Dani nos indicó que le dejásemos a tres calles de su casa, no sin antes enviarle un SMS a su madre avisándole de que fuese a recogerle en treinta minutos.

—¿Cómo pueden aguantarte? —le cuestioné.

—¿Quiénes?

—Tus padres. Desapareces sin explicaciones y cuando regresas no te dignas a llamarles para ofrecerles una excusa. Es injusto.

—Están acostumbrados.

—¿A que les trates como una mierda?

—A intentar complacerme. Saben que me queda poco de vida y se mueren por darme los caprichos que les pida. Una escapadita de vez en cuando es comprensible en mi caso. No es la primera vez.

—Les manipulas.

—Todos lo hacemos.

—Pero no con nuestra familia.

—Con ellos más. Además, ¿por qué narices me estoy justificando?

—Será mejor que lo dejemos.

Me dio una palmadita en el muslo.

—Será lo mejor. Tenemos temas más importantes que debatir.

—¿A qué te refieres? —preguntó Julio.

—A tu deseo —se adelantó Toni.

—¿Ya? ¿Ahora?

—Te recuerdo que estamos enfermos, que en poco tiempo empezamos la quimio y que no sabemos cómo saldremos de ella. Cuanto antes mejor.

—Es inútil demorarlo más. Es obvio que haremos lo que tú digas —comenté sin sarcasmo—. ¿Qué habéis pensado?

Miré a mi amigo con gesto reprobatorio. No pareció reconocer mi intención al incluirle en la forma verbal utilizada.

—Toca votar. Julio recuérdanos tu deseo.

El aludido se rascó el dorso de las manos y se le enrojecieron los carrillos.

—Quiero que nos vayamos con unas prostitutas a que nos hagan un servicio especial.

No era irme de putas lo que me preocupaba. Las enfermedades venéreas no nos harían más daño que el cáncer, y el SIDA no nos mataría antes de que nuestros tumores se extendieran lo suficiente. Era el adjetivo que usaba para referirse al servicio que nos iban a prestar lo que me mantenía en vilo. Aun así, ya no había objeción posible. Antes de esta junta improvisada habíamos acordado realizarlo. Mi amigo no podía morirse sin cumplirlo. Todos tenemos derecho a disfrutar de un buen polvo, sea del estilo que sea.

—¿Lo tienes todo listo?

—He hablado con las personas con las que tenía que hablar y el trato está cerrado. Están esperando mi aviso y el dinero.

—¿De cuánto estamos hablando? —pregunté.

—Quinientos por cabeza.

—¡No me jodas! —exclamó Toni— ¿Qué pasa, que tienen el coño de oro?

—Muy bueno tiene que ser el servicio para valer ese precio —dije yo.

—Pero tenéis el dinero, ¿verdad? Lo que os dieron por el coche…

—Sobrará. Por eso no te preocupes.

Me recliné en la silla y negué con la cabeza, cruzando los brazos.

—No podemos ir a un sitio de esos con Dani. Es un menor. Si nos pillan nos empapelan. Y os aseguro que los burdeles están llenos de policías de paisano. Muchos son clientes habituales.

—Si Julio dice que no hay problema y que está todo hablado, no hay nada que discutir —afirmó Toni.

—Pues entonces no hay inconveniente alguno —aseveró Dani—. ¿Cuándo es la fecha señalada?

—Pasado mañana si os parece —informó Julio.

—¿Y cómo quedamos contigo? —interrogué al chico— ¿Otra vez en el hospital?

—No hablamos de un paseo matutino, bobo. Pasar la noche fuera es caza mayor. Mis padres no se dejarán convencer con un simple SMS. Ya os informaré al respecto. Tengo que ajustar un pequeño detalle y todo estará listo. Ayudadme a salir. Mis padres están al caer y no querréis que identifiquen vuestro coche. Nunca se sabe lo que pueden hacer los desesperados.

Julio salió solícito, sacó la silla del maletero y abrió su puerta.

—Adiós Mateo. Toni. Julio, la próxima a follar como leones.

El informático asintió y volvió a enrojecer.

Se sentó en la silla y avanzó hasta ponerse a la sombra de un bloque de viviendas.

Nos fuimos de allí dejándole desamparado.

A medida que nos alejábamos, empequeñecía, y no era solo un efecto visual.

A las once de la noche de un viernes, Toni nos llevaba a la dirección que le facilitó Dani, dándole instrucciones precisas de lo que teníamos que hacer cuando hubiésemos llegado. El sonido líquido de sus aspiraciones llenaba el habitáculo. Como era nuestra costumbre, Julio iba en el asiento del copiloto, golpeando rítmicamente sus rodillas con las palmas de las manos, y yo en el trasero. En su interior luchaban el miedo y la ansiedad, trasluciéndose en las gotas de sudor que resbalaban por su frente a pesar de que no hacía calor en el interior del coche. Con una excusa abrí la ventanilla para ventilar el olor a amoniaco que desprendía su pañal y que se cristalizaba en nuestras fosas nasales.

Ninguno de los tres hablábamos, ensimismados en nuestros pensamientos.

La luz de las calles llegaba apagada a través de los cristales tintados del BMW, tan oscurecida como mi ilusión al tener que cumplir ese sueño acompañados por una presencia que podía dar al traste con todo.

Dani vivía en un barrio de nueva construcción de amplias avenidas, paseos centrales escoltados por árboles raquíticos, poco más que varas con alguna hoja como único síntoma de vida, y una iluminación excesiva que molestaba a la vista. Ningún comercio abierto, nadie paseando por las aceras, apenas un par de personas con sus perros cagando en los huecos acotados para sus actividades. Todo muy aséptico y funcional. Yo me había criado en un barrio popular donde los niños ocupábamos las vías públicas como campo de juegos, un tiempo en el que los parques infantiles aún no estaban de moda y recurríamos a viejos montones de arena, restos de cajas y alcantarillas sin tapa para encontrar los espacios donde ejercitar nuestras fantasías lúdicas. El contraste con ese tipo de planes urbanísticos era obvio y, aun reconociendo que sobre el papel el proyecto era mejor, su carencia de vitalidad me causaba pesadumbre. La época en que los niños nos criábamos en calles seguras y familiares eran cosa del pasado y no volverían jamás.

El GPS nos informó de que habíamos alcanzado nuestro destino. Aparcamos detrás de unos contenedores de basura soterrados. Las tres prominencias de colores brillaban reflejando la luminosidad en sus laterales cromados. Aún no era capaz de distinguir qué tipo de desperdicios simbolizaba cada color, a pesar del tiempo y el dinero gastados por el Ayuntamiento para educarnos al respecto.

Toni llamó a Dani para avisarle de que estábamos esperándole.

—Quiere que subamos Mateo y yo —dijo después de colgar.

—¿Para qué? —contesté incómodo.

—Tenemos que ayudarle a bajar con la silla de ruedas.

—Ni de coña. Lo que nos faltaba. Que se busque una enfermera.

Julio se volvió para mirarme a la cara.

—Por favor. Hazlo por mí.

Estaba patético con su camisa abrochada hasta el cuello, los pantalones nuevos y unos zapatos de charol que tenían aspecto de haber pertenecido a su familia durante generaciones. Toni le había prestado una colonia cara y la mezcla de aromas no le favorecía en absoluto. Pero no podía negarme. No ahora. No cuando al montarnos en el coche nos comunicó que la noche anterior había tenido un ataque epiléptico y se había defecado encima. Se le acababa el tiempo.

—Está bien. Cuanto antes mejor —respondí saliendo al exterior.

Nos acercamos al portal y Toni volvió a llamar a Dani. La puerta se abrió y pasamos a un amplio recibidor con ínfulas de elegancia que no podía ocultar la mala calidad de las escayolas, desconchadas en su mayoría, y los defectos de construcción. Dos plantas de plástico decoraban las esquinas. Siempre he odiado la vegetación artificial. Al pasar a su lado camino del ascensor tronché una de ellas como inútil venganza.

Subimos hasta la quinta planta y un sensor nos iluminó al detectar nuestra presencia.

—Por allí, el 5b.

Nos estábamos acercando cuando la puerta se entreabrió y se asomó Dani sentado en su silla de ruedas.

—No hagáis ruido —ordenó y volvió al interior.

La casa estaba a oscuras. Dani se alumbraba con una linterna encajada entre las piernas.

—Por aquí.

La situación estaba inquietándome.

—¿Y tus padres?

—No os preocupéis por ellos. Duermen.

—¿Y si se despiertan y no te encuentran en la cama? ¿No crees que se asustarán un poco? Si llaman a la policía y te localizan con nosotros será peor el remedio que la enfermedad. Casi mejor puedes denunciarnos ya y así nos ahorramos sustos.

—No se van a despertar.

—¿Cómo estás tan seguro? —quiso saber Toni. Tampoco estaba entusiasmado con el cariz que estaban adquiriendo los hechos.

—Les he drogado. Unas pastillas disueltas en la sopa de la cena hacen milagros.

Una nota de orgullo dominaba el tono de su voz.

—¿Para qué querías que subiéramos? Lo tienes todo controlado.

—Hay una bolsa con ropa de cambio preparada en mi habitación y es preciso que alguien la baje hasta el coche. También os necesito para que uno de vosotros vaya al cuarto de mis padres a coger dos preservativos y alguna cápsula de Viagra de su mesilla de noche. Mateo, encárgate tú de eso.

—¿Estás loco? —me quejé furioso—. Cógelos tú si tantas ganas tienes.

—No puedo. Mi silla no entra en el hueco que hay entre la cama de matrimonio y la pared.

—Pues te jodes. No estoy dispuesto a ser tu recadero sexual.

—Las pastillas y los condones te los podía haber traído yo si me los pides. Mateo, acabemos con esto lo antes posible —me interpeló Toni—. Voy a por la bolsa.

Desapareció en la oscuridad de la vivienda y yo me quedé a solas con el chico. Me acuclillé para ponerme a su altura. Se notaba que gozaba con su sensación de poder.

—Si continúas tensado la cuerda, se te va a romper entre las manos. Estoy haciendo verdaderos esfuerzos por contenerme y llevarnos bien, pero tú no ayudas demasiado.

Como única respuesta me apuntó con la linterna a los ojos.

—Vete a por los condones y las pastillas de una puta vez, que me muero de ganas de follar.

Me levanté, sometiéndome a su voluntad. Por el pasillo me crucé con Toni, que regresaba con una bolsa de deporte colgada del hombro, reprimiendo los espasmos de la tos.

—Estoy deseando acabar con esto.

Por única respuesta, siguió su camino. Maldiciendo entre dientes, traspasé el umbral del dormitorio matrimonial. La persiana subida dejaba entrever los perfiles de los muebles y a la pareja durmiendo sonoramente. Por el tono de los ronquidos localicé al padre y me acerqué a su mesilla, en la que relumbraban los dígitos de un reloj despertador. Palpé con la mano buscando el tirador del cajón y, sin querer, volqué un objeto que cayó al suelo rebotando en la tarima flotante. Dio dos, tres, cuatro golpes, y al quinto estalló en una lluvia de fragmentos. Me quedé quieto, esperando alguna reacción de los durmientes. No variaron un ápice el ritmo de su respiración. Tanteé de nuevo hasta encontrar el tirador y abrí el cajón. Metí la mano a ciegas, revolviendo ropa interior. Pegada a un lateral, atrapé una cajita estrecha. Recoloqué como pude el contenido, sujetando el botín que ya tenía, cerré el cajón y abrí el de más abajo. Más ropa, esta vez calcetines y, entre ellos, escondida sin demasiado esmero, otra caja más voluminosa que la anterior. La saqué y metí los dedos, rozando el tacto suave del envoltorio de los preservativos. Saqué dos y me los metí en el bolsillo. Cerré la caja, la introduje en el cajón y salí de allí corriendo con pasos cortos, pisando en mi huida cristales esparcidos por el suelo.

Al regresar a la entrada de la vivienda, Dani me fulminó con la mirada.

—¿Qué ha pasado? ¿Qué ha sido ese ruido?

—He tirado algo que estaba encima de la mesilla y se ha roto.

—¿El reloj de arena de mi padre?

—Yo que sé. Lo empujé sin querer.

—¡Idiota! Era un artículo de coleccionista valiosísimo. ¡Mi padre lo adoraba!

Saqué los condones del bolsillo y se los lancé al pecho junto a la caja de Viagra.

—Que le jodan a tu padre y que te jodan a ti. Si vuelves a llamarme idiota te tiro por las escaleras con tu puta silla de ruedas.

Algo en el tono con que le amenacé le hizo callarse y no responderme. Abrió la caja del medicamento y se tragó una pastilla. A continuación, le entregó a Toni los preservativos y la Viagra.

—Toma, guárdalos. Vámonos ya. Se nos hace tarde.

Al salir de la casa, mi amigo me cedió el paso y yo no se lo agradecí. Estaba sumamente molesto con él por la actitud tan servil que mostraba.

Dani cerró con llave y le acompañamos al ascensor. Aunque cabíamos todos sin problema, yo quise bajar por las escaleras, enrabietado como estaba y buscando un tiempo a solas para relajarme. El comportamiento de ese chico era superior a mis fuerzas.

Cuando por fin llegué a la planta baja, estaban esperándome, impacientes. Sin dedicarles atención, salí a la calle y me metí en el coche.

—¿Qué tal ha ido? —me preguntó Julio.

—De puta madre —respondí malhumorado.

A los pocos segundos, Toni abrió la puerta trasera y ayudó a Dani a sentarse. Después, metió la silla en el maletero y salimos de allí.

—Emocionante, ¿no? —comentó alegremente el adolescente. Ninguno le contestamos y se asentó un silencio pesado atravesado por el fluir del oxígeno a través de la válvula de la bombona.

Dejamos atrás las calles del barrio y salimos a la autovía que nos encaminaría al último de los deseos que cumpliríamos como club.

Además de ser el lugar que vio nacer a Cervantes, Alcalá de Henares alberga en su centro histórico un edificio de gran solera castellana. Reformado a finales de la década de los noventa, se camufla en su clasicismo con el resto de construcciones cuyas fachadas son consideradas patrimonio histórico de la humanidad. Apartado en un callejón adyacente a una de las principales avenidas de la ciudad, el burdel de la Rusa convive pacíficamente con la vecindad y las autoridades municipales.

En el viaje de veinte minutos que nos acercó a sus instalaciones, Julio nos explicó que un conocido le había pasado el contacto asegurándole que era de fiar y que cumpliría con pulcritud sus exigencias sexuales.

Espoleado por el interés de Dani, nos contó que la dueña del negocio, la Rusa, llegó a España aprovechando el caos político y burocrático que supuso el final de la era Gorbachov, así como las excelentes perspectivas de crecimiento que planteaba la economía española. Al contrario que muchos de sus paisanos, ella sólo llegó armada con una bolsa de viaje que contenía dos mudas, efectos de maquillaje y un diccionario ruso/español entre cuyas páginas se escondían mil dólares.

Confiada en sus capacidades, aterrizó en el aeropuerto de Barajas, se gastó parte de sus primeros ahorros en una tienda de moda del Duty Free y salió en busca del primer taxi que la llevaría a la capital de sus sueños vestida como marcaban los cánones de belleza en esa época.

Dos meses más tarde sabía poner condones con la boca y hacer que sus clientes se corriesen lo antes posible en una rotonda de las afueras.

Sobrevivió como una freelance del sexo, esquivando chulos, huyendo de clientes violentos y de la policía que la acosaban cuando abundaban las quejas de los vecinos puritanos. Consiguió ahorrar poco a poco hasta que alquiló su primer local en el año dos mil, la fecha que se marcó en su Rusia natal como tope para iniciar la vida que se había prometido alcanzar. Ese primer negocio, bautizado como «Samara» en honor a su lugar de nacimiento, no era más que un bar de copas con un par de reservados oscuros en los que trabajaban a jornada completa sus dos primeras empleadas, jóvenes de países del este que emigraron con sus mismos sueños y menos ambición. Pronto aprendió que en España todo tiene un precio y consiguió su licencia de apertura como local de ocio a pesar de que era vox populi que allí dentro la única actividad recreativa que se desarrollaba era la que se ejecuta de cintura para abajo. Ella hacía, en persona, trabajos especiales a clientes especiales y pronto su fama se extendió por los canales más elitistas de la ciudad, permitiéndole ampliar el negocio a un segundo edificio más exclusivo, con más mujeres y un compatriota de dos metros y fuerte como un roble que cuidaba el acceso. Y siguiendo ese patrón, pagando el precio adecuado, las autoridades hicieron la vista gorda. El bar de copas se mantuvo para el grueso de la población. El segundo se limitó a los recomendados. A ese último era donde nos encaminábamos.

—Y, ¿por qué te iban a pasar a ti un contacto tan exclusivo? No es por menospreciarte, pero no eres precisamente una persona de importancia —pregunté quisquilloso.

—Se cree el ladrón que todos son de su condición —declamó Dani, buscando molestarme.

—Hay una persona que me debe un favor. Y de los gordos. Resulta que esa persona sí que tiene un cargo de importancia en un sindicato nacional.

—¡Menuda gentuza! —imprecó Toni.

—¿Qué tipo de favor?

—¿Os acordáis del escándalo de las falsas prejubilaciones en empresas públicas? Accedí al servidor del sindicato y borré de los archivos su nombre y todas las huellas que le relacionaban con el caso. Veinticuatro horas después, esa información pasó a manos del Juzgado. Cayeron todos menos él.

Se le notaba orgulloso de su hazaña.

—¿Todo eso gratis? No me lo creo.

—Entre camaradas de la red no se escatiman esfuerzos.

—¿De qué red hablas? —le interpeló Toni. Julio me miró solicitando mi silencio sobre el grupo de supervivencia al caos cibernético. Parecía que solo yo estaba al tanto de su existencia—. Seguro que es de pornografía con maduras cachondas, ¿eh? Te conozco, cabroncete.

—Si, de esas precisamente —respondió el informático, visiblemente aliviado.

—¿Viejas? Que asco, tío. Eres penoso, con las tías tan buenas que hay —manifestó el chico.

—Cuestión de gustos —remató para dar mayor verosimilitud a la coartada.

Aparcamos a varias calles de distancia y anduvimos por las avenidas de la ciudad, observando la vida que se desarrollaba en los soportales cuajados de comercios. Algunos viandantes se fijaban en nosotros, dos calvos y un tío con gafas nasales y una bolsa amplia colgando del hombro. Uno de los calvos empujaba con dificultad una silla de ruedas con un chico escuálido. Destacábamos porque afeábamos el entorno. Menos mal que no existía ninguna legislación municipal al respecto.

—Menudo ambientazo, ¿eh? —dijo Dani después de echarnos a un lado para evitar a un grupo de patinadores que circulaban por la zona peatonal. Se quedó mirándoles con envidia durante unos segundos.

—Si, cojonudo —declaró Toni, apretando la bolsa contra su costado—. Odio a la gente de provincias. Son tan engreídos.

Tosió y arrancó una flema viscosa, que escupió en el adoquinado.

—Bueno, no sé si Alcalá de Henares puede considerarse de provincia.

—Como si lo fuera.

Algo de razón tenía. La ciudad mantenía ese aroma particular de las poblaciones pequeñas a pesar de tener más habitantes que muchas capitales. Era un sitio agradable y costaba imaginarse un burdel en ese lugar.

—Vas a estallar la bombona de oxígeno si continúas apretando tanto la bolsa.

—Llevo la pasta dentro. No quiero que nos roben.

—Es en la siguiente calle a la derecha —avisó Julio.

Torcimos la esquina y nos desviamos del flujo principal de paseantes y turistas. Las aceras estaban menos concurridas y se respiraba un aire añejo y residencial.

—Por aquí.

Volvimos a girar en otra esquina y entramos en un callejón estrecho e iluminado por un farol de hierro forjado. El suelo empedrado y las paredes próximas multiplicaban el eco de las pisadas y el traqueteo de la silla de Dani.

—Aquí. Hemos llegado —anunció Julio.

Nos detuvimos frente a una casa con un escudo heráldico de piedra y aspecto venerable; un león y una cruz rodeaban una armadura, presidido por una leyenda desgastada en latín. Dos puertas de madera tachonada y apariencia inexpugnable impedían el acceso al antro de placer. El intercomunicador quedaba bien disimulado bajo un desnivel del muro.

—¿Esto es el puticlub? —preguntó Toni, incrédulo.

—Es la dirección. Y fíjate arriba, a la derecha.

Elevamos la vista al unísono.

—¿Qué?

—¿No ves la cámara?

Observando con detenimiento la descubrí. Un círculo oscuro en la sombras nos vigilaba, la lente apenas visible.

—Llama ya. Estoy impaciente —dijo Dani, metiéndose una mano bajo el pantalón, verificando si la pastilla azul había hecho efecto. Por su expresión de contrariedad supuse que no había tenido suerte.

Julio pulsó el botón de llamada y esperamos. A los pocos segundos, alguien contestó por el telefonillo.

—¿Quién llama?

Tenía un acento extraño, de país del este. Rumano o ruso. Duro y remarcando las consonantes con fuerza. Julio se acercó al altavoz.

—Venimos de parte de Caveman para una recogida.

—Esperad.

La chicharra de la apertura eléctrica hizo chascar la cerradura. Julio empujó, nos sonrió inseguro y, con esfuerzo por el tamaño y peso de las puertas, cruzó el umbral. Le siguieron Toni con Dani y, por último, yo, que cerré con cuidado, como si tratar mal el portón pudiese acarrearnos algún disgusto.

Accedimos a un patio interior fresco y cuidadosamente ornamentado al estilo de las casas tradicionales de la zona. Si apareciese Don Quijote por una de las entradas que se abrían al jardín repleto de rosales, sillas de mimbre y faroles, no desentonaría lo más mínimo. Por encima del patio, en una segunda altura, se abría un corredor de balcones cubiertos de macetas exuberantes. Me pareció ver cruzar una sombra y unos ojos reflejando el brillo de una bombilla.

Olía a jazmín y humedad.

Un hombre nos esperaba dentro con las piernas abiertas, los brazos cruzados y los ojos taladrándonos. Me sentí desnudo y frágil. Calculé que medía un metro noventa y pesaba más de cien kilos. Mal contrincante si la información que le habían facilitado a Julio no era correcta.

—Joder, menudo armario —cuchicheó Toni—. ¿Has visto sus brazos?

—¡Calla! —le chisté.

El informático se animó a hablar el primero. Tartamudeaba ligeramente.

—Venimos de parte de Caveman para una recogida.

El hombre elevó la mano para que se callase.

—Eso ya lo he oído. Me pregunto de qué conoces tú a ese tal Caveman.

—Es un amigo.

—Tenéis que ser muy buenos amigos para que te haya hablado de este lugar.

Escucharle causaba una sensación singular y me costó unos minutos advertir el motivo. Precisamente era su falta de acento. Como si fuese una máquina.

—Yo me llamo Julio y estos son Toni, Mateo y el de la silla de ruedas es Dani. ¿Y usted es?

—No te importa.

De repente, Dani se adelantó y extendió la mano, ofreciendo su mejor sonrisa.

—Mucho gusto, señor Noteimporta. Me encantan las presentaciones. Nosotros tenemos dinero y nos han dicho que aquí se pueden conseguir mujeres muy especiales. Y no es por meter prisa, pero hace ya una hora que me he comido una pastilla azul y los efectos están a punto de llegar.

Se palpó la entrepierna y extendió aún más su sonrisa.

—No aceptamos niños en el local.

Dani congeló el gesto. Los dientes se le afilaron y las mejillas se cubrieron de rubor.

—He vivido más que todos vosotros juntos en mis dieciséis años. No te atrevas a menospreciarme por la edad que tengo.

El hombre le examinó de arriba a abajo. Pensé que valoraba si merecía la pena matarle con sus propias manos.

—Eres valiente. Sólo los hombres son valientes —sentenció—. Acompáñenme, por favor.

El trato había cambiado. Ya no nos tuteaba. Ahora éramos clientes.

Le seguimos bordeando el patio hasta acceder al interior del edificio por una puerta lateral. Dentro, la temperatura era fresca, el mobiliario moderno y de buen gusto, sin desentonar con la construcción rústica. No localicé ninguna cámara de vigilancia.

La tos cargada de mucosidad de Toni resonaba en los muros antiguos.

Ascendimos por una escalera con pasamanos de piedra hasta la planta superior, llevando en vilo la silla de ruedas entre Julio y yo.

—Se nota que aquí hay pasta —susurró Toni, admirado. Sujetaba la bolsa con la bombona de oxígeno como si le fuera la vida en ello. En realidad sí, le iba la vida en ello.

Allí nos esperaba una mujer. Vestía con elegancia un vestido sin mangas de color negro, abierto en el escote lo suficiente para mostrar la generosidad de su pecho pero sin parecer insinuante. No era muy alta y sus facciones eran suaves y algo entradas en carne. La vida parecía tratarla bien. Según la historia que nos había contado Julio, no siempre había sido así. No me imaginaba a esa señora haciendo felaciones en una rotonda por quince euros. Aquellos a los que ella había hecho eyacular en el pasado no podrían pisar ni en sueños esa casa que ahora regentaba. Nunca hay que menospreciar el potencial de una persona.

—¿Eres la puta que me han asignado? —soltó Dani. Su pregunta desentonaba tanto en ese lugar que la mujer tuvo que sonreír. Ni una arruga gestual afeó su rostro. Era obvio que no practicaba demasiado esa mueca.

El gorila se adelantó y adiviné que tenía la firme intención de tirarle por el balcón.

—¡Andrey! —el gigante se detuvo en el acto—. Déjale.

—Discúlpele —me atreví a murmurar—. No pretendía molestar. Es sólo un chiquillo.

Dani, furibundo, gritó.

—¡No soy un chiquillo! —encaró a la Rusa—. Deme una de sus famosas putas y ya veréis lo que le hace este chiquillo. La tricotosa le voy a hacer. ¡Vaya que sí!

—¿La tricotosa? —inquirió la Rusa, intrigada.

Como respuesta, Dani hizo un círculo con el dedo pulgar y el índice de la mano izquierda, y después otro más con el dedo medio apoyado en el anular. Después introdujo el anular de la derecha en el orificio inferior, y después en el superior, otra vez en el inferior, de nuevo al superior. Sacaba la lengua con lascivia al imitar la penetración.

Toni se interpuso entre ambos. Hasta eso era demasiado para él. Desplegó sus encantos para atraer su atención.

—Déjelo. Está excitado porque es su primera vez. Ya sabe lo que es eso.

—Si. Lo sé. En efecto.

—Si no le importa, nos gustaría ir a… ya sabe.

Increíblemente, Toni se mostraba apocado frente a esa señora.

—¿A qué?

—Ya me entiende.

—No, no le entiendo.

Sí que le entendía. Estaba jugando con él. Creí percibir un leve sabor a crueldad en la situación.

—Bueno. A eso que se hace en este lugar.

—¿Follar? —artículo la Rusa.

—Sí. Eso.

Dani interrumpió el juego de mantis religiosa que ejecutaba la mujer con mi amigo. El guardaespaldas tensó los músculos.

—Si no os importa, dejad la cháchara para otro momento. ¿Dónde están las chicas?

La madame se olvidó de Toni en el acto.

—Aquí no ofrecemos chicas. Aquí ofrecemos situaciones. Pero este no es lugar adecuado para discutir los términos. Por aquí. Andrey, puedes dejarnos. No hay problema.

El gorila asintió y volvió a su puesto en la planta baja.

La mujer avanzó hasta una puerta color roble y nos invitó a entrar. Toni insistió en cederle el paso y ella agradeció la galantería con educación. Antes de acceder a la sala, eché un vistazo a las ventanas cubiertas por gruesos cortinajes situadas a lo largo del corredor. Quién sabe qué actos se ejecutarían en ese mismo instante en las alcobas que protegían.

Dentro, la habitación parecía una sala de espera de una clínica de lujo. Grandes cuadros de trazos negros colgaban de las paredes. Desde ahí, otra puerta se abría a un despacho con una mesa amplia, un sillón de cuero y uno más pequeño para el visitante.

—Siéntense, por favor.

Nos señaló unos asientos bajos, de diseño.

—¿Pagamos ahora? —sugirió Julio.

—No cobramos hasta el final.

—Algo así como una garantía de satisfacción, ¿no?

—No. Algo así como una garantía de que cumplen su parte de lo pactado. Andrey se encarga de eso.

Julio tragó saliva.

—En el orden que deseen, pueden ir pasando al despacho contiguo. Allí definiremos sus gustos y las condiciones. ¿Quién es el primero?

—Para ser justos, este es el deseo de Julio. Y como tal, tiene que ser el primero —propuse.

—Estoy de acuerdo —me apoyó Toni.

Asombrosamente, Dani se conformó con mi resolución.

—Os doy la razón. Todo tuyo.

Julio se levantó, acalorado y, sin despedirse, siguió a la mujer al interior del despacho. En cuanto se encerraron, Dani aplaudió dos veces para manifestar su exaltación.

—Esto es increíble, ¿eh colegas?

—Para morirse —dije yo sin entusiasmo.

Hubo un silencio que perduró unos minutos hasta que Dani pronunció una imprecación en voz alta. Rebuscaba bajo el pantalón como si tuviese un bicho allí metido. Me acordé de la cucaracha.

—¿Qué ocurre?

—La Viagra. No está funcionando. A este paso me la van a tener que entablillar para poder meterla.

—Tu no te preocupes por eso —le animó mi amigo.

—Pues si no se preocupa por eso, ya me dirás tú —repliqué. No podía evitar la oportunidad de castigarle un poco.

—¡Mierda! Mi última oportunidad para estrenarme y no se me pone tiesa.

Parecía a punto de echarse a llorar. Me dio lástima y reculé en mis intenciones.

—A lo mejor cuando estés con la mujer…

—Que vergüenza. Si no se me empina, me muero de la vergüenza.

Toni y yo cruzamos una mirada de compasión. Lo cierto es que la situación era trágica. Cambié de tema para aligerar el ambiente.

—¿Quién pasa el siguiente?

—Tú —afirmó mi amigo, señalándome.

—¿Él? ¿Y por qué él?

—Porque así pasará más tiempo y te hará efecto la pastilla.

—Si no me lo ha hecho ya, no hay esperanza.

Dio un golpe sobre sus muslos.

—Cuanto antes mejor. Quiero pasar de una puta vez.

—No. Mejor deja antes a Mateo.

—Toni, no me importa. Que pase él.

—¿Ves? Por una vez habla con sensatez.

—Que pase Mateo —insistió Toni.

—De verdad, no me importa.

—¡He dicho que pases tú, coño!

La violencia inesperada de la respuesta nos silenció a ambos. Tosió. Cadenas gruesas recorrían sus alveolos.

—Perdonad —se disculpó, enjugándose la comisura de los labios—. En serio, entra tú Mateo.

Dani no respondió. Parecía intrigado. Yo no. Yo estaba molesto.

—¿A qué ha venido eso?

—Los nervios por follar —se justificó.

—Eso será los que podéis hacerlo —gruñó malhumorado el chico.

—¿Qué servicio has pensado pedir tú, Mateo? —preguntó mi amigo con el ánimo de distraer la atención del muchacho.

—Ninguno. No pienso tirarme a una prostituta. No lo he hecho nunca y no lo voy a hacer ahora.

—Vamos, no me jodas —se mofó—. ¿Nunca has echado una canita al aire?

—Pagando no —a esas alturas no era necesario mantener una reputación.

—Vaya, mira lo que descubrimos ahora. El señor estirado es todo un Don Juan. ¿Con quién se la pegaste a tu mujer?

—Ya he hablado demasiado. No es un tema del que me sienta orgulloso.

Toni se arrastró por el sillón hasta situarse a mi lado y me rodeó con sus brazos peludos. Le vi guiñar exageradamente un ojo a Dani. Buscaba animarle a mi costa. No me apetecía ser el bufón de nadie, pero tampoco tenía ganas de plantar batalla. De repente, esa aventura me parecía absurda.

—Venga, confiésate con tito Toni. ¿Era una colega?

—No. Era tu madre.

Hizo un ademán desmesurado para dar a entender lo dolido que se sentía. Dani estaba disfrutando con la situación. Sus ojillos brillaban con malicia.

—¿Y la chupaba bien?

—Eres asqueroso. ¿No respetas nada?

—Yo no he mencionado a mi santa madre. Has sido tú. Sólo siento curiosidad —se acercó más a mí y, con tono confidencial, me cogió de la barbilla y me pellizcó—. Venga pillín, ¿con quién fue?

—Ya te he contestado.

—¿Fue con mi madre de verdad? Que cabrón eres —y puso los ojos en blanco.

La comedia estaba dando resultado. Dani se reía abiertamente con la representación. Me recordó vagamente a mis hijos cuando les llevábamos al circo.

—Fue hace mucho tiempo y me arrepiento. No lo volvería a repetir.

Quise parecer serio pero fracasé en mi intento. Toni subió un grado más la broma.

—Ya lo sé. Te tiraste a un hombre. ¿Tú que eras? ¿Vagón o locomotora?

Le quité el brazo de mis hombros. Estaba empezando a cansarme. No me agradaba el cariz que estaba tomando la broma.

—¡Es eso! ¡Quien calla otorga! ¡Tenía que haberlo adivinado antes!

Dani no aguantó más y se sumergió en la guasa.

—¿Te gustan de chocolate negro o blanco?

—¿De pana o tergal?

Dani se carcajeó con fuerza.

—¿Pana? —preguntó entre resoplidos.

—Ya sabéis. Con venas como pantalones de pana.

Los dos celebraron con alborozo la grosería. Tanto jaleo armaban que no nos dimos cuenta de que la Rusa había abierto la puerta y nos estudiaba con severidad. Advertí a Toni con un codazo.

—¿Qué quieres? Ah… disculpe, señora.

La mujer nos escrutó calibrando el nivel de estupidez que podíamos albergar. Me sentí ridículo.

—Puede pasar el siguiente.

Mi amigo me empujó.

—Vamos, machote. Es tu turno de demostrar que eso del mariconerío ha pasado a mejor vida.

—Que te den.

Me incorporé y entré en el despacho preguntándome por enésima vez que narices estaba haciendo. Me volví y vi a Toni acercándose a Dani sin soltar la bolsa con la bombona, plantándole un puñetazo en el hombro.

Cosas de hombres.

Al cerrar la puerta, el sonido de la tos de Toni me llegó apagado, como una locomotora entrando en un túnel.

Olía de maravilla. A flor, algo picante, como huelen las rosas justo antes de marchitarse, con la mezcla de algún perfume ligero y su propia fragancia de mujer. No necesitaba esconderse detrás de la falacia de una colonia que enmascarase la esencia que destilaba su piel. Las fosas nasales se me expandieron por instinto.

La Rusa se sentó detrás de la mesa y ordenó unos papeles que no estaban desordenados, un gesto calculado de dominio territorial. Yo guardaba silencio, expectante. Ella habló primero. Su voz relajada, a esa distancia, resaltaba su acento foráneo. Arrastraba ligeramente las eses, como un riachuelo.

—Usted dirá.

Lo malo es que no sabía que decir.

—¿Y Julio?

—Ya está atendido, según lo solicitado —se colocó un cabello y me fijé en sus uñas pintadas—. No estamos aquí para hablar de él, sino de usted.

Vencí la timidez disparatada e hice un esfuerzo por recuperar mi confianza y aparentar una agresividad que no experimentaba. La vehemencia suele ser fruto del temor.

—No tengo nada que compartir con usted. Sencillamente, estamos aquí por mi amigo. Quería una puta y ya tiene una puta. Lo mío es puro trámite. Páseme a una habitación y llámeme cuando él haya acabado.

La mujer se arrellanó en su asiento y me analizó con sus ojos redondos y perfilados.

—Está usted muy solo, ¿verdad?

Su impertinencia me ofendió.

—No sabía que íbamos a pagar un servicio de asistencia psicológica. Como usted dijo, aquí se viene a follar.

—Eso lo dijo su amigo, el moreno. Reitero la naturaleza de mi casa. ¿Qué situación necesita usted?

—¿Es necesario que le repita el motivo de mi presencia? No me gustaría parecer grosero.

Se adelantó, apoyando los codos en el tapete de cuero sobre el que reposaba una estilográfica y abultando sus senos sobre los antebrazos. Reconocí la maniobra y levanté mis defensas esperando que fuesen suficientes para un ataque que no estaba convencido de resistir. Olía tan bien.

—Todos los hombres que vienen aquí lo hacen empujados por su soledad, lo cual no es de extrañar. Pero algo en usted me dice que esa soledad es más profunda.

—No me diga más. ¿Y piensa que en alguno de sus aposentos está la cura para mi dolencia?

—Eso dependerá de la naturaleza real de su necesidad. En ese aspecto, sólo usted tiene la respuesta.

—No parece Rusa. Por la forma de tratar a sus clientes, yo diría que podría tener ascendencia argentina.

—Por favor, no sea vulgar. No use conmigo esas tácticas de distracción tan manidas.

—Disculpe, pensaba que esto era un burdel, una casa de citas, un puticlub… llámele como le parezca.

—Es todo eso y algo más.

—¿En concreto?

—La diferencia de mi casa con esos lugares que ha mencionado es que en ellos se consigue el alivio del cuerpo con dinero. Aquí vamos un paso más allá. Curamos el alma desde el cuerpo. Con dinero, por supuesto. No engañamos a nadie en ese aspecto. Y como en toda enfermedad, la cura depende del nivel de implicación del paciente.

—Siento no haberme preparado lo suficiente para esta terapia.

Ella retiró el sillón y se incorporó. Me hundí en mi silla anticipando su cercanía. Caminó marcando cada taconeo hasta llegar a una puerta que se abría en un lateral del despacho. Apoyó la mano en el picaporte y lo rozó con suavidad.

—Su amigo salió por esa puerta hace unos minutos, enfermo de más cosas que un cáncer. Le aseguro que es uno de los hombres más seguros de sí mismos que he tenido la oportunidad de recibir. Se conoce con una lucidez extraordinaria. Tenía claro el deseo que será su curación. Buscaba alivio y yo se lo facilitaré. Por lo menos, el tiempo suficiente antes de morir.

—¿Le ha dado tiempo a averiguar tanto de mi amigo en tan poco tiempo?

Sonrió una vez más. Era como ver un ave en peligro de extinción. Se acercó y me rodeó. Después, colocó sus manos en mis hombros. Me clavó un poco las uñas. Yo aguanté sin quejarme. Sus manos eran frías. Me recordó al Drácula de Coppola.

—Los hombres sois transparentes. Nos tenéis miedo y en vuestro miedo se descubre vuestra personalidad.

—¿Y qué ve en mí? —ya no había burla en mi voz.

—Rechazo.

—No me ha rechazado nadie.

—No a usted. Desde usted. Rechaza a las mujeres como reflejo de su abandono. No hay nada más triste que repudiar lo que se ama.

Le quité las manos con brusquedad y me puse a su altura, atrapándola del brazo. Notaba su pecho presionando mis nudillos. No sabía si golpearla o besarla. Su olor me inundó. De repente, quise curarme con ella. Reparé en su corazón a través de las capas de músculo y tejido. Miré sus labios finos y los dientes húmedos de saliva. Y descubrí la mueca de desdén que se dibujaba. La solté y me aparté.

—Dígame el número de habitación y mande allí a su chica. Elija usted ya que me conoce tan bien. No pienso tocarle un pelo a su empleada.

La Rusa se alisó el vestido y pasó a mi lado en dirección a la puerta. La abrió y me invitó a salir a un corredor iluminado tenuemente.

—Ya le está esperando hace un rato. La número seis.

Salí del despacho sin mirar atrás, arrastrando su perfume conmigo.

La Rusa me dejó solo en el pasillo. Caminé despacio hasta la puerta marcada con el número seis, pisando con cuidado sobre la alfombra que se desplegaba desde el despacho como una lengua extendida. Ningún ruido salía de las habitaciones que iba dejando atrás. Al alcanzar mi destino, abrí sin dilación. Me encontré con una estancia decorada como un cuarto de estar. No faltaba detalle. Una mesa con cuatro sillas y un jarrón con flores frescas en su centro, los cuadros de las paredes simples y de colores delicados, una librería de madera en cuyas baldas reposaban fotografías de ciudades europeas, libros de distinta índole, un equipo de música sofisticado y una televisión de las pulgadas suficientes para desdeñar acudir a un cine en mucho tiempo. En el sillón color pastel permanecía sentada, de espaldas, una mujer. Entré, cerré la puerta y ella se volvió para mirarme. El aire olía a bizcocho recién horneado.

—Has tardado mucho —me dijo.

Era guapa, pero no sólo eso. Transmitía una sensación diferente a la Rusa. Menos excitante. Más familiar, como si ya la conociera de antes. El cabello recogido en una sencilla coleta brillaba muy limpio, de color castaño con tenues destellos anaranjados. Vestía con un estilo desenfadado y cómodo, ideal para pasar una tarde de domingo viendo la televisión y leyendo un buen libro. Iba descalza y no se le percibía maquillaje alguno.

Se me acercó y me besó en los labios suavemente como bienvenida.

—Ven al sofá. Pareces cansado.

Me tomó de la mano, las suyas muy suaves y frescas, y nos sentamos, hundiéndonos en los cojines mullidos que te atrapaban. No me soltó en el proceso.

—¿Te apetece escuchar música o ponemos algo en la tele?

—Música, por favor.

Pulsó un botón de un mando a distancia y nos rodeó el sonido de una música con ligeros toques de Jazz, ni muy estridente ni demasiado suave, clásica pero no antigua. El volumen, moderado, permitía escucharla sin incomodar en una conversación.

—¿Has elegido tú la música? —le pregunté, examinando los títulos que figuraban en la librería, en su mayor parte novelas de las dos últimas décadas, muchas de ellas premios nobel.

—Podemos poner otra si lo prefieres.

—Está bien así.

—No tienes buena cara.

Apoyó sus dedos en mi frente, como midiendo la temperatura, y los dejó allí. Yo no rechacé su gesto.

—No voy a follar contigo —le solté a bocajarro.

—No es necesario. Simplemente descansa. Lo otro no es importante.

Respiré hondo, sintiendo las yemas de sus dedos bajando por mi sien y rozándome la mejilla. Cerré los ojos. No estaba cansado. Estaba agotado. El cansancio me brotaba como algo físico y se extendía por todos mis miembros. No había rastro de la excitación previa.

—Espera, que te quito los zapatos. Así podrás tumbarte.

Se arrodilló y me descalzó, retirándome los calcetines y llevándose el calzado a una esquina.

—¿Tienes hambre? —dijo a mis espaldas.

Estiré los dedos de los pies, liberando la tensión que sufrían.

—No gracias.

—¿Algo de beber?

—Lo que sea, pero que esté frío.

—Aquí todo es posible.

Regresó enseguida con un par de vasos, los hielos tintineando en su interior al chocar con la cucharilla. Dos rodajas de limón flotaban en su superficie, recién cortadas. Me ofreció uno. Ella lamió la cucharilla, retirando los restos de azúcar. Me fijé en sus labios, llenos y acogedores. Bebí de mi vaso. El líquido era frío y áspero al bajar por mi garganta. Té helado. Muy refrescante.

—Si no te importa, voy a tumbarme. No me encuentro muy bien.

—Ven, apóyate en mi. Estarás más cómodo.

Me ofreció su regazo y dejé caer mi cabeza sobre sus muslos, carnosos y anchos, ni mucho menos a la última moda enclenque que pretende castrar a las mujeres en unas medidas imposibles. Su tibieza se extendió por mi nuca. Ella me acarició la calva. Yo le miré a los ojos.

—¿Qué te han dicho que me hagas?

—¿Siempre te preocupas tanto? Descansa. Tenemos un buen rato, la noche entera si lo deseas. El sofá es cómodo y no hay obligaciones.

—¿Qué te ha dicho de mi?

—¿Quién?

—Tu jefa. La Rusa.

—¿Es importante?

—Para mi sí.

Desabrochó un botón de mi camisa y posó una mano en mi esternón.

—¿Estás bien ahora?

—Si.

—Ese es mi objetivo. Nada más.

—¿Y mis amigos?

—No hay amigos. Sólo estamos tú y yo.

Casi podría creerla. La sensación era deliciosa. Toda ella parecía diseñada para disipar las tensiones y la ansiedad que nos puebla como una plaga. Pero no debía de olvidar dónde estaba ni su función. Esto era un burdel, el más extraño que conocía, y ella sólo era una prostituta. Y yo su cliente. Me removí en el sitio.

—¿Qué te pasa?

—Esto no es real. Es una farsa bien diseñada, nada más. Nada de lo que me hagas ralentizará mi condena.

—¿Y cual es tu condena?

—La muerte.

—Sigues preocupándote.

Me desabrochó dos botones más de la camisa. La temperatura era perfecta.

—Venga, date la vuelta. Apoya tus pies aquí.

Asistido por sus manos firmes, cambié de posición y seguí su recomendación. Inició el masaje por los dedos, tan maltratados por las hormas de los zapatos.

—¿Has leído alguno? —pregunté refiriéndome a los libros.

Asintió, pasando sus dedos entre los de mis pies, separándolos y ejerciendo una presión variable que proyectaba corrientes de placer hacia la planta y los tobillos.

—Todos.

—¿Cuál te ha gustado más?

—Judas Iscariote.

—¿El de Andreiev?

—Sí.

Se dedicó a trabajarme la planta del pie, comprimiendo los tendones en una mezcla de dolor y deleite, atenta a las exteriorizaciones que provocaba su masaje.

—¿Te gusta?

—Mucho.

Subió por los tobillos, flexionándolos y traccionando el pie para elongar su musculatura. Crucé mi antebrazo izquierdo sobre mis ojos, relajado.

—Todo esto es muy extraño.

—No veo el porqué.

—Tengo cáncer. Estoy con una prostituta sin sexo por medio. Es suficiente para entenderlo.

—No soy una prostituta.

—¿Y si te digo que me hagas una felación?

—¿Te apetece?

—No.

—Pues entonces, ¿para qué planteártelo siquiera?

Bostecé y me froté el rostro.

—¿Por qué no duermes?

—No tengo sueño. Es debilidad.

—¿Quieres que te lea?

—Es buena idea. Elige tú.

Me retiró los pies con suavidad y se acercó a la librería. Escogió un tomo y volvió a mi lado.

—Ven. Vuelve a recostarte en mis piernas.

Así lo hice. Puso su brazo sobre mi pecho, como abrazándome. Su vocalización era precisa, el timbre de su voz adormecedor.

—«La pequeña ciudad de Verrières puede pasar por una de las más lindas del Franco Condado. Sus casas, blancas como la nieve y techadas con teja roja, escalan la estribación de una colina, cuyas sinuosidades más insignificantes dibujan las copas de vigorosos castaños. El Doubs se desliza inquieto algunos centenares de pies por bajo de la base de las fortificaciones, edificadas en otro tiempo por los españoles y hoy en ruinas».

Reconocí de inmediato el estilo sublime de Stendhal en Rojo y negro, y me dejé arrullar por la descripción detallada de la localidad francesa. Creo que me quedé en el primer capítulo. Del resto no me acuerdo porque me dormí.

Soñaba que me golpeaban gritando mi nombre. Luché por salir del sopor. Los párpados me pesaban una tonelada.

—¡Despierta!

Intenté hablar, avisar de que estaba incapacitado para activar un sólo músculo, que mi cuerpo era como una viga de madera. No pude.

—¡Despierta!

No era la voz de la chica. Era la Rusa. Pataleé en sueños y ascendí atravesando la densidad de la maraña que me atrapaba.

—¿Qué?

Mantenía su cara a unos centímetros de la mía y me sacudía de la pechera.

—¡Vamos! ¡Arriba! Levántate de una puta vez o te meto los tacones por el culo.

—¿Qué pasa?

Parpadeé para quitarme la telaraña que cubría mis párpados. Intenté incorporarme apoyando el codo en los almohadones del sofá pero fracasé en mi intento. Estiré la mano.

—Ayúdame.

Con un impulso rudo consiguió equilibrarme en la vertical. Busqué a mi acompañante femenina. Ni rastro de ella. Con la Rusa en la habitación y la puerta abierta mostrando el pasillo, el efecto mágico se había esfumado. El olor a hogar se había marchado y se veían las costuras del decorado. El equipo de música estaba apagado y me llegaban voces desde fuera.

—Acompáñame —ahora me tuteaba, rebajados al mismo nivel. Una hebra de cabello se le había escapado del flequillo y le colgaba por la frente.

—Pero…

—¿Es que no me has oído? —me espetó, propinándome un empujón en el hombro.

—¡Claro que te he oído! —repliqué exasperado—. No pienso moverme hasta que no me expliques lo que ocurre y qué coño haces tú aquí.

La pérdida de compostura temporal se disipó y regresó la mujer fría. Sus facciones se recompusieron, se recolocó el mechón y se atusó el vestido.

—Vamos con tus amigos.

—¿Dónde están?

—Ven conmigo.

La seguí a poca distancia. Su culo cimbreándose con cada paso no resultaba sugestivo y en movimiento revelaba la edad que ocultaba con tan buen arte. Me condujo a otra habitación y me cedió el paso.

Olía a polvos de talco y colonia Nenuco. Olores de infancia.

Julio, desnudo y con sus genitales cubiertos por un pañal, permanecía sentado en una cama inmensa enterrado en muñecos y ositos de peluche, rozando con sus rodillas los muslos gruesos y con pelotas de grasa de una Venus desprovista de ropa, con sus enormes senos colgando a cada lado y reposando en los pliegues de su barriga. Aparentaba rondar la cincuentena y retenía cierta belleza entre los carrillos orondos. Exhalaba maternidad por los cuatro costados. Mantenía sujeto aún un biberón.

Andrey agarraba a Toni del cuello. Desnudo de cintura para arriba y con los ojos inyectados en sangre, temblaba como un motor a ralentí. Se hurgaba compulsivamente la nariz, esquivando mi mirada.

—¿Y Dani? —lancé a los presentes.

Fue la Rusa la que habló.

—Andrey, suéltale y tráelo. Tú, márchate de aquí —le espetó a la mujer que estaba con Julio, que acató la orden en el acto. Desapareció con su grasa ondulando como un globo lleno de agua.

—Eso, traed a ese pequeño cabroncete. Estoy deseando que me cuente como se ha follado a su puta —prorrumpió Toni.

El guardaespaldas aflojó la tenaza que aprisionaba a mi amigo y este se apartó de un salto. Tosió, carraspeó, escupió al suelo y volvió a tocarse la nariz. Sus nudillos estaban manchados de rojo. Andrey se ausentó, obedeciendo la orden recibida. La Rusa salió con él.

—¿Estáis bien? —me interesé en cuanto nos quedamos solos.

Julio me respondió sin moverse.

—Sí.

Toni se frotó el cuello y volvió a escupir.

—Si vuelve a tocarme no respondo.

—¿Sabéis a qué viene esto?

—Ni idea. Me han sacado de la cama a la fuerza y el animal ese me ha traído aquí a empujones.

—Pues imagínate el susto que me he llevado cuando habéis entrado de golpe.

—¿Se puede saber qué hacías con esa gorda? Dios, si cada pierna pesaba más que tú —se mofó Toni.

—¡Toni! —le regañé— ¿Crees que es momento?

—Bueno, es que era una gorda de la hostia. ¡Y tenía un biberón!

—Yo no he cuestionado lo que hacías tú con la tuya —se defendió el informático.

—No me compares. A la mía le estaba poniendo el flujo a punto de nieve cuando entró el gorila —se limpió los labios al recordarlo.

Cogió un osito de peluche y simuló un acto sexual moviendo la pelvis.

—¿Así lo hacías? ¡Toma Teddy, toma!

Julio intentó quitárselo de la mano.

—¡Para!

Toni se puso la mano en la cintura, agarró el oso por el cogote y apretó el morro contra su entrepierna. Estaba fuera de sí, más de lo habitual.

—Oh, mamita, chúpame ahí con el hociquito.

De una patada, Julio le desequilibró y aprovechó para arrebatárselo. Lo sujetó como si fuese una reliquia.

—¡Silencio!

La Rusa apareció y dejó pasar a Andrey.

Llevaba el cuerpo lacio de Dani entre los brazos.

Lo supe en cuanto lo depositó en el suelo, entre muñecos de felpa caídos de la cama.

Dani estaba muerto.

Desnudo de cintura para abajo, todavía mantenía los ojos abiertos, culpabilizándome por haberle permitido acompañarnos, por no comportarme como el adulto que era y no ser firme en mi determinación al negarme en primera instancia a su pertenencia al club que había supuesto su final. Tirado en el suelo, liberado de su malicia, con las articulaciones iniciando su proceso de calcificación hacia el rigor mortis, era sólo un chico cuyos padres dormían lejos de allí, drogados y ajenos a su desgracia, quizás soñando con una curación milagrosa.

—Quiero que os larguéis de aquí —nos ordenó la Rusa.

Yo estaba paralizado. Lo mismo le pasaba a mis amigos. A Toni le temblaba el mentón.

—¿Cómo ha sido? —conseguí articular.

—No lo sé. Me avisó la chica. Vais a traer la ruina a mi negocio, y eso es algo que no voy a permitir. Bajo ningún concepto. Tenéis tres minutos para desaparecer.

—Pero algo te contaría.

—Quedan dos minutos cincuenta segundos.

Andrey dio un paso hacia nosotros, metiendo la mano detrás del pantalón.

—Vámonos, rápido —les urgí.

—¡Mi ropa! —suplicó Julio—. No puedo salir a la calle así.

Toni no se movía. Clavaba su mirada en Andrey, enseñando la fila superior de su dentadura. Se limpió la nariz una vez más.

—Ya te vestirás fuera. Recógela y vámonos.

Preocupado, anticipando la acción que barruntaba mi amigo, le sujeté por el codo y le obligué a prestarme atención.

—Nos vamos. Olvídate de lo que estás pensando.

—Puedo conseguirlo.

—Por Dios, céntrate. No hay nada que conseguir. Dani está muerto y tenemos que largarnos de aquí.

—No he terminado mi servicio.

Calculé la fuerza con que tendría que golpearle para llevármelo de allí desmayado, un puñetazo anestésico como los que propinaban los buenos en las películas de acción. Le di una última oportunidad.

—El único servicio posible es recoger a Dani y marcharnos antes de que ese bruto nos machaque las costillas. ¿Qué narices te pasa?

—¿Está muerto?

Hizo un puchero que me enterneció como nada en el mundo. De golpe parecía aterrizar en la realidad.

—Sí. Vámonos. Tenemos que llevarle a casa.

Sin mediar palabra, se agachó, le acarició la mejilla y cerró sus párpados. Mirándonos desde abajo, me apremió.

—Coge su ropa y la silla.

La Rusa habló sin necesidad de preguntarle nada.

—Habitación dieciséis.

Corrí por el pasillo y traspasé el umbral del cuarto numerado. No había nadie dentro. Sólo el mobiliario común a la mayoría de adolescentes que pueblan el mundo occidental: una cama, una mesilla de noche, una mesa y una silla, posters de los taquillazos de la temporada… nada anormal. Simple y llanamente, un deseo de normalidad. Dani no era más que un adolescente que deseaba dejar se ser virgen como los demás, en un cuarto juvenil en el que compartir con alguien como él la excitación del paso apoteósico al mundo de los adultos. Anhelaba sinceramente que le hubiese dado tiempo a cumplirlo.

Su ropa estaba colgada con cuidado en el respaldo de su silla de ruedas. Las pegatinas de Linkin Park de sus ruedas carecían de sentido ahora que su dueño había muerto. Esa silla ya no pertenecía a nadie y los gustos de quien la usó perdieron valor en cuanto su corazón dejó de palpitar. Me apoyé en las empuñaduras y la llevé a la habitación donde me esperaban.

Toni depositó el cuerpo con delicadeza y le vistió como a un niño pequeño. Habría sido un buen padre si hubiese tenido oportunidad. Cuando terminó, se enjugó las lágrimas.

—Ve a por el coche —le dije—. Hemos agotado nuestro tiempo aquí.

La Rusa elevó la voz para imponer su autoridad.

—No os olvidéis de pagar antes. Esto no es un hospicio.

Ya no parecía misteriosa y sensual.

Mientras Julio se vestía en el interior del BMW, Toni me abría el portón del maletero para que introdujese el cadáver. Lo deposité despacio, cuidándome de retirar las herramientas dispersas por su fondo y las cajas de muestras de medicamentos, como si todavía pudiesen hacerle daño. Le coloqué en posición fetal, encogido sobre sí mismo para que ocupase lo menos posible, y le cubrí con una manta de viaje. Toni asentó la silla plegada encima.

—¡Vosotros! Esperad.

Los dos dimos un respingo y nos encogimos. El matón se nos acercó, portando la bolsa con la ropa de recambio que se había quedado atrás en el ajetreo.

—Os olvidáis esto.

Tiró la bolsa a nuestros pies. La recogí y la dejé junto a la silla.

—Quemadle —nos dijo.

—¿Cómo? —repliqué sin captar el sentido de las vocales que formaban una palabra que era incapaz de asimilar.

—Al chico —y señaló el maletero—. Salid al campo, haced una hoguera y cubrid el cuerpo con planchas de metal. Una bañera vieja es perfecta. Después, echadle gasolina y mucha leña. No quedará nada que la policía pueda investigar.

Mi cerebro reaccionó más rápido que mi voluntad y nos imaginé reuniendo maderas viejas en algún vertedero ilegal, arrastrando una bañera de latón, tapando a Dani y prendiéndole fuego, nuestras tres figuras a contraluz, hipnotizados por el bailoteo de las llamas que consumirían la grasa primero y después los tejidos musculares, cocinado como en un horno, aspirando el aroma dulzón de su carne abrasada. La escena me empujó una arcada que sujeté gracias a mi experiencia acumulada en esos menesteres.

Toni tuvo la entereza de contestarle. Se le veía recuperado anímicamente, una máscara que no conseguía engañarme.

—Gracias por el consejo, pero vamos a intentar otra cosa. No somos de quemar gente.

El matón se encogió de hombros y nos dio la espalda para regresar a su cubil.

—Vámonos cagando leches —me urgió Toni, cerrando el portón del maletero.

Eché la vista atrás y comprobé las ventanas de la casa. Me imaginé a la Rusa detrás de los visillos, memorizando la matrícula del vehículo, una información valiosa en caso de que intentásemos crearle problemas en el futuro. Sin más dilaciones, entré en el coche y salimos de allí.

Ninguno se atrevió a hablar hasta que estuvimos fuera del centro de la ciudad y nos incorporamos a la carretera nacional, de camino a la capital. Julio fue el valiente que se atrevió a interrumpir el silencio.

—¿De qué habrá muerto?

—Algo relacionado con el cáncer… supongo —aventuré.

Toni ajustó el retrovisor para verme.

—A mi me parece obvio.

—¿Ah, sí? Cuéntanos tu teoría.

—El Viagra. Trabajando en el sector farmacéutico conozco muy bien sus riesgos. Aumento de ritmo cardíaco con dosis normales. Dani estaba operado de algo del cerebro y debilitado. Su organismo no aguantó la sobreexcitación. Punto y final.

—Parece lógico —comentó Julio.

Lo era. Sea como fuere, con Viagra o sin ella, transportábamos un cadáver. Un muerto que no lo estaría de haber actuado con más sangre fría.

—Nada de esto habría pasado si no le hubiésemos aceptado en el club.

—Te recuerdo que nos amenazó con contarle a nuestras familias lo que habíamos hecho.

—¿Y qué hacemos ahora?

—Deshacernos del muerto —respondió Toni sin indicio de nerviosismo, tosiendo ruidosamente. Sus expectoraciones se oían salpicadas de gargarismos.

—Se llamaba Dani —apunté con desagrado.

—He escuchado lo que os decía el ruso. No es tan mala idea —propuso el informático.

—No pienso quemarle. Además, si tú mismo te negaste a incendiar el coche que robamos, ¿cómo vamos a hacerlo con un ser humano? —repliqué sulfurado.

—Vi un documental donde decían que de esa forma se deshacen hasta las raíces de las muelas. Allí también hay mucho ADN. Tendremos que arriesgarnos.

—Me importan un huevo los documentales que hayas visto. No vamos a quemarle. Tema zanjado.

—Pues tú dirás entonces.

—Tenemos que pensar algo que no nos inculpe. Si nos pillan con lo que llevamos en el maletero, no nos salva de la cárcel ni el cáncer.

—Podemos echarle a un río —se aventuró a proponer el informático.

—Sí, claro. Al Manzanares. Para que aparezca flotando entre los patos.

—Es cierto, no tiene suficiente caudal.

Caí en la cuenta de lo silencioso que estaba Toni, si descartábamos la tos cada vez menos esporádica. Conducía como si la conversación no fuese con él.

—¿Y tú, qué dices? —le conminé— ¿Por qué estás tan callado?

—Vamos a llevarle a su casa.

—¿Te has vuelto loco? ¿Pretendes dejarle en la cama como si nada de esto hubiese pasado? —bramé fuera de mis casillas.

—Exacto.

—Podría funcionar —le apoyó Julio—. Sus padres seguirán drogados. Si tenemos cuidado, no tienen por qué enterarse de que ha salido de su habitación.

Me pasé la mano por la calva, deseando mesarme el cabello ausente.

—Tenéis que estar bromeando.

Toni continuó hablando, circunspecto.

—Tenemos la bolsa con la ropa. Tenemos sus llaves. Ha muerto de un paro cardíaco, una embolia o algo semejante. No tienen por qué relacionar con nosotros lo que le ha ocurrido. Sus padres se levantarán por la mañana con un dolor de cabeza de tres pares de cojones y se lo encontrarán en su cama. Llorarán, lo velarán y lo enterrarán. Fin del episodio.

—¿Y nosotros, Toni? ¿Qué será de nosotros? Somos culpables de su muerte.

—Yo no me siento culpable de nada —objetó Toni, sin apartar su atención de la carretera. Pero le temblaba la voz al pronunciar esas palabras.

—Era sólo un crío —le defendí. Ya no había resto alguno de acritud hacia Dani, sólo un profundo arrepentimiento. Ese niño tenía casi la edad de mi hija mayor. No me imaginaba peor forma de morir que lejos de la familia, haciendo aquello para lo que no estaba preparado por su edad.

—Antes de que le pasase esto no mostrabas tantos remilgos. Creo recordar que llegaste a desearle la muerte más de una vez.

—¡Oh, vamos! Era una forma de hablar —me defendí, aunque sabía que tenía razón. Tenemos que ser muy cuidadosos con nuestros deseos, porque a veces, aunque parezca mentira, se cumplen.

Nos rodeó otro silencio espeso. De nuevo fue Julio el que se atrevió a disolverlo centrando la conversación en lo importante.

—Joder. Parece mentira que estemos hablando de este tema.

—Pues acostúmbrate. Llevamos un cadáver en el maletero y sólo tenemos unas pocas horas para decidir lo que vamos a hacer con él.

Tosió alguna vez más y algo se le atascó al inhalar. Boqueó un par de veces y sea lo que sea que tuviese, pasó para dentro. Cuando habló, su voz sonaba lejana.

—Yo opino que debemos votar.

—Estoy de acuerdo —confirmó Julio.

—Alto, alto —dije—. Recapacitemos esto con un poco más de calma. Tiene que existir alguna otra posibilidad que no hemos valorado. Me parece excesivamente arriesgado subir un cadáver entre los tres. Podría vernos algún vecino. ¿Y si le dejamos en la calle cerca de su casa? Eso daría pie a pensar en otra fuga. Recordad que nos dijo que lo había hecho antes.

—Y supongo que también pensarán que salió de casa él solo, de madrugada, con su silla de ruedas y con un tumor matándole, para irse de juerga con sus amigotes. Esos que no tenía.

—Bueno, no. Pero era joven, estaba desesperado y quiso ver mundo. La medicación tampoco le ayudaba a valorar con claridad su situación.

—Eso no suena tan mal —dijo Julio sorpresivamente.

Su apoyo hizo renacer mi esperanza en encontrar una solución más racional y menos arriesgada. Continué con mis argumentos a la desesperada.

—La bolsa puede apoyar mi teoría. Preparó ropa para aguantar algún tiempo, sabiendo que no disponía de mucho en su estado, y se fue a explorar. Robó Viagra a su padre y algún condón por si los necesitaba. Lamentablemente, la muerte le encontró antes de haberse alejado demasiado de su casa. Tú tienes el resto de pastillas. Dejamos el blíster vacío en la bolsa. Pensarán que ha sido una sobredosis. Si se deciden a investigar un poco más, es posible que detecten algún resto biológico de la mujer. Eso apoyará la tesis. Y no creo que la Rusa tenga personal fichado por la policía. Será un callejón sin salida.

Sin volverse, Toni me soltó el mazazo definitivo.

—Lamentablemente, como tú dices, el IPad de Julio está en su habitación. Y te diré lo que pasará. Sus padres se levantarán, verán a su primogénito muerto y después de enterrarle, la madre regresará a casa, recogerá las cosas de su hijo y encontrará el IPad, un aparato que no recordará haberle regalado, así que, con mucha curiosidad, se lo enseñará al marido, que sabrá un poco más de esas cosas. ¿Hace falta que siga? No hay que ser muy listo, y la policía lo es, para relacionar el contenido del diario de Julio con su muerte. El final del cuento será aún peor. Nos acusarán de haberle matado porque él tenía ese artilugio, quisimos averiguar donde lo escondía y se nos fue la mano. ¿Cuánto crees que tardarán en presentarse en nuestras casas? No voy a permitir que pase eso.

La lógica era aplastante. Aún así, hice un último intento a la desesperada.

—Yo subiré a buscar el IPad.

Nos desviamos de la nacional para entrar en la capital. Los bloques de pisos se hicieron presentes de nuevo. Durante unos segundos, en el habitáculo del BMW sólo se escuchó el ronroneo del motor y las ruedas crepitando contra el asfalto. Sabía que había encontrado una salida plausible y no estaba dispuesto a renunciar a ella.

—Dejadme una hora para localizarlo. Si pasado ese tiempo no lo encuentro, seguiremos con vuestro plan. Subiremos a Dani, buscaremos el IPad entre los tres y nos largaremos de allí.

Más silencio. Más aspiraciones ruidosas de Toni. Tamborileo nervioso de Julio sobre sus rodillas. Y por fin, una decisión.

—Está bien. Tienes una hora. Si no has vuelto en ese tiempo, subiremos nosotros. Pero tendrás que hacer algo más.

—¿Por qué ese empeño tuyo en subirle a la casa?

—No lo entiendes todavía ¿verdad? Cuando sus padres no le encuentren en la cama, lo primero que harán será llamar a la policía. Y cuando eso ocurra, no van a soltar el asunto tan fácilmente. Investigarán, preguntarán, incluso es posible que saquen huellas y ya te adelanto que por la casa habrá alguna más de las que debería haber. Y volvemos al punto que te comenté; a las llamadas a nuestras puertas, las esposas, la cárcel por asesinato.

—¿Cuál es la condición?

—Tendrás que dejar una nota en un lugar visible que justifique su supuesta salida.

Me pareció razonable y acepté de inmediato.

—Hecho. Una hora y una nota.

—Y si no has vuelto, dejamos al muerto, nos llevamos el IPad y seguimos con nuestras vidas.

Respiré aliviado. Del resultado de mi incursión dependería que fuera una victoria o un tremendo fracaso.

En aquel momento, Toni frenó con violencia el coche, poniendo a prueba los sistemas de frenado de emergencia que habían hecho de BMW una marca líder en el sector. El cinturón de seguridad se me clavó en el hombro y me dejó sin respiración. El coche se hallaba detenido en mitad de una avenida principal. Olía a neumático recalentado. Toni se arrancó la gafas nasales, las tiró al asiento del copiloto y salió del coche.

—Me cago en la puta, ¿pero que hace este gilipollas ahora? —maldije, liberándome del cinturón y abriendo mi puerta— ¿Qué coño te crees que estás haciendo?

Toni miraba hacia arriba, a la fachada acristalada de un edificio que mostraba un cartel enorme. Era demasiada casualidad. Justo ahora, cuando estábamos llegando a nuestro final, ellos regresaban.

—¿Qué pasa? —dijo Julio acercándose a nosotros. Levantó la mirada—. No me lo puedo creer.

Mi amigo elevó los brazos como quien alaba a unos seres superiores. En el cartel, un logotipo compuesto de dos palabras de fuentes afiladas y agresivas rodeaban las figuras de cuatro personas enfundadas en cuero y tachuelas, el cabello corto y rubio de antaño del cantante convertido ahora en una calva reluciente, sus poses de hombres duros e indómitos desafiándonos a acudir al templo donde celebrarían su eucaristía del rock.

Feliz como un niño en la noche de Reyes, nos abrazó llorando de la emoción.

—¡Judas Priest viene a la ciudad!

La pasión de Toni por Judas Priest se remonta a mil novecientos ochenta y ocho, exactamente a las diez y treinta y cinco de la noche, culminando uno de los días más calurosos de la década, haciendo cola para orinar en los excusados portátiles que la organización del concierto había dispuesto rodeando el terreno de juego del Vicente Calderón. Los teloneros, un grupo desconocido en esas fechas que después se erigiría en un fenómeno de masas femenino, habían terminado de atronar al respetable con una serie de canciones de sonido inmaduro y distorsionado. Las quince mil almas que esperaban sudando y bebiendo cualquier líquido que caía en sus garras se preparaban para la orgía sonora. Mucho cuero, melenas desgreñadas y tachuelas predominaban en el estilismo de los presentes.

Y Toni no desentonaba en el entorno.

A punto de entrar en el urinario de plástico, después de esperar diez minutos a que un gordo dejase una cagada de veinticinco centímetros clavada en el fondo del agujero, una chica con cara de niña y tetas aún naturales le suplicó un favor de vida o muerte y él le cedió su lugar en la fila.

Enamorados sin saberlo desde ese instante, juntos ovacionaron a sus ídolos del metal y ella escaló a sus hombros para bailar todos sus éxitos hasta que él, en pleno punteo de la versión Johnny B. Goode de Chuck Berry, la hizo bajar para meterle la lengua entre los labios que se abrieron igual que hicieron sus piernas más tarde, encaramados al capó de un coche en los aparcamientos.

Que el grupo regresase en el momento más delicado de su vida fue acogido como un símbolo que, en su espíritu supersticioso, no era capaz de menospreciar.

—Treinta días. Sólo treinta días —repetía como un mantra, conduciendo camino de la casa de Dani.

En un mes, su banda fetiche tocaría en un local con bastante menos aforo del que disfrutaron en la década de los ochenta, pero suficiente para que cuatro mil espectadores rememorasen viejos tiempos, casi todos ellos cuarentones que dejarían familia e hijos acostados para acudir a recoger las cenizas de su juventud. Y repetía sin cesar el plazo para convencer a su cuerpo de aguantar lo suficiente para participar en un concierto y paladear las notas que vibrarían desde los altavoces hasta sus tímpanos por última vez antes de deshacerse en la corrupción orgánica.

Para no despertar sospechas, me dejaron a cinco calles de la casa de Dani, en una zona comercial vacía a esas horas, con la advertencia de que si en sesenta minutos no estaba de vuelta, subirían con el cadáver para cumplir el plan alternativo. Asentí y, con las llaves de la vivienda en el puño y una linterna en la otra, salí corriendo. Al llegar al portal tenía el estómago revuelto por el esfuerzo y los nervios. Acerté a la primera con la llave y entré en el vestíbulo sintiéndome un ninja venido a menos. Perdí dos minutos recomponiendo la vegetación artificial que antes había tronchado. Llamé al ascensor y en el minuto escaso que tardó en alcanzar el entresuelo me escondí en la penumbra de una esquina para evitar un encuentro fortuito con un vecino trasnochador. El ruido de las poleas según ascendía era suficiente para despertar a todo el vecindario. O eso me pareció en la inquietud del momento. Al alcanzar la planta marcada, abrí y cerré con cuidado el ascensor y me dirigí de puntillas a la casa de Dani, alumbrado por las luces de emergencia, pálidas como las velas de un limosnero.

Antes de abrir la cerradura, planté la oreja en la puerta. No escuché nada extraño, salvo el galope de mi corazón, y me decidí a introducir la llave de seguridad. Por fortuna, Dani había cerrado sin girar la llave y se desbloqueó con un clic mecánico apenas audible. Los goznes estaban bien engrasados y susurraron al girar para darme paso.

En total, había consumido ya once minutos de mis sesenta disponibles. Tendría que darme prisa. Pero silencio y urgencia no conjugan adecuadamente y sin querer derribé un perro de porcelana que guardaba la entrada. En concreto, era un dálmata brillante que atrapé justo antes de que su cabeza chocase con el parqué. Al recolocarlo en su lugar me temblaban los miembros, fruto del subidón de adrenalina y del agotamiento, otra pareja que nunca llega a buen puerto. Encendí la luz de la linterna para evitar otro percance semejante, tapándola con la palma de la mano para dejar escapar sólo un haz fino. Me quité los zapatos y, en calcetines, me adentré en la vivienda. Lo primero que hice fue asomarme a la habitación de matrimonio para verificar si la droga mantenía su efecto. Pisando con cuidado, me acerqué a la cama para captar la profundidad del sueño evidenciada por el ritmo de las respiraciones.

El cristal que atravesó la planta de mi pie me hizo recordar el reloj de arena que rompí al coger los condones y la Viagra. Apreté los dientes con fuerza para sujetar el quejido que trepó por mi laringe y lo contuve a duras penas, escapando por mi nariz un silbido como una fuga de vapor de una locomotora antigua. Volví sobre mis pasos renqueando y, en el pasillo, me senté para extraer el fragmento que se me había clavado en el talón. Por fortuna no era una herida profunda, aunque sangraba en abundancia. Me quité el calcetín y lo enrollé como venda improvisada hasta que la hemorragia se detuvo.

Revisé la hora. Tenía aún cuarenta y dos minutos.

Cojeando, recogí los zapatos y recorrí los pocos metros que me separaban de la habitación de Dani, cerrando la puerta a mi espalda. Liberé la luz de la linterna e inicié mi tarea.

Dani no era un chico con muchos caprichos y su habitación era de una sencillez espartana. Una cama con una colcha azul uniforme, una mesa con un ordenador portátil sin silla, un armario empotrado con la ropa colgada pulcramente y una cajonera que sólo contenía prendas de temporada, una librería atiborrada de cómics y unos muebles bajos con cajones ocupados por juguetes amontonados de cualquier forma. Las paredes estaban exentas de decoración alguna. El cuarto carecía de personalidad, como si fuese un expositor de IKEA, trasluciendo la experiencia vital de un niño que no vería su madurez. Parecía comprado para que resultase funcional por un tiempo determinado, sin importar su durabilidad.

Rebusqué con cautela por todos los rincones de la estancia, procurando no hacer ruido alguno. Para mi desesperación, el IPad de Julio no apareció. Ni en el armario, ni debajo de los juguetes, tampoco en los cajones, ni debajo de la cama. Desesperanzado, aplastado por el agobio del tiempo que se me terminaba, lancé un puñetazo contra la pared, sin excesivo impulso. El eco del choque resonó en la atmósfera nocturna más de lo que me habría gustado. Sin mover un músculo, conté hasta veinte sin respirar, prestando atención, esperando una reacción desde el dormitorio del matrimonio.

—¿Dani? ¿Eres tú, hijo?

Hay algo de sobrenatural en las capacidades que desarrollan las mujeres cuando se convierten en madres, esa ventaja biológica por la que los hombres las adoramos y tememos a la vez. Alejadas de todo paradigma científico, la maternidad las lleva a alcanzar un estado de conocimiento absoluto de la estructura de la realidad, su origen y orientación al futuro. Muy pocas cosas escapan a la intuición de una mujer que ha pasado por el periodo de lactancia. No se me ocurrió otra cosa que meterme en la cama en posición fetal, tapado hasta la nariz con la colcha. Rezaba para que las drogas inhibiesen ese superpoder maternal que podría dar al traste con mi aventura.

Intenté relajar mi respiración, dotándola de una falsa profundidad para imitar el sueño de un chico de dieciséis años. El colchón se hundió levemente cuando la madre de Dani se sentó en una esquina y apoyó una mano en mi pierna cubierta; rogué para que la colcha fuese lo suficientemente gruesa para ocultar la diferencia entre los músculos de un impedido y los míos. Notaba la almohada incómoda y sospeché la causa en el acto. La mujer suspiró y me acarició desde los tobillos hasta la cadera.

—¿Estás dormido? —dijo con la voz pastosa por la droga.

Respiré con más profundidad para reafirmar la comedia que representaba y evitar a toda costa una conversación que no podía mantener bajo ningún concepto.

—Mi pequeño.

Empezó a sollozar con quejidos contenidos, como sólo saben hacer las madres cuando no quieren que los hijos se enteren de las penurias por las que pasan para mantener su mundo familiar. Era desolador. Al poco la oí tragarse la pena con amargor. Después habló en susurros, melancólica.

—¿Por qué no quieres hablar con nosotros de lo que estás pasando, lo que sientes, que pasa por esa cabecita que es un misterio para nosotros? Tú y ese mundo tuyo al que nunca nos dejas pasar. Tan reservado, tan solitario. ¿Sabes lo que nos ha aconsejado la psicóloga a tu padre y a mí? Que lo dejemos estar. Que es un mecanismo de defensa natural, la forma que has encontrado para sobrevivir la tragedia que te ha tocado vivir. Pero es duro. Muy duro. A mí el corazón me tira a abrazarte, llenarte de besos, bañarte como si fueras un bebé otra vez, embadurnarte de crema, meterte en nuestra cama, entre los dos, y que te duermas calentito como hacías antes de todo esto.

Más sollozos y un ligero temblor de la estructura de la cama. Me imaginé sus hombros estremeciéndose ante los recuerdos de una vida en la que palabras como el cáncer no eran posibles. Su mano se posó de nuevo en mis piernas.

—Daría mi vida por ser yo la que tuviese el cáncer. He rezado a Dios para que me lo traspasase, para despertarme a la mañana siguiente y verte entrar en la habitación caminando, sonriente, libre de esos malditos tumores que te van a… —y la voz se le quebró, carraspeó y se recompuso de nuevo—. Lo peor, lo que más me duele, es que no me escucha y ya no sé qué más hacer. ¿Dónde queda la esperanza cuando pierdes la fe? No le tengo miedo a los castigos divinos. Dios ya no me da miedo. Ya no me da nada porque me lo ha quitado todo. Todo.

Se levantó de la cama y temí que fuese a besarme. Pero no fue así. La frontera que Dani había erigido a su alrededor era tan potente que ni dormido su madre se atrevía a violarla. ¿Cómo era él antes de la enfermedad? Costaba imaginarse a Dani de otra forma distinta al personaje que nos había mostrado: irónico, sin sentimientos, cruel la mayoría de las ocasiones. ¿En qué punto perdió la chispa que le ataba a la normalidad?

—Parecías tan frágil cuando naciste. Todavía tengo en la piel la sensación de tu peso cuando la enfermera te apoyó en mi pecho por primera vez. ¡Olías tan bien! Con tu frente arrugada y ese hociquito que rebuscaba en mi ropa pidiendo comida. No lloraste. Eras un niño tan bueno que era la envidia de tus tías. Me pedían el secreto para criar un hijo que dormía como un tronco y siempre estaba sonriente. Y yo les respondía que no había hecho nada, que Dios me había bendecido con un ángel, que me envió un querubín porque quería que tu presencia trajese alegría a esta familia, un pedazo de cielo como regalo.

Se rio en voz baja para no despertarme. A mí me faltaba poco para ponerme a llorar.

—¿Te acuerdas cuando casi te ahogas en el pantano? Que susto nos diste. Estabas jugando en la orilla con un cubo y una pala y desapareciste. No te perdíamos ojo y, sin más, ya no estabas allí. Quizás fue cuando tu padre se inclinó para besarme y los dos cerramos los ojos. Un segundo nada más. El miedo. Inmenso. El terror a lo desconocido. A no saber dónde estabas. Tu padre salió corriendo sin pensárselo y se tiró de cabeza al agua y te sacó del fondo agarrándote por el cabello. Tu precioso cabello rubio. Tu padre y yo llorábamos del susto y del alivio, horrorizados por lo que podría haber pasado y a ti no se te ocurrió otra cosa que limpiarnos los ojos y preguntarnos por qué estábamos tan tristes, si es que había ocurrido algo malo, y los tres nos reímos hasta que nos dolieron las costillas.

Noté la frescura de su palma de la mano reposando en mi frente.

—Duerme, mi pequeño. Descansa. Te queremos. Siempre te querremos, no importa lo que te pase. No importa lo que nos pase.

Y se marchó de la habitación. Los pasos sonaban desequilibrados, como si estuviese bebida.

Me mantuve aún varios minutos imitando los ronquidos suaves y rítmicos, esperando a que las drogas volviesen a sumirla en el sueño del que no debería de haber despertado. Miré mi reloj y, despavorido, constaté que faltaban siete minutos para finalizar el tiempo que me habían concedido antes de subir el cadáver de Dani. La situación caminaba hacia el desastre absoluto. Retiré la colcha y metí la mano en la funda de la almohada, buscando el objeto que había sentido al apoyarme antes, tocando con alivio la funda del IPad de Julio. Lo saqué y le di un beso. Tenía que salir de allí cuanto antes.

Pero antes, era menester escribir una carta justificadora de su salida, una coartada que no despertase sospechas. Encendí el ordenador portátil, cruzando los dedos de forma imaginaria para que no tuviese una clave de acceso. El escritorio de Windows se abrió ante mí, vacío de iconos, tan impersonal como el resto del mobiliario. Abrí el procesador de textos y escribí.

Queridos Papá y Mamá:

No os asustéis cuando leáis esto. He salido de casa porque necesito coger aire, me siento ahogado a pesar de vuestros cuidados.

No sé si volveré. No es porque no os quiera, sino porque necesito ver algo de mundo. Sé que no voy a ir muy lejos. No obstante, me hará sentirme un poco más normal de lo que soy.

Siento mucho como os he tratado desde que enfermé. No sabía cómo enfrentarme a la situación y elegí la forma equivocada. Temía que si os abría mi corazón no podría volver a cerrarlo nunca.

No es fácil saber que tienes un cáncer y que te vas a morir con dieciséis años. Por eso tengo que salir. Ya no soy el niño que era y me temo que nunca más lo seré. Mamá, piensa que adonde me dirijo voy a ser feliz. Volveré a ser un ángel y os cuidaré desde el cielo. No dejes de rezar por mí.

Os quiero. Más de lo que os podéis imaginar.

Dani.

Anulé la función de apagado del monitor y me cercioré de que estuviese conectado a la red eléctrica.

Me estaba convirtiendo en un especialista en escribir cartas que ocultaban la realidad. Esa mujer se merecía un recuerdo mejor del que les iba a dejar su hijo. Contribuiría a otorgarles un poco de consuelo. O eso esperaba.

Con los zapatos en una mano, el IPad en la otra y la linterna entre los dientes, salí al pasillo con cautela. Del dormitorio matrimonial emergían los resuellos de dos personas que duermen. Por fortuna, parecía que había vuelto a caer inconsciente después de la lucidez temporal.

Sin pensármelo dos veces, correteé de puntillas hacia la entrada y huí de la vivienda.

Entré en el coche empapado en sudor y respirando atropelladamente. El talón me palpitaba y sentía humedad en el calcetín. Toni seguía al volante y Julio se había pasado al asiento trasero.

—Joder, que peste tenéis aquí dentro.

—Díselo a este —respondió Toni—. Se ha meado encima y no tenía el pañal puesto.

Me fijé en el cerco oscuro de la tapicería del asiento del copiloto. Julio estaba abochornado.

—¿Lo has conseguido? —me preguntó Toni.

Exhibí el IPad y Julio me lo arrancó de la mano con una velocidad sorprendente. Lo encendió y se dedicó a analizarlo, moviendo menús y activando programas. Cuando terminó, cerró la funda y me lo devolvió, iniciando una carcajada extraña, de loco.

Pulsé el botón de encendido, buceé en su configuración, abrí mucho los ojos, y me uní a la risa de Julio.

—¿Qué pasa? —dijo Toni, cogiéndome del regazo el aparato. Yo no podía parar de reírme.

Manoseó la pantalla con incertidumbre, sin llegar a captar la amplitud del hecho.

—¿Por qué coño os reís?

—No hay nada.

Su expresión de extrañeza era evidente. Seguía sin entenderlo.

—Lo ha devuelto a los valores de fábrica. Lo dejó como si estuviese recién comprado. ¡Ay, Dios, que me he meado otra vez! —respondió el informático entre aspavientos y se lio a dar puñetazos en el reposacabezas, aumentando el volumen de las carcajadas.

—No me jodas. Será hijoputa.

Tiró el IPad por la ventanilla. Acto seguido, se bajó él y se lio a pisotear el aparato, prorrumpiendo en insultos y maldiciones, lo que aumentó el efecto hilarante de la situación. Las fuerzas me abandonaban después de tanta tensión y me recosté en el asiento.

Dani había jugado con nosotros hasta el final; un adolescente que no tuvo más experiencias que las leídas en sus cómics y los foros de Internet nos había mantenido en jaque durante días, cubriendo nuestras noches de insomnio y los días de desazón. Nosotros, los hombres curtidos en los virajes de la vida, habíamos caído en sus redes y nos demostraba, después de muerto, que era capaz de llevarnos donde le apetecía sin necesidad de que sus amenazas tuviesen una base de realidad. Para él éramos mucho más que unos simples tipos a quienes chantajear. Fuimos su única esperanza de frenar el tren en el que avanzaba sin posibilidad de detenerse, la última estación a la que se aferró con la ilusión de bajarse y experimentar lo que es ser un adulto cuando era consciente de que no tenía opción de alcanzar esa etapa de su desarrollo madurativo. A su forma, su particular forma, fuimos sus únicos amigos. Por eso leyó el diario de Julio y después lo borró todo.

Cansado y con el IPad convertido en un amasijo de cristales y plástico, Toni se introdujo en el coche de nuevo.

—¡Dejad ya de reíros, cojones! ¡No tiene gracia!

No fuimos capaces. Todo el estrés acumulado se desbordaba sin remisión. Reímos y reímos hasta que nuestro amigo no tuvo más remedio que unirse a la fiesta.

Estoy convencido de que hasta Dani se carcajeaba tapado con la manta de viaje y aplastado por la silla de ruedas, allá en lo profundo del maletero.