Abandonamos a Dani en un callejón sin circulación al que sólo daban las cocinas de un bloque de pisos y la trastienda de una frutería, entre pieles de plátano, mondas de naranjas y colillas.
Le sentamos en la silla de ruedas, colocamos la bolsa de deportes sobre sus piernas y le equilibramos para que no se volcase y estropease el efecto que queríamos conseguir. En la bolsa introdujimos la caja de Viagra y yo cerré su puño sobre el blíster vacío de píldoras. Un suicidio accidental perfecto.
Nos alejamos sin mirar atrás todo lo rápido que pudimos sin despertar sospechas y partimos hacia nuestras casas. Mi último pensamiento fue para la madre del chico. Superado el dolor inicial, la situación sólo podía mejorar.
Acordamos no reunirnos hasta el inicio del siguiente ciclo de quimioterapia. Ahora sé que esa decisión no tuvo mucho sentido si valoramos su utilidad, pero en su momento, amedrentados como estábamos, nos pareció adecuada. Nuestra intención era evitar cualquier contacto que llevase a la policía, en caso de que terminasen encontrando alguna relación entre Dani y nosotros, a localizar a los demás del club. Si alguno caía, que lo hiciese sólo.
Nos despedimos en una calle cualquiera y cada uno se alejó en una dirección.
Al llegar a casa por fin, estaba tan fatigado que me eché en la cama y dormí dieciséis horas sin interrupción.
Los días siguientes me dediqué a ojear periódicos y ver los noticieros de televisión buscando alguna noticia cuyo contenido tuviese un nexo con la muerte de Dani. No localicé ni una sola mención al respecto, aunque si encontré una referencia explícita a la liberación sin cargos de los tres miembros del grupo ecologista que detuvieron por nuestra culpa. Leer el artículo mitigó mis remordimientos. Un problema menos.
Descolgué el teléfono para evitar la tentación de contestar llamadas de mis amigos.
La preocupación de los primeros días fue diluyéndose ante los desvelos que me impedían dormir a medida que se acercaba el cuarto tratamiento. Me estaba recuperando bastante bien y me anegaba la pereza de volver a los vómitos y al malestar profundo de los químicos. Incluso desoía el dolor punzante de mi espalda que se había transformado en una serie de pinchazos que no desaparecían ni atiborrándome de calmantes. En el fondo, yo sabía cuál era su origen. Por la noche, cuando las barreras de nuestra voluntad desaparecen y resurgen los monstruos que contenemos en la vigilia, soñaba con órganos metastatizados sin remisión, con tejidos grisáceos creciendo sin control y emponzoñando las células sanas que se unirían a la cadena de mutación mortal. Y esas pesadillas finalizaban siempre con los rostros de mi esposa y mis hijos pronunciando mi nombre, estirando sus manos para que yo me aferrase a sus muñecas, sacándome de un tirón del agujero donde me consumía hasta que me despertaba con el vértigo del impulso.
Mi sentido del gusto se equilibró, aunque me quedaron unos pequeños destellos de potencia en los sabores ácidos. Comer naranjas se convirtió en una adicción.
Todo llega. Esa es la única verdad absoluta. Por mucho que nos empeñemos en retrasarlo, al final todo llega.
Me desperté una mañana con la alarma de mi despertador y eran las siete de un viernes. Me duché, me vestí con unos pantalones cómodos y una camisa de algodón, y salí al encuentro de mis pruebas previas al tratamiento.
Pasé por el control rutinario con sus analíticas de sangre. Me dejé llevar de un examen a otro como un autómata, respondiendo a las preguntas interesadas del personal sanitario. Regresé a mi casa antes de comer, con el estómago revuelto, y pasé la tarde con diarrea y picores en la piel, fruto de la reacción al contraste intravenoso del TAC. Permití que me martirizaran asumiéndolos con paciencia y el fin de semana transcurrió sin pena ni gloria.
El lunes temprano pronunciaron mi nombre por los altavoces de la sala de espera y entré en la consulta de mi oncólogo con cierta apatía.
Salí vacilante con una carpeta blanca bajo el brazo, una cartilla de seguimiento amarilla en su interior y buscando por las paredes los carteles que me encaminarían a la Unidad de Radioterapia. El especialista me comentó que mi caso había sido objeto de estudio en el Consejo Médico del departamento y que decidieron suspender la quimioterapia por el momento y atacar el cáncer con dosis altas de radiación. Albergaban esperanzas de que ese procedimiento obtuviese más éxito que el anterior y frenase con mayor efectividad el avance del cáncer. Más término evasivos. Como es obvio, frenar no significaba curar. Tan sólo eso, ralentizar la vehemencia con que se defendía la enfermedad asaltando el resto de órganos en un frenesí que terminaría aniquilando cualquier tejido sano en mi cuerpo. Alternarían la radioterapia con una nueva línea de fármacos que se hallaban aún en fase de experimentación y cuya aceptación firmé en el acto. Me habló de los efectos secundarios de los que tenían conocimiento y ninguno me pareció novedoso.
Me presenté en el control de enfermería con un papel con la inscripción «Muy Preferente» estampado en su esquina superior derecha. La mujer que lo recogió me sonrió con amabilidad, me invitó a sentarme en una fila de bancos y llamó por teléfono. Discutió con suavidad con alguien al otro lado de la línea y me llamó con un movimiento de la mano. Me acerqué y me comentó que tendría que esperar un rato porque iban a trasladar mi expediente. Asentí y regresé a mi asiento. Dormité un tiempo indefinido hasta que me llamaron de nuevo. Acompañé a la enfermera hasta una consulta donde una doctora demasiado joven para mi gusto me hizo desnudarme, encendió un calefactor de aire y me examinó sin consideración en una camilla, palpando cada rincón de mi maltrecho organismo y ametrallándome a preguntas. Al terminar, me hizo vestirme y sentarme en una silla frente a su mesa, mientras ella tecleaba en el ordenador las conclusiones de su valoración. Finalizó con una sonora pulsación a la tecla intro y se dirigió a mí, cruzando los brazos sobre la mesa y mirándome fijamente a los ojos.
—Voy a explicarle las pautas que vamos a seguir. Déjeme que termine sin interrumpirme y cuando acabe solventaré sus dudas.
Callé intimidado por esa doctora que emanaba tan enorme autoridad.
—Le haremos un TAC sin contraste para marcar los ejes que establecerán con exactitud la zona a radiar. Le tatuaremos algunos puntos indelebles en distintas zonas de su piel y, a partir de la imagen que extraigamos, elaboraremos un molde personalizado que se usará a lo largo de su tratamiento radioterápico. En principio, según lo acordado en el consejo departamental, recibirá veinte sesiones de veinte minutos de duración. Radiaremos un área que se extenderá desde los pulmones hasta la pelvis, por su parte inferior y superior. Los efectos secundarios serán más leves que los que usted ha conocido hasta el momento.
—Perfecto.
Frunció las cejas con mi interrupción, contrariada, y le pedí perdón.
—Eso no quiere decir que no vaya a haberlos. Los principales serán enrojecimiento e irritación de la zona radiada, molestias gastrointestinales, náuseas en algunos casos, diarreas, esofagitis y cansancio durante varias semanas una vez finalizadas las sesiones. A medio plazo existe la posibilidad de desarrollar cronicidad en las molestias intestinales, neumonitis y fatiga crónica. A largo plazo, y hablamos de más de veinte años, algún otro cáncer tardío como consecuencia de la radiación. ¿Alguna pregunta?
—Ninguna. Todo perfectamente claro. ¿Cuándo empiezo?
—Mañana. Pida la cita en el control de enfermería.
Extendió la mano y se la estreché. Apretaba con firmeza y me transmitió seguridad. Aunque algo árida, parecía una profesional competente.
No me preocupaban lo más mínimo todos los efectos que me recitó. Lo que de verdad me afectaba era no compartir el tratamiento con mis amigos del club, alejado de su compañía.
La radioterapia fue una excursión de colegialas comparada con la quimioterapia. A pesar de ser cierto que terminaba las sesiones con el estómago revuelto y que vomitaba en ciertas ocasiones, no era equiparable en absoluto al infierno de las semanas anteriores.
Las primeras veces me intimidaba estar tendido bajo esa cabeza mecánica que zumbaba al emanar un veneno invisible que bombardeaba mis células rebeldes. Me acordaba de los documentales de las víctimas de Chernóbil y elaboraba retorcidas fantasías en las que el mecanismo regulador del aparato se averiaba y me fundía las vísceras con una lluvia masiva de radiación.
Me asignaron un turno de tarde y los días transcurrieron sin contacto alguno con Toni y Julio. Deseaba verles para saber cómo les iba a ellos el ciclo y darles algo de envidia con la suavidad del mío, pero siempre me podía el miedo a encontrarme una pareja de detectives de paisano que se aprovechasen de mi debilidad para establecer el nexo que cerraría el círculo de su investigación policial.
Alcancé el lujo de volver a casa paseando y llegué a tener cierta sensación de normalidad que centró mi espíritu. Sólo el sempiterno dolor de riñones me recordaba que el animal seguía creciendo y royéndome por dentro. Conseguí amansarlo aumentando sin consentimiento médico las dosis de opiáceos que, alternándolos con antieméticos para opacar las náuseas que me producían, se convirtieron en un cóctel tan rutinario como parpadear.
Empujado por esa escalada emocional, me animé a desempaquetar la caja con los recuerdos y fotografías de mi familia. La llevé hasta el salón y retomé la acción que no fui capaz de finalizar al inicio del tratamiento. Saqué los vinilos que cubrían las fotografías y sobres que tanto miedo me daban y, llenándome de coraje, fui mirándolas una a una, deteniéndome en la evocación de los momentos que reflejaban, estancados en el tiempo para siempre, proyectando desde el pasado unos sentimientos que añoraba y me dolían más que los riñones. Los recuerdos que escogí al abandonar mi hogar no fueron seleccionados al azar. Cuando tomé la decisión de librarme de los anclajes que me ataban a mis seres queridos, sabía que existía la posibilidad cierta de no volver a verles en mucho tiempo, incluso nunca más, así que tomé los más representativos: las fotografías de nuestro breve noviazgo, mi boda con Patricia, el primer amamantamiento de mis hijos, sus cumpleaños, hechos significativos que resumían lo que valía la pena de mi biografía. Y en ellas sólo había imágenes familiares. Ninguna de los años de estudio y trabajo, ni de amigos perdidos. El meollo de mi vida eran esos dos niños y la mujer que se convirtió en mi esposa.
Alcancé la certeza de mi profundo error. Y también su irreversibilidad. Era impensable dar marcha atrás y presentarme en casa como si nada de esto hubiese ocurrido. Patricia no podría vivir con el miedo a volver a pasar por unas circunstancias semejantes y la confianza en que se basó nuestra relación se vería minada hasta tal punto que haría imposible su recuperación. Yo mismo me había destinado a la soledad.
Lo único que me quedaba era el club.
Superando el miedo a la policía, marqué el número de Toni. Me contestó Silvia.
—¿Dígame?
—Hola. ¿Está Toni por ahí?
—Vaya, por fin das señales de vida y te dignas a llamarle —percibí con claridad el tono de reproche.
—He estado ocupado con unos asuntos.
—Ya. ¿Sabes que te ha llamado cientos de veces?
—Pues no.
Caí en la cuenta de que no había vuelto a colgar el teléfono desde que regresamos de nuestra última aventura.
—Sería bueno que revisases los mensajes de vez en cuando. Un amigo no se olvida así de los suyos.
Me inventé una excusa como justificación a mi miedo a la policía.
—Silvia, lo siento, de verdad. Es que… no sé, necesitaba estar sólo una temporada.
—Desde el primer día supe que eras un capullo. No te mereces unos amigos como Toni y Julio.
Tanta ponzoña en su discurso me retrotrajo a los primeros tiempos de nuestra relación. No era justo que me tratase así.
—Ya te he pedido perdón, ¿no? ¿Qué más quieres? ¿Que me ponga de rodillas?
—Revisa tu contestador.
Y me colgó. Dolido por el trato, golpeé el auricular con violencia contra el soporte y me cisqué en la mujer de Toni y su facilidad para la humillación. Caminé como un animal enjaulado por la casa hasta que mis pulsaciones se normalizaron. Más calmado, volví a coger el auricular y pulsé el código de acceso a mi buzón de voz. Me anunció la existencia de veinticinco mensajes pendientes. La boca del estómago se me contrajo de aprensión y temí recibir noticias con contenido policial. Pulsé la tecla del asterisco y escuché el primero. Era de Toni, por supuesto, cuatro días atrás.
—Llámame, por favor.
Ese «por favor» me asustó. Toni no era un hombre que usase esa cortesía habitualmente. Me bastó escuchar el segundo mensaje para empujarme a salir corriendo de casa.
Mientras bajaba los peldaños de la escalera de tres en tres, las palabras de mi amigo reverberaban en mis oídos.
—Mateo, llámame de una puta vez. Julio está jodido. Se muere.
Pagué al taxista y no me entretuve en recuperar el cambio. Entré en el hospital como una tromba y corrí al mostrador de información, donde una mujer cincuentona, con las gafas caídas sobre el puente de la nariz, leía una revista vocalizando en voz baja las sílabas.
—Necesito conocer el número de habitación de un enfermo.
Tardó unos segundos en prestarme atención. Cuando lo hizo, se mostró fría como sólo una funcionaria demasiado segura de la permanencia en su puesto puede estarlo.
—¿Nombre?
—¿El mío o el del enfermo?
—El del enfermo, por supuesto.
—Julio.
—¿Qué más?
No me acordaba del apellido. Era posible que nunca lo hubiese sabido.
—¿No puede usted buscar sólo con el nombre? Es un paciente oncológico.
La mirada de desdén me hizo sentirme estúpido por proponer esa idea.
—El sistema sólo me permite buscar por apellido.
—¿En qué planta se ingresa a los pacientes de oncología?
—En la sexta.
Sin despedirme, me precipité a los ascensores. Otras seis personas esperaban pacientemente la llegada del elevador que descendía lentamente, deteniéndose en cada planta para dejar o recoger pasajeros. La impaciencia me pudo y me dirigí a las escaleras. Ascendí los primeros tramos con una vivacidad que se me agotó en la segunda planta y me hizo escalar las siguientes cuatro apoyándome en las paredes para no caerme rodando. Al alcanzar mi meta, la vista se me nublaba y busqué un asiento para recuperarme. Recobrado del esfuerzo, seguí la señalización que me llevó al ala del hospital donde esperaba encontrar a Julio.
Llamé a puertas y me asomé a habitaciones donde desfallecían seres humanos agostados como el trigo esperando la siega inevitable. Las expresiones de sus acompañantes, sorprendidos en el acto íntimo de velar a un moribundo, me transmitieron la desesperanza que reina en lugares como ese. Revisé ocho habitaciones sin éxito. El corredor por el que avanzaba giraba siguiendo el contorno del edificio. Al doblar la esquina, apoyado en un pasamanos, descubrí al padre de Julio, enrollando y desenrollando sin cesar el envoltorio de un caramelo.
—Hola —le dije.
Dejó de jugar con el envoltorio y me miró desde abajo. Parecía mucho más pequeño que la última vez que nos encontramos. De súbito, me abrazó y se puso a llorar. Su cuerpo diminuto se veía sacudido por oleadas de temblores, acompañados de unos lamentos callados que casi me hacen acompañarle en el duelo. Es increíble hasta qué punto una enfermedad puede unir a personas con las que no has tenido la más mínima relación. Aguanté el tipo como pude hasta que se tranquilizó y se separó de mí, retirándose las lágrimas con torpeza.
—Se me muere —gimió.
—Lo sé. ¿Dónde está?
Señaló la habitación y le dejé sólo con su desconsuelo. Entré sin llamar y me encontré con un enfermo, acompañado por un hombre fornido y de antebrazos gruesos que leía una biblia. El convaleciente parecía en las últimas. Una cortina les separaba de la otra cama. Saludé con una inclinación de cabeza y me asomé. Sentado en una silla, cogiendo de la mano a Julio, estaba Toni, sin su peluca, mirando por la ventana. Con el sol perfilando sus facciones desgastadas por la enfermedad, parecía un aristócrata de algún imperio antiguo. Al percibir mi presencia y volverse hacia mí, volvió a ser un comercial exhausto por la lucha que arrastraba hace tantas semanas. La bolsa con el oxígeno reposaba en una esquina de la habitación. Su respiración rascaba como una marcha mal acoplada de un coche viejo.
—Has venido.
—Sí. ¿Cómo está?
—Mal. Hoy no se ha despertado ni una vez. Se queja de vez en cuando. Pero no ha abierto los ojos.
Julio no tenía aspecto de descansar. Sus facciones se contraían desacompasadamente en un rictus que no dejaba lugar a dudas sobre su sufrimiento. Las cejas se elevaban como queriendo tirar de los párpados. Parecía que quería despertarse sin conseguirlo. Estaba lívido, casi transparente, y se advertían con claridad la raigambre de venas que corría bajo su piel. Varias bolsas se conectaban a sus venas y al catéter.
—¿Qué han dicho los médicos? —quise saber.
—Los tumores han alcanzado alguna zona sensible del cerebro. Su padre me explicó que estaban viendo la tele, convulsionó y se desmayó.
—¿Y qué van a hacerle?
—Nada. Mantenerle sin dolores.
—Pero algo podrán hacer —tartamudeé, incapaz de asimilar que la figura que se moría en esa cama fuese aquel con el que habíamos compartido tanto hace tan poco tiempo.
—Su padre ha rechazado que le metan mano. No quiere prolongarlo más.
—Mierda.
Me apoyé en la estructura de la cama. Tenía más rabia que tristeza. Sabía que ese momento iba a llegar tarde o temprano, pero no tan de súbito. Esperaba un deterioro gradual, que fuese perdiendo sus facultades progresivamente, que nos diese tiempo a despedirle como se merecía. Aún le quedaban sueños por cumplir. Recordé el fondo de pantalla de su ordenador. Quería viajar a París, era otra de sus ilusiones incumplidas. Ya no podría hacerlo.
Fue la ira la que me llevó a salir en busca de su padre. Seguía donde le había dejado.
—¿Por qué va a dejarle morir tan pronto?
Mi cólera chocó con su desesperanza como las olas contra un arrecife.
—No quiero volver a pasar por lo mismo otra vez —fue su contestación, derrumbado por la tristeza.
—¿Le han dicho los médicos que existe alguna esperanza de sacarle de ese estado?
—Muy pequeña. Y las consecuencias…
—¡Pues haga que lo intenten!
Enfrentado a ese anciano, acogotándole con mi irritación, con los puños cerrados a cada costado, no me sentí mejor que antes.
—No volveré a repetirlo —me contestó.
—¿El qué?
—Fue un error.
Hablaba a las baldosas gastadas y su voz desesperanzada envolvió mi furia y la disolvió.
—Acepté que la operasen. Ella también tuvo un cáncer, supongo que del mismo tipo que mi hijo. Quise salvarla a toda costa. Me equivoqué.
Era como escuchar un cuento del que ya conoces su resolución.
—La mujer que salió del quirófano no era ella. Sus ojos. Sus ojos —se tapó la cara con las manos—. Te miraba y te atravesaba. Era como un pescado muerto. Tardó meses en morir. Descuidé a mi hijo. Cuando falleció pesaba treinta y cinco kilos y a Julio le aterrorizaba darle un beso. Antes era una mujer hermosa.
Elevó su rostro hacia mí y su convicción le puso a mi altura.
—No voy a permitir que mi hijo pase por ese calvario. No mientras yo viva.
Rememoré el deseo de Julio y la mujer con la que compartió parte de la noche en el burdel de la Rusa. Aún seguía necesitando una madre.
Ese fue el día en que recuperé la certeza en la presencia de Dios. Ya no tuve más dudas de que la existencia, ese lapso de tiempo que pasa entre la concepción y el fallecimiento, era una broma de una divinidad malévola que nos puso en juego para divertirse con nuestro sufrimiento aleatorio, examinándonos como hacemos nosotros al ver un drama en el cine, quizás sufriendo mientras se desarrolla el argumento, olvidándose en el acto cuando aparecen los créditos. En el fondo, no somos más que una mala película con un guión repetitivo.
No tuve el valor de pedirle disculpas. Regresé a la habitación. Algo no terminaba de cuadrarme y necesitaba una aclaración. Toni mantenía la postura, como si soltar a Julio supusiese dejarle a la deriva.
—Tú tendrías que estar recuperándote de tu ciclo de quimioterapia —le solté, medio ofendido por lo que me temía.
Acarició el antebrazo de Julio y me respondió lo que no quería oír.
—No ha habido ningún ciclo de quimioterapia.
—¿Te has vuelto loco?
—Nunca he estado más seguro de nada.
Se incorporó, situándose a unos centímetros de mí, y me lo confirmó.
—He abandonado el tratamiento.
Me deshice de él y me acerqué a la ventana. Los edificios, grises y deslustrados, absorbían la luz del sol. El runrún del tráfico se filtraba por las rendijas de la silicona dura y agrietada.
—¿Por qué?
—¿Crees que finalizarlo va a suponer alguna diferencia?
—¡Pues claro! ¡Sin él te vas a morir!
—Julio lo siguió y mira donde está. Dani también. No lo venceremos.
—Eso no tiene por qué pasarte a ti.
—Sé que sí.
—No puedes saberlo.
—Lo sé porque lo siento aquí dentro —y se señaló en el pecho. Tosió para confirmar su convicción—. Voy a morirme y no importa lo que me empeñe en luchar. La única diferencia será el plazo.
—Aún puedes hacer muchas cosas.
—Lo que tenía que hacer ya lo he hecho. Me casé enamorado de mi mujer, he llevado la vida que he querido, he tenido un hijo y os he conocido a vosotros. No hay mucho más que pueda pedirle a la vida. He sido muy afortunado si me comparo con nuestros dos colegas.
—Tu hijo no sabrá nada de ti. Es como si no lo hubieses tenido. No le has dado la oportunidad de conocerte.
—Es mejor así. ¿Qué voy a suponer para él? Bastante tiene ya el pobre con saber que su padre no lo es en realidad. No me engaño. Fue un accidente. Uno maravilloso, porque si no llega a ser por esa farmacéutica salida y su marido impotente, me hubiese muerto sin saber lo que se siente al ser padre. Aunque no haya podido ejercer como tal, mereció la pena.
—Es un suicidio. Dejar la quimioterapia es lo mismo que meterte un tiro en la cabeza.
—¿Y qué hay de malo en ello? Tú tampoco tenías mucho interés en vivir. ¿Por qué te pones tan pesado ahora?
—He cambiado de opinión.
—¿Sí? ¿En qué sentido? ¿De golpe y porrazo la vida te parece maravillosa? Venga ya, Mateo, que nos vamos conociendo un poco. Tú lo que tienes es miedo.
Me tragué la réplica porque tenía razón. Miedo de seguir adelante por el padecimiento futuro, miedo de dejarlo por el horror a la nada que supone la muerte, miedo de quedarme sólo otra vez.
—¿Y Silvia? ¿Te has olvidado de ella? —contraataqué cambiando de tema.
—Precisamente lo hago por ella. No quiero que me vea sufrir de esa forma, que me recuerde hecho una mierda.
Justo el mismo motivo por el que yo abandoné a mi familia, pero él, a diferencia de mi deleznable actitud, había tomado una decisión valiente. Se enfrentaría al cáncer con su mujer y moriría con ella de la forma más digna que existía: la que él había elegido y no la que pautaban especialistas que nos contemplaban como sujetos de experimentación sin alma. Toni enarbolaba la bandera de la muerte digna, que no es otra que aquella que decidimos como personas libres.
—¿Y yo? ¿Qué hago yo? —protesté.
—¿Qué quieres hacer?
—No lo sé.
Me acuclillé al lado de Julio, rodeado de su sempiterno aroma a pañal usado. Estaba empezando a ver las cosas de otra manera. Si Toni dejaba su tratamiento el avance del cáncer sería arrollador. Palpé la zona dolorida de mis lumbares. En caso de que yo tomase la misma decisión, no sería muy diferente.
—Voy a seguir adelante.
—No voy a intentar convencerte. Aunque sabes que podría. Soy el mejor comercial del mundo.
Me enderecé y le sonreí. El sentimiento que llenó mi pecho fue semejante al instante previo al salto con el parapente aleccionado por Dani. Ese chico me había enseñado algo.
—De eso no tengo duda alguna. Si no fuera así, ya me dirás tú cómo he terminado yo mezclado en esta historia.
—El Club de los Cancerosos.
—El club de los dementes. Hemos pifiado todo lo que intentamos.
—Todo no. Míranos. Los tres seguimos juntos. Hasta este cabrón ha disfrutado lo suyo.
Julio proseguía con su ejercicio de mímica facial. Dudaba que disfrutar fuese la palabra adecuada.
—¿Qué hacemos ahora? —le pregunté.
—Esperar.
—Esto puede demorarse semanas.
—No creo. Su padre ha dado instrucciones de ponerle sólo medicación que quite el dolor. Será rápido.
—Buscaré una silla entonces.
La muerte es un proceso muy simple.
No hay éxtasis anticipatorios, ni túneles con luz, nada de un alma que se desprende de su yo carnal y se eleva a reunirse con la pléyade de ángeles. La muerte consiste en dejar de ser. Antes éramos, ahora no. Respirábamos, comíamos, dolíamos, y ahora somos un pedazo de carne que rebosa de gusanos esperando su turno para la comilona. Los recuerdos de nuestra infancia, las experiencias acumuladas durante décadas, almacenadas en los lóbulos temporales de nuestro cerebro, dejan de recibir energía y se apagan. Adiós a las imágenes que te hicieron ser como eres, tu primera masturbación, tu boda, la muerte de tu madre, adiós a las añoranzas. Cuando nos morimos, no valemos más que un solomillo de ternera. No hay diferencia alguna entre el muestrario de una carnicería y el cadáver que reposa en el féretro entre llantos. Sácalo de ahí, filetéalo y sírvelo en un restaurante; seguirá el mismo proceso digestivo que cualquier otra comida y terminará en el retrete. Déjalo estar en el ataúd y, una vez enterrado, los inquietos habitantes que siempre nos alcanzan por muy profundo que nos metan, darán buena cuenta de nosotros. En cualquier caso, la culminación de tanto esfuerzo y ansia siempre es convertirse en abono para las plantas. Y no es un mal final si lo piensas con detenimiento. Por lo menos, aún sin quererlo, servimos para algo.
Julio siguió al pie de la letra ese proceso.
Durante semana y media alterné mis citas con la radioterapia con las visitas a la habitación donde su cuerpo se moría.
No fue un tiempo cómodo ni para Toni ni para mí. Dormíamos poco, aguantábamos las penas del padre de Julio en la sala de espera y nos alternábamos para volver a nuestras casas a recuperar fuerzas y ducharnos. Toni se atiborraba de pastillas que le entregaron los médicos para sobrellevar mejor el tramo final de su enfermedad. Por el momento, apechugaba la situación con ayuda de su dosis de oxígeno y un buen surtido de píldoras. En el tiempo que nos mantuvimos velando a Julio no hubo mención alguna a Silvia, lo cual fue un alivio considerable. Entre mis temores estaba el que se presentase en el hospital exigiendo el regreso del marido suicida que se moría vigilando a un amigo en lugar de permanecer junto a su mujer. Supongo que no era muy consciente de la situación. O que le había dejado por imposible.
Sea lo que fuere, una tarde en que regresaba de mi sesión de radiación, con la piel escocida como el culo de un bebé con diarrea, me los encontré en el pasillo. La puerta de la habitación estaba abierta de par en par. Dentro, dos personas preparaban la cama donde desfallecía nuestro amigo.
—¿Qué ocurre? ¿Cambio de habitación?
Fue Toni el que me contestó. El padre vigilaba las maniobras que ejecutaban en el cuarto.
—Se ha muerto. Hace media hora.
Sentí un desahogo inmenso. Cada vez que entraba a visitarle deseaba encontrármelo así. Verle tumbado en su cama, torturado por dolores que no éramos capaces de concebir, me producía una profunda desazón; presenciar su final era anticipar el mío.
—Lo siento —le dije a su padre, mostrándole una condolencia que no sentía. Parecía aliviado también.
—Gracias. Habéis sido muy buenos con nosotros.
—No podíamos hacer menos por Julio. Era nuestro amigo.
—No tenía muchos. ¡Era un chico tan solitario! La muerte de su madre le marcó. Y yo no le cuidé como debía.
—Hizo lo que pudo. No se culpe. Julio era una persona excelente.
—Si me perdonas… me reclaman dentro.
—Claro.
El hombre entró para firmar unos documentos que le presentaron los celadores y la enfermera. Yo volví al lado de Toni.
—Se acabó —expresé en voz alta.
Ambos nos mantuvimos muy juntos cuando sacaron a Julio y se lo llevaron pasillo abajo, hacia el montacargas. Al cerrarse las puertas correderas, advertí que la mano de Toni buscaba mi mano y la apretaba. En esta ocasión fui yo el que estrechó sus hombros.
Antes de ausentarme, quise hablar con el anciano. Había algo que era menester finalizar para que el buen nombre del hijo no quedase mancillado en su memoria. Le expliqué que en mi visita a su casa me dejé una bolsa de deporte en la habitación de Julio, que este me dijo iba a guardarla en el armario y que, si no le importaba, mandaría un mensajero para que la recogiera. El pobre hombre me aseguró que se encargaría de entregársela para que me la devolviesen, después de todo lo que habíamos hecho por su hijo.
Quería evitar a toda costa que viese su contenido y desvirtuase la percepción que tenía de Julio. Saber que estaba obsesionado con un caos cibernético y que se estaba armando para superarlo no era lo ideal en su caso.
Al marcharme, el acompañante del paciente que agonizaba en la cama vecina de Julio se me arrimó.
—Siento mucho lo de su amigo.
—Gracias. Si me disculpa…
—No he podido dejar de oír alguna de sus conversaciones con el otro amigo.
—Es lo mismo.
—Quiero hacerle un regalo. Le ayudará.
Me entregó la Biblia manoseada que leía continuamente mientras cuidaba a su familiar. Desprevenido, la acepté.
—Las respuestas que necesita están ahí dentro —me dijo, regresando a la habitación.
Rocé la cubierta de letras doradas, enfrascado en la remembranza de mi juventud, en los ideales espirituales que inflamaron transitoriamente esa etapa. Abrí aleatoriamente sus páginas y leí:
«En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros: en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo para que vivamos por él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros y envió a su Hijo en expiación por nuestros pecados».
Cerré el libro, la supuesta expresión de fe de un pueblo que se sabía amado por su Dios, lo arrojé a una papelera y me largué de allí.
No acudí a su cremación. No me sentía cómodo en esas celebraciones donde se dicen cosas buenas del muerto aunque sean falsas. La hipocresía me saca de mis casillas. Toni sí asistió, acompañado de su mujer. Las cenizas se las llevó su padre al pueblo de donde eran originarios, para liberarlas en el caudal del río que refrescó los veranos de su niñez.
Si existiese un más allá, me gustaría ver el reencuentro entre Julio y Dani. Estoy convencido de que compartirían sus experiencias con las mujeres, con los querubines curioseando alrededor.
Julio había alcanzado algo que no consigue gran parte de la humanidad occidental: aprovechar al máximo esos pocos meses de su vida. La mayoría de nosotros vivimos cada despertar como si no tuviesen fin, como si los amaneceres de que disponemos no formasen parte de una cuenta regresiva que, indefectiblemente, llegará a su término tarde o temprano. De esa forma, cada vez que sacamos la pierna de debajo de las sábanas y plantamos el pie en el suelo, repetimos incesantemente el mismo ritual que nos lleva a reincidir en la recopilación de vivencias idénticas a lo largo de las horas en que navegamos por la corriente del río de nuestra cotidianidad. Y, al anochecer, atracamos agotados en el puerto de nuestro dormitorio, durmiéndonos deseando soñar con un ciclo vital muy diferente. Julio, formando parte del club, consiguió romper el guión escrito, un salto al vacío que no todos son capaces de dar. En su caso fue una enfermedad terminal la que le animó a partir en dos la línea que le encarcelaba y apoderarse del dominio de sus últimos momentos. ¿Cuántos se mueren con esa inmensa suerte?
No lloré su fallecimiento, porque no merecía llorarse. Fue un hombre afortunado, por vivir lo que vivió y por morir como murió.
Durante unos días no nos hablamos. Exigencias de matrimonio, entiendo. O sencillamente, que Toni necesitaba descansar.
Los principales medios de comunicación seguían sin mencionar el caso de Dani. Tampoco recibí visitas policiales al respecto.
Me mantuve ocupado con mis idas y venidas al hospital hasta que completé el cupo de visitas. En la cartilla amarilla de mi carpeta blanca estaban señaladas con una firma del personal técnico las casillas de cada cita a la que asistí. Veinte sesiones en total. La piel se me enrojeció, cubriéndose de pequeñas ampollas llenas de líquido. El personal de radioterapia me tranquilizó comentándome que era una reacción habitual y que pasaría con el tiempo. Me aconsejaron unas cremas ecológicas que aplacarían las molestias y me ayudarían a sobrellevar mejor el tiempo pertinente hasta su curación.
Terminada la radiación de la zona afectada por los tumores, dispuse de dos semanas de recuperación antes de afrontar la nueva tanda de medicación quimioterápica de ensayo que aspiraría a frenar el cáncer. Acontecida la experiencia de la muerte de Julio, recuperar una falsa rutina de normalidad se me planteaba como una banalidad inaudita, cercana al sacrilegio.
Intentando matar el tiempo, me acerqué a una biblioteca municipal cercana a mi casa, la primera que pisaba en más de veinte años. En una primera impresión, me agradó verificar que el ambiente no se alejaba del recuerdo que de ellas tenía de mi época de estudiante; el mismo silencio hueco, el olor a polvo y papel, los susurros de las hojas al pasar, la expresión adusta de la bibliotecaria, esos pequeños detalles que se quedaron grabados a fuego en mi memoria. Aunque no todo se mantenía de la misma guisa. Los tiempos avanzaban y la revolución tecnológica que supuso Internet había inundado también parte de su espacio: hileras de ordenadores invadían un tercio de la sala principal de lectura, con un índice de ocupación notablemente mayor que las mesas de estudio. El sonido de los teclados aleteaba creando una atmósfera que no terminaba de gustarme.
Busqué el archivador con las fichas de los libros y, azorado, advertí que había sido sustituido por otro ordenador para localizar sus fondos bibliográficos. El software de indexado era excesivamente farragoso y poco intuitivo. Esa primera barrera me gustó menos todavía que el sonido mecánico de las teclas invadiendo con sus clics agudos los rincones en los que reposaban los maestros de la literatura. Movido por un cierto sentimiento de desprecio anacrónico, dejé de lado el ordenador y me encaminé a las estanterías donde podría encontrar, de forma directa, los volúmenes que me satisficiesen, sin intermediarios electrónicos. No se me pasó por alto el breve silencio que reinó cuando irrumpí entre los estudiantes. Me sentí enfermo y decrépito, un cadáver animado entre la inmensidad de células florecientes de la juventud.
Me escondí en el primer pasillo que se me puso a tiro, oculto de sus miradas por centenares de novelas de escritores ya fallecidos. Respiré aliviado. Por fortuna, el viejo sistema de clasificación decimal universal seguía vigente y navegué por sus etiquetas confiado como un marino con sus cartas náuticas.
Paseé la vista sin un objetivo específico, acariciando los cantos de los libros con mis pestañas, abriendo aleatoriamente las páginas para oler su aroma y determinar si habían pasado por muchas manos o yacían olvidados de la atención de los lectores. Buscaba el volumen despreciado, el que mantuviese la esencia de la primera impresión, el desdeñado por las hordas de visitantes que pasaron a su lado sin sentirse arrebatados por su título. Rastreaba, sin duda, mi alter ego. Me despreocupé del paso del tiempo y fue bueno, terapéutico. Sólo era ojos y olfato, alternativamente. Los tumores perdieron su trascendencia en ese lapso.
Así, creí captar en las páginas que husmeé la crema de manos, el perfume de adolescentes femeninas y su réplica masculina, el champú de los cabellos que reposaban en su interior, la sal de las lágrimas vertidas por las letras escritas. Muchos olores buenos y otros desagradables. Sin embargo, cada libro que pasaba por mis manos me mostraba una historia de uso que me hacía desestimarlos por no cumplir el requisito que buscaba.
Con la nariz embotada, me iba a dar por vencido cuando, con júbilo, localicé uno cuya fragancia me embriagó. Convencido de ser el primer lector que arrugaba sus tapas, lo pegué a mi costado sin leer su título para mantener la intriga. Se lo entregué a la bibliotecaria apartando el rostro para no ceder a la tentación y, sorprendentemente, me bastó la entrega del DNI para su retirada. Vivimos en un mundo muy pequeño que no necesita de los viejos carnets con foto y firma.
Salí de la biblioteca y regresé a casa, ansiando revelar mi pequeño descubrimiento. Sin quitarme la chaqueta ni los zapatos, me senté en mi incómodo sillón, coloqué el libro sobre las rodillas y miré.
—No me jodas.
Hacía mucho tiempo que no creía en las casualidades, pero esa atacaba frontalmente mis creencias más firmes.
Rotulado en verde esperanza sobre un cielo cuajado de nubes primaverales, blancas y suaves, con una flor amarilla en su centro, se leía
«El cáncer se cura», de José Ramón Germá, CDU 616 GER can.
Reí hasta vomitar.
Y después, un poco más.
A pesar de mis reticencias iniciales, me leí el libro de principio a fin y reconozco que me gustó. No me sentí especialmente identificado con el relato de los hechos que narraba, aunque eso no impidió que su lectura amenizase unas cuantas horas de mi espera.
Al terminarlo, con su olor a nuevo ya desdibujado por mi presencia, me pregunté cuán diferente hubiese sido mi experiencia oncológica de haber caído en manos de otro especialista. El autor plantea en la obra un punto de ataque a la enfermedad totalmente divergente al que yo sufrí. Y ese conocimiento me llevó a reflexionar de nuevo sobre el absurdo azar en que se basan nuestras posibilidades de supervivencia: no depende tanto de la gravedad ni de tu predisposición genética como de la probabilidad de que en tu hospital de referencia ejerza un especialista preocupado por sus pacientes y que tengas la fortuna de que en el reparto de consultas te lo asignen. Si es así, puedes felicitarte, porque existe una oportunidad de que veas crecer a tus hijos o envejecer a tu marido. Si no, nos acompañarás en el hoyo.
Yo no fui de los aventurados por el hado del buen oncólogo. A cambio, el destino me colocó en la misma sala de tratamiento que Toni y Julio. Fue una buena compensación.
Mi visión del futuro, como un girasol encerrado en una habitación oscura, rotaba buscando el nuevo foco de luz que se abría deslumbrante.