de golpe.
Cobarde como soy, me giré y abandoné el lugar.
—Dale una calada más.
Toni animaba a Julio, que se mostraba reacio a seguir chupando de ese porro comunitario que nos habíamos liado en los baños del hospital de día. El aroma de la hierba en combustión enmascaraba la fetidez de la cabina donde nos apretábamos. Me embargaba con placidez el efecto de tonta alegría que trae consigo el tetrahidrocannabinol.
—Es la mejor maría que he probado nunca —me acaricié las palmas de las manos repletas de costras gruesas y abultadas como el caparazón de una tortuga.
—Brotes de hembra de la mejor calidad —explicó mi amigo—. Son una variedad que llaman Moby Dick. Ha ganado un montón de premios.
—No me jodas que hay galardones marihuaneros.
—Espera, espera, mira lo que dice aquí —interrumpió Julio manoseando su IPad—. Moby Dick es una de las variedades que ha hecho a Dinafem símbolo de banco de semillas feminizadas de calidad, caracterizada por su veintiún por ciento de THC. Esto se ve ratificado por los innumerables trofeos de todo tipo cosechados por esta variedad durante estos años. «Girl of the Year» para el periódico cannábico Soft Secrets, mejor sativa en la Summer Cup 2011, la Copa del Plata o ser la planta con más comentarios en la «Biblia de las Variedades» son solo algunos ejemplos.
—Ya os lo dije —afirmó Toni orgulloso, inhalando con fuerza del porro y tosiendo—. Lo mejorcito que habéis probado en vuestra vida.
Julio se dejó convencer, cogió la marihuana y aspiró. Puso los ojos en blanco y se tambaleó. A nosotros nos entró la risa y le acomodamos en el inodoro para que no se cayese al suelo. Le quitamos el IPad de las manos, apoyándolo en la cisterna, y nos burlamos de su expresión. Él sonreía como un santo venerable, apartándonos con leves cachetadas al aire desprovistas de vigor.
—A ver si te vas a mear encima —bromeó Toni, aludiendo a la pertinaz enuresis que se había instalado en Julio. Esa misma mañana nos contó que tuvo que comprarse un paquete de pañales de adulto porque había manchado las sábanas y tuvo que improvisar algunas explicaciones poco ortodoxas a su padre; no quería que se preocupase más de lo que ya estaba por la situación de su primogénito y único familiar vivo en este planeta.
—Vamos Mateo, una fuerte ahora.
Cogí el porro que Toni le había quitado a Julio y le di una calada con todas mis ganas, hasta que el rescoldo casi me quemó los labios. El aire caliente entrando a raudales e inundando los bronquios era una sensación muy agradable. Sobre todo retenerlo unos segundos en los pulmones hasta que el puñetazo te sacudía el cerebro como un terremoto. Me sentía bien. Muy bien. Beatífico. Iniciar ese tercer ciclo ya no se me manifestaba tan terrible.
—¡Eh, déjame un poco! —exclamó Toni, quitándome lo poco que quedaba y terminándolo de una aspiración.
—Es el momento de regresar a Mordor —dije, aludiendo a lo que nos esperaba al otro lado. Sólo me entendió Julio.
Salimos del baño y fuimos a la sala de quimioterapia, donde nos sentamos distendidos en los tronos que ya teníamos preparados. Juanpe nos miró divertido y se encargó en primer lugar de Toni, que se reclinaba con los ojos cerrados y con la mano apoyada en el muslo de Silvia, apretando y soltando la carne que asomaba fuera de la minifalda sin medias. Ella le dejaba hacer y creí percibir una expresión de cierta ternura en el gesto. En una esquina, Julio miraba el techo y tarareaba algo, mientras su padre ojeaba una revista del corazón cuyos protagonistas perecieron décadas atrás.
Con la tranquilidad que te otorgan las drogas, benditas sean, examiné la sala. No éramos muchos ese día. Diez tronos estaban ocupados por personas mayores que a buen seguro sería mejor dejarles terminar los días que les quedaban en el sosiego de sus hogares en vez de prolongar lo inevitable más tiempo del que tenían contabilizado. En el undécimo reconocí al joven de la silla de ruedas y el emblema de Linkin Park, bastante más demacrado que en el anterior ciclo. Estaba escoltado por su padre que leía un libro grueso cuyo título no pude distinguir. El chaval nos examinaba muy serio, uno a uno, y cuando llegó mi turno no pude mantenerle la mirada.
Yo había tenido su edad alguna vez, quizás hace demasiado tiempo ya. Ni yo ni mis amigos éramos conscientes en aquella época de las circunstancias que sufrían otros como nosotros. En las horas en que procurábamos demostrar al mundo lo cerca que estábamos de la madurez poniéndonos ciegos de alcohol, ellos luchaban incesantemente para mantener su hígado libre de la cirrosis que nosotros cultivábamos. En esas noches en que nos peleábamos con nuestros padres por no permitirnos la libertad de volver a casa a las horas que nos placía, esos otros, los cancerosos, niños y jóvenes, se abrazaban a los suyos por el puro miedo a separarse para siempre. Las visitas a los pabellones pediátricos de las plantas de oncología tendrían que ser asignatura obligatoria en los institutos.
Por fortuna, la marihuana envolvió esos pensamientos como un edredón de plumas y los opacó lo suficiente para no dejarme arrastrar por los caminos de la inquietud, llevándoselos junto a los previsibles resultados del TAC que me habían hecho esa mañana a primera hora.
Me adormecí un poco y me espabiló el sonido del carro de Juanpe acercándose a mi puesto. Llevaba las sempiternas tres bolsas naranjas y el laberinto de tubos transparentes que trasladarían la carga de químico a mis venas.
—¿Cómo estamos hoy?
—Tú no sé. Yo estoy hecho una mierda.
—No me extraña. Por el aroma que traíais del baño, digo.
Hice el amago de construir una justificación y Juanpe me detuvo en seco.
—Hacéis bien. No son momentos para andarse con remilgos. ¿En cuál prefieres?
Me arremangué la camisa y le ofrecí el interior del codo derecho. Me rodeó el bíceps con una goma que me pellizcó los pelos del brazo. Recordé mi primera visita y su comentario sobre la predilección que alcanzaría sobre un brazo para recibir el tratamiento. Sin ser demasiado racional, me parecía que el líquido entraba peor por el izquierdo.
—Aprieta la mano y suelta cuando te pinche.
Obedecí y en cuanto sentí la aguja atravesándome la piel aflojé la presión. Él también liberó el elástico y dejó lista la vía. Colgó las tres bolsas del gotero y conectó el primer tubo. En el acto las fosas nasales se me esponjaron y tragué el regusto amargo de mi saliva.
—¿Puedo hacerte una pregunta?
—Claro. Tú dirás —me respondió solícito.
—¿Por qué aguantas en este sitio?
—Es mi trabajo.
—Pero tiene que ser horrible. Este es un lugar sin esperanza.
—Estás muy equivocado. Algunos de vosotros salís adelante, y ese es un milagro en el que tengo la suerte de participar cada día. No me lo perdería por nada del mundo. Adoro este trabajo.
—Me temo que te voy a defraudar.
—Eso no lo sabremos hasta el momento adecuado. Y el tuyo todavía no ha llegado.
—Tienes que utilizar algún truco para animarte cada mañana cuando te levantas.
—Lo tengo.
—¿Y cuál es?
—Pienso en vosotros.
Se marchó a seguir cuidando del resto de pacientes y me dejó sumido en mis pensamientos fúnebres.
—Lo he perdido.
—¿Dónde?
—No lo sé.
Julio y yo hablábamos en la sala de espera, aguardando a que los altavoces nos nombrasen para entrar a recibir la segunda dosis de la semana. Él estaba destrozado. Y no sólo por los efectos de la sesión del día anterior, sino por el extravío de su preciado juguete. Su IPad, el trasto que era una extensión de su personalidad, había desaparecido y no recordaba nada al respecto.
Toni no había llegado aún. Silvia me había enviado un correo electrónico esa mañana informándome de que su marido no se encontraba bien, por lo que se incorporaría más tarde. No me resultaba desagradable que la relación entre ella y nosotros hubiese mejorado hasta ese punto.
Yo no me sentía del todo mal. Terminé la primera jornada nauseabundo pero conteniendo los vómitos y pude llegar a casa sin problemas. La noche transcurrió con abundantes pesadillas y despertares, aunque más tranquila de lo que se auguraba. Eso me daba ánimos para el resto de la semana.
—Haz memoria. Seguro que lo dejaste en algún lugar poco habitual y por eso no lo encuentras.
—Imposible. Siempre lo llevo conmigo.
—¿Y saliste con él del hospital?
—No estoy seguro. Del pedo que llevaba no me acuerdo de casi nada.
—No me extraña. Bromeabas con todos. Menudo bufón.
Se tapó el rostro con las manos y meneó la cabeza.
—Oh, no me cuentes eso. Qué vergüenza. Voy a ser el hazmerreír de todos ahí dentro. Y eso sin contar la bronca que me echó mi padre por el camino.
—Bah, yo no me preocuparía por eso. Hasta Juanpe me animó a seguir fumando. Me dijo que había casos en que las propias enfermeras dejaban a los pacientes meterse en sus salas para fumarse los porros sin problemas. Sin el consentimiento de los médicos, claro está.
—No paro de darle disgustos —reconoció Julio refiriéndose a su padre, que se sentaba en una esquina de la sala, alejado de nosotros y leyendo un periódico de edición gratuita.
—No te culpabilices.
—Mi padre no tiene a nadie más en el mundo. Mi madre murió hace años y lo único que le queda en esta vida soy yo. Y lo peor es que aún no ha asumido la gravedad de mi cáncer.
—Yo no estaría tan seguro de eso. Yo creo que lo sabe muy bien y lo que desea es mantener vuestra relación dentro del mayor grado de normalidad posible para que tú estés tranquilo.
—Mierda. Saber eso me preocupa aún más. Lo que debe de estar pasando y yo sin hacerle el caso que se merece.
Extendí mi brazo y tomé su mano. Estaba fría y áspera, como la de un lagarto. No la retiró.
—Todo esto es ya suficientemente difícil para él. No lo compliques aún más. Sigue así, no fuerces nada. Él estará conforme si te ve bien a ti.
—Hay veces que no me creo que me esté pasando esto. Me parece que estoy soñando y que en cualquier momento voy a despertarme. Es una mierda de las grandes.
—Lo es. Pero es la mierda que nos ha tocado. Y poco más podemos hacer.
—Cuando hablas pareces tan seguro…
—No lo estoy. Algo tengo que decir para creérmelo yo también.
Ambos nos reímos y el ambiente se distendió un poco.
—¿Qué importancia tiene un IPad comparado con esto? —me preguntó esperando una respuesta que ya conocía.
—Ninguna.
—Ya me compraré otro.
—Así me gusta.
Le solté la mano y me levanté para asomarme al pasillo. Ni rastro de Toni. Julio se acercó por mi espalda.
—Me gustaría saber donde coño se me perdió.
—Y dale. ¿No habíamos quedado en que no tenía importancia el asunto?
—Ya, bueno, es sólo curiosidad. ¿Tú dónde me viste por última vez con él?
—¡Yo que sé! Aquí. O dentro. No sé.
Me di una cachetada en la frente que resonó en la sala como un filete golpeando un tablero.
—¡El baño!
—¿El baño?
—Sí, ahí fue donde te vi con el IPad. ¿Te acuerdas que nos leíste las características de la marihuana que nos estábamos fumando?
Hizo una mueca de desconcierto y se rascó la cabeza, llenándose las uñas de tiras de piel muerta.
—Pues no.
—Ya estabas colocado. Casi te caes, te lo quitamos y lo dejamos en… lo dejamos en… ¡la cisterna! Te sentamos para que no te cayeras y lo apoyamos en la cisterna. ¿No lo recogiste?
—Es obvio que no. Tendríais que haberlo cogido vosotros. Yo iba ciego.
—Vamos al baño.
Por supuesto, era una esperanza vana. En la cabina donde nos fumamos la marihuana solo encontramos la pestilencia habitual y un rollo de papel higiénico empapado desenrollado en el suelo. Parecía que alguien no controlaba demasiado bien su puntería y había intentado remediar el desastre cubriendo el charco; el resultado era una alfombra de celulosa amarillenta que invitaba a alejarse de allí a toda prisa. Compadecí al pobre personal de la limpieza que se encargase del mantenimiento de esos baños. Estábamos volviendo a la sala de espera cuando me llamaron por megafonía.
—Nos vemos ahora.
Entré en la sala, saludé a Juanpe, al resto de auxiliares y enfermeras, y ocupé un trono cercano a una ventana. Me sentía optimista y me agradaba la idea de sentir la luz del sol cubriéndome mientras recibía mi sesión curativa. El día era perfecto. Salvo por el cáncer, por supuesto. Incluso juzgaba, esperanzado, que había una posibilidad de que saliese con bien del lío en que estaba metido. Mayores milagros se habían visto.
Se repitió el ritual de siempre: bíceps, goma, pinchazo, vía, tubo, fosas nasales, malestar. Rutina de paciente.
La sala estaba llena ese día. Los únicos sitios libres eran los nuestros. Acumulados como muebles viejos, los ancianos de siempre y algunos nuevos se dejaban hacer. En una esquina, el chico de la silla de ruedas leía un cómic recostado mientras su padre, situado a su lado, sujetaba una bandeja de cartón para contener el vómito que vendría.
Cerré los ojos para concentrarme en ese líquido que tanto había despreciado, buscando reconvertir el concepto que de él tenía para transmutarlo en un ejército de soldados que entraban en mis venas para avanzar por campo enemigo, localizando las células rebeldes y masacrándolas a golpe de bayoneta, sin piedad. Si alguna víctima inocente caía por el camino, no importaba. En la guerra se podían aceptar daños colaterales. Y lo que se libraba dentro de mí no era una guerra cualquiera. Era la Madre de todas las Batallas. La más grandiosa. En ella no cabía una tregua. O vencía o era abatido. Sin piedad para el derrotado. No quedarían supervivientes de la facción perdedora. Estaba de acuerdo con Sun Tzu en su trabajo sobre El arte de la guerra: lo más importante en una batalla es la victoria y no la persistencia. Era el momento de aguantar firme y tolerar la totalidad del sufrimiento que la quimioterapia me iba a traer para asestarle un golpe mortal a mi enemigo, no dejarle que se recuperase, patearle los testículos, arrancárselos y metérselos en la boca. Estaba dispuesto a ganar. Me devoraría a mí mismo si era imprescindible.
En esas imágenes me deleitaba cuando entró Julio, muy pálido, seguido por Toni, más descolorido aún. Se había olvidado de pintarse las cejas y no tenía puesta la peluca. Tragué saliva. Se acercaron con expresión descompuesta.
—¿Habéis visto un fantasma? ¡Vaya caras que traéis!
—Lo sabe todo.
—¿Quién sabe qué?
—Lo nuestro. Lo del club —dijo Julio con la voz temblorosa.
—Lo de Aletitas, el coche, la droga… todo.
Me estaban asustando y mis aguerridos soldados se batían en retirada por los resquicios de mis venas y capilares.
—¿Quién? —exigí.
—Él.
Ambos miraron al chico de la silla de ruedas, que bajó el cómic que hacía que leía y nos guiñó un ojo.
—Reunión en el baño ya —ordené tajante.
Los tres salimos de la sala, yo arrastrando mi gotero, correteando por el pasillo hasta alcanzar el baño entre chirridos de ruedas mal engrasadas y el repiqueteo de los tubos contra el metal. Encerrados dentro, me esforcé por no ceder al pánico que dominaba a mis amigos y poner un poco de orden en la situación.
—Empezad desde el principio. ¿Cómo ha llegado a conocimiento del inválido lo del club?
Julio tomó la palabra, adelantándose a Toni que abría la boca para explicarlo.
—Él fue quien me robó el IPad ¡Ladrón!
—Creo que técnicamente no fue un robo —apuntilló Toni—. El IPad estaba aquí y él se lo encontró. De esas cosas sabe más nuestro abogado.
—Da igual lo que fuera. Lo que no entiendo es qué tiene que ver el IPad para que ese niño sepa lo nuestro.
—Es culpa del tarado este —señaló Toni empujando a Julio.
—Explícate.
—Llevaba un diario de lo que hacíamos y dejábamos de hacer en el cacharro.
—No habrás sido tan idiota.
—¿Cómo iba yo a saber que nadie iba a leerlo? —se excusó el informático.
—Estamos bien jodidos entonces —dije meneando la cabeza—. ¿Y cómo sabéis que lo tiene él?
—Me llamó esta mañana a casa y me lo contó. Dijo que ya nos aclararía la situación y mencionó la liberación de Aletitas, el robo del coche del gerente e incluso tuvo la caradura de pedirme un poco de la marihuana que conseguimos.
—¿Va a denunciarnos a la policía?
—Me aseguró que no era su intención de momento.
—Que mal me suena ese «de momento». ¿Cuándo va a exponernos sus intenciones?
—No dijo nada más. Me colgó. Me puse malo de los nervios. Por eso no vine esta mañana a la hora. No sabía cómo contároslo.
—El mal ya está hecho. Es necesario que estudiemos cómo actuamos nosotros.
La puerta del baño en la que estaba apoyado se abrió unos centímetros. La empujé con la espalda, impidiendo su apertura, y grité.
—¡Ocupado! ¡Váyase a otro servicio!
—Tenemos que hablar —nos advirtió la voz de un adolescente al otro lado.
Los tres nos miramos sin saber qué hacer. Como ninguno tomábamos una decisión, me aparté y liberé la puerta. La silla de ruedas, en la que estaba sujeto su correspondiente gotero, se introdujo en la estancia. El chico, con una hábil maniobra, nos esquivó y se situó de espaldas a los urinarios, enfrentándonos. Se quitó la gorra y la dejó reposar en las rodillas. En la calva mostraba una fea cicatriz de quince centímetros. Nos examinó con detalle antes de hablar.
—Veo que tenemos aquí una reunión de nuestro club y no he sido invitado.
No me iba a dejar amedrentar por un niño inválido de dieciséis años.
—Mira chaval. No has sido invitado porque no formas parte de nuestro grupo. Así que ya puedes ir devolviéndole el IPad a mi amigo y te dejaremos largarte sin más consecuencias para tu salud.
—Primer punto, no me vuelvas a llamar chaval. Soy Dani —me corrigió, sin acobardarse lo más mínimo. No había dicho «me llamo Dani», lo que aumentó mi desconfianza en él—, y aquí el que decide si formo parte del club o no, soy yo. Te recuerdo, porque parece que tú eres el jefe, que tengo pruebas fehacientes de que sois los autores del secuestro del delfín que terminó con medio zoológico ardiendo. También del robo del coche del señor Antonio Porset, que aún se recupera en su domicilio por la paliza que le disteis. Eso por no mencionar, además, la conmoción que sufrió cierto adolescente que intentó evitarlo y que finalizó con seis días de convalecencia hospitalaria.
Jugaba duro el muy cabrón. Por la postura corporal de Julio, temí que su faceta violenta estuviese pugnando por dominarle. No nos haría ningún bien terminar en comisaría acusados de daños y lesiones a un niño canceroso e inválido.
—Bien, supongamos que te aceptamos en nuestro club. ¿Qué pasaría a continuación?
—Quiero tener pleno derecho de voto.
Toni no pudo contenerse más.
—Voy a dejarte las cosas claras, chaval —recalcó la última palabra y Dani torció el gesto—. Este es un club de gente mayor que hacen cosas de gente mayor. No es por menospreciar tu defecto y no te tomes este comentario como algo personal: no te veo muy capaz de seguir nuestro ritmo desde una silla de ruedas. Y si crees que nos preocupa que puedas ir con el cuento a la policía, estás muy equivocado. Como ya te habrás dado cuenta, no tenemos mucho que perder.
Decidí seguir el hilo de su discurso.
—A las personas con enfermedades terminales se las puede condenar, pero no se las encarcela. La policía nos pondría a disposición de un juez que nos juzgaría sin más eficacia práctica que un asiento informático en el historial penal. Incluso es posible que no llegásemos a sentencia por ausencia del penado, en el caso de que el cáncer corra más que la justicia.
Miré a Julio para animarle a decir algo que finalizase nuestra defensa frente al chantaje a que nos estaba sometiendo. No encontré apoyo en él. Estaba desasosegado, jugando con los zapatos en el suelo sucio del baño, retorciéndose los dedos. Algo no marchaba bien.
—Hay una cosa peor que un adulto sabelotodo. Y es un adulto sabelotodo y abogado.
Volví mi atención a Dani, que adelantó su silla de ruedas hasta rozarme con los pies que no podía mover.
—¿Qué crees que pensarían tus hijos si supieran que su padre es un ladrón? ¿Y tu amada Patricia? Es posible que en el colegio donde estudian recibieran la noticia con poco agrado.
Me agaché y le icé en vilo atenazándole por las axilas, dispuesto a matarle.
—¿Cómo sabes tú eso?
—No soy el único que se mete en los asuntos de los demás —me respondió sin inmutarse—. Sería bueno que no despreciases tan a la ligera la información que circula en Internet.
Señaló a Julio. Le solté con brusquedad y cayó sobre la silla de ruedas desequilibrado. Era hora de aclarar un asunto.
—Será mejor que tengas una explicación para esto.
Julio tartamudeaba al hablar y proseguía enredando sus dedos.
—Sólo quería conocerte mejor.
—¡Nadie te ha invitado a meterte en mi vida!
—Somos un club. Todos sabemos algo de los demás. Pero tú nunca hablas de tus temas personales.
—¡Porque son personales! ¿Acaso no sabes lo que significa esa palabra?
—Los amigos se cuentan las cosas.
—No somos amigos.
Soltó una bocanada de aire al escuchar mi afirmación, como si le hubiese golpeado en la boca del estómago. Al responderme tenía el tono de un niño empeñado en demostrar su verdad con una determinación suicida.
—Claro que somos amigos.
—Los amigos no traicionan su confianza mutua.
—Yo no he traicionado nada. Ya te he dicho que quería conocerte mejor.
—No tenías derecho a inmiscuirte en mis asuntos. Mira lo que has conseguido.
—¿Quieres saber lo que conseguí?
No contesté. Estaba furioso y dolido.
—Conseguí saber que eres un hombre honrado, que te licenciaste con buenas notas en la facultad de Derecho y que no usaste tus conocimientos para enriquecerte. Que trabajaste como un burro para mantener a tu familia. Que te casaste por la iglesia aunque no eres creyente y que tuviste dos hijos. Averigüé que tendrías que estar liado con una amante que no existe en vez de vivir alquilado en un piso cuyos vecinos no te llegan a la suela de tus zapatos en educación y luchando sin ayuda para sobrevivir a un cáncer que te va a matar casi con toda seguridad.
El autocompadecimiento casi me puede, lo reconozco. Hubiese sido más sencillo dejarse llevar por ese sentimiento facilón y cómodo en el que nos regodeamos con un énfasis obsceno cuando las cosas no salen como las proyectamos. Me sobrepuse potenciando la indignación que coexistía en el túmulo que reposaba sobre mi personalidad pasada, enterrada semanas atrás junto a mi familia.
—¿Cómo has sabido lo de Patricia?
—Es una buena mujer y está muy sola. Y también es poco precavida en asuntos tecnológicos. Aceptó mi petición de amistad en Facebook sin conocerme. Su muro es un libro abierto para los que sabemos interpretar las señales.
—¿Hablaste con ella?
—No es muy dada a publicar noticias personales. Me limité a observar hasta que cometió un error de configuración en alguna aplicación de gestión de bibliotecas musicales en su teléfono móvil y cada canción que escuchaba se publicaba de inmediato en su cuenta de Facebook. Se repite sin cesar una titulada «Y sin embargo», de Joaquín Sabina.
Enseguida me vino a la mente la melodía y letra de esa obra del maestro Sabina, de la época en la que no se le había roto definitivamente la voz. Patricia le idolatraba y había adquirido su discografía completa, comprando sus discos uno a uno a lo largo de años, atesorándolos como oro en paño. No era de extrañar que se hubiese refugiado en sus letras para superar el abandono. En eso nos parecíamos mucho los dos. Ambos encontrábamos en la música un tónico reconfortante, no tanto por su carácter calmante sino por saber que hay otros que han sentido lo mismo que nosotros y con los que podemos identificarnos para recuperar algo del consuelo perdido.
La voz de Julio entonando las estrofas de la composición me puso los pelos de punta. Tenía una voz bellísima, aterciopelada y varonil. Ese hombre era un pozo de sorpresas.
De sobra sabes
Que eres la primera
Que no miento si juro que daría
Por ti la vida entera, por ti la vida entera.
Y sin embargo un rato cada día
Ya ves
Te engañaría con cualquiera
Te cambiaría por cualquiera.
Era la canción sobre la infidelidad por excelencia. Julio no sólo era un avezado hacker informático. También dominaba la ciencia conocida como ingeniería social: llegaba a conclusiones exactas a partir de pedazos de información que recogía aquí y allá.
Unos aplausos nos sobresaltaron e interrumpieron el canto de mi amigo. Dani batía las palmas con vigor, exagerando el gesto, enseñando mucho los dientes en una imitación de alegría que se desenmascaraba cuando te fijabas en lo hierático de su rostro.
—¡Bravo! ¡Magnífico! ¿Habéis terminado con esas gilipolleces? Creía que esto era algo serio, no un grupo de hombres comportándose como colegialas.
—Yo me vuelvo a la sala —dijo Toni—. Si no me voy, le planto una hostia y vamos a tener problemas.
—No, tú te quedas aquí —le apercibió Dani tajante, sin vocalizar apenas, manteniendo al aire la hilera de dientes.
Por extraño que parezca, obedeció. Y yo también.
—Hay más gente implicada que vosotros en este asunto. Es posible que, como dice el sabiondo, la policía sólo os detuviese y ningún juez pudiera condenaros, pero… ¿y vuestras familias? No sólo Mateo tiene alguien a quien le puede importar conocer los hechos. Tú tienes a Silvia y tú a tu padre. ¿Cómo creéis que se lo tomarían? Pobre viejo, sabiendo que su hijo único es un violento y un ladrón. Además de bastante pervertido, por lo que he podido leer de tu próximo deseo. ¿Y tú? Seguro que tu siliconada esposa no se sentiría muy satisfecha de conocer tus aventuras extramatrimoniales, y mucho menos que le has dado un hijo a otra.
—¿También has escrito eso? —preguntó furioso el aludido a Julio. Este se encogió de hombros y asintió avergonzado.
—Nuestro amigo es un maniático a ese nivel. Si queréis os envío una copia de su diario por email.
—¡No! —gritó Julio—. Por favor.
—No lo voy a hacer para que veas que soy un buen compañero de club. Ahora tenemos que cuidarnos entre todos. Y si no hay más dudas al respecto, es hora de volver a nuestros tratamientos. Seguro que nos están echando de menos nuestras familias. Bueno, menos la tuya —me dijo con aire bromista. Le odié como no he odiado a nadie—. Y ahora, si sois tan amables de sujetarme la puerta para que pueda salir.
No nos movimos un ápice. Tuvo que apañárselas como pudo para abrir la puerta y salir del cuarto de baño. Los tres esperamos a que se alejase. Toni fue el primero en hablar.
—¿Y ahora qué?
—De momento, volvemos a los tronos y nos dejamos infundir el veneno. Más adelante sacaremos tiempo para analizar con más detalle nuestros próximos movimientos.
—Lo siento, de verdad. No era mi intención —se disculpó Julio—. Mateo…
—Déjalo por ahora. Es mejor que lo olvidemos y nos centremos en lo que importa de verdad. Es un niño, supongo que podremos con él, ¿verdad?
—¡Claro que sí! —exclamó Toni, dándole un palmetazo en la espalda a Julio—. Y cuando llegue ese momento, te lo vamos a dejar a ti, para que le des su merecido.
—Pues venga, a lo nuestro. Volvamos con Juanpe. Mi bolsa está casi acabada.
Toni elevó la mano imitando el movimiento de un brindis.
—¡Por nuestro club!
—¡Por el Club de los Cancerosos! —apoyó Julio y Toni tosió desaforadamente sin taparse la boca.
Brindé imaginariamente para que el cáncer que se comía a Dani lo matase antes de que nosotros tuviésemos que tomar alguna otra decisión drástica.
Al llegar la noche se acabó lo bueno. Mis esperanzas depositadas en la creencia de que ese ciclo de quimioterapia podría ser más suave en sus efectos secundarios que los anteriores se mostraron vanas. Si bien es cierto que terminé la jornada con cierta integridad, ya en el viaje de vuelta en el autobús mi cuerpo empezó a darme muestras de lo que me aguardaría en las próximas horas.
Antes de llegar a mi parada, me vi obligado a solicitar al conductor una apertura urgente de puertas para no inundar el suelo del autobús con un caldo ácido. Bajé a trompicones y regué con mi vómito una jardinera que mantenía un hermoso arbusto. El conductor cerró las puertas a mis espaldas y me abandonó. Con las rodillas temblorosas y limpiándome los restos de las comisuras de los labios le maldije elevando mi dedo medio.
Hacía frío y el aire me despejó la cabeza. La ciudad olía como unas sábanas sin ventilar y a esas horas su actividad estaba frenada casi por completo, sus habitantes ocupados en llenar sus estómagos lo más rápido posible para volver a sus quehaceres laborales.
Caminé sujetándome la barriga hasta llegar a mi casa y, una vez allí, me eché en la cama. Adopté una postura fetal para mitigar los retortijones y esperé al caos que se avecinaba. No se hizo de rogar demasiado. Enseguida corrí al baño para vaciar el estómago en el inodoro, con la cabeza a punto de reventar por la presión del esfuerzo, lagrimeando y soltando mocos. Después de varias arcadas más, me vi lo suficientemente dispuesto para retornar al colchón sin miedo a ensuciarlo más de lo que ya estaba.
En esa tónica incómoda transcurrió la tarde y la noche, con numerosas idas y venidas desde el cuarto de baño a mi habitación y viceversa, el agua de la cisterna corriendo para llevarse la bilis que exprimía y mis fuerzas aminorando a cada minuto.
A las cinco de la madrugada ya no podía moverme de mi sitio y dejé que las náuseas vinieran sin esforzarme por aliviarme en el baño. Por fortuna, no había más contenido que echar y sólo expulsaba ligeros regueros de hiel que retenía con los labios y volvía a tragar para no manchar las sábanas.
Ya despuntaba el sol cuando me dormí. Una hora de sueño que acogí como una bendición antes de que el despertador me recordase que tenía que levantarme para la tercera sesión. Arrastré mi cuerpo hasta la ducha y dejé que el agua caliente hiciese su labor. Los chorros de agua cayeron por mi espalda y resbalaron hasta mis glúteos, precipitándose en cascada hasta el desagüe. La garganta me ardía, irritada por los ácidos. Lloré un poquito, lo justo para desahogarme y liberar algo de ese arrebato negativo que me generaba ideas suicidas en la mente. Me imaginaba yendo a la cocina, cogiendo un cuchillo y afilándolo con calma, volviendo a la ducha y abriéndome las muñecas bajo el vapor. Dicen que morir desangrado es una buena forma de autoinmolarse; la pérdida de sangre nubla el cerebro y te lleva a un estado parecido al duermevela. Seguro que sería mucho mejor que continuar permitiendo que extraños te metan químicos a presión en las venas para ralentizar lo inevitable. Llegados a ese punto, llorar era la única salida que había encontrado para no dar el paso al otro lado. Después me sentía más centrado. Aguantaría lo que me echasen hasta el final. Por mi familia, porque tenía que dar ejemplo a mis hijos, que algún día sabrían lo que me estaba pasando y no deseaba que viviesen con la ignominia de un padre suicida. Por ellos, y sólo por ellos, no me mataba. No quería reconocer que el club tenía algo que ver también. Aún no.
Pedí un taxi por teléfono que me llevó al hospital para mi siguiente día de quimioterapia, una muesca más en la culata de mi tratamiento. Al entrar, Juanpe se me acercó.
—¿Te encuentras bien?
—No, claro que no.
—Te acompaño al trono.
Me cogió del brazo y me sentí anciano. Arrastraba los pies como hacían los abuelillos que paseaban. El apoyo de Juanpe me reconfortó. Me dejé caer en el sillón y busqué a mis amigos. Ambos estaban ya en sus sitios. Toni elevó el pulgar como saludo, sin levantar la mano. El color de su piel revelaba el mal estado en que se encontraba y tosía cada pocos minutos, torciendo el ceño como si le doliese. Ninguna sonrisa afloró en su rostro. Sólo sus ojos lo hacían con esa expresión tan suya de burla a todo lo que le rodeaba. Julio dormitaba, el pulso temblándole ligeramente. Tenía los pantalones del chándal abultados en la entrepierna. Me recordó el aspecto de la ropa de mis hijos cuando todavía no les habíamos retirado los pañales. Su padre le acariciaba el dorso de la mano con movimientos suaves. Y Dani, por supuesto, también hacía presencia en la sala, leyendo su cómic sin prestarme atención. Le acompañaba una señora metida en los cuarenta, ajada y de ojos tristes. Supuse que era la madre. Su hijo no merecía la pena que ella demostraba.
Juanpe regresó con los utensilios habituales. Mientras los colocaba, se interesó.
—¿Cómo ha ido la noche? Ayer parecías en buen estado.
—Espantosa. No he podido dormir nada.
—¿Por los vómitos?
—Sí.
—¿Tienes problemas para defecar?
—¿Qué importa eso?
—Puedo ponerte doble ración de antieméticos, aunque te van a estreñir.
—¿Me quitarán las náuseas?
—No del todo, aunque ayudará a reducirlas.
—Entonces olvídate de mi forma de cagar y méteme lo que haga falta.
Juanpe asintió y se dedicó a prepararme para el tratamiento. Me dejó un par de minutos y regresó con otra bolsa más.
—A ver si conseguimos que hoy descanses.
—Eres mi ángel de la guarda.
—Gracias por el cumplido. Ahora, relájate.
Lo intenté sin éxito. Contaba cada gota que caía en el tubo que transportaba el líquido a mis venas y me atemorizaba el estado al que me iban a arrastrar.
En cierto momento, me dormí de improviso. Juanpe me despertó. Algo aturdido, miré las bolsas y vi que estaban vacías. Mis amigos se habían marchado ya y Dani también. Le deseé un accidente de tráfico en su regreso a casa.
—¿Qué tal estás?
—¿Qué hora es?
—Las doce y media. No he querido molestarte, pero tenemos que dar paso a otro paciente y necesitamos tu trono.
—Claro, déjame un minuto y me levanto.
—Voy avisándole por megafonía.
Se alejó en dirección al control de enfermería y me incorporé, atento a mi estómago. Un ligero malestar, sordo y palpitante, como tener una rata envuelta en algodones en los intestinos, me rondaba en el vientre, sin ningún asomo de las violentas náuseas del día anterior. Parecía que la bestia estaba aplacada. Suspiré con alivio y me levanté apoyándome en las rodillas.
Al pasar por delante de Juanpe, me hizo un gesto con la mano indicándome que esperara.
—El doctor quiere verte.
—¿Ahora? Tengo la cita el próximo lunes.
—Te espera en el despacho seis.
—¿Qué cojones querrá ahora?
—No lo sé. Suerte —y se encaminó a ayudar a una anciana que le reclamaba.
Cada visita al oncólogo era motivo de aprensión. No nos caíamos bien desde el día en que me dio la noticia de la recidiva de la enfermedad, lo cual no era de extrañar, a tenor del numerito que le monté. Pero, a pesar de eso, era el especialista responsable de mi tratamiento y la evolución de mi enfermedad estaba en sus manos.
Dirigí mis pasos al corredor donde estaban situados los despachos de los médicos, a esas horas vacío. Los horarios de consulta habían pasado ya y la sala de espera aparecía desierta, sin el aura de ansiedad que la impregnaba habitualmente. Vacía de enfermos no era más que un espacio con asientos funcionales y prensa gratuita. Al llegar a la consulta seis, golpeé con los nudillos en la puerta verde.
—Adelante —me respondieron al otro lado.
—Hola. Me han dicho que quería verme.
El oncólogo dejó de mirar la pantalla del ordenador y me ofreció sentarme en la silla. Así lo hice. De otra forma podría haberme desmayado. Seguía agotado.
—¿Qué tal el tratamiento?
—Eso tendría que decírmelo usted.
—Me refiero a los efectos secundarios.
—Hasta hoy, muy mal. Juanpe me ha puesto algo para no vomitar.
—Bien, bien.
Es curiosa la forma que tienen los médicos de desentenderse de las consecuencias de los tratamientos que ellos mismos imponen, como si su única obligación fuese prescribir la medicina que nos cura. Todo lo que ocurra entre ese momento y la curación parece que no es de su incumbencia, y delegan toda responsabilidad en el aparato sanitario que les rodea. Habiendo estado tan profundamente inmerso en el sistema médico, dudo cada día más de la validez de su figura. ¿Un ordenador no podría hacerlo mejor? ¿Por qué no invertir en máquinas que analicen los síntomas y delimiten el procedimiento óptimo? De esa forma la sanidad podría disponer de más sanadores auténticos, los enfermeros y enfermeras que cuidan de nosotros y se preocupan de nuestro bienestar, situándose en un plano de igualdad con los pacientes.
—¿Para qué quiere verme? Hoy no teníamos cita.
—He recibido los informes sobre las pruebas que le realizaron el lunes pasado.
—Algo malo, ¿verdad? No me habría llamado si no fuera así.
—Más que malo, desconcertante.
—¿Va a dejarse de rodeos?
—Según los resultados del TAC, las masas tumorales que presentaba han decrecido un veinte por ciento.
—Eso es bueno, ¿no?
—Eso quiere decir que el tratamiento quimioterápico que le estamos administrando está siendo efectivo.
—¿Cuál es el problema entonces?
—Han aparecido otros tumores en zonas alejadas. Metástasis. Posiblemente diseminación a través de los ganglios linfáticos.
—¿En qué zonas?
—El hígado y el intestino.
—Supongo entonces que su tratamiento no es tan efectivo.
—La medicación que está recibiendo está demostrando su validez ya que los tumores primarios están retrocediendo. Pero se ha diseminado a otros órganos. Tenemos que estudiarlos para determinar su naturaleza.
—¿Más pruebas?
—Una biopsia.
—¿Cuándo?
—La he solicitado ya, con carácter urgente.
—¿Y qué hago mientras tanto?
—Seguimos con el tratamiento pautado. No podemos permitirnos que el avance logrado en los tumores preexistentes se vea entorpecido por esta… dificultad.
Si hay algo que me pone enfermo, además de un cáncer, es que otros se incluyan en las desgracias propias con el uso indiscriminado del plural. ¿Cómo que él no podía permitírselo? Aquí el que estaba muriéndose y echando las tripas con cada bolsa de cisplatino era yo. Respiré hondo para calmarme.
—Vuelvo entonces mañana, ¿verdad?
—Exacto. Hable con la enfermera para que le explique el procedimiento. En su caso no será necesario realizarle una analítica sanguínea previa.
Me respondió sin mirarme, atento a sea lo que fuere que le mostraba la pantalla del ordenador. Había pautado y su deber estaba cumplido. ¿Qué más me daba a mí estar enfrente de una persona o de una máquina expendedora de recetas?
Me levanté y salí del despacho sin despedirme.
La enfermera me describió la técnica de la biopsia, los cuidados previos y como sería el proceso de recuperación. Una cosa me quedó clara. Iba a ser molesto.
Tenía una necesidad imperiosa de contárselo a alguien. El porqué era un misterio. Era un impulso que me nacía en lo profundo, más allá de la raíz de las muelas, y que me obligó a usar mi teléfono para comunicarme. Me asaltaba una dualidad incongruente de sentimientos. Tristeza por la consciencia de que mi tiempo se reducía. Alegría por el mismo motivo al saber que la agonía no se prolongaría mucho más.
Marqué el número de Toni en primer lugar.
—¿Quién es?
—Silvia, soy yo. ¿Está Toni?
—Está indispuesto.
—Sólo quería hablar con él.
—La quimio de hoy no le ha sentado nada bien y le he dado un somnífero para que duerma y descanse. Me preocupa mucho. Está tosiendo muchísimo.
—Ya sabes. Tiene un cáncer de pulmón.
—Hasta hace unos días sólo tosía de vez en cuando. Y ahora es constante.
—¿Habéis llamado al médico?
—Sí. Nos ha dicho que mañana pasemos por la consulta.
Estuve a un paso de contarle a ella mis penurias. Finalmente me contuve. Bastante tenía ya con Toni. No era justo que le abrumase con las nuevas noticias sobre mi cáncer.
—Cuídale mucho. Dile que le he llamado cuando se despierte. Mañana nos vemos.
—Adiós.
Me colgó, por supuesto. No podía ser de otra forma viniendo de alguien cercano a mi amigo. ¿Quién habría empezado primero con esa costumbre?
Sin soltar el auricular, marqué el número del móvil de Julio. Después de varios tonos de llamada, se activó el buzón de voz. No lo había personalizado y una voz anodina de mujer, de sobra conocida por mí, me informó del número al que había llamado y del momento en que podía dejarle un mensaje si así lo deseaba. Colgué y marqué el de su casa. Me contestó su padre.
—Buenas tardes, ¿está Julio?
—¿Quién es usted?
—Mateo. Su compañero de quimio.
—Ahora no está. Ha salido.
—¿Sabe dónde? Le he llamado al móvil y no me contesta.
—No tengo ni idea. Sólo me dijo que bajaba a hacer un recado y que regresaba en un rato.
—De acuerdo, siento haberle molestado.
Colgué yo, intranquilo. ¿Dónde podía haber ido Julio en una tarde como esa? Por la cara que tenía en la sala de tratamientos, no se le veía muy dispuesto para lanzarse a pasear por la ciudad. Esperaba que no tuviese que ver con Dani y su IPad.
El deseo de comunicarle a alguien el empeoramiento de mi enfermedad era acuciante. Si no lo sacaba fuera, me iba a volver loco. Había una persona más. Sin pensármelo, llevado por un impulso irracional, marqué el número y esperé, royéndome las uñas hasta sangrar. Tras cuatro tonos, alguien descolgó y tardó unos segundos en responder. Era una niña. Mi corazón se encabritó y me ensordeció los tímpanos.
—¿Quién llama?
Era Diana, mi hija. Hubiese reconocido esa voz sobre mil millones de niños diferentes. Me mordí el labio inferior y me apreté los ojos con los dedos. ¿Qué estaba haciendo? ¿Después de las decisiones tomadas iba a estropearlo todo por una acción descabellada y nada meditada? No me pude contener.
—¿Está tu mamá?
—Ahora se pone. ¡Mamá! —chilló con su deliciosa voz—. Un señor quiere hablar contigo.
Esperé al borde de un ataque de pánico.
—Dice que quién llama.
Estuve a punto de decirle que era su papá, pero me interrumpió.
—Yo te conozco —dijo como en una confidencia entre amigos—. Tu voz me suena.
Abruptamente volví a ser yo mismo.
—Soy un amigo. Dale un beso a tu mamá y a tu hermano de mi parte. Os quiero. Adiós.
Antes de colgar, pude escucharla.
—Nosotros también te queremos.
Preso de un ataque de ansiedad, me acerqué a mi botiquín y cogí el Lorazepam. Extraje cuatro pastillas y me las tragué sin agua, corrí a la cama y me tumbé a empapar la sábana hasta que el sueño me venció.
Me cago en la biopsia.
Así de claro.
Bienvenidos a la sala del terror del Museo de Cera, donde, junto a la Dama de Hierro y la Rueda de la Inquisición, veréis una camilla con un paciente tumbado sobre su costado izquierdo, sus vergüenzas disminuidas por el miedo, cubierto con una bata desechable de color verde y con una vía intravenosa en el brazo. El sádico se mostrará presionando el abdomen y marcando con un rotulador el punto sobre el que realizará la punción, desinfectando la zona con un apósito untado de Betadine u otra solución antiséptica (lo mismo da, ambas estarán heladas y le encogerán aún más las pelotas). La víctima sentirá un pinchazo cuando le inyecten el anestésico local y no entenderá el motivo por el que no dejan transcurrir más tiempo antes de iniciar el procedimiento, porque todavía es capaz de sentir dolor en la zona que, en teoría, debería estar adormecida. Sin embargo, no se atreverá a pronunciar una palabra. El despiadado ejecutor exigirá que el guiñapo de la camilla inhale y exhale, y que retenga el aire hasta que la aguja de la biopsia se haya insertado, exhortándole a respirar con normalidad una vez esté dentro. Se sucederán los segundos y el paciente se preguntará cómo va a saber cuándo le insertan la aguja si, supuestamente, le han inyectado un anestésico, hasta que, conteniendo un grito, entenderá que el momento ha llegado y que ese rayo candente que le atraviesa es el clavo que le arrancará un pedacito del monstruo que se cría en su hígado. Lo que no asimilará es la relación entre el taladro y el intensísimo daño que le abrasa el hombro. El ejecutor, con una sonrisa, le ilustrará al respecto con un discurso sobre la irritación del nervio adyacente al diafragma que irriga oleadas de dolor hacia arriba.
La aguja saldrá y, recurriendo a su voz melosa, el verdugo aconsejará una segunda punción para asegurar la toma de la muestra, repitiéndose de forma inclemente el sufrimiento afligido. Fijaos en los pies del martirizado, en cómo encoge los dedos, cómo las plantas de los pies se arrugan doblándose sobre sí mismas. Ese efecto únicamente se produce en dos circunstancias: el orgasmo y el suplicio. Os aseguro que no detectaréis una erección en el sujeto.
Llegados a ese punto, se acabó lo divertido para el matasanos y delegará en sus ayudantes la presión a ejercer en el punto de incisión para frenar el sangrado que brotará inevitable, aplicándosele a continuación una venda o gasa estéril. El médico se retirará y trasladarán al enfermo a una sala de recuperación en la que pasará entre dos y cuatro horas hasta que la presión arterial, pulso y respiración se normalicen. Nadie habrá en esa sala que enjugue el sudor que cubrirá su frente mientras se recobra aguantando la queja que pugna por salir de sus labios resecos, nadie que le consuele frente al miedo a lo que localizarán en las muestras de tejido arrancadas sin misericordia.
Finalmente, le enviarán a su domicilio aconsejándole reposo, sin preocuparse de averiguar si hay alguien que le apoye durante ese tiempo, sin importarles que no tendrá más remedio que levantarse para prepararse el alimento que le ayude a recuperarse, o que no habrá persona alguna que le anime si se siente decaído ante las molestias incesantes que no le dejarán descansar por las noches.
Despedíos de ese sujeto que soy yo.
E insisto, me cago en la biopsia.
No hay mucho más que contar del final del ciclo de quimioterapia. Más vómitos, más sufrimiento y menos consuelo. Alcanzar esa cima de dolor fue un clímax santificador en su padecimiento. Con la primera bolsa abandoné mi cuerpo y escalé a un estadio diferente de conciencia, un punto de aniquilación casi absoluto donde no sentía ni padecía, un núcleo de disgregación en el que el tiempo dejó de tener sentido. Los minutos eran horas y las horas, segundos. La tortura a la que eran sometidas mis células, frenando el desarrollo grabado en su cadena de ADN, suponía tal violación de la naturaleza que me hizo rebotar fuera de ella como una piedra si es golpeada con suficiente fuerza sobre una superficie de agua en calma.
Dejé de ser yo y supuso un alivio.
Estaba harto de ese Mateo que tantos años me había costado construir y que demostró ser un fracaso absoluto. Las décadas de lucha por encontrar el supuesto hueco que todos tenemos en el mundo se cayeron de mis hombros como una mochila vieja y descansé. El éxito, la belleza, hasta el amor, dejaron de tener importancia. Floté como un ave empapada de alquitrán en una fuga de petróleo, abriendo y cerrando mi pico, aspirando lo mínimo imprescindible para proseguir con el proceso de oxigenación y envejecimiento que termina llevándonos a la tumba.
No hubo más Club de los Cancerosos porque no había nada fuera de mí.
Recuperé la consciencia en mi casa, desorientado temporalmente, y grité de frustración, retorciéndome las manos, estirándome las mejillas que eran sólo piel, anhelando el estado perdido. Estaba tirado en el colchón sin sábanas, desnudo y empapado en sudor y otros líquidos que tendrían que haber permanecido en mi interior. Intenté aspirar por la nariz y no pude. Violenté las fosas nasales con el dedo meñique hasta que extraje un tapón de materia húmeda. El aire al entrar escoció, como si la habitación estuviese anegada en ácido clorhídrico.
Me giré y caí de la cama sobre una pila de sábanas. La ropa estaba tirada de cualquier forma en una esquina del cuarto, con los zapatos encima. Me fijé en un chicle rosa que ocupaba el tacón de uno de ellos, engarzado de docenas de piedrecitas. Apoyándome en la pared y despellejándome los nudillos con el gotelé de su pintura, conseguí izarme como una marioneta de hilos. Un paso tras otro me llevaron hasta el cuarto de baño. Abrí el grifo de agua y me enfrenté al despojo que había sobrevivido a cuatro sesiones más de quimioterapia intensiva.
Decir que había adelgazado sería quedarme corto. Me había consumido, literalmente. Arrastré con el pie la báscula y me subí en ella. Los números digitales alcanzaron la cifra de cincuenta y ocho kilos y se estancaron. Seis kilos menos. Todo un récord. Bebí agua, despertando una sed primaria como no había sentido antes. Tragué y tragué sin control hasta que me sacié.
Sonreí al desconocido que me imitaba en el espejo. Los pómulos eran ahora dos pirámides puntiagudas y el pellejo que las recubría se veía tirante como una correa de cuero. Los párpados parecían impotentes para cubrir en su magnitud los globos oculares que sobresalían casi fuera de la órbita. Las clavículas eran dos asas de maleta.
Salí del baño equilibrándome con dificultad y me acerqué al salón para comprobar la fecha en el reloj. Eran las once y cuarto del martes. En total, estuve desmayado casi cuatro días sin comer y sin beber. O sin ser consciente de ello. Noventa y seis horas en las que mi cerebro puso el piloto automático y cedió el control de la supervivencia a los mecanismos subconscientes que me gobernaron y demostraron su eficacia para sacarme de ese atolladero con éxito. Pude haber muerto. Pero no, ellos se encargaron de seguir adelante con el juego del bombeo de sangre sucia y depuración, trabajando sin descanso para filtrar los metales tóxicos y dejarlos en reserva en los órganos apropiados para que el resto pudiese continuar su tarea de mantenerme con vida; por lo menos hasta el momento en que las células cancerígenas demostrasen su superioridad en ese campo de batalla en que se habían convertido mis vísceras.
Tirité de frío y ya no pude parar. Me castañeteaban los dientes y era incapaz de controlar el temblor de mis extremidades. Mi motor arrancaba con dificultad, como un coche después de una noche de heladas. Era urgente alimentarme y recuperar calor, y no por ese orden. Fui a la ducha y me mantuve bajo el chorro de agua ardiendo hasta que la tensión se relajó y fui capaz de esparcir jabón con torpeza y enjuagarme entre temblores. Me oriné en los pies casi sin darme cuenta. El estómago se me encogió y rugió, demandando comida. Me sequé con presteza y, envuelto en una toalla como una mujer, me dirigí a la cocina para cumplir con mi obligación.
Cogí de la nevera el plato con sobras que estaba más a mano y me senté para deglutirlo ayudado por un tenedor sucio de mi última comida. Su cubierta brillante estaba tamizada con restos secos de algún alimento y el mango tenía un tacto ligeramente pegajoso. Lo hundí en la masa de pasta fría con tomate y carne y me lo llevé a la boca, aguantando la respiración para soportar mejor el mal sabor que ya anticipaba. La textura gelatinosa y fría contra el paladar me provocó un estremecimiento.
Después estalló en mi boca.
Una lluvia de metralla sabrosa se fragmentó sobre mi lengua, excitando las papilas gustativas que se abrieron para recibir en su plenitud el gusto a vacuno y huerta. Las corrientes nerviosas que canalizaban el sentido del gusto parecían disponer de amplificadores en su camino, que elevaron el sentido del gusto hasta cotas orgásmicas. Cada masticación provocaba ondas de placer que se expandían por el interior de mis carrillos y me traían, como por arte de magia, la composición más íntima de la carne, las suculentas ternillas trituradas y las hebras de grasa que lubricaban el conjunto dotándolo de una composición perfecta. Era capaz de diferenciar el amargor de la cubierta de las pepitas del tomate que suavizaba como una base sólida su acidez edulcorada artificialmente en el proceso de preparación industrial. La pasta sabía a corazón de trigo y tierra recién abonada.
Mis labios se convirtieron en fauces y gruñí de placer con cada bocado. La salsa resbalaba por mi barbilla. Sólo me preocupaba el siguiente mordisco, devorar el contenido del plato deseando que no tuviese fin. Al rebañar las últimas trazas de la comida con el tenedor, lo pulí con mis dientes y descubrí que los restos de la anterior comida eran de ensalada con queso de cabra.
Terminé y los ecos de los alimentos perduraron varios segundos como la resonancia de una campana.
El estómago se me revolvió y corrí al baño a vomitar. La comida convertida en residuos sin digerir terminó en el fondo del inodoro y me supieron bien al volver a pasar por mi lengua.
Era demencial.
La tergiversación de mi sentido del gusto lo había vuelto del revés como un calcetín usado y, si hace unos días aborrecía cualquier sabor, en ese momento poseía algo parecido a un superpoder gustativo que me llevó a regresar a la nevera, sacar otro plato con restos vegetales lacios por el aceite y el vinagre, y devorarlos con algo cercano al misticismo.
A pesar de mi fervor, mi estómago caminaba a un ritmo muy diferente, rechazando la ingesta desproporcionada a la que le sometía sin piedad. Vomité una y otra vez, retomando la obsesión por alimentarme en un ciclo compulsivo sin control.
En el quinto viaje al inodoro, atascado de comida regurgitada, entré en razón.
Procuré que esa tentativa de ingesta fuera la definitiva. Me comí lentamente un yogurt con el mismo efecto de placer casi absoluto. Y esta vez se quedó dentro.
Debilitado por el tratamiento y la deshidratación, volví a la cama, tapándome con las sábanas sin molestarme en colocarlas. El tejido del colchón apestaba a sudor. Me dormí.
El ladrido de un perro me sacó del sueño pesado en el que me debatía y agradecí liberarme de la pesadilla que me atormentaba. Las luces de las farolas iluminaban tenuemente las paredes de mi cuarto. La vejiga demandaba orinar y me levanté algo mareado. Me senté en la taza y me salpiqué los muslos cuando el chorro rebotó en los restos atascados de mi orgía gastronómica. Tiré de la cadena seis o siete veces hasta que liberé la canalización. Las paredes interiores del inodoro quedaron cubiertas de churretes aceitosos.
Desvelado, me vestí con un chándal y una camiseta vieja y cogí el teléfono para escuchar los mensajes del contestador. Tenía las manos hinchadas y me costaba doblar los dedos, además de sentir un acorchamiento en las yemas que me irritó por su incomodidad.
La voz de mi operadora favorita me informó que tenía tres mensajes y siete llamadas perdidas. Pulsé el número uno para escuchar la grabación más antigua. La voz sonaba cavernosa y húmeda y se había guardado hace dos días.
«Mateo, soy Toni (tos). Te he llamado tres veces y no contestas. Espero que no te hayas ido de putas con Julio y me hayáis dejado tirado (tos). Julio tampoco me lo coge. Yo ya estoy recuperándome. Las he pasado putas pero ya está pasando. Tenías que verme. He perdido tres kilos (tos) y Silvia dice que parece que he rejuvenecido quince años. No me engaña. Yo sé que tengo una pinta horrible. Llámame (tos)».
El segundo mensaje era del mismo día, cuatro horas más tarde.
«Mateo, soy Toni. Ya he hablado con Julio. ¿Te puedes creer que el cabrón ha cerrado ya el trato para su próximo deseo? Dice que se encuentra bien si no fuera por las meadas. Nos tienes un poco preocupados. Si no me devuelves la llamada vamos a tener que ir a tu casa a darte de hostias. Llámame (tos)».
Una nueva pulsación y escuché el tercer y último mensaje.
«¿Qué quieres de nosotros? ¿No te basta con el sufrimiento que nos has causado? No vuelvas a llamarnos, no te acerques a los niños. Ya no eres parte de nuestra vida».
El tono de Patricia no me engañaba. Detecté una imitación de fuerza que fallaba debido a los resuellos que interrumpían su dicción cada pocas palabras, afianzando mi intuición: aún me quería a pesar de mi comportamiento. Me aborrecí por ello y deseé haber muerto mientras dormía.