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ESTABA yo en el mirador cuando llegó el tractor con Minolta, Guedes y los policías de la comisaría de Pereiras. La presencia de Guedes apagó en cierto modo la alegría que sentí al ver a Minolta. El inspector se acercó a mí y me saludó.
—Estoy de vacaciones, no sabía adónde ir… Entonces recordé lo que me había dicho usted de este lugar.
Naturalmente, no le creí, y mucho menos después de verlo encerrarse con Trindade en el despacho del administrador del refugio.
Los policías de Pereiras fueron en jeep hasta el bungalow donde estaba el cuerpo de Suzy. Poco después volvió el perito con el cadáver de Suzy envuelto en un plástico negro. Ayudado por Trindade, colocó el cuerpo en el remolque del tractor.
El perito montó en el jeep y volvió al bungalow. Nos quedamos mirando aquel paquete negro en el remolque, un bulto al mismo tiempo atractivo y obsceno en su frágil solidez. Del cuerpo se desprendía un olor pestilente, ¿o era impresión mía? Con excepción de Eurídice, que había desaparecido por consejo de Roma tan pronto como apareció el tractor con los policías, estábamos todos allí; a nuestro grupo se había añadido ahora Guedes, que ante los acontecimientos se comportaba con el aire distraído que los policías y los gatos suelen adoptar, fingiendo indiferencia cuando algo les interesa mucho: miraba a un colibrí sorbiendo el líquido azucarado en una jardinera del mirador, miraba un árbol distante como si viera un jaguar o un chimpancé en una de sus ramas. Llegó incluso a bostezar.
Oímos el ruido del jeep. Ahora estaban en él los tres policías. Saltaron junto al tractor y hablaron en voz baja. El perito, cargado con una funda de almohada con un objeto dentro, entró en el remolque, se sentó al lado del bulto negro, y el tractor se puso en marcha lentamente.
El despacho de Trindade se convirtió en el lugar de trabajo de los policías. El comisario de Pereiras había decidido hacer los interrogatorios allí mismo, en el refugio, pues en Pereiras no había hoteles donde pudieran alojarse los huéspedes mientras el secretario hacía su trabajo. Fui el primero en declarar.
Resumiendo preguntas y respuestas, mi deposición fue más o menos ésta (tras la identificación de rigor, etc.):
—¿Conocía usted a la víctima?
—La conocí aquí.
—¿Nunca la había visto antes?
—Nunca.
—¿Estuvo con ella anteayer, el día de su muerte?
—Sí, estuve con ella anteayer.
—¿Dónde?
—En su bungalow. Recibí una nota suya pidiéndome que fuera a hablar con ella.
Saqué el papel del bolsillo y se lo di al comisario. Hasta aquel momento había dudado entre entregar la nota o no. Fue una decisión súbita. El delegado leyó en voz alta:
—«La camarera que le sirvió el café le entregará esta nota. Eurídice va a pasear a caballo, y yo me quedaré toda la mañana en el bungalow. Venga hasta aquí. Necesito hablar con usted. Suzy».
Le pasó el papel al secretario:
—Eso nos lo quedamos —dijo—. Para bien de usted.
¿Para mi bien? ¿Qué quería decir?
—¿Cuál era el asunto del que quería hablar con usted?
No le iba a decir nada al comisario de la historia de María, la casi-asesina, cuyo nombre verdadero debía de ser Eurídice. Necesitaba inventar una historia plausible, cosa no difícil para alguien como yo, especializado en crear patrañas verosímiles y aplaudibles.
—Ella creía que yo tenía el don, no desarrollado desde luego, de la clarividencia.
—¿Y eso, qué es?
—Ella también le llamó a eso Visión Clara. Es, por decirlo de algún modo, la capacidad de ver el futuro.
—¿Y tiene usted realmente esa aptitud? —Mirada rápida al secretario.
—No. Ni siquiera el pasado lo veo claro, cuanto más el futuro. Pero Suzy creía en eso. Me dijo también que Trindade tenía cualidades mediúmicas no desarrolladas. En fin, charlamos un rato, y ella se quedó luego un poco decepcionada ante mi escepticismo, que no demostré con palabras, pero que quedó patente. Lo fundamental para desarrollar nuestros dones es creer en ellos, dijo, recriminándome. Estuve poco tiempo en el bungalow.
—¿Y no volvió a verla?
—No.
—¿Vio una estatuilla de bronce, allá en el bungalow?
—¿La lechuza? Estaba sobre la mesita de la sala.
—El asesino usó la estatuilla como instrumento contundente —dijo el comisario—. Varios golpes en la cabeza, el primero, probablemente, en la base del cráneo. El perito cree que murió del primer golpe.
El comisario dictó algunas de mis declaraciones al secretario. Otras debió de considerarlas irrelevantes, pues las dejó sin pasarlas por registro.
—¿Sospecha usted de alguien? —preguntó en un momento determinado.
—No —respondí.
Minolta esperaba en el mirador el final de mi declaración. Estaba hablando animadamente con Orion y Juliana. En otro extremo, Roma, Vaslav y Carlos permanecían sentados en silencio. No se veía a Guedes. Fue llamado Carlos a declarar. Estaba preocupado, yo pude notar la tensión en su cuerpo. Le temblaban las manos.
Toda la mañana estuvo ocupada con las declaraciones y nadie se alejó del mirador, ni siquiera Minolta, que había llegado de viaje. Uno de los policías entró y salió del despacho de los interrogatorios varias veces, en diligencias misteriosas y apresuradas.
Los policías comieron en el salón, en una mesa distante de los otros huéspedes. Eurídice comió en su cuarto. Trindade dijo que la chica no se encontraba bien. Como almuerzo nos dieron tatú en salsa, deliciosísimo. Lo habían cazado allí mismo, en el refugio, pero, aparte de los policías, el único que comió con gusto fui yo. Los policías parecían despreocupados, y se reían mucho, como si estuvieran de vacaciones después de haber hecho un trabajo difícil.
Tras la comida, los policías se encerraron en el despacho que servía de archivo improvisado. Estudiaban las declaraciones. Habían declarado también, aparte de los huéspedes, varios sirvientes del refugio.
Por motivos obvios, invité a Minolta a ir conmigo a descansar en mi bungalow. Ella respondió que prefería quedarse en el mirador, con los otros, a ver qué ocurría. Había en el aire un clima de sospechas recíprocas, se cruzaban miradas de soslayo. La única persona que aparecía tranquila era Guedes, que, sentado en un rincón del mirador, fingía dar cabezadas.
Al fin, uno de los policías, el perito, salió del despacho para llamar a Trindade. Los policías hablaron con Trindade con la puerta abierta. Después, el comisario y Trindade se acercaron al grupo de los huéspedes.
—El comisario quiere decirles algo —dijo Trindade.
—Señoras y señores. Mis colegas y yo tenemos fundadas razones para creer que sabemos quién mató a Suzy.
Dicho esto, se calló, como un detective de filme de suspense.
—¿Quién fue? —preguntó Juliana, en el momento en que Roma abría la boca, probablemente para hacer la misma pregunta.
—El individuo conocido como el Ermitaño —dijo el comisario.
Explicó que el Ermitaño había sido visto en el mirador del bungalow de Suzy por una empleada de la lavandería. Tenía el oído pegado a la puerta, en actitud claramente sospechosa. Y aquello no había sido en uno de los días en que bajaba a montar a Bercebún. No había razón para su estancia en el refugio.
—No creo que ese hombre sea un asesino —dijo Carlos.
—Se encontraron huellas de herraduras en el lugar donde estaba el cuerpo, huellas idénticas a las que había frente al bungalow. No tenemos duda de que esas marcas las dejó el caballo de ese Ermitaño.
—¿Y cómo saben que no son las huellas de un caballo de aquí, de la hacienda? —preguntó Carlos.
—Ningún caballo de la hacienda anduvo por esas trochas, y esas huellas tenían una peculiaridad: uno de los cascos carecía de herradura. Y Alcides, nuestro perito, examinó todos los caballos de la hacienda y ninguno está sin herradura.
Un momento de reflexión general.
—¿Y cuál habría sido el motivo? ¿Violación? —pregunté.
—No. Robo —dijo el comisario—. Según nos dijo Eurídice, las joyas de Suzy han desaparecido. Aún no tenemos lista completa de los objetos robados, porque Eurídice no está en condiciones de testimoniar convenientemente, pero falta un colgante de oro con un berilo, un collar de oro macizo en forma de serpiente, incrustado de piedras preciosas, dos anillos, también de oro, uno de ellos con un brillante grande, y una pulsera.
—No falta más que detener al hombre —añadió el secretario.
—Para eso voy a pedir ayuda a la Brigada Militar. No será fácil. El señor Trindade me dijo que el Ermitaño conoce estas montañas como nadie. Pero el personal de la Brigada dará con él. Hay gente en la Brigada que nació y se crió aquí mismo, en las montañas.
Poco después llegó el tractor que se había llevado el cadáver de Suzy. Los policías entraron en el remolque y se fueron, con ese aire provocador que los policías adoptan hasta para hacer las cosas más sencillas. Antes, el comisario tranquilizó a Juliana diciendo que no creía que el asesino tuviera valor para acercarse al refugio.
—¿Y qué va a hacer ese hombre con las joyas? —preguntó Carlos.
—Venderlas —dijo Juliana.
—No necesita dinero, ahí donde vive, en medio de la selva —dijo Carlos.
—Vete a saber si las robó para ponérselas. Debe quedar monísimo con los pendientes —dijo alguien.
Empezaba a disminuir la tensión. El acusado, un extraño, había sido descubierto. Sin duda, pronto sería castigado. El mundo volvía a rodar sobre su eje. Una camarera llegó con una bandeja con tacitas de café.
—Al fin no he cumplido mi parte de nuestro juego —dijo Orion, malhumorado.
—Yo, sí. Yo escribí mi historia —dijo Roma.
—Entonces, fue la única. No creo que… ¿Escribió ella algo? —Orion me miró interrogativamente.
—Que yo sepa, no.
La historia de María, la casi-asesina, relatada por Suzy, nada tenía que ver con nuestro juego.
—Entonces, ganó usted —dijo Orion a Roma—. Voy a confesar una cosa. Tengo mi historia toda en la cabeza, perfectamente ordenada, pero cuando me siento a escribir… nada. Lo reconozco, escribir es más difícil de lo que creía. Es decir, exige un esfuerzo físico muy grande. Creo que el esfuerzo muscular es mayor que el mental. ¿No es verdad? Dígame… —Y, antes de que yo pudiera responder, el maestro continuó—: Si uno pudiera pensar y registrar automáticamente su pensamiento en el papel, les aseguro que mi historia sería una maravilla.
—¿Cómo es su historia?
—Bueno. Es la historia de un triángulo amoroso. Un maestro famoso, su mujer, y el spalla de la orquesta. ¿Saben ustedes cuál es la función del spalla en una orquesta?
Todos lo sabían.
—Bueno. El maestro era amante de la mujer del spalla…
—¿Y por qué no al contrario? —preguntó Vaslav.
—Él defiende a su clase, a los maestros. Adúltero, sí; cornudo, jamás —dijo Roma.
—¿Me dejan contar mi historia, o no?
—Por favor, déjenlo hablar —dije.
—Un día, el spalla descubrió lo que estaba ocurriendo. Era día de ensayo. El spalla interpeló al maestro, discutieron los dos y empezaron a pelearse. En la pelea, el maestro rompió el violín del spalla. Yo aún no sé cómo fue destruido el violín. Pensé que quizá durante un ensayo. El maestro le daría una patada al spalla y falló y se la dio al violín.
—Eso va a quedar muy raro. ¿Por qué iba a dar el maestro una patada al marido engañado?
—¡Claro! Pues por eso abandoné esa idea del puntapié en el ensayo. En fin, de una forma o de otra, el violín fue destruido. El violín era un Janzen, ya saben ustedes lo que eso significa. Todos seguramente habrán oído hablar del Stradivarius, considerado el mejor violín del mundo, y que nunca nadie consiguió imitar. Claro que muchos constructores intentaron copiar el patrón cremonense, que pasó por los Amati y Guarneri y fue establecido por Antonio Stradivari. Hubo otros famosos como Vuillaume, Fendt, Gilkes, Lupot, Pique, que fabricaron buenos instrumentos, pero sin alcanzar la soberbia calidad de los Stradivarius. ¿Les aburro?
—Al contrario. Estoy fascinada —dijo Minolta.
—Ahora entra el Janzen en nuestra historia. Gustav Janzen nació en Rusia, pero de niño vino al Brasil y se estableció en Santa Catarina. A los trece años construyó su primer violín, probablemente una cosa tosca. No lo sabemos. Trabajaba en ebanistería y, siendo aún muy joven, inició estudios de acústica. Conoció la historia del Stradivarius y decidió construir un violín, una audaz locura de muchacho, que fuese tan bueno como los del gran maestro de Cremona. Durante cincuenta años, Janzen estudió la construcción de los Stradivarius. Vivió durante un tiempo en Canadá, pero no se adaptó al clima frío, y volvió al Brasil y se estableció en Mato Grosso. Dicen que fue al Mato Grosso porque el clima le resultaba bueno para los pulmones, pero hay otra versión que dice que Janzen había descubierto que el suelo del Mato Grosso era el mejor del mundo para secar el barniz del violín; mejor incluso que el de Cremona. La cuestión es que fue en Mato Grosso donde al fin consiguió realizar esa hazaña que famosos constructores de instrumentos habían venido intentando a través de los siglos, sin lograrlo: construir un violín igual al Stradivarius.
—¡Qué maravilla! —dijo Roma—. Me entusiasman esas personas obsesionadas y tenaces.
—La estructura de los Stradivarius no es imposible de copiar, ni son difíciles de dominar los principios de su acústica. El material de construcción es raro, pero disponible. El problema de los imitadores de los Stradivarius, y también el de los imitadores de cualquiera de los grandes maestros cremonenses, es el barniz. Nadie consiguió jamás hacer un barniz como aquél. En las últimas décadas fueron convocados premios Nobel de química, artesanos, brujos, artistas, matemáticos con sus computadoras, científicos de la Nasa, ¡el diablo! Pues bien, dicen que Janzen descubrió la fórmula secreta del barniz. Janzen no habla del asunto. Lo cierto es que fabricó un violín que muchos consideran mejor que el Stradivarius. La primera vez que se usó un Janzen de esa calidad fue en un concierto en la sala Cecília Meireles, en 1983. El violinista Jerzy Milewski tuvo esa gloria. Milewski solía usar en sus conciertos un Camilo Camini, un violín construido en 1710, que vale una fortuna. Pero alguien le llevó un Janzen y Milewski abandonó el Camini para tocar con el Janzen. Quedó tan entusiasmado con la calidad del nuevo violín que compró uno para dárselo a Isaac Stern. Ahora, Menuhin, Ricci, los mayores violinistas del mundo, usan los Janzen. ¿Comprenden ahora la importancia del instrumento que el protagonista de mi historia rompió de un puntapié?
—De un puntapié no queda bien. No tiene sentido —dijo Roma.
Minolta preguntó:
—¿De un puñetazo, quizá?
—¿Cree usted que un puñetazo rompe un violín? ¿De qué madera se hace un violín? —preguntó Vaslav.
—De algunos tipos de madera como ébano, por ejemplo, o del palo del Brasil, usado en los arcos. Hablando de eso, también Janzen descubrió nuevas maderas, como el faveiro, un árbol común en la región central del Brasil, para hacer arcos. ¿Si puede romperse de un puñetazo? Creo que sí, pero no estoy seguro, nadie jamás tuvo valor para darle un puñetazo a un violín.
—Sólo su maestro seductor. ¿Y su violín, cuál es?
—El mío es un Guadagnini, de 1780, una preciosidad. Creo que si lo perdiera moriría del disgusto —dijo Orion—. Pero, volviendo al Janzen. Janzen escribió un libro: Luftsäulenraum, Akustik und Geigenbau.
—¡Uff! ¿No era ruso?
—Nació en una ciudad colonizada por alemanes y su lengua materna era el alemán. Hablaba alemán en casa, de pequeño, aquí en Brasil. Pero en ese libro, Janzen, aparte de decir que descubrió las leyes acústicas del Stradivarius (no habla del barniz) decía que el violín pasa por varias crisis, verdaderas variaciones evolutivas, antes de lograr su madurez. La primera sobreviene a las seis horas de uso. La segunda, más dura, después de tocar sesenta horas. Entonces el violín entra en depresión, de la que sólo sale tras ocho o diez horas de ejercicio. Un violín, precisémoslo, sólo alcanza su mejor potencialidad tras sesenta años de vida, y no sabemos, pues, si el Janzen es un nuevo Stradivarius. Pero, de todos modos, los grandes violinistas que han tenido ocasión de usar un Janzen ya no lo abandonan nunca. Dentro de sesenta años (eso le oí decir a Milewski, y creo que también Lehninger dijo lo mismo) su perfección y excelencia serán comprobadamente inigualables.
—¿Todo eso lo iba a escribir en su historia?
—¡Claro que no! La deformación profesional es algo desagradable. Me he dejado llevar por el entusiasmo. Iba a concentrarme más en el triángulo amoroso. Debe de ser una sensación muy triste descubrir que la mujer de uno anda con otro hombre.
—No sé si eso de «muy triste» es la expresión exacta —dije.
—Algunos salen pegando tiros —dijo Roma.
—Creo que depende de la persona —dijo Juliana.
En ese momento, Carlos, que se había mantenido en silencio, se levantó de la silla y, mirándome como si quisiera decir algo, salió del mirador. En su rincón, Guedes se abrochó la cazadora mugrienta, pues empezaba a refrescar, como ocurría siempre al atardecer.
—Andar con la mujer del spalla no había provocado especiales remordimientos en la conciencia del maestro, pero romperle el Janzen, de una patada, puñetazo o como fuera, hundió al maestro en la mayor postración. Sabía el amor que el spalla tenía por su violín, había seguido la evolución artística del spalla desde que empezó a usar el Janzen. El spalla era un buen músico, por eso era el número uno de la orquesta, y había logrado extraer del violín una sonoridad fantástica. Toda la orquesta se benefició. Las piezas eran ejecutadas con mayor brillo y pureza. Y el maestro sabía que eso se debía al Janzen del spalla. El maestro empezó a ser víctima de un insoportable complejo de culpa, empezó a consumirse, tan grande era su arrepentimiento. Todo genio tiene un lado ingenuo.
—Dicen que Mozart era idiota —dijo Roma.
—Todo genio es un idiota.
—Newton no lo era.
—¿Quiere eso decir que un idiota puede ser genio artístico pero no genio científico?
—Einstein era un idiota.
—Wagner era un idiota, Beethoven era un idiota, y además, sordo.
—Flaubert era un idiota.
—¿Quién no es idiota?
—Rizoleta —dije—. Un idiota no consigue hacer un tatú en salsa como el que ella hizo hoy.
—Vamos a dejar que Orion acabe su historia —dijo Minolta.
—El hecho es que me perdí. ¿Por dónde íbamos?
—En lo de que el maestro empezó a consumirse de arrepentimiento por haber roto el Janzen del marido engañado por él.
—¡Ah, sí! Entra en una fase depresiva y los amigos quieren internarlo para hacerle una terapia de sueño, otros dicen que lo mejor sería someterlo a psicoanálisis, y otros preferirían que hiciera un viaje.
—¿Y el marido engañado?
—Confieso que no sabía qué hacer con él, y lo he abandonado. Sale de la historia en cuanto se rompe el violín.
—¡Qué pena! —dije—. Los maridos cornudos tienen un lado patético interesante; la ilusión y la confianza perdidas, la traición sufrida, debían merecer más atención, pero hasta los aficionados como usted los dejan a medio camino.
—Bueno, pues el maestro va empeorando a marchas forzadas y llega incluso a perder su interés por la música. Se vuelve un hombre abúlico, se pasa los días tumbado, no se lava, no se afeita.
—¿Era casado o soltero?
—Eso no lo he decidido. Tal vez fuera mejor que estuviese soltero. Los solteros, inexplicablemente, enloquecen más fácilmente que los casados.
—Entonces, empeoró, y acabó volviéndose loco. ¿Y termina así la historia?
—No llegó nunca a estar completamente loco, y la historia no puede terminar aquí, porque aún no he usado el mote que me dio Gustavo, el tema que nos impuso.
—¿Cuál es su mote? —preguntó Roma.
—Ya veremos. Nuestro maestro había llegado, pues, al máximo de la depresión cuando decidió aceptar la sugerencia de un amigo y refugiarse en la tranquilidad bucólica de una hacienda como ésta. Yo quería describir lo que he visto, paisajes, personas, animales, relatar en fin la vida que llevamos aquí, en el refugio, para dar cuerpo a mi historia. Eso es lo que hace el buen escritor, ¿no? Unos personajes, unos incidentes, ambientes de la vida real en sus libros, ¿no? ¿No es eso lo que usa?
—Usa, pero no abusa. Uno sólo puede ser considerado un buen escritor cuando consigue: primero, escribir sin inspiración, y, segundo, escribir sólo con la imaginación.
—Una regla que no estoy obligado a cumplir —dijo Orion—. Bien, pues aquí tenemos al maestro, dominado por una meditabunda depresión, a la hora de comer, mirando el tatú en salsa que le sirvieron, sintiendo cierto asco ante esta comida, sintiéndose desgraciado, con ganas de morir.
—Eso es excesivo —dijo Roma.
—Al atardecer (el atardecer de la historia es como el de aquí, una luz rosa se difunde sobre la montaña, dando al paisaje un toque de ensueño, pero que, para él, es de pesadilla) aumenta la desesperación del maestro. Tiene la convicción de que va a morir…
—Me sigue pareciendo demasiado dramático. En definitiva, el hombre ese no hizo más que romper un violín —cortó Roma.
—Un Janzen, no lo olvide. Los dolores del alma son muy subjetivos, como ya dijo el consejero Acácio[10] —se apresuró a decir Orion al ver que Roma iba a interrumpirlo de nuevo—. El maestro se había quedado en el mirador del bungalow, sin ánimo para ir a cenar, sin ganas de vivir. Había caído la noche, tan oscura que no veía su propia mano sosteniendo su frente. Oyó entonces un sonido que venía de la oscuridad, un sonido singular, como un diapasón, seguido por voces aisladas, sones ascendentes y descendentes que cesaron súbitamente. El silencio fue breve. Un coro armonioso de voces llenó la noche y pareció ascender en el firmamento. El maestro se levantó de la silla y fue caminando por la oscuridad, orientado por las voces, como si estuviera viendo el suelo que pisaba, hasta llegar a la orilla de una laguna. Allí podía ser oída la belleza inefable del coro en toda su insuperable grandiosidad. Él había oído los mayores y más afinados coros del mundo, algunos de los cuales incluso había dirigido, pero ninguno lo emocionó tanto como aquél. En aquel momento de éxtasis surgió la luna y cubrió la laguna con una rutilante luz de plata. Entonces, el maestro pudo ver a los cantores. Eran más o menos unos cincuenta sapos, dispuestos en círculo en torno de otro encaramado a una piedra. Todos miraban hacia ese sapo, que parecía mayor que los otros y que, con movimientos de su cabezota grotesca, dirigía como un Dios este fantástico coro de batracios.
—¡Bravo! —exclamé.
—¿Su mote era «sapo»? ¿Como el mío? —dijo Roma.
—Igual que el de todos. El mote fue «sapo» para todos —dije.
—¿Y después? ¿Qué ocurrió? —preguntó Minolta.
—Bueno. El maestro, viendo que aquellos sapos eran capaces de crear tanta belleza y armonía en medio de la espesura, aprendió una lección: la mayor alegría que el hombre puede tener…
—Y los sapos… —Roma una vez más.
—… es crear belleza. Y entonces volvió feliz a su orquesta, hizo las paces con el spalla y vivieron felices (en un ménage à trois, si lo prefiere, Roma) para siempre. Sería una especie de cuento de hadas si yo hubiera llegado a escribirlo.
—Pues ha salido usted del paso razonablemente bien. No lo escribió, pero lo ha contado. Vale la literatura oral, ¿no, Gustavo?
—No. La apuesta era escribir. Historias, cualquier abuelita las cuenta.
—¿Y Catalina Benincasa? —preguntó Orion.
Era una buena pregunta que no llegué a responder. Entró despavorido Trindade en el mirador diciendo que Carlos había mandado ensillar a Bercebún, el cuarterón endiablado, y que salió al galope sabe Dios hacia dónde. Eso había ocurrido hacía más de una hora, y Trindade estaba preocupado. No tardaría en anochecer y temía que Carlos se perdiera en la montaña. Ya habían ocurrido tragedias semejantes. Una vez se perdió un jinete y lo encontraron una semana después, sin vida, a él y al caballo, en el fondo de un barranco. Aquellas montañas eran muy traidoras.
Mientras esto acontecía, Guedes, el inspector mugriento, se mantenía discretamente callado. ¿Qué pretendía, en definitiva? ¿Qué había venido a hacer allí?
Roma salió corriendo hacia su bungalow y trajo su cuento.
—No se lo enseñe a nadie —dijo.
Estaba anocheciendo. Cogí del brazo a Minolta y le dije que era hora de hacer lo que ella sabía muy bien.
Alguien escribió que las novelas antiguas sí que eran buenas, porque sus héroes no se pasaban la vida en grotescos —creo que la palabra era otra, relacionada con el circo— revolcones sexuales. Pero ¿cómo iban a pegarse revolcones de ésos o de cualquier otro tipo, siendo como eran figuritas de dibujos animados, muñecos con ojos, nariz, orejas, manos, deditos, todo menos pilila, capaces sólo de expresar pasiones platónicas o metaforizadas? Mis héroes, y yo también, tienen sexo y practican sus actividades libidinosas y placenteras en cuanto pueden. Yo era un hombre delicado, que sentía horror ante la brutalidad y la rudeza, que sentía hacia las personas una consideración muy grande, y mi deseo hacia las mujeres era un homenaje de atención, de respeto, de generosidad. Hasta las feministas lo sabían.
En cuanto entramos en el bungalow, Minolta y yo nos desnudamos. Yo la agarré y la enganché contra mí, ajustándola a las caderas. Sus piernas largas y musculadas eran perfectas para esto. Ella cruzó los pies sobre mis riñones, y los labios cálidos y húmedos de su entrepierna se abrieron latiendo, deseando mi portentosa virilidad que iba a penetrarla hasta el fondo. ¡Ay! ¡Ay! La boca hecha agua. Íbamos por la sala en lo que se podría llamar fornicación peripatética.
—Se me agarra como las malditas garrapatas. ¡Ay, qué delicia! Así, así, mi amor… ¿Quieres que vayamos allá fuera, a joder bajo el manto fulgurante de las estrellas? ¡Ay! ¡Ay! Vámonos allá, en cueros como los canguros, contén tu orgasmo, espera un segundo más a las estrellas. ¡Ya! Aquí están las estrellas. ¡Muchas han muerto hace más de mil años y de ellas queda sólo este brillo viajero por el espacio! ¿Quieres que gocemos juntos? ¡Cantad, sapos! ¡Ahora! ¡Carajo! ¡Cielos! ¡Estoy gozando, bóveda celeste, estoy gozando!
Al cabo de un tiempo, Minolta dijo:
—Tengo calambres en las piernas.
—Será del frío. Llevamos mucho tiempo al relente.
—¿No estás cansado de cargar conmigo?
—¡Ay, mi bien! ¡Yo no me canso nunca cuando hago el amor! Pero sí, quizá sea mejor que entremos, pues quiero leer la historia que escribió Roma.
—¿Te excita esa mujer?
—Me excitó, y me excita. Tú sabes que me excitan todas las mujeres guapas.
—¿Te acostaste con ella?
—No.
—¿Lo intentaste?
—No. ¡Ocurrieron aquí tantas cosas! Me mordió un enjambre de garrapatas; ahora no lo parece pero estuve todo hinchado. Luego, fue asesinada esa chica… ¿Sabes que sospechaban de mí? Yo había estado en su bungalow, donde oí una historia curiosísima. Suzy actuó de una manera que me puso nervioso. Tal vez ella supiera lo mío.
—¿Lo tuyo?
—Lo del enterrador, lo del manicomio, todo eso.
—Eso ocurrió hace mucho tiempo, mi amor. Hace más de quince años.
—¿Viste la cara de desconcierto del inspector Guedes? Seguro que creía que yo era el asesino de Suzy. Anda loco por demostrar que yo he matado a alguien, quien sea. Cualquiera sirve.
Nuestros cuerpos desnudos estaban fríos. Aún con Minolta enganchada a mi cintura entramos en el bungalow. La tumbé en la cama y volvimos a hacerlo. Luego cogí las hojas de papel que me había dado Roma. Minolta miró las primeras y únicas páginas que había conseguido escribir de Bufo & Spallanzani.
—¿Sólo has escrito esto, en tantos días?
—Sólo. Ya te he dicho que fueron días muy complicados.
Empecé a leer el texto de Roma.
—¿Sabes una cosa? —dijo Minolta.
—¿Qué? —Dejé los papeles de Roma y me volví hacia ella. Minolta me miraba con la mirada de amor que siempre me dirigía cuando descubría una flaqueza mía.
—Esto es muy malo, mi amor —dijo—. ¿Qué te pasó?
—¿Es malo?
Cogí las dos cuartillas de su mano. Leí:
—«El sabio Spallanzani contempló, desde la ventana donde estaba, la catedral de San Geminiano, etc.». Sí, es realmente malo —dije.
—¿Qué te ocurre? ¿Echas en falta el ordenador?
—Quizá, pero no es eso sólo. Creo que está llegando el fin. Me llega la hora de escribir memorias, cosas de viejo.
—Tienes cuarenta y pocos años —dijo Minolta—. No digas sandeces. Es mejor que cerremos la puerta. Puede aparecer por aquí el asesino.
Cerré las puertas, pero no creía que el Ermitaño volviese después de lo que había hecho. Volví a leer la historia que Roma había escrito.
—¿Y ese Carlos? ¿Adónde habrá ido? —preguntó Minolta.
—Tengo una corazonada.
Minolta no quiso saber cuál era. Me quedé leyendo la historia de Roma. Estaba escrita en letra menuda. Detesto leer cosas escritas a mano. Cuando terminé la lectura de aquella otra historia de sapos me vino a la mente una frase de Nietzsche (el próximo seudónimo que voy a adoptar, en caso de que realmente tenga que esconderme de nuevo, será Frederico Guilherme; pero eso es un asunto para más tarde), vino a mi cabeza, repito: «En lo que tu naturaleza tiene de salvaje es donde restableces mejor tu perversidad, quiero decir tu espiritualidad…».