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LA historia de Roma, como la contada por Orion, era autobiográfica. Creo que ya lo dije. ¡Qué extraña coincidencia la que me hizo darles aquel mote!: yo estaba escribiendo una historia de sapos y hombres, pero no tenía necesariamente por qué darles ese asunto como tema de nuestro juego.
—¿Qué tal? —preguntó Minolta cuando se dio cuenta de que ya había acabado de leerla.
—Si no fuese tan larga, quizá pudiera resultar una confesión interesante —dije—. ¿Quieres leerla?
—¡Qué letrita tan horrible! —dijo Minolta sin coger el papel—. ¿Habla de sapos?
—Sí. Y explica por qué se puso tan nerviosa cuando supo el mote elegido para ella.
—Dime de qué va —dijo Minolta, apoyando la cabeza en mi pecho.
—Bueno. Los dos son bailarines. Se conocieron, aún muy jóvenes, en la Escuela de Ballet del Teatro Municipal de Río de Janeiro. Ella es rica y él pobre. La madre de ella hacía las zapatillas que él usaba para bailar. Vaslav —su nombre verdadero es Sílvio— posee gran vigor físico y aún mayor virtuosismo técnico. Consigue hacer el entrechat dix o el entrechat royal que consiste en saltar y cruzar los pies en el aire diez veces antes de posarse en el suelo, algo que pocos bailarines han hecho en la historia del ballet. Quizá sólo Nijinski. Entonces aparece en la historia un individuo, que no sé bien si es o no el malo, un argentino llamado Ricardo Berlinsko, coreógrafo y director artístico del Colón, de Buenos Aires, ex bailarín, homosexual, que se tiñe el pelo.
—¿Es el malo por homosexual o por teñirse el pelo?
—También tiene las piernas muy flacas, y probablemente se hizo en la cara una operación de cirugía plástica. No obstante, Roma reconoce que es un hombre encantador, erudito e inteligente.
—¿El nombre verdadero de ella es Roma?
—No, pero quiero continuar llamándola así. Me gusta ese nombre. Ricardo, que asiste a un ensayo de Sílvio, en Río, lo invita a ir con él a Buenos Aires. Van. Allí, orientado por Berlinsko, el joven Sílvio desarrolla aún más su técnica y su talento. Empieza a frecuentar la alta sociedad platense. Voy a saltarme esta parte, que son todo descripciones de fiestas de la buena sociedad. Las fiestas de los ricos son iguales en todo el mundo. Pero hay un tipo que dice una frase interesante: «como aquel personaje de Orson Welles, aunque yo dilapidara un millón de dólares al año, ¿sabe cuánto tiempo tardaría en arruinarme? Sesenta años». Me gustan los perdularios.
—¿Quién dice eso? ¿Berlinsko?
—No. Berlinsko es un artista. La frase es de uno de esos ricachones que nunca en su vida trabajaron, como nuestro Eugenio Delamare.
—Tu voz suena graciosa, ahí dentro, en los pulmones —dijo Minolta, volviendo la cabeza y colocando la oreja en mi pecho.
—Hay un párrafo enorme sobre los hábitos decadentes de los ricos, pero lo de los ricos tomando cocaína es un tópico excesivo y voy a saltar ese pedazo. Hay también una parte en que Sílvio se viste de mujer, un vestido copiado de un cuadro de Gainsborough.
—Gente fina —dijo Minolta.
—Bajo la dirección de Berlinsko, Sílvio desarrolla aún más sus habilidades. Consigue ahora hacer el entrechat onze, que tal vez debiéramos llamar entrechat Sílvio, y otros pasos complicados. Es considerado un genio, la gente va a verlo ensayar. Ricardo prepara para él una presentación sensacional. Ahora voy a leerte lo que escribió Roma: «Ricardo quería que Sílvio, en su estreno, un 17 de mayo, bailase el mismo programa de la presentación de Nijinski en París el 17 de mayo de 1909, exactamente el mismo repertorio, que consistía en Le pavillon d’Armide, de Tcherepnín, en un divertimento titulado “Festín”, y en El príncipe Igor, de Borodin. La coreografía era la misma que Fokin hizo para la presentación del ruso».
—¿Y qué es un divertimento?
—Bueno, ese «Festín», por lo que se ve aquí, es una especie de arreglo basado en la música de varios compositores rusos, Rimski-Kórsakov, Chaikovski, Glazunov, y en un pas classique hongrois.
—Me encanta —dijo Minolta—. À la mode.
—Fueron copiados los decorados y figurines originales de Kerovin, Benois y Bakst, realizados para la presentación de Nijinski en París. Sólo una persona caprichosa como Berlinsko, dice Roma, podría llevar adelante un proyecto loco como aquél.
—¿Ese Ricardo se había ligado a Sílvio?
—Bueno, Roma no lo aclara, pero creo que sí. Las zapatillas de Sílvio están hechas ahora de pelusa finísima, y las tiene a docenas, francesas e italianas. Hay siempre un camerino reservado sólo para él. A medida que se acerca la fecha de la presentación, los ensayos se prolongan y llegan a durar un día entero. Bailarines, coreógrafos, figurinistas, escenógrafos y todo el inmenso entourage de personas relacionadas con la producción del espectáculo tienen que hacer sus comidas en el mismo teatro. Y Sílvio es, entre todos, el que ensaya con más dedicación. Gasta al día varias zapatillas, repitiendo de manera obsesiva sus ejercicios, pasos complicados como el grand fouetté à la seconde, etcétera.
—Siempre me dijiste que odiabas el ballet, y ahora me cuentas esa historia y se te cae la baba. Seguro que estás añadiendo cosas de tu cosecha.
—El texto de Roma es interesante. Tendrías que leerlo. No le añado nada.
Puse los papeles ante el rostro de Minolta.
—No quiero. Léemelos tú. O, mejor, continúa haciendo ese resumen.
—Sílvio no puede dormir, anda muy nervioso, etc. Roma y Ricardo Berlinsko creen que aquello es consecuencia de la tensión natural que Sílvio sufre en vísperas de una presentación tan importante. El día 17 de mayo, dice Berlinsko, Sílvio será reconocido como el mayor bailarín del mundo, sólo comparable a Nijinski.
—Nijinski es aquel que se volvió loco y hablaba con Dios, ¿no?
—El mismo. Bien, el día 17 de mayo está todo preparado, los escenarios, las ropas, cuidadosamente copiadas de la producción original de 1909; el mismo Colón sufrió una pequeña reforma, no porque fuese necesaria, sino por superstición de Ricardo, a fin de que se hiciera alguna obra en el Colón, como se había hecho en el Châtelet, de París, para la presentación de Nijinski. Tipo interesante, ese Berlinsko.
—¿Crees que todo eso es verdad?
—Sin la menor duda, querida. ¿Crees que Roma iba a tener imaginación para inventar todo eso? Sílvio llega temprano al teatro, tres horas antes del inicio del espectáculo. En el escenario, bajo el telón, hace ejercicios durante hora y media, como hizo también Nijinski en 1909. Con palabras de Roma: «Estaba soberbio, no era un hombre, allí, en aquel escenario oscuro y vacío; hubo un momento en que quedó parado en el aire después de un grand jeté, como un pájaro, como un ángel. Después de los ejercicios, Sílvio se encierra en el camarote con su maquillador, un húngaro que había trabajado con Zefirelli, y el peluquero, que había venido directamente del salón parisino de Alexandre. Terminado el maquillaje, entra la figurinista con sus auxiliares, visten a Sílvio con los trajes del primer ballet, que es, a ver, déjame que lo lea, Le pavillon d’Armide. Esos preparativos terminan todos cinco minutos antes de alzarse el telón. El teatro está abarrotado, ha llegado gente del mundo entero, de los lugares más distantes, para ver al nuevo fenómeno de la danza. A las nueve, está todo listo para el inicio del espectáculo. El maestro, el famoso Levine, llegado especialmente de Nueva York, sube al podio; es delirantemente aplaudido, indicación del clima de entusiasmo que reina en el teatro. Se apagan las luces y se oyen los primeros acordes de Le pavillon d’Armide. La orquesta, poseída por la exaltación que se ha apoderado esta noche de todo el mundo, crea un sonido de tal bravura y brillo para esa obertura mediocre que, al final, es aplaudida calurosamente por el sofisticado y exigente público de Buenos Aires».
—¡Bravo! —dijo Minolta.
—Paso de nuevo la palabra a Roma: «La coreografía de Fokin requiere que el bailarín realice, cuando entra en escena, o un poco después, un grand jeté en tournant».
—Y eso, ¿qué es?
—Creo que salta proyectando las piernas hacia delante y dando una vuelta completa en el aire, o una serie de vueltas. Déjame, a ver, no, no lo explica, Roma habla de tour en l’air, pliés y otras cosas, pero no voy a leer eso. Me limito al drama. Entonces, Sílvio tiene que dar ese gran salto en redondo y ¿sabes qué pasa? Queda clavado al suelo, como si fuese de plomo, inmóvil, ante la mirada estupefacta de todos, espectadores, bailarines, músicos, etc. Tras permanecer unos momentos atónito, el público, primero en el gallinero, luego en todo el teatro, empieza a patear. Un horror, dice Roma. Levine no sabe qué hacer, algunos bailarines huyen del escenario. Baja el telón y uno de los directivos del Colón sale al proscenio y dice que, debido al súbito mal sufrido por el primer bailarín, se suspende la representación.
—¡Qué vergüenza! —dijo Minolta.
—Roma lleva a Sílvio a casa, y llama a un médico. Éste dice que Sílvio manifiesta una esquizofrenia latente, y propone someterlo a electrochoques. Otro médico dice que Sílvio ha tenido un ataque de psicosis maníaco-depresiva, y sugiere que tome dosis masivas de medicamentos. Sílvio, durante todo este tiempo, parece soñar con los ojos abiertos.
—Será que le gustaba tanto Nijinski que decidió volverse loco, como su ídolo —dijo Minolta.
—Nadie va a verlo, etc., parece un leproso con sida. Ni siquiera Berlinsko quiere saber nada de él. Al fin, Roma lleva a Sílvio de vuelta al Brasil. Me olvidaba aclarar que Roma, según lo que aquí dice, es una mujer muy rica.
—Tiene cara de rica —dice Minolta.
—¿Cómo es la cara de rica? —pregunté.
—Una mezcla de arrogancia y aburrimiento.
—Eso es un mísero tópico.
—¿Y por ser tópico no va a ser verdad?
—Todos los días, por la mañana, Roma lleva a Sílvio a pasear por la acera de la playa de Ipanema. Parece como si la locura volviera a Sílvio aún más hermoso, no hay mujer que no lo mire, hasta las que pasan corriendo, en eso del jogging, vuelven el rostro para ver un poco más a aquel hombre guapísimo. Como los médicos del Brasil confirman que es un esquizofrénico incurable, Roma no tiene más remedio que buscar ayuda en el mundo de la magia, de la macumba, de lo sobrenatural, en el que hay aún más estafadores que en el de los médicos. Va a todos los ceremoniales de macumba, a todos los terreiros, etc., le indican la umbanda y quimbanda, consulta rezaderas, médiums que «incorporan» las más diversas y asombrosas «entidades». Un día, Roma lleva a Sílvio a una mujer de grandes poderes llamada la Santa, en Caxias, en la periferia de Río de Janeiro. Ahora voy a leer lo que escribe Roma: «Cuando vi a la Santa tuve un shock. Era una niña de unos diez años, o quizá menos. El pelo, espeso, le llegaba hasta la cintura, ondulado. Era muy pálida, las manos de dedos finos —leo exactamente lo que Roma escribió— y muñecas tan delgadas que daban la impresión de que iban a romperse al menor esfuerzo. Sus labios eran cenicientos, y tenía los dientes separados, todos los dientes separados, me pareció un murciélago blanco grande, o un ángel mal acabado. Sílvio y yo nos sentamos, ella se quedó de pie. Noté que enseguida se dio cuenta de que era él, Sílvio, quien precisaba ayuda. Ni un solo instante miró hacia mí. Se acercó a Sílvio y hundió la cabeza de él entre sus pechecillos raquíticos. El cuerpo de la Santa, entonces, empezó a estremecerse, y su pelo quedó tieso, como si hubiera sido alzado por un viento fuerte. Pero en Sílvio no se notó nada, quien quedó trastornada y agotada fue la Santa. No tuve tiempo de sentirme decepcionada ante este primer fracaso. La Santa salió de la sala y volvió enseguida trayendo en la mano un enorme sapo que…».
—¡Ahí está el sapo! ¡Creí que no llegaba! —dijo Minolta.
—«Un enorme sapo que ella sostenía por la nuca —sigo leyendo el texto de Roma— o como se llame ese lugar detrás de la cabeza del sapo. Y, agarrado de ese modo, las piernas del sapo se estiraban y parecía enorme, inmenso. Cuando entró en la sala, sostenido por la Santa, el sapo me miró, a la cara, y luego a Sílvio, como si nos conociera, como si supiera quiénes éramos y qué estábamos haciendo allí, una mirada de inteligencia, de complicidad, una mirada humana, aterradora. La Santa se puso frente a Sílvio con el sapo en la mano. Levántate, le dijo a Sílvio. Toma, le dijo, y le dio el sapo. Sílvio cogió el sapo con las dos manos, colocando aquel hocico asqueroso a la altura de su rostro. Sílvio y el animal se quedaron mirando a los ojos y noté una fugaz sonrisa en los labios de Sílvio. Luego, acercó la cabeza del sapo a su rostro, siempre con los ojos del animal clavados en los suyos, y los labios de Sílvio se aproximaron a los del animal y, ante mi horror, mi asco, el sapo metió su inmensa lengua en la boca de Sílvio en un largo y apasionado beso».
—¡Ajjj! Preferiría quedarme esquizofrénica para el resto de mi vida —dijo Minolta.
—Déjame acabar: «Entonces, una luz roja brillante, como si hubiéramos entrado en un tubo de neón, inundó la sala con un brillo tan fuerte que me cegó, y por un momento no pude ver a Sílvio, ni al sapo, ni a la Santa. Pronto mi visión volvió a ser normal, y descubrí a Sílvio, aún en medio de la luz escarlata, entregando reverentemente el sapo a la Santa, que salió de la sala con el animal, no sin que antes el bicho me lanzara una última mirada, como si me conociera». Es un hermoso final, lo reconozco.
—¿Se acabó?
Ordené los papeles con la letrita minúscula de Roma y los coloqué en la mesilla de noche.
—Bueno —dije—. Tras eso, Sílvio sanó y pudo volver a bailar. Es una historia de final feliz.
—¿Crees que es verdad?
—¡Claro que lo creo! ¿No recuerdas lo que hicimos con aquel sapo hace veinte años? ¿El Bufo marinus de Ceresso? Tienes flaca memoria…
—¿Y Sílvio dejó de ser homosexual?
—Roma no lo dice. ¿Pero qué tiene que ver eso con la felicidad?
—¿Y puede volverse loco de nuevo?
—Para volverse loco, basta estar sano. Cuanto más sano, mayor tendencia a la locura. —Elaboré ese raciocinio—. Las confesiones me molestan, ¿no lo sabías?
Pero la dulce Minolta roncaba a mi lado. No era propiamente un ronquido, era el ruidito que los justos y las mujeres hacen en su sueño profundo. ¡Qué bueno es dormir!, pensé. Y me dormí.