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GUEDES, un policía adepto al Principio de la Sencillez, de Ferguson —si existen dos o más teorías para explicar un misterio, la verdadera es la más sencilla[1]—, jamás supuso que un día iba a encontrar a la exquisita Delfina Delamare. Ella, por su parte, nunca había visto un policía en carne y hueso. El inspector, como todo el mundo, sabía quién era Delfina Delamare, la cenicienta huérfana que se había casado con el millonario Eugenio Delamare, coleccionista de obras de arte, campeón olímpico de equitación en el equipo de Brasil, el bachelor más disputado del hemisferio sur. Los diarios y revistas dieron gran relieve a la boda de la chica pobre que nunca había salido de casa, donde cuidaba a su abuela enferma, con el príncipe encantado; y, desde entonces, la pareja nunca dejó de ser noticia.
Hubo un tiempo en que los policías usaban chaqueta, corbata y sombrero, pero eso fue antes de que Guedes entrara en el cuerpo. Guedes sólo tenía un terno antiguo, que nunca usaba y que, de tan viejo, ya había estado de moda y dejado de estarlo varias veces. Solía llevar una cazadora sobre la camisa sport, a fin de ocultar el revólver, un Colt Cobra 38, bajo el sobaco. El Cobra era su sencillo lujo y la única infracción al reglamento cometida por Guedes. El Taurus 38 que proporcionaba el Departamento era muy pesado para ir con él de un lado a otro. Había pensado en dejar en un cajón el Taurus, pero un día iba en un autobús cuando un asaltante le arrancó la cadena de oro a una pasajera, mientras otro, armado, amenazaba a los pasajeros. Guedes tuvo que intervenir disparando contra el asaltante armado, sin herirlo de gravedad, pese a todo. (Se enorgullecía de no haber matado nunca a nadie). El Taurus siguió bajo su brazo hasta que compró, al comisario Raúl, de Homicidios, el Cobra, fabricado en los cincuenta pero de muy buen ver, un arma más ligera, hecha de una aleación especial de acero y molibdeno; sus rayas no eran muy resistentes, pero eso, para Guedes, no tenía importancia; esperaba usar el revólver lo menos posible.
Delfina Delamare no siempre acompañaba al marido en sus viajes. La verdad es que no le gustaba mucho viajar. Los barcos iban siempre llenos de viejos jubilados y de mujeres feas, eran lugares falsamente elegantes en los que la lentitud del viaje hacía resaltar la vulgaridad incómoda de la gente. Los aviones tenían la ventaja de ser más rápidos, pero originaban una proximidad claustrofóbica y promiscua con tipos soñolientos, gordos y sin zapatos que le caían a una encima, incluso en primera clase. En fin, viajar había sido siempre una experiencia desagradable. Ella prefería quedarse en Río, dedicada a sus obras filantrópicas.
En el encuentro entre Delfina y Guedes concurrieron unas circunstancias normales. Fue en la calle, claro, pero del modo más imprevisto para ambos. Delfina estaba en su Mercedes, en la Rua Diamantina, una calle sin salida en los altos del Botánico. Cuando llegó al lugar del encuentro, Guedes sabía ya que Delfina no estaba durmiendo, como supusieron algunos que la encontraron, vista la tranquilidad de su rostro y la postura confortable del cuerpo en el asiento del coche. Guedes, no obstante, había tenido conocimiento, ya en la comisaría, de la herida letal oculta por la blusa de seda que Delfina vestía.
El lugar había sido acordonado por los policías. La Rua Diamantina tenía árboles a los dos lados y, a aquella hora de la mañana, el sol traspasaba las copas de los árboles y se reflejaba en la carrocería amarillo-metálico del coche, haciéndola brillar como si fuese de oro.
Guedes siguió atentamente el trabajo de los peritos del Instituto de Criminología. Había pocas huellas dactilares en el coche, y fueron cuidadosamente recogidas. Hicieron varias fotos de Delfina; algunas, desde muy cerca, de la mano que sostenía el revólver niquelado calibre 22. En la muñeca de la mano izquierda llevaba un reloj de oro. Dentro del bolso, sobre el asiento del coche, un talonario de cheques, un estuchito, un frasco de perfume francés, un pañuelo de cambray, una receta en papel timbrado del médico Pedro Baran (hematología, oncología) y un aviso de la estafeta de Leblon para que Delfina Delamare recogiera un certificado. Guedes se guardó en el bolsillo estos dos documentos. Había en la guantera, aparte de la documentación del coche, un libro, Los amantes, de Gustavo Flávio, con dedicatoria: «Para Delfina, que sabe que la poesía es una ciencia tan exacta como la geometría, G. F.». La dedicatoria no llevaba fecha, y había sido escrita con un rotulador de tinta negra. Guedes se metió el libro bajo el brazo. Esperó a que los peritos acabaran su lento trabajo en el lugar; aguardó a que llegara la ambulancia que habría de llevarse a la difunta, en una caja de metal abollada y sucia, a fin de hacerle la autopsia en el Instituto Médico-Legal. Delfina recibió de los hombres de la ambulancia el mismo trato que los mendigos que caen muertos en los albañales.
La actividad policial, para Guedes, consistía en apurar las infracciones penales y su autoría. «Apurar», para el Reglamento Procesal, significaba investigar la infracción de la ley. A él, policía, no le correspondía hacer juicios de valor sobre la ilicitud del hecho, sino sólo recoger pruebas de su materialidad y autoría, y tomar todas las providencias para preservar los vestigios de la infracción. Delfina Delamare podía haber sido asesinada, o podía haberse suicidado. En la segunda hipótesis, a menos que alguien pudiera ser acusado de inducción, instigación o ayuda para el suicidio, no había crimen que apurar. Un suicidio no es un crimen; las discusiones filosóficas sobre el derecho a morir —a favor y en contra— eran, para Guedes, sólo un ejercicio académico. Era inútil amenazar con cualquier pena al suicida. Antiguamente, a los suicidas les cortaban la mano derecha, eran empalados, los arrastraban por la calle con el rostro contra el suelo, les privaban de honras fúnebres; si eran nobles, los declaraban plebeyos, eran degradados, les rompían el escudo, derrocaban sus castillos. Nada de esto tuvo poder disuasorio. Ni siquiera las amenazas del fuego infernal valían de gran cosa. Dejemos a doña Delfina en paz, pensó Guedes. El perito le había preguntado por qué una mujer joven y bonita puede abdicar de su propia vida. «¿Por qué no?», respondió Guedes. Hacía mucho tiempo que estaba en la policía y creía que querer vivir es tan extraño como querer morir.
Pese a que no tenía dudas de que se trataba de un suicidio, Guedes hizo todas las investigaciones como si se tratase de un homicidio. La Rua Diamantina era una calle pequeña, con pocas casas de pisos y sólo dos chalets. Guedes visitó los edificios de apartamentos y las casas para saber si alguien tenía alguna información sobre el hecho. Lo difícil en estos casos es saber cómo contener a los locuaces y estimular a los lacónicos. Normalmente, los que menos saben son los que más hablan. Pero nadie había visto u oído nada. Un estampido del 22, dentro de un coche y con las ventanillas completamente cerradas, apenas se oye.
El policía comió un bocadillo en la esquina de la calle Voluntarios de la Patria, donde estaba el consultorio del doctor Pedro Baran. Antes, pasó por una librería y miró en el diccionario Aurélio qué quería decir «oncología».
—Sí —dijo Baran tras relatarle Guedes la muerte de Delfina y sus sospechas de que se había suicidado—. Era cliente mía, y no me sorprende el suicidio.
Baran cogió una ficha que tenía delante, sobre la mesa.
—Vino por primera vez a mi consultorio por indicación del médico que la llevaba, el doctor Askanasi. Se quejaba de sudores nocturnos, nerviosismo, pérdida de peso y de apetito. La señora Delamare atribuía estos síntomas a las preocupaciones de un viaje que iba a emprender. Odiaba viajar, según me dijo, y, para ella, los síntomas serían una reacción psicosomática. Estaba equivocada. Los pacientes siempre se equivocan cuando hacen autodiagnósticos. Cogí sangre y le mandé que viniera dos días después. Pero se fue de viaje y no apareció hasta al cabo de tres meses. Le mostré el resultado del examen, ese que tiene usted en la mano: presencia de leucoblastos, mieloblastos y linfoblastos, que permitían un solo diagnóstico: tenía leucemia, una enfermedad fulminante, incurable hoy, de tratamiento paliativo extenuante y doloroso. Le dije que, en mi opinión, le quedaban pocos meses de vida; pero le aconsejé que buscara otra opinión médica.
—¿Cómo reaccionó?
—Muy bien. Quería saber la verdad. De todos modos, yo no tenía otra persona a quien hacerle esa revelación; ella estaba divorciándose del marido, que aún no había regresado del viaje que habían hecho juntos, no tenía ni hijos ni parientes. Yo creo que el médico ha de decir al cliente la verdad, por desagradable que sea.
—Reaccionó muy bien, dice usted —insistió Guedes.
—Sé qué está pensando —dijo Baran—. Saber la verdad la habría llevado a buscar la muerte por sus propias manos; para algunas personas eso es una forma de consuelo, de reacción contra la crueldad del destino.
Del consultorio de Baran el policía fue al Instituto Médico-Legal. Aún no le habían hecho la autopsia. En las últimas veinticuatro horas habían entrado en el depósito muchas víctimas de homicidios y de accidentes automovilísticos. Delfina Delamare, quizá por primera vez en su vida, tenía que esperar turno.
Guedes buscó en el listín telefónico el nombre de Gustavo Flávio, pero no lo encontró. El teléfono no estaba a mi nombre y, de todas formas, aunque llamara no lo iba a coger.
Estoy relatando incidentes que no presencié y desvelando sentimientos que pueden ser hasta teóricamente secretos, pero que son también tan obvios que cualquiera puede imaginarlos sin necesidad de disponer de la visión omnisciente del novelista. La mente del policía era una cosa difícil de penetrar, lo reconozco. En cuanto a Delfina Delamare, bien, en cuanto a Delfina Delamare…
—Le llamé para decirle que venía hacia aquí, pero nadie cogió el teléfono —dijo Guedes.
—Nunca lo cojo. Cuando quiero hablar con alguien, llamo yo.
—¿Conoce usted a Delfina Delamare?
Estábamos el policía y yo en mi despacho, un gran salón con las paredes totalmente cubiertas de libros. No respondí de inmediato. Estaba intentando ver si descubría qué tipo de persona era el policía que tenía ante mí. La primera impresión es que se trataba de uno de esos sujetos que, de tanto comer y beber de pie en las barras vulgares, junto a obreros, vagabundos, prostitutas y chorizos, acaba sintiéndose hermano de esa ralea. Era bastante más bajo y flaco que yo, y le quedaba ya poco pelo. Tenía los ojos amarillos, del color de ese círculo que rodea la negra pupila de las lechuzas.
—No muy bien —dije al fin—. Estuve una o dos veces en su casa, en una de esas fiestas de invitados equilibrados, ya sabe lo que quiero decir, gente de diversas ocupaciones, arte, negocios, política y mujeres elegantes. Yo representaba la literatura, el escritor de moda sirviendo de adorno. Normalmente, esas fiestas me fastidian, pero estaba escribiendo una novela sobre la avaricia de los ricos. Cuando un tipo tiene mucho dinero, aún quiere tener más, pero no por lo que pueda comprar con él, pues el consumismo es manía de clase media para abajo. No estoy hablando del nuevo rico. El rico tiene un miedo horrible: empobrecerse súbitamente. Por eso quiere el dinero, no para comprar cosas, sino para atesorar, acumular. La tendencia de todo rico es volverse avaro. Ésa era mi tesis.
—¿Y no puede ser lo contrario: la tendencia de todo avaro es llegar a rico? —preguntó Guedes.
—Ya he pensado en eso. Pero mi personaje nace rico, muy rico, y de joven tiene ideas, sueños, escribe sonetos, etcétera, pero más tarde se convierte en un sórdido acumulador de dinero. Pero tiene usted razón, esa relación de causa-efecto puede ser interpermutable. Pero, volviendo al inicio de nuestra conversación: ¿qué interés tiene la policía en Delfina Delamare?
—Ha aparecido muerta esta mañana, en su coche. Suponemos que ha sido un suicidio.
—¡No es posible! Nunca creí que eso pudiese ocurrir.
Guedes contó la visita que había hecho al doctor Baran, y la conversación que tuvieron.
—No sabía que estuviese enferma —le dije—. No parecía enferma.
—Había un libro suyo en la guantera del coche.
—¿Un libro mío? ¿Cuál? No sé si usted lo sabe: he escrito decenas de libros.
—Los amantes.
—¡Ah! Los amantes.
—Con una dedicatoria suya: «Para Delfina, que sabe que la poesía es una ciencia tan exacta como la geometría».
—Es una frase de Flaubert. Que estaba equivocado, por fortuna. Él no conocía (apareció después) la Filosofía de la Dubitabilidad (véase Laktos): No existen ciencias exactas, ni siquiera la matemática, libres de ambigüedades, errores, negligencias. El valor de la poesía está en su paradoja; lo que la poesía dice es lo que no se dice. Debía haber escrito: «Para Delfina, que sabe que la poesía es lo que no es». La verdad es que una dedicatoria no quiere decir mucho, nosotros nunca sabemos qué decir a la hora de poner una dedicatoria, especialmente cuando queremos mostrar inteligencia o profundidad.
—¿Cuál fue la última vez que estuvo usted con Delfina?
Solté una carcajada:
—¿Sabe una cosa? He escrito algunas novelas con policías como protagonistas, pero jamás tuve el valor de colocar en boca de ellos esa frase: ¿Cuál fue la última vez?, etcétera. Siempre pensé que un policía nunca diría semejante cosa fuera de un filme de la serie B o de una novela vulgar.
—¿Cuál fue la última vez que estuvo usted con Delfina? —repitió Guedes tranquilamente.
—No recuerdo bien la fecha. Fue en una de esas cenas con centenares de personas. Estaba muy bonita y elegante, como siempre. No puedo decirle más.
—¿Como siempre? Pero usted sólo vio a Delfina dos veces…
—Señor inspector, tal vez la cabeza de un escritor sea distinta de las cabezas que usted está acostumbrado a escudriñar. Para un escritor, la palabra escrita es la realidad. He leído tantas veces en los ecos de sociedad que Delfina Delamare estaba bonita y elegante «como siempre», que no tuve duda en incorporar, como si fuera una percepción propia, ese cliché ajeno. Nosotros, los escritores, trabajamos con estereotipos verbales; la realidad sólo existe si hay una palabra que la defina.
—¿Por qué tenía Delfina su libro en la guantera del coche? ¿Se le ocurre alguna idea?
—No. Ni creo que eso tenga importancia.
—Para nosotros, todo es importante.
Empezó a irritarme la calma de aquel polizonte.
—¿Es siempre tan minuciosa la policía? Me ha dicho usted que no tiene dudas de que Delfina se suicidó. Sin embargo, continúa investigando, haciendo preguntas, queriendo saber cosas. ¿No será sólo una curiosidad impertinente sobre la vida de una mujer famosa? Le hago la pregunta sin ninguna intención de provocarlo: también yo tengo mi curiosidad de escritor. El príncipe Andrés, hijo de la reina Isabel de Inglaterra, dijo en una entrevista que lo que realmente le hubiera gustado ser es detective, pero no dijo por qué. ¿Será quizá porque el policía tiene libertad para poder satisfacer, sin límites, su curiosidad? ¿Algo vedado hasta a los príncipes? ¿Conoce usted la frase de Plauto, «curiosus nemo est quin sit malevolus»? Nadie es curioso sin ser malévolo.
Guedes pareció reflexionar sobre lo que le acababa de decir.
—Tiene usted razón. Estoy haciéndole perder el tiempo sin necesidad.
—Voy a salir dentro de unos días para un lugar llamado Refugio del Pico del Gavilán. Quiero descansar un poco antes de meterme a fondo a escribir mi nuevo libro Bufo & Spallanzani.
Desde mi casa, el policía fue a la comisaría. Aún no estaban listos los resultados de la autopsia y del examen pericial. Pensó en llamar a los expertos pidiéndoles que le adelantaran el resultado de los exámenes, pero desistió. No había motivo para tanta prisa. Era un caso resuelto.
Se fue a casa en el autobús. En el bar, pidió un bocadillo de milanesa y una jarra de cerveza. Empezó a leer Los amantes allí mismo, de pie, mientras comía. Cuando llegó a casa, se quitó los zapatos, la sobaquera con la Cobra, se tumbó en el sofá y siguió leyendo. Antes, buscó en el diccionario la palabra «bufo»[2].