2
AL día siguiente llegó aún más temprano a la 14. Fue al calabozo. Era una sala grande, abarrotada de detenidos. Agenor estaba tumbado en una colchoneta, con una manta fina, cenicienta, cubriéndole el cuerpo. Estaba durmiendo aún.
—Lleva a Agenor a mi despacho —dijo Guedes al carcelero.
Agenor entró en el despacho de Guedes bostezando.
—¿Se ha dormido bien? —preguntó Guedes.
—Bien. Estaba muy cansado —dijo Agenor.
—¿Pudiste dormir tumbado? ¿No estaba muy llena la celda?
—Está llena, pero es buena gente, y nos arreglamos, nadie se pelea. Ya sabe cómo es eso: cuando todo el mundo colabora, la vida es mejor.
—Buena gente, ya lo sé. Hasta te han dado una colchoneta. ¿Un café?
Los otros policías vieron a Guedes salir con el detenido, pero Guedes era demasiado respetado para que alguien intentara impedirlo o hiciera el menor comentario.
Desayunaron en la avenida Ataulfo de Paiva.
—¿Cómo se te ocurrió matar a la mujer? Tú no eres de ésos, eres un chorizo normal.
—Fue una locura —respondió Agenor.
—Cuéntame cómo fue.
—No me gusta hablar de eso, señor Guedes.
—Pues vas a tener que hacerlo —dijo Guedes, blando, pero irrefutable.
—Ya le dije cómo fue.
—Pues dímelo otra vez.
Agenor contó de nuevo su historia.
—¿Cómo le disparaste?
—¿Que cómo le disparé?
—Eso es. Tienes tiempo para pensar.
Agenor se rascó el carrillo. Tenía la costumbre de hacerlo cuando se ponía nervioso.
—Bueno, pues como uno tira sobre una persona. Se le apunta y se dispara.
—¿Estabas dentro del coche, o fuera?
—Dentro. Estaba a su lado.
—¿Apoyaste el revólver en el cuerpo de ella al disparar?
—No. Bueno, no recuerdo. Estaba nervioso. Ella gritaba mucho.
—¿Habías disparado alguna vez antes?
—No.
—¿Dónde encontraste el 22?
—Lo compré a un tío del barrio.
—¿A quién?
—No voy a chivarme, el tío es un colega legal.
—Puedes decirme el nombre. No voy a hacerle nada.
—Gibi.
—Hay muchos Gibi en la Mangueira. Dime cómo es.
—Mulato claro. Toca el tamboril en la Escuela. Buena gente.
—Bueno. Disparaste contra la mujer. ¿Y luego?
—Luego me largué.
—¿Y la pitillera?
—¡Ah, la pitillera! Abrí el bolso y la cogí.
—¿Y el reloj?
—¿Qué reloj?
—Ella tenía un reloj de oro.
—No lo vi.
—Estuviste un montón de tiempo con la mujer, conduciendo ella, ¿y no viste un reloj de oro macizo en su muñeca?
—No lo vi.
—¿Y por qué fuiste realmente a aquella calle?
—Quería ir a la Floresta de Tijuca; pensé que aquella calle iba a dar allá.
—¿Querías ir a la Floresta de Tijuca a violar a la mujer?
—Sí.
—¿Violaste antes a alguna? Tus antecedentes no registran ninguna violación.
—Sería la primera vez. Estaba muy buena, ¿no?
—Vamos a volver al momento en que le disparaste. Cuéntame otra vez cómo fue.
—Llegamos a aquella calle y entonces vi que no tenía salida y le dije que diera media vuelta. El coche se quedó parado y yo me puse nervioso y le solté un tortazo. Empezó a gritar, yo perdí la cabeza y disparé.
—Continúa.
—Después, ya sólo pensé en escapar de allí. El coche estaba muerto, y yo, además, no sé conducir. Me largué.
—¿Y la pitillera? Siempre te olvidas de la pitillera.
—¡Ah, sí! Abrí su bolso y saqué la pitillera.
—El reloj, no lo viste.
—No. No vi el reloj.
—Volvamos al momento en que le disparaste. ¿Quieres otro café?
—Otro, sí. Gracias.
Guedes pidió dos cafés más. Estaban de pie, en la barra. No había nadie, aparte de ellos. Era aún muy temprano y acababan de abrir el bar. El policía y el detenido parecían dos amigos charlando en voz baja de un asunto reservado.
—Tiraste contra la mujer. Bien. Y ella gritaba, ¿cómo?
—Gritando.
—¿Intentó huir del coche, defenderse atacándote? Cada uno grita de una manera, unos se desgañitan y se desmelenan, otros se acobardan, cada uno actúa de una manera. ¿Qué hizo ella? Supongo que sería de las que se desmelenan, para ponerte nervioso.
—¡Y cómo!
—¿Y cómo? ¿Cómo qué?
—¡Cómo se desmelenaba!
—¿Y el revólver? ¿Qué hiciste con el 22?
—Lo tiré.
—¿Lo tiraste?
—Bueno, no. Lo puse en la mano de la mujer para fingir que era un suicidio.
—¿Y no le viste el reloj de oro?
—Le puse el revólver en la mano derecha. El reloj debía de estar en la izquierda.
—¿Sabes por qué he venido a hablar contigo, de esto, aquí, en un bar?
—No.
—Para darte una oportunidad de decir la verdad. Estoy siendo legal contigo.
—Sí, es verdad, señor Guedes, y muchas gracias.
—Y, en cambio, tú me mientes descaradamente.
—No, señor.
—Dices que no sabes conducir, pero en tu ficha he leído que fuiste taxista.
—Es que yo…
—Déjame hablar. Hiciste que la policía te agarrara en aquel falso atraco a la panadería, para tener así la oportunidad de confesar que mataste a la mujer. Un golfo, un chorizo de mierda, aparece en una celda, abanicado y tumbado en una colchoneta. ¿Es que crees que soy idiota? Tú sabes muy bien que no lo soy, Agenor. Tú no mataste a aquella mujer. ¡Desmelenada! ¡Estaba perfectamente peinada, burro! ¡Como si fuese a un baile! Y el que le pegó el tiro, le abrió la blusa de seda, tiró a la carne, y luego abotonó la blusa. Eres un estúpido, Agenor. ¿Quieres otro café?
—No.
Agenor se apoyó en la barra, como si fuese a caer.
—Vamos a la comisaría —dijo Guedes.
Mientras caminaban:
—Si quieres escapar, puedes —dijo Guedes—. Pero no quieres escapar, ¿verdad? Dependes de las órdenes de los otros. No sabes si ellos quieren que huyas o no, y, en la duda, no haces nada.
Agenor no respondió.
—Te pagaron para que confesases que mataste a la mujer; te ofrecieron protección, manejaron a los jeques de la cárcel para que estuvieran a tu servicio, asegurándote una vida cómoda, pero lo hicieron sólo a la espera de que declares, cuando el secretario te pase la declaración, y tú la hayas firmado con dos testigos, y quede todo perfecto en los autos, entonces, porque ellos sólo están esperando que declares, ¿sabes qué van a hacer?
Agenor no respondió. Le temblaban las manos, y Guedes lo cogió del brazo.
—No sé cómo no se te ocurrió —continuó Guedes—. Seguro que ahora ya han elegido el tipo que va a confesar que te mató. Y dirá: es que me provocó. Seguro que es uno de esos que están en la celda contigo. Y lo harán echándote al cuello una cuerda hecha con camisas viejas o con una sábana. Meterte una cuchillada ensuciaría la celda, y el espacio es poco. No sé cómo un perro viejo como tú cayó en una trampa así.
Agenor suspiró.
—El secretario quiso tomarte declaración ayer, y yo no lo permití. No sé si él está metido en el caso. Si hubieras declarado ayer, hoy serías ya hombre muerto. Pero hoy, de todas formas, vas a tener que declarar. No puedo evitarlo.
—Lo negaré todo. Diré que no maté a la mujer.
—De todas formas, eres hombre muerto. ¿Cómo te metiste en este lío?
Estaban en la puerta de la comisaría, pero Guedes continuó andando, en dirección al estadio de Remo. La puerta del estadio estaba abierta; entraron y se sentaron en las gradas. Se quedaron mirando las canoas que se entrenaban en la laguna.
—Yo estaba atrapado. No tenía un céntimo. Y la vida, para la gente de mi oficio, está dura —dijo Agenor.
—Sí, ya lo sé. En tu oficio, sólo los muy grandes…
—Uno conocido, que es quien corta el bacalao en la Yacaré, me dijo que andaban buscando uno que confesara que mató a madame. Cincuenta millones en mano ahora, y cincuenta luego, y la garantía de que me llevaban a la isla Grande y que me sacarían de allí. Los de la Yacaré se lo tienen allí montado. Sacarlo a uno de la isla Grande es coser y cantar.
—Lo sé. Pero tú no ibas a ir a ninguna isla. Ibas al cementerio. ¿Has recibido ya la pasta?
—Sí. La tengo guardada.
—Pues no vas a poder gastártela.
—¿Quiere decir que estoy jodido?
—Estás jodido. ¿Fue el tipo de la Yacaré quien te dio la pasta?
—Sí. Pero el que me enseñó la lección fue un abogado.
—Cuéntame cómo fue.
—El tipo de la Yacaré me dijo que fuera a la churrasquería Plataforma, que tenía que hablarme. Cuando llegué, ya estaba en una mesa, con un tío que dijo que era abogado. Comimos juntos y el abogado me dio todas las instrucciones. Hasta me llevó en coche hasta la calle donde mataron a la mujer.
—¿Sabes su nombre?
—Doctor Jorge.
—Jorge ¿qué?
—Lo demás, no lo sé.
—¿A quién llamaste desde la Central?
—A mi mujer. Era para que le dijera al abogado que me llevaban de allí. Quedamos en que le avisaría si eso ocurría.
—Dime su teléfono.
—Dos, seis, seis, dos, uno, cuatro, siete.
—Te voy a decir algo: lo que hicisteis es una chapuza.
—Menos mal, porque si no ya la había palmado. ¿Y ahora? ¿No ve manera de sacarme de ésta?
—Tendría que decirte que declararas contando toda la verdad. Tendría que garantizarte que te iba a proteger, pero sé que tarde o temprano van por ti. No quiero cargar con la responsabilidad de tu muerte.
—Pero cargará. Sabe que van a matarme, y no hace nada.
Se habían ido las barcas y la laguna quedó vacía. El sol hacía brillar la superficie del agua.
—¿Tienes un sitio donde esconderte? ¿Un lugar fuera de Río?
—Lo tengo. Y muy lejos de aquí. ¿Me va a dar usted una oportunidad? ¿Lo jura?
—Un chorizo pidiendo juramentos… Tiene gracia la cosa…
—Yo le creo. No le engaño. No voy a hacer esa idiotez. Un ladrón sólo engaña a otro. Seré un chorizo, y un bobo, pero se nota enseguida cuando uno es de ley.
—¡Vete! —dijo Guedes—. ¡Y no hagas más idioteces!
—¿Cree que voy a hacerlas, con esa gente detrás de mí para matarme? Dios le bendiga, señor Guedes.
—No metas a Dios en esto.
—Dios le bendiga, sí.
—Vete antes de que me arrepienta.
Salió de Piraquê un pequeño velero y navegó hacia Corte de Contagalo. El sol empezaba a pegar fuerte, y Guedes sintió el calor.
La fuga de Agenor no causó muchos problemas al inspector. El delegado Ferreira mandó llamar a Guedes y le dijo que el secretario de Seguridad estaba furioso y que, probablemente, iban a suspenderlo. Pero pasaron los días y no apareció suspensión alguna en el Boletín. No se abrió ningún expediente sobre la fuga.
Guedes continuaba con sus actividades de perdiguero.
No le fue difícil descubrir el nombre entero del doctor Jorge, el abogado que había tramado la impostura de la que Agenor da Silva fue protagonista. Su nombre era Jorge Delfim. Formaba parte de un gran bufete dedicado a causas civiles (derecho comercial y fiscal, principalmente). Ninguno de los miembros del bufete era criminalista. Eso explica la cagada que han hecho, pensó Guedes.
No llamó al abogado. Cogió el teléfono y marcó el número de Eugenio Delamare. Eso fue en la tarde del día en que dejó escapar a Agenor da Silva.
—¿Está el señor Delamare?
Guedes contaba con la suerte. Aparte del Principio de Sencillez, creía en otro, el Principio de la Gratificación al Riesgo, de Hohenstaufens (el valor del premio es siempre proporcional al valor del riesgo, o sea, hablando en plata: quien quiera truchas que se moje el culo).
—¿Quién quiere hablar con él?
—El doctor Jorge Delfim.
Eugenio Delamare se puso enseguida.
—¿Doctor Delfim? —No eran íntimos Jorge y Eugenio. Tal vez no notase que la voz era diferente.
—El hombre se ha fugado —dijo Guedes.
—Lo sé. Me llamó el secretario. Teníamos que haberlo previsto. Nuestra policía es una mierda. Llamé a su despacho, pero me dijeron que estaba en São Paulo.
Guedes tuvo la impresión de que Delamare estaba borracho. Los ricos ociosos empiezan a beber con la comida.
—Acabo de llegar —dijo Guedes.
—¿Y ahora?
—A ver qué hacemos. El tipo será juzgado en rebeldía como asesino de su señora. ¿No es eso lo que usted quería? ¿Que se estableciera la culpa?
—Y el caso cerrado —dijo Delamare—. No quiero que aparezca por ahí mañana diciendo que no la mató, ¿entiende?
—No se preocupe.
—¿Se encargan de todo esos amigos suyos?
—No se preocupe.
—Si necesita más dinero, no tiene más que decirlo. ¡Buenas tardes!
Las pesquisas de Guedes lo llevaron a otro descubrimiento importante. Últimamente hacía todas las noches los dos trayectos posibles del asesino de Delfina al huir de la Diamantina. Primero, por la calle Faro, bajando hasta la calle del Jardín Botánico; luego, un trayecto más complicado: calle Itaipava, calle Benjamim Batista y luego, alternadamente, las tres calles perpendiculares al Jardín Botánico: Abade Ramos, Nina Rodrigues y Nascimento Bittencourt. Y también las escaleras que iban a dar a la plaza de Pío XI.
Encontrar al testigo que tanto buscaba fue un golpe de suerte más (suerte más que sudor). Era una vieja que paseaba a un perro. Se llamaba Bernarda.
Cuando Denise Albuquerque llegó de Francia, no esperaba encontrar en casa una invitación para que se personara en la comisaría n.º 14. No fue, desde luego. Mandó a un abogado en su lugar. Pero el inspector quería ver a la mujer y no cedió fácilmente. No sé si lo que ocurrió fue resultado de un entendimiento con el abogado o con la propia Denise. El hecho es que Denise citó al inspector en su casa.
Acababa de separarse del marido y era notorio que había logrado el mejor acuerdo financiero de la historia de las separaciones conyugales en Brasil. Según rumores, el marido, como casi todos los grandes financieros, tenía sus líos y Denise había amenazado con contarlo todo durante el proceso en el Juzgado de Familia.
Denise simpatizó con el inspector. La mujer sentía cierta ternura ante la gente pobre y mal vestida. A Guedes también le gustó ella, tal vez debido al modo franco con que respondía a sus preguntas.
—Leí la carta que le escribió a Delfina.
—¿No es un delito violar la correspondencia? ¿O es que la policía puede hacerlo?
—No puede. Pero para mí fue importante saber que doña Delfina tenía un amante.
—Nunca pensé que el día en que Delfina tuviera un apaño fuera con un tipo como aquél, un mulato pedante. Siempre creí que si acababa teniendo un lío sería con Tony Borges, que estaba loco por ella.
—¿Cree usted que ese individuo puede haber matado a Delfina?
—¿Quién? ¿El escritor? No. ¿Desconfía usted de él?
—No desconfío de nadie, y desconfío de todos. Hasta del marido.
—Le voy a decir una cosa: Eugenio Delamare es de familia antigua y riquísima; como gente de tradición y de dinero, pueden compararse con los Guinle. Ellos, tanto los hombres como las mujeres, se casaron siempre con gente rica. La única excepción fue el matrimonio de Eugenio Delamare con Delfina, pero Delfina, como persona, era un millón de veces mejor que el marido. Eugenio es un sinvergüenza. Cuando un tipo de buena familia sale torcido, gana a cualquiera en materia de villanía. No me sorprendería que él hubiera mandado matarla. Le voy a contar lo que ocurrió conmigo una vez que fui a pasar una semana en la hacienda que los Delamare tienen en el Mato Grosso. Nunca se lo he contado a nadie; usted es el primero que oye esta historia. Yo estaba casada aún con Albuquerque, y él fue conmigo. La verdad es que no sé qué es lo que nosotras, las mujeres, fuimos a hacer a aquellos andurriales. Los hombres se pasaban el tiempo cazando y pescando. Yo los acompañé incluso un día, y quedé horrorizada viéndolos matar animalillos inofensivos con sus rifles de mira telescópica. Un día, Delfina fue a dar un paseo en barco con Albuquerque. Yo no fui, porque me mareo en barco, y Delamare dijo que se quedaba haciéndome compañía, pues el paseo iba a durar casi el día entero. Cuando nos quedamos solos, a la primera oportunidad, Eugenio empezó con indirectas. Yo hice como si no entendiera lo que quería; al fin y al cabo era amigo de mi marido. Era una situación muy desagradable. Pues ¿sabe lo que hizo? Me agarró a la fuerza, en mi dormitorio, me poseyó, me violó, el muy cretino. No tuve valor para contárselo a Albuquerque y a Delfina. A mi marido le dije que me encontraba mal (y era verdad) y que quería volver a Río. Al día siguiente, cogimos nuestro Lear Jet, que estaba en el campo de aterrizaje de la hacienda, y nos volvimos a Río. El crápula de Eugenio continuó llamándonos, invitándonos a cenar, como si no hubiera ocurrido nada.
—¿Y cree usted que puede haber mandado que alguien matara a doña Delfina?
—No sé si llegaría a este punto, pero no me sorprendería. Él sabía que Delfina tenía un lío con el escritor ese, y no era hombre para aceptarlo tranquilamente.
El encuentro con doña Bernarda:
—¿No tiene usted miedo de andar por la calle tan tarde? —preguntó Guedes al encontrarla. Era la una de la madrugada, y la calle Abade Ramos estaba desierta.
Doña Bernarda lo miró, a través de sus gafas de gruesa montura.
—Soy muy vieja para tener miedo. Además, Adolfo está enfermo y tiene que pasear a esta hora, y no tengo a nadie que pueda sacarlo.
Guedes se inclinó y acarició la cabeza del perro.
—¿Qué es lo que tiene?
—No lo sé. Cuando llega esta hora, empieza a aullar, y si no sale, le dan unas convulsiones y empieza a babarse todo, y aún hace cosas peores, pobrecillo. El veterinario tampoco sabe qué le pasa. ¿Y usted? ¿No tiene miedo de andar por la calle a estas horas?
—Soy policía —dijo Guedes—. Y estoy trabajando.
Doña Bernarda era buena observadora. Sí, había visto un hombre como el que el inspector le había descrito, tropezó con Adolfo, allá, dos casas más allá; sí, sería capaz de reconocerlo, claro. Era muy fácil recordar el día, porque era el cumpleaños de Adolfo y le había hecho pastel de huevo. A Adolfo le encantaba el pastel de huevo. Ella sabía que no debía comerlo, pero por una vez no le va a hacer daño. Pero sí, le hizo daño. No iba a olvidar aquel día.