5

«PERDONA que te arranque de tus meditaciones, querida, pero necesitaba hablar con alguien después de marcharse el polizonte ese. Cuando le grité que se largara, se me quedó mirando tranquilamente, analizándome, y luego se fue pensativo hasta la puerta, ni atemorizado ni triunfante, y me aconsejó que buscara un abogado.

»¿Sabías que Madame X era Delfina? ¿Por qué me dejaste, pues, montar ese ridículo misterio? No; nosotros acordamos que yo contaría mi vida sexual con las mujeres que tuve o tengo, pero que no revelaría su identidad. Satisfaríamos así tu curiosidad libidinosa y mi lascivia verbal. Por otra parte, es posible incluso que haya inventado todas esas historias para dar salida a nuestra lubricidad. Contar detalles de mi amor con Delfina es una forma de no olvidarla. No voy a olvidarla nunca, como tampoco te voy a olvidar a ti. Pero entre nosotros, las cosas son distintas; cuando nos conocimos, tú tenías dieciséis años, y si no fuera por ti, Gustavo Flávio no existiría.

»Defoe, Swift, Balzac; puedo pasarme un tiempo inmenso hablando de escritores que fracasaron invirtiendo su dinero o especulando de una manera u otra, equivocadamente. Puedo ser colocado en esa compañía. Cuando conocí a Delfina mi situación financiera iba de mal en peor. Había quebrado el banco donde había metido mi dinero, y su presidente, un bergante que estuvo a punto de ser ministro de Hacienda, se había largado del Brasil llevándose 250 millones de dólares que depositó en una cuenta secreta en Suiza. Desaparecido hasta hoy, y ya ni se habla de él. Me quedé sin un céntimo, pero como Balzac, no cambié mi tono de vida. Empecé a pedir adelantos, cada vez mayores, a mis editores de aquí y del extranjero. Esto no te lo había contado para no preocuparte. Mi último libro, Los amantes, pese a que fue muy celebrado por la crítica resultó un fracaso de ventas comparado con mis novelas anteriores. Parece que el público no estaba preparado para una historia de amor entre una ciega y un sordomudo. “Lisiados, tarados, contrahechos, no dan bien en una historia de amor”, dijo mi agente literario. “El último que funcionó fue el jorobado de Notre-Dame”. Mi nueva novela no acababa de arrancar. Normalmente, como tú sabes mejor que nadie, construyo el libro en mi mente mientras voy tomando nota de detalles, escenas, situaciones. Pero Bufo & Spallanzani estaba, y sigue estando, embarrancado. Empecé a escribirlo cuando conocí a Delfina. Por primera vez en mi vida una relación amorosa se interfirió en mi trabajo. Estar enamorado, o incluso sólo interesado en una mujer, siempre me había estimulado para escribir, lo sabes muy bien. Pero empecé a sentirme desligado de mi trabajo, dándole la razón a Flaubert. Lo peor es que había recibido ya varios adelantos por Bufo & Spallanzani y debía mucho dinero a mi agencia en Barcelona.

»Un día, Delfina vino a verme y dijo que no quería seguir viéndose conmigo a escondidas. Sabía que un día iba a acabar diciéndome eso, pero aun así quedé aturdido. Voy a dejar a mi marido, dijo, quiero vivir abiertamente contigo. No tengo hijos, no vamos a hacer sufrir a nadie. A Eugenio no creo que le importe mucho. Estábamos en la cama. Delfina, que estaba desnuda, puso las manos bajo la nuca, desperezó su cuerpo maravilloso y empezó a hablarme de sus planes. Mientras tanto, yo comprobaba una vez más la razón por la que las mujeres, por deslumbrantes que sean, acaban siempre volviéndose cargantes para aquellos que las aman. Tú, no; tú eres una mujer muy especial, distinta de todas las que he conocido. Las otras, debido a una especie de decencia burguesa aliada a un convencionalismo hipócrita, acaban subordinando siempre la pasión a la etiqueta. Yo representaba para Delfina, o había representado, una fantasía que brotó del hastío de su matrimonio al cabo de seis años. Ahora, quería volverme real, quería hacer de mí un marido. Vamos a hacer un largo viaje, nosotros dos, adonde quieras, dijo. Yo le respondí que no quería salir del Brasil, que tenía que escribir Bufo & Spallanzani, que para un libro no hay nada peor que un viaje. Ella me dijo que el libro ni lo había empezado, que podría escribirlo en el viaje, que iríamos en barco, que ella me afilaría los lápices. ¿Has visto alguna vez un lápiz en mi apartamento, uno solo? ¿No sabes que escribo con un ordenador?, le pregunté. La verdad es que poco podía saberlo ella, pues desde que la conocí no había escrito ni una línea. Mientras hablábamos, aquel día, me di cuenta de eso, de que por primera vez en mi vida había pasado mucho tiempo sin escribir, y todo por una mujer. Seguí oyendo sus planes para los dos. Delfina quería abandonar a Eugenio inmediatamente, antes de ir a París para pasar allí seis meses, cosa que hacían cada dos años.

»Me dijo que no aguantaba seis meses más con el marido, ni en París, y especialmente en París, porque no soportaría estar alejada de mí tanto tiempo, no quería seguir viviendo furtivamente, etc. Tendríamos que pensarlo un poco más, le dije. Pensar, pensar, no haces otra cosa, dijo ella, cosa que, en rigor, no era verdad. Lo que menos hace un escritor es pensar, bromeé. Me dijo que la estaba poniendo nerviosa, que no dormía por la noche, que había perdido el apetito y que todo eso era debido a la duplicidad, a la mentira, a tener que irse a la cama con un marido a quien no amaba, cosa que quizá no era rara, pero de todos modos resultaba horrorosa. Esto me va a acabar matando, me dijo. Confieso dos cosas. Primera: yo no quería casarme con Delfina Delamare, pese a amarla mucho. Segundo, yo no quería que abandonase al marido. Delfina se había acostumbrado a ser una mujer rica, y la separación de Eugenio sería un intempestivo gesto romántico que la iba a dejar sin un céntimo. Tenemos que pensarlo un poco más, le dije por segunda o tercera vez. Saltó de la cama y se sentó desnuda, frente al espejo, y, cuidadosamente, minuciosamente, se maquilló como una actriz que se preparara para salir a escena. Intenté, atraído de nuevo por la belleza de su cuerpo, ahora que se había quedado callada, atraerla otra vez a la cama, pero Delfina me rechazó. Se lo voy a contar todo a Eugenio, dijo. Le respondí que era una locura, un gesto insensato y brutal que iba a herir al marido inútilmente. Engañarlo es herirlo aún más, dijo. ¿Has visto cosa más exasperante y burra que una mujer romántica? Pensémoslo un poco más, repetí. Me dijo que parecía un papagayo, y se fue, con una extraña expresión en el rostro. No cometerá esa imprudencia, pensé. Realmente, al día siguiente, a la hora de costumbre, Delfina volvió a mi apartamento. Estaba muy pálida y parecía haber adelgazado de un día a otro, como si eso fuese posible; parecía haber adelgazado mucho, quiero decir. Fuimos a la cama y, en el momento del orgasmo, su rostro se llenó de lágrimas. “He hablado con Eugenio. Le juré que nunca más te vería, y me perdonó”, dijo. “Y Eugenio volvió a pedirme que lo acompañara en el viaje. Adiós”.

»Salió de viaje con el marido. No sabía que tenía una enfermedad incurable, ninguno de nosotros lo sabía, ni yo, ni ella, ni el marido. Cuando se fue, me senté ante el ordenador, para escribir, pero desistí enseguida. No puedo aguantar el sudor. Sé que la inspiración no existe, que cualquier puta vieja como yo, que llevo escritos veinte libros en poco más de diez años, sabe que nuestro trabajo es de bracero, que exige fuerza física, vigor. Empecé a pensar que me había secado. Hemingway se pegó un tiro por eso en el paladar. Aquel día, después de marcharse Delfina, fui a un restaurante, me harté de comer y, luego, llamé a una conocida y me metí entre sus piernas. Pero no dejé de pensar en Delfina ni un mísero segundo.

»Al día siguiente estaba en casa pensando simultáneamente en Delfina y en Bufo & Spallanzani cuando sonó el timbre. Aquélla era la hora en que Delfina solía llegar, a la una. Sentí que mi corazón latía alegremente. Sabía que no iba a hacer la locura de romper conmigo y contárselo todo al marido. Corrí a abrir la puerta y allá estaba él, lo reconocí inmediatamente por las fotos de los diarios y revistas, su rostro guapillo quemado por el sol, la nariz recta, el mentón fuerte. Era un poco más bajo de lo que suponía, pero es que en las fotos siempre lo había visto a caballo. Y tenía los ojos azules.

»“¿Gustavo Flávio?”, preguntó. Asentí. Me puso una mano en el pecho y me empujó. No soy ningún peso pluma, peso más de cien kilos, pero él tenía fuerza en el brazo, aparte de la fuerza moral de la cornamenta, y su empujón me apartó y casi me tira al suelo. Entró en la sala y dijo, dedo en ristre: “Si vuelve a ver a mi mujer, lo mato, pero no voy a mancharme las manos contigo, ¿sabes, cerdo asqueroso? Voy a mandar que te corten los cojones y que te dejen sangrando hasta que mueras”. No le dije nada. Ante mí estaba un marido coronado, usando su derecho al pataleo. Pero en cuanto se fue, me di cuenta de que aquello no era una amenaza en vano, un desahogo de cornudo. Había una veracidad siniestra en la advertencia. Aquel hombre era peligroso. Tenía dinero como para alquilar a un montón de asesinos profesionales.

»Pasé dos días preocupado, hasta que leí en los periódicos que el matrimonio Delamare había embarcado para París. El resto, lo sabes ya. Delfina volvió antes, apareció muerta, etc. De momento, el marido no me preocupa tanto como ese javert de perragorda, el polizonte Guedes.

»El caso de Delfina es uno de los más interesantes, y probablemente el más intrigante y enmarañado asesinato ocurrido en los últimos años aquí, en Brasil. Hay en él aspectos que lo hacen encantador y grato a la lectura, pues es un crimen misterioso que ocurre en una clase social en la que raramente se dan acciones violentas, y, además, los personajes coadyuvantes y otras muertes misteriosas contribuyen a hacerlo aún más suculento. Pero estoy demasiado metido en el caso para poder escribir sobre él, principalmente porque yo amaba a Delfina; y las grandes historias de amor vividas por nosotros, los escritores, raramente se escriben. Las historias de amor que pueden ser contadas, son las mediocres».