Por mucho que desde niños nos intenten inculcar el respeto absoluto por la propiedad ajena, en nuestro fuero interno sabemos que apoderarse de ella es una acción que hay que ejercitar, por lo menos, una vez en la vida. Muchos lo hacen sin ser conscientes de que están siguiendo un impulso que no es otra cosa que la rebelión contra una norma categorizada como sagrada. Usando palabras llanas, robar es divertido. Y si se roba al que tiene más que tú, mucho más. Rematado por un motivo personal, la diversión alcanza su cénit.
Yo nunca había transgredido la propiedad privada. Jamás le sisé dinero del monedero a mi madre, ni hurté una chocolatina de la tienda de ultramarinos que abría debajo de mi casa de lunes a viernes. Tampoco sufrí la tentación de esconderme un cassette del grupo de moda en la chaqueta en unos grandes almacenes. Ni tan siquiera luché por la novia de otro. De adulto hice crecer mi despacho de un único abogado con muchas horas que ahora entiendo desperdiciadas, sin aceptar nunca un cliente cuya intencionalidad al contratarme fuera poco honesta o tuviese cierto cariz sospechoso.
Defendí la propiedad ajena por encima del crecimiento de la mía y así me fue. Mis ahorros nunca superaron las cuatro cifras.
Pretendía cambiar esa tendencia antes de morirme. Deseaba probar lo que se sentía apropiándose de los bienes de otra persona, poseerlos para mi uso sin el consentimiento de su dueño, con una finalidad hedonista. Era una bola extra en el pinball de mi existencia.
Forcé a mis amigos para que aceptasen realizar mi deseo en el plazo de dos días. Tenía en mente otra tarea ineludible y necesitaba ese tiempo para ejecutarla.
Después de nuestra aventura con Aletitas, dormí hasta que me dolió la espalda. Me levanté al mediodía con agujetas y una pierna paralizada por un pinzamiento lumbar que me hacía cojear mientras me preparaba algo de comer. No me molesté en cocinar un plato sabroso, habida cuenta de la deformación de mis papilas gustativas. Saqué de la nevera algunas sobras y las calenté en la misma sartén, mezclando pescado con carne, verduras y pasta. Rocié la mezcla con un chorro de Gatorade para evitar que se secase y encendí la radio mientras esperaba a que cogiese la temperatura adecuada. El locutor presentaba las mismas noticias de siempre con diferentes construcciones gramaticales, enlazando unas con otras bajo la batuta de la línea editorial de la emisora. El resultado era semejante a la comida que se maceraba en la sartén.
Llenaba un vaso de agua cuando una noticia absorbió mi atención. No me percaté de que se desbordaba y corría por mis dedos. El locutor transmitía la noticia con la misma parsimonia con la que antes relataba el asesinato de diez personas en un ataque israelí sobre Palestina.
«—Continuando con las noticias locales, la Policía Municipal investiga las grabaciones de las cámaras de seguridad del zoológico para localizar a los responsables del secuestro de un delfín la pasada noche. Se les achaca también el incendio del almacén de mantenimiento, que se propagó a un restaurante cercano, y que fue controlado por dos dotaciones de bomberos después de cuatro horas de trabajo. Afortunadamente, no hubo que lamentar víctimas mortales. Desde la Subinspección General de Seguridad del Ayuntamiento se ha emitido un comunicado informando de la supuesta conexión de los ladrones con grupos ecologistas extremistas que ya habrían actuado en otras ocasiones en granjas de visones. Les dejamos ahora con los deportes…».
Éramos famosos. Y si la policía cumplía con su cometido, en breve compartiríamos celda en una comisaría. Lo curioso del asunto es que no me importaba lo más mínimo. Incluso me hacía cierta gracia. ¿Qué podrían hacernos si nos atrapaban? Los tres teníamos una carta de indulto en distintos órganos del cuerpo. La legislación penitenciaria era muy clara en este asunto: los internos que se hallan enfermos graves, con padecimientos incurables, en función de los principios humanitarios y de dignidad en el cumplimiento de condena, serán excarcelados si no existiese grave riesgo para terceros. Cualquier abogado, por muy incompetente que fuese, podría justificar ante un Juez que nuestro cáncer es una enfermedad grave e incurable, y que no suponemos un riesgo para nadie. Salvo para los delfines.
Engullí sin ganas la mezcolanza a medio calentar, pasándola por el esófago más rápido con la ayuda de tragos de agua para suplir la escasez de saliva que provocaba mi percepción errónea de los sabores. Dejé los platos sobre el montón que se resecaba en el fregadero y salí a cumplir mi obligación.
Caminar por la ciudad es una actividad que disfruto habitualmente, pero no esa mañana: cada paso era un latigazo que me bajaba desde los riñones hasta el tobillo, por lo que opté por tomar un autobús. Descansando en el asiento, con la compañía de una anciana en el colindante, apoyé la sien en la ventanilla y me dejé arrullar por los temblores del vidrio, contemplando las calles repletas de actividad madura y desocupada. El ambiente invitaba a sentarse en un banco y echar el ancla, permitir que el flujo de las horas me meciese hasta la noche, navegando sin rumbo en una estadía sin otro sentido que canalizar la poca energía que me quedaba en la contemplación de aquellos que transitaban ocupados en sus rutinas. Hasta los pájaros se mostraban perezosos, apoyados en las cornisas de los edificios dialogando con sus piares inacabables.
Es posible que me durmiese. Por fortuna, me despabilé justo antes de llegar a mi destino. La anciana ya no estaba a mi lado. Me bajé del autobús y esperé sentado en el asiento metálico de la marquesina, frío al contacto. Me subí la capucha de la sudadera sobre la gorra para cubrir mis rasgos y no delatar mi presencia. Transcurrieron cuarenta y cinco minutos hasta que un grupo de mujeres y hombres fueron agolpándose en las puertas del colegio de mis hijos, charlando sobre las preocupaciones que cualquier familia tiene que sortear. Me resultó curioso comprobar el número creciente de padres a la espera, sin duda prueba del aumento de desempleados por culpa de la crisis económica.
El colegio era una construcción de los años ochenta en la que predominaba el cemento en formas octogonales que pretendían otorgar al conjunto un aspecto de ligereza, afeado por columnas gruesas y manchadas del destilar ferroso de las uniones entre vigas que lo alzaban en el aire. Enormes ventanales rompían las líneas maestras del diseño, buscando atraer la luz dentro de las aulas, mientras las zonas comunes se enclaustraban detrás de ojivas diminutas. Construido en un solar entre bloques de pisos, el tratamiento del terreno disponible fue resuelto siguiendo principios de economía y el patio del recreo era una mazmorra cuyo techo era el suelo de las clases del primer piso. El edificio completo era un aborto arquitectónico parido con dinero público.
No vi llegar a mi mujer; cuando me fijé en el grupo de adultos que esperaban a sus proles, ya estaba allí. Patricia no hablaba con nadie. Aguardaba apartada unos metros de la entrada, con los brazos cruzados y perdida en las costuras de un abrigo que no reconocí, un detalle que evidenciaba la distancia que se ensanchaba entre nosotros. Miraba al frente con cierta tozudez, un gesto que llegué a conocer muy bien cuando nuestros caminos discurrían al unísono. No éramos una pareja que discutiese con asiduidad, aunque al surgir una divergencia en las opiniones sobre la forma de abordar algún aspecto de la vida familiar, ella adoptaba esa misma postura y no aflojaba hasta que no venciese o se supiese vencida; en este último supuesto, actuaba como si la discusión no hubiese existido y no se volvía a hablar del tema. Era una perdedora que no se lamentaba de sus fracasos. Ahora permanecía allí, como un mascarón de proa frente al mar embravecido en que mi desaparición había transformado su existencia.
El timbre anunciando el fin de las clases resonó en las paredes de las viviendas colindantes, ahuyentando a las palomas que se afanaban en picotear los desperdicios que los alumnos dejaban en el suelo del patio. Su aleteo blanco y gris se extendió como una sábana por encima de nuestras cabezas y yo me encogí. Sucios animales asquerosos.
El conserje de la escuela abrió la verja y los niños se derramaron por las aceras buscando manos a las que aferrarse, deseando volver a casa. Patricia se mantenía firme arrostrando la marea infantil hasta que levantó el brazo y dos figuritas de cabello moreno se abrazaron a sus muslos y cintura. Dios mío, cómo habían crecido. Sabía que el tiempo que llevaba sin verlos no era suficiente para que se hubiesen desarrollado de una manera tan perceptible, pero la distancia hace borrosos algunos recuerdos y, en mi memoria, ellos eran más pequeños. Me levanté del asiento para no perderme ningún detalle; con cierta dosis de vanidad descubrí un gesto familiar en el movimiento de las manos de mi hijo, aquel que veía en mí mismo cuando exponíamos a los familiares las películas grabadas en unas vacaciones. Las lágrimas desdibujaron mi visión y las retiré con el dorso de la mano, humedeciéndome la mejilla. Diana era el vivo retrato de su madre y el dolor por no verla llegar hasta la adolescencia me destrozó, impidiéndome respirar. Tuve un vahído que me sentó otra vez, un leve ataque de pánico que me adormeció las manos, obligándome a poner la cabeza entre las rodillas para no desmayarme. Ya me había pasado otras veces y era consciente de que la sensación de muerte inminente no era más que la reacción del organismo para seguir alerta frente al posible desvanecimiento. Me incliné un poco más para que el cerebro recibiese más sangre y la sensación de ahogo fue retirándose.
Cuando me recuperé, la acera ya se había desocupado y el conserje cerraba las puertas.
Era hora de continuar con la vida que había elegido.
Camino del hospital, sentado en otro autobús que olía a lana húmeda, con la soledad anclada con garfios a mi pecho, extraje del bolsillo de la chaqueta un papel que desdoblé con delicadeza para no dañar más los pliegues que se cuarteaban por el uso. Unos fragmentos de cinta adhesiva unían los pedazos de la carta rota. Era una hoja en blanco ligeramente arrugada y teñida de oscuro en las zonas donde la celulosa había absorbido la humedad de mis lágrimas.
La letra era mi caligrafía desordenada y torpe, deformada por cinco años de apuntes tomados a mano a toda velocidad en la facultad. Tenía letra de médico y no lo era. Un grafólogo, en vista de mi escritura oscilante, describiría una personalidad en continua lucha consigo misma, fruto de la inmadurez. Lejos quedaba el concepto romántico del alma atormentada. No era más que un adolescente que se atascó en el proceso madurativo y que no podía terminar de crecer. La escritura desligada me situaría frente al examinador como alguien intuitivo, inconstante y con tendencia al aislamiento. No erraría un ápice en su diagnóstico.
Leí despacio, aunque no hacía falta porque me la sabía de memoria.
«Patricia,
Desde el día en que supimos que nos amábamos, no he dejado de quererte con toda mi alma. Nos gustaba pensar que nuestros corazones latían al unísono porque nuestro amor era tan fuerte que los obligaría a permanecer acompasados toda la eternidad. Por las noches yo te abrazaba mientras dormías, aterrorizado al pensar que podía perderse esa sincronización y dejaras de amarme, y me concentraba en el ritmo que me palpitaba en el pecho hasta que sentía que ambos latían en armonía. Sólo entonces era capaz de dormirme aspirando tu olor de almendra tostada. La realidad nos ha mostrado la fragilidad de esos sueños.
Si cierro los ojos, te veo riendo por alguno de esos chistes malos que tanta gracia te hacían, o tirada sobre la alfombra de nuestro salón jugando con nuestros hijos, haciéndoles felices a base de cosquillas y amor maternal. Te admiro y te envidio. Me hubiese gustado ser como tú y ya no va a ser posible.
No me siento capaz de decirte a la cara que los proyectos que construimos entre sábanas y almohadones no van a llegar a término porque voy a morirme de cáncer. Soy un cobarde y no te merezco.
Sí, has leído bien. Tengo cáncer.
No quiero que te atormentes por todo lo que pudiste hacer y no conseguiste, ni que revientes de dolor enmascarando la pena que ocultarías a nuestros pequeños al ver cómo me apago con la enfermedad. Quiero ser siempre tu Mateo y que me recuerdes como hasta ahora, con mis defectos y mis virtudes, pero Mateo. No un desecho calcinado por la quimioterapia al que tendrías que cuidar en noches de insomnio y vómitos. Mucho menos que los niños me vean convertirme en un cadáver que se pudre en la cama en la que fueron engendrados.
¿Qué clase de impacto les produciría?
No, Patricia, no voy a permitirlo. Voy a salir de vuestras vidas para que ellos me recuerden como el padre que he sido, el que he conseguido llegar a ser gracias a tu apoyo, el que me has enseñado a vivir con tu ejemplo maternal. Ambos se harán mayores y quizás sigan recordándome como el hombre que les inventaba cuentos los sábados antes de dormir. Ninguno se despertará con pesadillas por mi culpa.
Invéntate cualquier excusa, tú eres muy buena con eso. Siempre se te dio bien encontrar las vueltas a la realidad para localizar su lado positivo. Ya llegará el día en que tendrán edad de conocer la verdad y podrás explicárselo todo para que me perdonen por la ausencia que les obligo a asumir.
Del lado práctico ya me he encargado yo. Mientras viva no os faltará de nada. Sólo me he reservado lo justo para seguir tirando hasta que deje de necesitarlo. Todos los papeles están en regla con la casa y las cuentas bancarias.
Espero que me perdones algún día por morirme antes que tú.
Háblales de vez en cuando a los niños de mí. Cosas buenas si es posible.
Te amo. Mateo».
La firma no parecía la mía. Cuando la escribí, me temblaba tanto el pulso que tuve que hacerla sujetando el bolígrafo con las dos manos. Caminé por la casa dudando de todo. Al tomar la decisión, estaba convencido de que era la elección correcta, pero en el momento de la verdad, con una bolsa al hombro y cuatro cajas en la puerta de casa, dudaba del acierto de la misma.
Finalmente, no lo hice. Soy un cobarde. Un cobarde de mierda, para ser más exactos. Patricia no se rendiría a dejarme morir sólo y me buscaría sin cesar hasta llevarme de vuelta a su lado. Esa carta la impulsaría con más ahínco aún. Era menester trastocar la realidad en otra que me alejase de ella definitivamente.
La rompí en varios trozos y me los guardé en el bolsillo del abrigo. Cogí otra hoja y escribí.
«Querida Patricia,
He conocido a otra mujer y no te merezco. Diles a los niños que les quiero mucho. Todos los papeles están en regla y recibirás el dinero de la manutención mientras pueda permitírmelo.
Espero que te vaya bien. Mateo».
Dejé la nota sobre la mesa del salón y salí de esa casa para siempre.
Por ese motivo me sentía tan solo en el asiento del autobús.
Un hospital es un ente vivo.
Me lo imagino recién construido como un inmenso Frankenstein a la espera de la corriente que lo transforme en un ser animado. La entrada de los primeros enfermos que ocupan sus pasillos es la bocanada de aire por la que entra su alma, aquella que no le abandonará mientras haya habitaciones ocupadas con pacientes y familiares. El carácter de la criatura lo determinará el equipo de profesionales que se empeñan en restablecer la salud de los usuarios que entran y salen en un ciclo continuo de renovación espiritual. Por eso hay hospitales amables y otros huraños como viejos cascarrabias.
El mío en concreto es de los tranquilos, un hospital que transmite seguridad con sus movimientos pausados y firmes. Su problema es que tiene un tumor en su cabeza cuyo nombre es Antonio Porset y ostenta el cargo de Gerente. Me bastó ver las miradas de los sanitarios el día que entró en la sala acompañado de sus invitados trajeados para percatarme de que el origen del funcionamiento anormal de algunos servicios era su responsabilidad. La sanidad pública asumió hace lustros el sistema de gerencia como el idóneo para la gestión de una entidad. Sin embargo, la mano negra de los políticos que corrompen todo lo que tocan en este país decidió que su puesto no sería determinado por méritos o por elección del propio personal, mucho menos por los usuarios del mismo, sino que su designación se haría a dedo por el consejero de sanidad de turno en la época de anemia democrática que supone el periodo interelectoral. Y el señor Porset no era la persona idónea.
La gerencia disponía de un despacho en la última planta del edificio, con una secretaria de pelo teñido y boca en gesto de permanente desagrado. Desde allí arriba, y a golpe de telefonazo político, tomaba las decisiones que encaminaban la vida de los enfermos hacia una dirección u otra. Nunca entablé conversación con él ni lo pretendía; los trabajadores del propio centro son una fuente fidedigna, y tuve ocasión de entrevistarme con varios de ellos en los tiempos que pasé en sus estancias. Lo único que me importaba era llegar a conocer su horario de salida y el coche que utilizaba para desplazarse porque, en menos de cuarenta y ocho horas, tenía que ser mío.
La parte tediosa y necesaria de esas averiguaciones fue la espera a la salida del aparcamiento subterráneo. Algunos trabajadores del hospital tienen derecho a una plaza en un espacio de doscientos metros cuadrados que se diseñó para muchos menos vehículos de los que ahora atiborran el sótano que se abre entre las columnas que sostienen el edificio en pie. Era el lugar idóneo para esperar a mi víctima.
Después de comer un menú rápido en un bar y de llenarme la panza con dos huevos bañados en aceite, unas patatas fritas congeladas y dos láminas de bacon que tuve que tragarme sin terminar de masticarlas de puro gomosas, me apoyé en la pared de un supermercado que sobrevivía gracias a las compras de los familiares de los enfermos. Me coloqué los auriculares y pulsé el play del MP3 con la función de selección aleatoria activada. La melodía pausada que puso banda sonora a esa espera iluminó la calle con sus notas y me permitió concentrarme mejor en el ambiente.
La pared tenía un escalón bajo en el que me senté con algo de disgusto por el olor a orín que desprendía. El ángulo que formaba con el suelo estaba teñido de un barniz color ocre fruto de años de meadas de perro. El cansancio me hacía menos remilgado a ese tipo de detalles, así que intenté respirar menos profundo hasta que me acostumbré al hedor y lo percibí como un ligero tufo soportable. El escalón era demasiado bajo y me dejaba las rodillas a la altura de los hombros, con las manos cruzadas entre los muslos, una postura fetal que me tentaba a tumbarme de lado y dormirme allí mismo. La imagen de mi cráneo pelado en contacto con la suciedad y el amoniaco perruno me hizo desistir de la sugerente tentación, no la indignidad de la postura. Estaba superando cada vez más barreras de comportamiento, de reglas sociales no escritas pero asumidas por los que se consideraban integrados en la sociedad. La constancia de la muerte cambia muchos aspectos de tu personalidad.
Miré al vagabundo que vendía pañuelos de papel en un semáforo cercano y empaticé con su forma de enfrentarse a la vida. Comprendí aquello que antes me repelía. Él también estaba más allá de esas convenciones por el mismo motivo: la asunción del autoconocimiento en la falta de perspectivas del futuro propio. ¿Qué importaba lo que opinasen los demás cuando tu panorama vital se limitaba a un horizonte de mera supervivencia diaria? La desesperación es un agujero de paredes resbaladizas que te traga sin previo aviso y del que no se sale si no te sacan a la fuerza. Y ninguno de los dos contábamos con ese salvador.
La diferencia entre ambos era el tiempo que habíamos pasado en el hoyo. Por su aspecto, él llevaba muchos más años revolcándose con deleite en su fondo cenagoso. Vestía un chándal azul de tela brillante por la grasa que rezumaba su piel ennegrecida y la sudoración de toxinas inyectadas con jeringuillas compartidas. Tenía una pernera remangada y exhibía al mundo un vendaje engrosado por la purulencia de la carne tumefacta que se compactaba debajo, tintado de un amarillo desvaído en el que vivían felices varias generaciones de bacterias. Se abrigaba con una chaqueta de múltiples bolsillos, todos llenos a rebosar de bolsas de plástico y papel de aluminio. Llevaba la cabeza cubierta por un gorro de lana muy semejante al que portaba yo esa tarde, del que escapaban hebras de cabello con la textura de la lana de oveja. Bajo la axila sujetaba su mercancía envuelta en una bolsa del supermercado en el que me ocultaba. El indigente sacaba de ella paquete tras paquete de pañuelos según se los compraban; a veces por miedo o, con más frecuencia, por piedad, que usualmente suele ser la expresión sentimental de la misma emoción primaria. Somos piadosos por temor a la represalia o por temor a nuestros remordimientos. En cualquier caso, el miedo es el acicate a nuestra fingida generosidad.
Su técnica era sencilla y eficaz. Una vez el semáforo se ponía en rojo, se acercaba renqueando al primer vehículo, situándose junto al faro izquierdo, y mostraba dos paquetes de pañuelos y una sonrisa de dientes cariados. Si el conductor se negaba a aceptar la venta, se mantenía firme en la posición, esperando que el semáforo cambiase a verde, sin retirarse a pesar de los acelerones que amenazaban con atropellarle. Finalmente, el conductor emboscado cedía a la presión de los bocinazos de los coches atascados y abría la ventanilla para ofrecer una moneda por los pañuelos, que nadie en su sano juicio usaría después de haber vislumbrado la roña bajo las uñas del vendedor.
Sin descanso, como un oficinista entregado, bloqueaba coches, entregaba paquetes y, en las pausas, se frotaba las encías con la lengua. Me detectó pronto y me lanzó varias ojeadas nerviosas, valorando si mi presencia allí era un riesgo para su negocio; se asemejaba a una fiera evaluando el riesgo existente para el predominio sobre su territorio. Desconozco su evaluación final; el caso es que no llegó a acercarse y mantuvimos nuestras posiciones sin contratiempos.
A las ocho de la tarde, ya anochecido, se abrió la puerta del parking subterráneo del hospital y subió la rampa un Opel Insignia oscuro, con Antonio Porset en su interior. Era de justicia reconocer que el hombre tenía una jornada laboral extenuante. Se detuvo unos segundos atravesando la acera, cegándome con los faros que se proyectaban sobre el muro a la altura de mi rostro. Hablaba por el móvil, muy serio, como quien recibe o transmite una mala noticia. Cuando finalizó la conversación, no más de dos minutos en los que me vi obligado a cubrirme los ojos con las manos para seguir espiándole, se introdujo en la vía y aceleró para saltarse el semáforo que cambiaba a ámbar. Una figura interrumpió el brío de su motor y se vio forzado a frenar. Pitó un par de veces sin éxito, prolongando la segunda pulsación unos segundos. El vagabundo le detenía apoyando la rodilla en el morro del vehículo, impertérrito ante la urgencia del claxon e iluminado por los faros que destacaban aún más, si cabe, la profundidad de las arrugas que dibujaban su vestimenta. Le enseñaba el producto sonriendo como el mejor comercial del mundo. Quizás antes lo había sido, en otra vida en la que no había hecho mella el alcohol y las drogas, una en la que conducía un coche de un par de decenas de miles de euros, y en la que vendía sus productos en tiendas exclusivas que le recibían con los brazos abiertos, esas mismas que hoy le apartarían sin piedad si se arriesgara a sentarse en su esquina. Frente al coche de Antonio Porset, firme como un general romano encarando al enemigo, enarbolando su bandera de láminas de celulosa, recuperaba buena parte de su antigua dignidad. La llama que anima el ser humano es muy difícil de destruir y él mantenía un pequeño rescoldo activo, suficiente para ser sujeto de admiración. La batalla de voluntades sólo tenía un final posible: su vida o sus Kleenex. El valor de la venta no tenía importancia. La honra del objetivo conseguido lo era todo. Hasta entonces parecía que habría un vencedor claro.
Y el señor Porset cedió. Bajó las revoluciones del motor a punto muerto e hizo un gesto al indigente, abriendo la ventanilla a continuación. El hombre se apartó a un lado y caminó trastabillando, evitando apoyar el peso en su pierna dañada, mientras ofrecía los dos paquetes con su sonrisa amplia y cariada. Se agachó para agradecer la compra y, para su sorpresa, el coche aceleró rechinando las ruedas y desapareció saltándose el semáforo en rojo. El indigente se quedó inmóvil en su ignominia, paralizado con la humillación de la presa caída en una trampa, la boca paralizada en una mueca más oscura que nunca.
El general romano también podía morir por una flecha traicionera del enemigo cuando asistía a un cónclave de paz.
Un taxi le dio las largas para reclamar su espacio de circulación y el vagabundo se retiró, malherido, hasta dejarse caer apoyado en la valla blanca del hospital. Le temblaban las manos mientras rebuscaba en el interior de los trozos de papel de aluminio con un ansia febril que tenía mucho que ver con la necesidad perentoria de acabar con el hambre recién despierta en sus venas. Su orgullo tenía cimientos de cartón y Antonio Porset los había humedecido sin preocuparse por el derrumbe que iba a provocar.
Mi plan salía del horno caliente, casi quemando.
Me incorporé pesadamente y avancé con las manos en los bolsillos de la chaqueta. Él no se percató, concentrado en su afán, hasta que mi sombra le cubrió. Levantó la mirada y descubrí el pánico. El de la fiera que sabe que no va a tener fuerzas para defender su territorio frente al advenedizo más joven y fuerte. Y, sobre todo, no hacia mí, sino hacia su propia incapacidad para controlar los devenires que le enfrentaban con la debilidad de su carácter. En cierto modo, yo también me iba a aprovechar de su indolencia.
—No tengo nada. Estoy limpio —tartamudeó con la voz cascada…
—Déjame pedirte un favor. Ambos vamos a salir ganando.
Me senté a su lado y le hablé. A medida que explicaba lo que quería de él, la derrota en su figura dejó paso a la sencilla alegría de la venganza.
Le ofrecí dinero pero no quiso aceptarlo. Hasta el mayor despojo que podemos encontrarnos en las deshumanizadas ciudades que habitamos puede reservar unas migajas de honorabilidad. Llegamos a un pacto de caballeros y ratificamos la inusitada sociedad con un apretón de pulso firme.
Según lo convenido, a las siete en punto del día siguiente simultaneábamos una cabina en los baños de un centro comercial cercano y nos intercambiamos las ropas. Intenté reprimir mi desagrado ante la vaharada de olor corporal que me aplastó las fosas nasales cuando se desnudó. No era sólo sudor. Había algo más compacto en su esencia, una cualidad densa y áspera que se podía degustar con la boca como una cucharada de heces. Su piel estaba cubierta de pequeñas llagas a medio cicatrizar que prometían un contagio seguro. Todas presentaban un reborde enrojecido alrededor de un núcleo blanquecino que reflejaba la luz. A buen seguro eran las hermanas pequeñas de las que le supuraban en la pierna.
—Putéale bien. Hazlo por mí —me dijo a medida que me entregaba los harapos tiesos de mugre, previa extracción de los papeles de aluminio que se acumulaban en sus bolsillos.
—Dalo por hecho —contesté ofreciéndole mi pantalón vaquero, mi camisa y mi único abrigo.
—Ese hijoputa tiene que pagar.
—Por supuesto.
—No se puede tratar así a la gente, no señor. ¿En qué mundo vivimos?
En el de la gente que se descompone en la calle, quise contestarle, aunque me callé para no estropear el plan. Hacíamos una extraña pareja apretujados en ese baño con paredes repletas de firmas alusivas al tamaño del pene de los anteriores visitantes y los teléfonos de señoras que la mamaban gratis si contactabas con ellas en el número telefónico que permanecía indeleble.
—Antes no pasaban estas cosas. La gente te respetaba. Siempre ha existido una línea que no se podía cruzar.
Me había tocado el vagabundo filósofo. Se acercó a mí para confiarme un secreto.
—Personas como él tienen que ser educadas. Una sociedad debe reajustar a sus miembros si desarrollan conductas aberrantes.
—No te preocupes. Aprenderá la lección —corté. Además de desagrado, estaba empezando a darme un poco de miedo.
Nos vestimos con nuestras nuevas ropas. Yo me concentraba en la tarea que tenía por delante para justificar el riesgo que cometía poniéndome esa camisa que hedía a cebolla y cieno, los pantalones con la pernera todavía remangada con el reborde frío al tacto y los calcetines que crujieron al calzármelos. Los zapatos me quedaban pequeños; no me importaba si lo comparaba con la sensación hipocondríaca que me anegaba. Era puro instinto de supervivencia. Yo tenía que morir de un cáncer, no de un herpes que me atacaría el cerebro al calarme su gorra. De inmediato comenzó a picarme el cuero cabelludo y tuve que recordarme que no existía cabello donde pudieran alojarse los piojos.
—Tío, pareces otro con mi ropa —me dijo.
—Tú también.
No mentía. Hasta parecía normal si no fuera por la roña que le cubría el cuello y el cabello apelotonado que mantenía la forma del gorro como un molde.
Dos golpes fuertes hicieron temblar la puerta que nos encerraba. Ambos nos sobresaltamos.
—¡Salid de ahí, maricones! —gritó una voz grave— ¡A chuparla a otro sitio!
El mendigo me sonrió.
—El de seguridad. Aquí nos despedimos.
Abrió la puerta y nos encontramos con un hombre uniformado y de aspecto atlético, con la porra en la mano y expresión amenazante.
—A tomar por culo, mariconazos.
Me agarró a mí primero y me zarandeó hasta estrellarme contra la pared. No me dolió demasiado, la verdad, pero estaba asustado y me quejé en voz alta.
—Sal de aquí cagando leches —le dijo al vagabundo transformado en ciudadano, y este desapareció sin mirar atrás. Caí en la cuenta de que no le había preguntado su nombre.
—Yo también me voy —me excusé, apretado contra la pared.
—Claro que te vas —afirmó mientras me atrapaba del cuello con la mano libre—. Estoy hasta los cojones de tener que sacar chupavergas de mis baños. Tú debes de ser nuevo porque no te conozco.
—Bueno, sí, soy nuevo. Ya me iba —tartamudeé, pugnando por zafarme débilmente. Su presa me impedía moverme.
—No te quiero ver más por aquí, ¿entendido?
Y sin más dilación, me incrustó la porra en el estómago. Me doblé como una bisagra y vomité en sus zapatos. No quería hacerlo, de verdad. Tenía el estómago muy sensible y maltratarlo de esa forma no era lo más recomendable en esas circunstancias.
—¡Joder! —exclamó apartándose de un salto. Me acurruqué esperando el siguiente porrazo que no llegó— ¡Vete antes de que me entren ganas de partirte la cabeza! ¡Vete!
Gateé hasta la puerta y me escabullí vigilándole por si se decidía a repetir su ataque. No vi odio en sus ojos, sino arrepentimiento. Era cierto. Hasta en el mayor despojo podemos encontrar algo de honorabilidad.
—Ya es casi la hora. Nos tenías preocupados —me dijo Julio según llegué a la esquina del hospital. Tenía aún la nariz algo deformada por la hinchazón.
Faltaban siete minutos para las ocho.
—Tío, das un asco de morirse —afirmó Toni, tapándose la nariz con los dedos y batiendo la otra mano para espantar el olor que yo desprendía. El vómito fresco que me manchaba la pechera era un extra que daba más verosimilitud a mi disfraz.
—Ya os contaré. ¿Estáis seguros de que no ha salido ya?
—Claro que lo estamos. Yo llevo aquí desde las cuatro y media. Hasta el IPad se me ha quedado sin batería. Han salido varios coches. Ninguno era el suyo no.
—Yo he estado vigilando los ascensores en el interior y por allí no ha aparecido. Por cierto, ¿os habéis fijado en la chica de información? Una jovencita con un culo para rompérselo en dos.
No quise preguntarle cómo había llegado a verle el culo a una mujer que pasaba sus ocho horas de jornada sentada en una silla. No era el momento adecuado para desviar la atención de nuestras obligaciones.
La calle estaba iluminada por dos farolas y por los vehículos con conductores que pasaban sin mirar a los lados. El mundo terminaba en sus ventanillas y comenzaba en la puerta de sus hogares. Lo que había entre ambos era ajeno a su interés. Eso nos favorecía.
—Repasemos el plan.
—Por enésima vez —bufó Toni—. No hace falta, yo te lo repito. Coño, si me lo sé de memoria. A las ocho saldrá el tal Porset en un Opel Insignia. Nosotros disimularemos por aquí cerca. Tú le pararás en el semáforo y le ofrecerás unos paquetes de kleenex. Cuando abra la ventanilla para cogerlos, aparecemos nosotros y le sacamos del coche.
—Tenéis que estar atentos, porque intentará escabullirse de mí. Ya he visto antes como lo hacía.
—No te preocupes, estamos preparados —aseguró Julio con las manos en los bolsillos de un abrigo que le quedaba grande. Se le notaba preocupado.
—¿Estás bien? —le pregunté. No quería errores que echasen por tierra la única oportunidad que íbamos a tener de robar mi coche.
—Sólo un poco nervioso.
—Si no estás seguro de querer hacerlo, estás a tiempo de irte a casa —le ofrecí. Él negó con la cabeza.
—Si se retira ahora, le doy una paliza —comentó Toni rodeándole los hombros—. Todos estamos en esto hasta el final. Uno para todos y todos para uno.
—Lo más importante es la velocidad. Estamos en pleno centro de la ciudad; probablemente habrá más coches en la zona y siempre puede surgir algún héroe anónimo. Nada de gilipolleces. Y eso va por ti, Toni —levantó el dedo anular para certificar que había recibido el mensaje—. En cuanto se detenga, yo abro la puerta del piloto. Toni, tú le sacas y Julio entra por la otra puerta. Y cuidado con el cinturón de seguridad.
—No hay problema. Soy especialista en manejarme dentro de vehículos. No en vano he cerrado unos cuantos tratos en el asiento trasero.
—Pues si todo está claro, cada uno a su puesto.
Toni se situó cerca de la rampa de salida del aparcamiento, Julio en la pared del supermercado y yo en el semáforo. La temperatura había descendido notablemente y tenía frío bajo ese ropaje que no terminaba de ajustarse a mi contorno por su falta de flexibilidad. Parecía que la tela fuese cartón. Me raspaba la piel, cuestión que me desagradaba profundamente por el temor a que una erosión fuese la vía de acceso de un torrente de virus y bacterias. El recuerdo de las pústulas de su anterior dueño me produjo un escalofrío. Introduje las manos en los bolsillos para cerciorarme de que los paquetes de pañuelos seguían en su sitio y me removí inquieto. Tenía que distraerme como fuera o me iba a dar un ataque al corazón. Lo oía palpitar en mis tímpanos como un tambor de guerra. Me molestaba la espalda.
Julio también aparentaba un estado anímico semejante al mío. Paseaba de un lado al otro de la acera con pasitos cortos, verificando cada pocos minutos el contenido de su mochila, rebuscando en su interior y recolocando los objetos que contenía. Toni, sin embargo, se apoyaba con un pie en la valla del hospital y escrutaba a las escasas viandantes en busca de un pedazo de carne que llevarse a la imaginación. Me hubiese gustado conocer el secreto de su tranquilidad en situaciones de tensión. Quizás tenía un fallo en las glándulas suprarrenales que impedía su correcto funcionamiento e inhibía la producción de adrenalina. No era una idea descabellada. Las metástasis en dichas glándulas son una consecuencia bastante habitual de los carcinomas pulmonares por diseminación linfática. Llevando un tramo más allá este concepto, la idea de crear el club podía no ser más que un efecto del tumor, una disfunción en su pensamiento que nos había arrastrado a los demás a vivir un síntoma como una realidad plausible. Nuestras vivencias eran el sueño de una neoplasia en crecimiento.
Un poco más allá de la salida, vislumbré una pareja que se camuflaban en las sombras del edificio. Con la iluminación temporal de unos faros fui capaz de determinar que, por su indumentaria, podían ser un par de adolescentes. La imagen fugaz mostraba el ansia por descubrir el cuerpo diverso, con las manos buceando por debajo de la ropa, palpando febrilmente, sin llegar a besarse, sólo mirándose a los ojos arrebolados por la pasión de lo novedoso. La oscuridad cubriéndoles me dejó una impresión permanente en la retina, como el efecto de un flash y, aunque sabía que no era posible, deseé que se mantuviera allí indefinidamente para poder disfrutar para siempre de la belleza de un momento así, sin ambages ni falso decoro. Dos cuerpos que se deseaban sin la pátina de las cortapisas morales que todo lo ensucian.
No les consideré un problema para nuestros planes. Estaban absolutamente abstraídos de lo que ocurría a su alrededor.
Un silbido me sacó de mis reflexiones. Toni me avisaba.
El semáforo estaba en verde y el muñeco que regulaba el paso de peatones brillaba con rojo intenso, irradiando una fosforescencia maléfica sobre Julio, que se había detenido en seco. Toni se mantenía firme en su posición, atento. El Opel ascendiendo por la rampa abarrotó de sombras y ecos las fachadas circundantes. Asomó el morro y se detuvo antes de penetrar en la calzada. Antonio Porset era un hombre de costumbres. Atravesado en la acera, con mi amigo sólo a unos centímetros, hablaba por teléfono. Una nube de humo gris les rodeaba. Toni me miró y se separó de la pared. Algo en su gesto me hizo alarmarme. Dio un paso hacia el coche y se agachó un poco, examinando al conductor. Averigüé sus intenciones sin necesidad de telepatía. Silbé yo también, odiando llevarme a la boca los dedos sin lavar que habían tocado el suelo de los baños, y se giró para atender a mi llamada. Negué con la cabeza con virulencia. Tenía la clara intención de anticiparse al programa preestablecido. Fueron unos segundos de tensión de voluntades y, por fortuna, ganó la mía. Se apartó y permitió que el plan continuase con su proyecto original.
Antonio Porset colgó la llamada y se dirigió hacia mí. El semáforo estaba en rojo y respiré aliviado. No me apetecía detener un coche en plena aceleración.
Se acercó lentamente hasta inmovilizarse, esperando la luz verde. El sonido del motor se interrumpió cuando el sistema START/STOP se accionó para ahorrar combustible.
Era mi momento, el tiempo de la heroicidad sin sentido.
Saqué la mano con dos paquetes y apliqué lo aprendido observando a mi maestro. Alargué la mano y rogué para que no notara nada raro en la configuración de la calle que recorría cada día: un vagabundo, un hombre acechándole pertrechado con un abrigo demasiado grande y una figura que se acercaba con paso apresurados desde atrás.
—¡Cómprame unos pañuelos! —exclamé enmascarando mi voz, haciéndola sonar más ronca de lo que era.
Porset movió la mano indicándome que no estaba interesado y yo insistí, apoyándome en el capó caliente. Eso pareció molestarle lo suficiente como para exagerar sus aspavientos, aunque seguía sin abrir la ventanilla. Volteé la cabeza para comprobar el semáforo. Seguía en rojo, pero el muñeco de los peatones parpadeaba avisando la proximidad del cambio a verde. Tenía que hacer algo ya.
Fue poco creativo y, no obstante, surtió efecto.
Planté un gargajo verde y espeso, único en su especie, en el parabrisas. Porset se retiró como si hubiese podido salpicarle y se soltó el cinturón. Me ponía las cosas fáciles.
No me esperaba su reacción. Abrió la puerta con violencia y salió vociferando.
—¿Qué te has creído? ¿Qué me voy a dejar joder sólo porque eres un vagabundo?
Evidentemente, había tenido un mal día y yo iba a pagarlo. Se le apreciaba un poco pasado de kilos y no creo que estuviese en buena forma, pero me sacaba una cabeza de altura y debía de pesar veinte kilos más que yo. Si a eso le sumábamos mi debilidad y la pérdida de masa muscular, los espectadores iban a presenciar un combate muy desigual. Su movimiento también cogió por sorpresa a Toni, que se quedó paralizado sin saber qué hacer. Tenía que revisarse esas glándulas suprarrenales.
—Voy a limpiar mi coche con tu cara.
¿Qué le pasaba a la gente? En el lapso de unas horas estaba sufriendo dos ataques físicos que no eran una respuesta proporcional a mi acción. El vientre me palpitaba aún por el golpe del guardia de seguridad. Y este parecía dispuesto a restregarme la cara contra la carrocería.
Me embistió; no tuve opción de protegerme. Me sujetó por las solapas del abrigo, elevándome del suelo y me soltó en el acto.
—¿Qué mierda es esta? —se examinó las manos húmedas y después las olió. Hasta yo pude percibir la acidez amarga de mi bilis—. ¡Es vómito! ¡Me has manchado con tu vómito, pedazo de mierda!
No pude justificarme. El lapso que transcurrió entre su hallazgo y el cabezazo que me propinó en el ojo no fue suficiente para explicarle que tenía los intestinos irritados por el cisplatino que recubría la mucosa, que un hombre me los había aplastado con una porra de goma y el resultado había sido como apagar un incendio a cañonazos. Y que yo era un paciente de su hospital y no estaba bien que le propinase una paliza a un pobre enfermo oncológico bajo su supervisión.
Me escuché gimiendo de dolor y caí hacia atrás. Creo que gritaba.
Otro aullido eclipsó el mío.
Julio se abalanzó sobre el gerente con una porra de acero extensible aferrada con fuerza. El cromado que la recubría reflejaba las luces como una vara mágica. Porset tampoco había previsto ese ataque lateral. Mi amigo le hundió la barra en la cara, con un movimiento semicircular tan bello que debió exigirle horas de práctica en casa antes de ese momento. Los labios se le aplastaron y tres dientes se fragmentaron, cayendo al suelo entre mis pies. Se dejó caer de rodillas y derramó sangre sobre sus pantalones. No se quejaba; estaba en estado de shock.
Toni despertó por fin y me ayudó a levantarme, rodeando al herido, abriendo la puerta trasera del Opel y metiéndome a empujones dentro. Me senté y seguí la escena que se representaba como si estuviese en la butaca de un teatro. Nada de lo que allí se escenificaba seguía el guión que había planeado y, por lo tanto, me sentía exento de responsabilidad al respecto. Una extraña calma me inundó.
Julio proyectaba su sombra sobre el caído, que escupía más dientes en su regazo. Era la encarnación de un paladín de la antigüedad, con su espada brillante descansando a un lado y esperando rematar a la bestia que asolaba sus territorios. Toni se le acercó y tiró de su manga, atrayéndolo al coche. Julio miraba al frente y se mantuvo firme a pesar de los tirones, empujones e insultos que recibió. Yo captaba los hechos ralentizados con mi único ojo en funcionamiento, mientras el otro se amorataba, cerrándome el párpado. Eso me impidió detectar la sombra que apareció de repente y que levantó el puño dispuesta a golpear a Toni en la espalda.
El adolescente reclamaba su papel de héroe frente a su princesa. A buen seguro, contrariamente a lo que yo valoré al observarles antes de iniciar la acción, habían visto la escena completa desde las sombras en las que se magreaban. Y no quiso desaprovechar la oportunidad de demostrar a su enamorada que ya era un hombre de verdad.
Julio sí le vio. Y actuó arreando un empellón a Toni que le desequilibró y le apartó de la vía de ataque del joven. Después echó el brazo hacia atrás, cogió impulso y, de forma premeditada, le asestó un porrazo en el cuello que le tumbó como una gallina desnucada, inconsciente antes de caer. Con los dos cuerpos vencidos a sus pies, sonrió. Me recordó a una escultura de San Jorge.
Toni consiguió recuperarse y le abofeteó.
—¿Te has vuelto loco? ¡Es un niño! ¡Has pegado a un niño!
Nuestro amigo recuperó su presencia y sus músculos se relajaron. Seguía sin ser Julio, poseído por el espíritu de algo más grande que habitaba en él, agazapado y esperando su ocasión. Grande aunque no necesariamente bueno.
—¡Vamos al coche, idiota! ¡Su chica está llamando por teléfono!
Julio se metió por la puerta del piloto y lanzó la porra plegable a mi lado. Toni volvió a imprecarle.
—¡Déjame conducir a mí, memo! —y cómo no cedía a sus pretensiones, me interpeló—. Mateo, haz algo por favor.
—Siéntate de una puta vez —fue mi respuesta.
Mi amigo se quedó helado, pero me hizo caso y se aposentó en el asiento del copiloto.
Julio apretó el acelerador. El coche seguía muerto.
—¡La tarjeta, bobo! ¡El gerente tiene la tarjeta de arranque!
El ulular de una sirena se acercaba. No podía distinguir si era un coche de policía, una ambulancia o un camión de bomberos. Teníamos que largarnos de allí de inmediato.
Salí del coche, me acerqué a Antonio Porset, que seguía inmóvil de rodillas, y le metí la mano en el bolsillo interior de la chaqueta, sustrayéndole una tarjeta con el logotipo de Opel en relieve. En cuanto volví al vehículo, Julio aceleró y el motor resucitó rugiendo como una fiera salvaje.
Metió primera y dejamos atrás mi obra maestra frustrada por un equipo de principiantes.
No habían transcurrido más de siete minutos desde el inicio.
Resulta curioso lo poco que conocemos a los demás. Puedes llegar a vivir con una persona toda tu vida y una mañana levantarte, mirarle y sorprenderte de seguir amando a ese desconocido. No hace falta que ocurra nada extraordinario para que llegues a esa conclusión. Es más, habitualmente suele ser en los momentos más cotidianos cuando caes en la cuenta de que lo poco que os une es mucho menor que la vastedad de lo que os diferencia. Puede ocurrir mientras desayunáis juntos y le ves extendiendo mantequilla en una tostada y te preguntes en qué año decidió que la mermelada no era su favorita para untar en el pan. O al besarle cuando regresa del trabajo y detectar que su olor facial ya no es el que aspirabas cuando te creías enamorada de él. Nuestra condena es la característica que nos ha hecho llegar hasta donde estamos; somos seres intensamente adaptativos, condicionados genéticamente para sobrevivir en cualquier circunstancia que demuestre ser más cómoda que las alternativas que se nos ofrecen. De esta forma, nos anclamos a un presente que nos brinda garantías de bienestar relativo y que nos lleva a avanzar, año tras año, sin querer echar la vista atrás para no desesperar en nuestra estupidez.
Si es así en las circunstancias descritas, imaginad con alguien con el que no has compartido más que unas pocas horas, todas ellas en un ambiente anómalo y enfermizo.
Sentado en el coche, les veía forcejear, los cristales empañándose con cada exhalación de mis pulmones; sintiéndome extrañamente relajado a pesar de la agresividad que contemplaba. Cada pocos segundos pasaba la palma de la mano para limpiar el vaho y no perderme detalle. La vida, en general, me importaba muy poco, y os aseguro que esa liberación es una experiencia mística.
Toni agarraba a Julio de la pechera de la chaqueta, aplastándole contra la pared del bloque de viviendas junto al que habíamos aparcado, gritándole palabras que me llegaban amortiguadas, más por mí estado anímico que por las barreras físicas que nos separaban. Julio no luchaba por desasirse y se dejaba zarandear, con sus extremidades flojas, sin resistirse lo más mínimo. No hay hoguera que resista la falta de leña y Toni no tardó mucho en cesar sus embates, soltando a mi amigo y alejándose unos pasos, situándose de espaldas a nosotros, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, encorvado y tiritando de algo muy distinto al frío. Julio apoyó la espalda en el ladrillo y resbaló hasta quedar sentado, vencida la bestia que le había convertido en un depredador feroz. Ambos quedaron separados por unos metros que asemejaban un abismo infranqueable.
A los pocos minutos, Toni regresó al coche. Yo continué mirando a Julio, que alzaba la mirada al cielo neutro, posiblemente buscando las estrellas que la contaminación lumínica nos escondía. No es de extrañar que las grandes ciudades nos conviertan en seres desorientados y furiosos, perdido el consuelo de algo tan simple como la magnificencia de un cielo estrellado contra el que confrontar nuestras penalidades.
—Nos largamos —dijo limpiando mi respiración del parabrisas con la manga, llevándose en la ropa mi humedad, el agua que nos hace vivir.
No contesté. Tampoco protesté cuando arrancó y abandonamos a Julio, tirado en la acera, vencida su necesidad de cuerpos celestiales, mirándose las zapatillas manchadas con gotas oscuras de sangre ajena.
—Te llevo a casa.
Me dejé llevar. Toni conducía más sosegado que de costumbre, sin la contundencia que le caracterizaba, respetando semáforos y pasos de cebra, señalizando cada giro, manteniéndose en su carril. Tal vez debido al miedo a ser detenido por la policía en posesión de un vehículo robado o a la calma inánime de la desesperanza; no llegué a conocer el motivo de ese cambio en su estilo de conducción. Poco me importaba.
En el camino sonó su teléfono, lo sacó del bolsillo, miró la pantalla y cortó la llamada. A los pocos segundos, volvió a sonar, insistente, sin que él hiciese amago alguno de contestar.
Encendió la radio para enmascarar la depresión que nos ahogaba; la voz rota de Courtney Love cantó Petals, recordándonos que los chicos tiernos que solíamos ser se perdieron en el verano de nuestra juventud.
La ciudad me parecía un gran sepulcro gris. En cada esquina veía la señal del paso del tiempo y era capaz de adivinar el porvenir de los objetos y personas que dejábamos atrás: los balcones de las viviendas terminarían desplomándose por la corrosión; el matrimonio que esperaba para cruzar la carretera serían ancianos que se cagarían encima sin reconocerse; los árboles del paseo caerían podridos por hongos xilófagos; nuestra civilización que se creía maravillosa sería pasto de la perdición. Yo me iba a morir.
No aguardé un segundo más.
Abrí la puerta del coche, cerré los ojos y me lancé fuera, sin esperar a que se detuviese y sin preocuparme por las consecuencias para mi integridad física. Me daba igual todo.
El impacto con el asfalto me abrasó las palmas de las manos y rodé como un muñeco desarticulado hasta quedarme tumbado boca arriba en el carril derecho, sobre una flecha blanca inmensa que señalizaba la dirección de circulación. El resto de vehículos pasaban a mi lado haciendo sonar el claxon, asustados por la presencia extraña en su camino, aunque nadie se detuvo. Estaba oculto de la visión de los peatones por un seto alto y denso.
Abrí los ojos y la luz de las farolas me cegó. Me protegí de su brillo elevando las manos, que gotearon una lluvia de sangre espesa y caliente sobre mi rostro. Desde niño me ha gustado abrir la boca al cielo cuando llueve y retomé esa costumbre. Degusté el sabor de ese chubasco rojo y de sabor ferruginoso. Aún me relamía cuando, con un par de parpadeos, las farolas de toda la avenida se apagaron. Durante unos segundos, su sombra lumínica se quedó prendida en mi retina, hasta que fue disolviéndose y pude verlas: cuatro o cinco estrellas refulgiendo en lo alto, débiles y titilantes. Proyectaban desde millones de kilómetros sobre un canceroso que parpadeaba para que las lágrimas no emborronasen su visión y le impidiesen gozar del espectáculo que todo ser humano ha disfrutado.
Incluso cuando Toni me arrastraba por las axilas fuera de la carretera para ponerme a salvo, mantuve las manos y la vista alzadas intentando alcanzar los astros.