A los veinte años yo no era ese sátiro y ese hambrón que soy ahora. Era un tipo flaco, frugal y virgen. Y tampoco pensaba en ser escritor. Me gustaba mucho leer, pero no escribir. Era un modesto y mediocre profesor de enseñanza primaria. Conocí entonces a Zilda, que me llevó a la cama y se quedó a vivir en mi apartamento. Fue mi primera experiencia sexual, algo sin la menor gracia. Ni sé cómo acabé viviendo con Zilda. No me atraía la visión del cuerpo de una mujer, me asustaba la proximidad del sexo femenino; cuando iba a la cama con Zilda evitaba mirarle la vagina, cuyo hedor, aunque acabara de bañarse, me repugnaba.

Zilda era una mujer ambiciosa y me convenció para que dejara el empleo en la escuela para ganar más en una compañía de seguros donde ella conocía a un tal Gomes. Así fue como entré en la Panamericana de Seguros, donde me vi metido en una aventura que acabó cambiando enteramente mi vida.

Llevaba poco tiempo trabajando en la Panamericana cuando, una tarde de verano, un hombre de 34 años entró en la sede de la compañía, en la avenida de Graça Aranha, y le dijo al corredor que lo atendió que quería hacerse un seguro de vida. Como era un seguro muy alto, el mayor hecho hasta entonces en la Panamericana, don Mauricio Estrucho fue sometido a un cuidadoso examen médico que comprobó su óptima salud. Su propuesta fue aceptada. Durante meses, el señor Estrucho pagó puntualmente sus mensualidades, hasta que murió. Un abogado, que representaba los intereses de la viuda, doña Clara Estrucho, apareció en la Panamericana y dijo que deseaba que los médicos de la compañía hicieran un examen post mortem del fallecido, a fin de establecer de manera irrefutable su muerte por causas naturales, pues no deseaba demoras en el pago del seguro.

El jefe del Departamento Jurídico de la Panamericana se llamaba Carlos Ribeiroles. Un tipo cauteloso, como todos los abogados. Se reunió con sus principales ayudantes para examinar el asunto. Al recibir la llamada telefónica, tras la visita del abogado de Clara Estrucho, la primera reacción del doctor Ribeiroles fue no realizar el examen post mortem. A Ribeiroles no le gustaba hacer las cosas presionado, como a ningún abogado. La actividad jurídica tenía como fundamentos, primero la Razón y luego la Moral, y la Razón era lo mismo que el Sentido Común, así como la Moral era lo mismo que la Justicia. Ni una ni otra justificaban aquel insólito examen. La muerte, fuera o no sospechosa, debía seguir los procedimientos legales.

—Creo que deberíamos obtener una autorización oficial para hacer la autopsia, y no un examen superficial como desea el representante del asegurado —dijo un joven abogado.

Ribeiroles le clavó la mirada como si hubiera dicho una herejía. Cogió una ficha que tenía ante él y leyó:

—«Mauricio Estrucho, capitalista, hacendado, treinta y cuatro años, hijo de Curzio Estrucho y de Camila Estrucho, casado con Clara Estrucho, nacida Espinhal. Las familias Estrucho y Espinhal, aparte de poseer grandes haciendas en São Paulo, Mato Grosso y Goiás, donde producen café, soja, maíz y azúcar, tienen fábricas de alcohol y otras industrias e intereses comerciales en Brasil y en el extranjero, controlados por el holding Estrucho & Espinhal». Estos informes proceden de nuestro Departamento de Investigaciones Sigilosas. ¿Cree usted, doctor (los abogados, como los médicos, son muy formalistas cuando se hostigan), que tenemos base para desconfiar de fraude, y aún menos de crimen, en este caso?

—Aquí, en Río, todo el mundo sabe que Mauricio Estrucho era un manirroto —dijo el joven abogado.

—¿Manirroto? Ése no es un término jurídico… —se mofó Ribeiroles.

—Un pródigo, conocido por su manera extravagante de derrochar el dinero —insistió el joven.

—¿Y cree usted que esto justifica nuestra sospecha y, aún más, el juicio temerario? Una autopsia sólo se puede realizar en caso de accidente o muerte criminal o sospecha de que la ha habido. Existe el certificado de defunción, firmado por un médico de los más eminentes y respetados, el doctor Albuquerque Gomes, que afirma que Mauricio Estrucho murió de muerte natural, de infarto de miocardio. No se puede pasar de eso así como así.

Los dos abogados siguieron discutiendo durante un tiempo. La petición del abogado de doña Clara Estrucho exigía que se hiciera el examen sin desconsideración hacia el cadáver, teniendo en cuenta las creencias religiosas del matrimonio, lo que fortalecía la petición del abogado jefe: «Un millón de dólares no compensa el riesgo de que la Panamericana se cubra de ridículo y de oprobio», dijo. Los otros abogados que participaban en la reunión tomaron el partido del jefe justificando su apoyo con la retórica ambigua que suelen emplear los jurisconsultos.

Se decidió al fin que la Panamericana haría el examen. Ribeiroles estaba tranquilo en cuanto a la decisión tomada, debido a una conversación sostenida con el doctor Gervasio Pums, jefe del Servicio Médico de la Panamericana, inventor de una técnica conocida como MOSSB, Medida Orgánica de Sistemas Semióticos Biológicos, usada para medir la salud física y mental. La MOSSB analizaba los ritmos alfa y beta de las ondas cerebrales, las funciones involuntarias del cuerpo (como latidos cardíacos, presión sanguínea, contracciones del aparato digestivo) y, finalmente, la rigidez y consistencia de la musculatura fibrosa, de la piel y de los huesos. La MOSSB usaba básicamente cinco aparatos inventados por el doctor Pums para hacer estas mediciones. El ETG, electrocardiógrafo, que valoraba los latidos cardíacos y la velocidad de paso de la sangre por el corazón; el EMAD, electromiógrafo de acción doble, que determinaba la actividad eléctrica y la tensión de los músculos; el DG, dermogalvanómetro, para calcular la resistencia de la piel; el EOG, electrosteógrafo, para ponderar la dureza y resistencia de los huesos; y, finalmente, el EPROG, electroprosencefalógrafo, capaz de medir corrientes eléctricas del complejo R (reptiliano), del sistema límbico y del neocórtex. El MOSSB, que era capaz de registrar y analizar, como no lo hacía ninguna otra técnica pesquisitoria, las señales vitales del organismo, podía también, de la misma forma, investigar las señales de muerte[3].

Mientras la Panamericana se preparaba, Clara Estrucho, una mujer de treinta años, alta, delgada, permanecía sentada en una silla de la capilla n.º 5 del cementerio de São João Batista, con su hermoso rostro impasible mientras velaba el cuerpo del marido. No había nadie más en la capilla. Tanto Clara como Mauricio estaban enfrentados con sus respectivas familias y Clara había hecho llegar a conocimiento de los parientes que no quería la presencia de ninguno de ellos en el entierro. La capilla número 5 estaba vacía, pero de la capilla de al lado, donde era velado el cuerpo de una joven muerta en un accidente de motocicleta, llegaba rumor de voces, a veces risas, otras veces gritos y lamentos.

A las siete de la tarde llegó a la capilla el equipo médico de la Panamericana. Junto con los médicos estaban el abogado de Clara Estrucho, el doctor Ribeiroles y el doctor Zumbano, jefe del Departamento de Investigaciones Sigilosas (DIS) de la Panamericana. Los principales miembros del equipo fueron presentados a doña Clara que, con los brazos caídos a lo largo del cuerpo, saludó silenciosamente con la cabeza a cada uno de ellos. Cuando enchufaron los aparatos del doctor Pums, doña Clara dijo:

—No quiero que traten desconsideradamente el cuerpo de mi marido.

Su propio abogado le recordó que había sido ella quien había solicitado el examen, y que el uso de aquellos aparatos no sería ultrajante para el difunto. Colocaron electrodos en la cabeza, en el pecho, en los brazos y en las piernas del muerto. Durante media hora, los médicos, dirigidos por el doctor Pums, estudiaron los gráficos realizados por los diversos aparatos. Mientras se realizaba el examen, un joven, manifiestamente embriagado, entró en la capilla y pidió que le hicieran también el examen a su novia, la motorista muerta. Tras cierta confusión, el joven fue retirado de la capilla y prosiguieron los exámenes.

Eran casi las once cuando terminaron. Para desconsuelo de algunos examinadores, el difunto estaba realmente muerto, según la MOSSB. El doctor Ribeiroles comunicó al abogado de doña Clara que le proporcionaría una copia del examen realizado.

Salieron todos. Doña Clara se quedó sola. Había un clima de paz y tranquilidad en la capilla n.º 5. En la de al lado continuaba el velatorio ruidoso, y aún más tras la llegada de alguien con unas botellas. Eran las tres de la mañana cuando el novio de la chica muerta en el accidente dijo a los otros con voz pastosa: «La tía esa de al lado está dándole comida al muerto por un embudo, venid a verlo», pero, naturalmente, nadie le creyó, y dejaron en paz a doña Clara.

A las siete treinta llegó un cura a la capilla número 5, para encomendar el cuerpo. La cosa consistió en un responso rápido, pues el entierro estaba señalado para las siete y el cura se había retrasado. El cuerpo fue colocado en una carretilla que un enterrador empujó hasta el lugar de la sepultura. Nadie siguió al féretro. Sólo Clara Estrucho. A decir verdad, sí hubo otra persona que siguió al ataúd, un hombre joven, de chaqueta y corbata, que se ocultaba tras los panteones para no ser visto. Este hombre se quedó observando disimuladamente el entierro hasta que los sepultureros acabaron de cementar la losa que cerró el sepulcro. Este hombre era un detective de la Panamericana. Este hombre se llamaba Ivan Canabrava. Este hombre era yo.

Como dije, yo había sido maestro de primaria antes de entrar en la Panamericana. También dije que había dejado la profesión por influencia de Zilda, cosa que no es totalmente verdad. Yo ganaba una miseria como maestro, y odiaba a los niños (aún los odio hoy). Cuando era maestro, no existía, para mí, nada tan repugnante, tan irritante, tan pesado, tan repulsivo, tan abominable como un alumno de tierna edad. Me hubiera gustado matar a varios antes de abandonar aquella vil profesión.

Seguí a Clara Estrucho mientras avanzaba, sin perder la pose, por las alamedas del cementerio. Cogí un taxi y la seguí luego hasta su casa, en la calle Redentor, como yo sabía ya. La vi entrar en la casa. Su manera de andar, como si intentara ocultar la belleza del cuerpo, me perturbaba. Aún no había despertado yo al sexo, ni siquiera había pasado por la etapa de apreciación de las mujeres ostensivamente voluptuosas, pero, inconscientemente, sabía ya que las mejores mujeres son las que no ondulan las caderas.

Volví a la Panamericana. Gomes, mi colega del sector de Investigaciones Sigilosas, estaba, como siempre, haciendo un crucigrama.

—Gomes —empecé a decir. Iba a contarle todo, pues Gomes parecía sospechar que había algo raro en aquel seguro de un millón de dólares. Nadie se hace un seguro así y muere meses después. Preferí callarme. Aún no había llegado el momento de mostrar las cartas. Sólo dije que aquella tarde tenía que hacer unas gestiones fuera. Había decidido hacer una visita a doña Clara Estrucho.

Volví a la casa de la calle Redentor. El portero me preguntó adónde iba.

—Al apartamento de doña Clara Estrucho.

—No hay nadie —dijo el portero.

—¿Cómo que no hay nadie?

Eran las tres de la tarde. Horas antes la había visto entrar en aquella casa.

—Está vacío. Se han ido.

—¡Pero yo vi a doña Clara entrando hoy aquí!

—Se han ido —repitió el portero.

—Pero yo vengo a alquilar el apartamento. Doña Clara me dijo que me esperaría. Me dio la llave, y dijo que me esperaría hasta las tres.

Miré el reloj, saqué mi manojo de llaves del bolsillo.

—Bueno, ya son más de las tres. Me retrasé algo —dije.

—Si tiene las llaves, puede subir a ver el apartamento. No puedo acompañarle, no puedo dejar la portería.

El apartamento estaba en el quinto piso. 502, derecha. Cogí el estuche de las herramientas y abrí la puerta. Eso de abrir puertas fue lo más útil que aprendí con Gomes.

Entré. El apartamento constaba de un salón, el corredor, dos dormitorios, el baño, un cuarto trastero y la cocina, un área más pequeña para las dependencias del servicio, con un dormitorio y un baño minúsculos. Estaba totalmente vacío. No exactamente. Había un estante en el salón, sin libros, y un cubo de basura en el área del servicio. Cogí el cubo, lo vacié en el suelo. Había una botella con un poco de vino francés, Saint-Émilion, cosecha 1981, restos de queso, una caja vacía de sedante Lorax, una caja vacía del moderador de apetito Moderex (ella sin duda tomaba el Moderex para perder el hambre, se ponía nerviosa y tomaba el Lorax para calmarse), un envoltorio plástico de pan de centeno, con algunas rebanadas dentro, una plantita con florecillas redondas y un sapo, muerto.

Saqué del bolsillo la bolsa de plástico que siempre llevo conmigo y metí en ella todo lo que había encontrado en el cubo.

Al salir, el portero miró desconfiado hacia la bolsa oscura que llevaba, pero no me preguntó nada.

—Oye, Zilda —dije.

Zilda estaba viendo la novela de las siete, y no contestó.

Fui al cuarto de baño, a examinar la basura de doña Clara Estrucho. El vino lo habían bebido aquel mismo día, aún no había adquirido ese sabor avinagrado de los restos que quedan dentro de la botella. La plantita parecía como si la hubieran exprimido para sacarle el jugo y hacer, quizá, un refresco. Probé el queso. Parecía de cabra.

—¿Qué es eso? ¿Comiendo basura?

Era Zilda, que me miraba desde la puerta del cuarto de baño.

—No exactamente; estoy investigando.

—Las cosas iban mejor cuando eras maestro —dijo.

—¿Sabes? —le dije, aún con un pedacito de queso en la mano—. Un cliente ha dado un golpe de un millón de dólares en la Panamericana. Es decir, lo dio, pero no se va a llevar los cuartos.

—Quien tendría que dar un golpe de un millón eras tú. El cacharro me dejó otra vez tirada en la calle. ¿Por qué no tiras esa mierda y compras un coche decente?

Cuando Zilda empezaba a desbarrar, ya sabía yo que iba a enfrentarme con un momento duro.

—Cuando solucione este caso de la compañía…

—La compañía, la compañía, siempre esa maldita compañía de mierda. ¡Que se joda la compañía!

—Querida —dije tendiendo la mano.

—¡No me toques! Cuando estoy furiosa no me gusta que me toquen. ¡Y tira el queso, o comételo de una vez!

Zilda dio un grito. Había visto el sapo en el reborde de la bañera.

—¿Qué es eso que hay encima de mi bañera?

—Es un sapo —intenté ser natural, como si dijera: una caja de cerillas.

—¡Un sapo! ¡Dios mío, un sapo! ¡Zilda, este desgraciado me ha metido un sapo en casa!

Tenía la costumbre de hablar consigo misma, como si fuese otra persona.

—Está muerto —dije.

—¡Este desgraciado me ha metido un sapo en casa! —gritó a todo pulmón.

—Que nos oyen los vecinos… —le pedí.

—¡Que se jodan los vecinos! —dijo Zilda, en voz más baja—. ¡Saca esa mierda de aquí!

Zilda puso una cara de náusea y corrió a la sala.

Metí la basura de Clara Estrucho en la bolsa negra de plástico, incluido el sapo, y lo tiré todo al cubo. La plantita la guardé en un cajón de la cómoda.

Zilda continuaba viendo la novela.

—Ya está, querida, lo he tirado todo.

—¡Vete a lavar las manos, y luego pásales alcohol! —ordenó.

Hice lo que Zilda me mandaba.

—¡Un sapo! ¡Traer un sapo muerto a casa! ¿Has visto algo semejante, Zilda? —Se quedó rezongando mientras yo, en el cuarto, pensaba en aquella mudanza apresurada de Clara Estrucho. Me parecía muy sospechosa aquella casa toda limpia de muebles y objetos. ¿Y el sapo?

¿Qué significaba aquel sapo?

Como hacía siempre en el intervalo entre las novelas —eran varias las novelas, y Zilda las veía una tras otra— vino al cuarto, esta vez no para decirme que Patricia era una miserable y una mentirosa, o cualquier otra cosa relacionada con la novela, sino para decir:

—Hoy vamos al teatro.

—A ver ¿qué?

Macbeth, de Shakespeare. Vamos a llegar tarde. Cámbiate de camisa y ponte el traje oscuro.

Una novela en la tele podía verse de cualquier manera, pero el teatro era otra cosa.

Allá fuimos, emperifollados, pero, para irritación y embarazo mío y de Zilda, todo el mundo iba de tejanos. La pieza, que yo veía por primera vez, era un rollo. Es decir, el trozo que yo vi, pues salimos antes de que acabara. En la obra, como todo el mundo sabe, salen reyes, brujas, y, allá a las tantas, estaban todas las brujas juntas alrededor de un caldero, y una echó un sapo en él diciendo algo de veneno y de sueño, cosa que me hizo estremecer.

—¡El sapo! —le grité a Zilda—. ¡Los Estrucho han hecho una brujería!

—¡Cállate la boca! —dijo Zilda.

—El sapo es la pista —dije yo, excitado.

—¡Chissst! —sopló un tipo de atrás.

—El sapo va a ser la solución —dije.

Zilda se levantó y fue saliendo con aquella cara de vinagre que ponía siempre últimamente.

—¿Qué ha pasado, querida? —pregunté en la puerta del teatro.

—¿Qué ha pasado, querida? ¡Serás tonto! Arma ese escándalo ahí dentro y pregunta ¿qué ha pasado, querida? ¿Sabes quién estaba detrás? ¡El doctor Paulo Marcílio! El médico del sexto. Zilda, ¿pero qué haces viviendo con un loco, pobre, y además que ni siquiera se casa? Zilda, ha llegado el momento de hacer algo.

Al llegar a casa, dijo:

—Bueno. Se acabó.

Y habló dulcemente:

—No eres mala persona, pero sí un poco atontado. No te enfades, atontado, no. Eso es muy fuerte, Zilda. Lo que pasa es que vives en la luna, soñando. No debías haber dejado la escuela municipal. Hay gente que necesita un empleíllo seguro del gobierno, y tú eres de ésos. Nunca vas a hacer nada en tu vida.

Me quedé mirando cómo hacía las maletas mientras soltaba tacos. Antes de que se fuera, le pregunté:

—¿Quieres quedarte aquí? Me marcho yo y tú te quedas, quizá te convenga.

Pero no respondió, y salió con las maletas, cogió un taxi que había llamado por teléfono. La seguí hasta la puerta de la casa, pero Zilda no respondió. Con la furia, estaba otra vez guapa, y eso aumentó mi tristeza.

Al día siguiente llamé desde la Panamericana a un sitio llamado «La Fauna Brasileña» y pregunté si tenían sapos. No, no tenían. Me dieron el teléfono de otra casa y, después de varias llamadas, acabé consiguiendo el teléfono de una Sociedad Brasileña de Protección a los Anfibios. El tipo que se puso al teléfono tenía una voz cavernosa. Me dijo que no daba informaciones por teléfono.

—Pase por aquí —me dijo. Se llamaba Cerezo.

—¿Como el futbolista? —pregunté.

La sede de la Sociedad Brasileña de Protección a los Anfibios estaba en el edificio Marquês do Herval, en la avenida Rio Branco esquina Almirante Barroso. Un despacho pequeño, lleno de grabados viejos en la pared y una estantería de libros.

—¿Cómo se escribe el nombre del futbolista? —preguntó el viejo.

Tenía el rostro arrugado como si fuera la corteza de un árbol viejo, y una inmensa cabellera blanca y crespa.

—No, no. Mi nombre es con doble ese: Ceresso —dijo.

Y se me quedó mirando. Luego preguntó:

—¿Sabe usted qué es un anfibio?

—Más o menos —dije.

—A ver, uno.

—¿Un qué?

—Un anfibio.

—Sapo —dije.

—Otro.

—Yacaré.

—Otro.

—Tortuga.

—Otro.

—Lagarto.

—Otro.

—Lagartija.

—Otro.

—Foca.

—Otro.

—León marino.

—Otro.

—Hipopótamo.

—Otro.

—Culebra.

—Usted no tiene ni idea de anfibios —dijo el viejo, con enfado en su voz.

—Submarino —bromeé.

—Yacarés, tortugas, lagartos y culebras, son reptiles, respectivamente del orden de los cocodrilianos, quelonios, saurios. Los saurios engloban los lacartélidos, es decir lagartos y lagartijas, entre otros; y los ofidios, las serpientes. Todos respiran con pulmones desde que nacen, al contrario de los anfibios.

—¿La foca?

—La foca es un mamífero, señor mío. El hipopótamo es un mamífero. Y también lo es el león marino. Los anfibios son de tres órdenes: ápodos, conocidos como cecilias o lombriz de las lagunas, entre otros nombres; los urodelos, conocidos por tritones o salamandras, y los anuros o batracios, conocidos como ranas, sapos y pererecas. Sólo éstos son anfibios, animales que en la primera fase de su vida respiran el oxígeno disuelto en el agua, a través de branquias, y en la edad adulta respiran el aire atmosférico a través de pulmones.

Le dejé hablar. A los viejos no les gusta que los interrumpan. A los jóvenes, tampoco, pero son más pacientes.

—Me dijo usted por teléfono que quería hablarme de sapos y de su empleo por los hechiceros.

Mi corazón se aceleró al oír hablar de hechiceros.

—Es una larga historia —dije.

—Pues empiece pronto a contarla, y así no perderemos más tiempo.

Le conté a Ceresso, sintéticamente, la muerte de Mauricio Estrucho, mis sospechas, el hallazgo del sapo muerto y de la plantita exprimida en el cubo de la basura.

Ceresso escuchó en silencio mi historia. No totalmente en silencio: de vez en cuando gruñía una protesta que unas veces parecía incredulidad y otras desdén.

—Venga aquí.

Ceresso me llevó hasta una de las paredes del despacho, donde había unos cuadros llenos de figuras de sapos, ranas y pererecas.

—¿A cuál de éstos se parece el suyo? ¡Eso no, hombre, eso no! ¡Eso son ranas! ¡Contra!

Creo que dijo «¡contra!», o quizá fue sólo un gruñido de cólera. Volví mi atención al cuadro que me indicaba.

—Vamos a ver. ¿A cuál de esos sapos se parecía?

—Era igual que estos dos de aquí —dije, tras algún tiempo, indicando dos sapos entre los muchos representados en el cuadro.

—¿Esos dos de aquí? ¿Cómo puede ser igual a esos dos de aquí si esos dos de aquí son sapos diferentes? Es como decir que Clara Bow se parece a Jean Harlow. Éste es un Bufo marinus, más conocido por cururú, que en lengua nheengatu quiere decir sapo grande. Por influjo de Stradelli, y esto, no obstante, es discutible, otros naturalistas, como Spix, d’Abbeville, Rohan von Iehring, adoptaron como nombre vulgar para esa especie de batracio gigante de Brasil el de cururú. Este otro es un Bufo paracnemis, vulgarmente conocido por sapo-buey o sapo gigante. Pero son muy diferentes. El paracnemis tiene estas verrugas glandulares sobre la parte interna del muslo. Presionadas, sueltan una secreción lechosa. Las paratoides son menores y más extensas. Llega a veintidós centímetros, mientras que el marinus no pasa de dieciocho. Pero tanto uno como el otro son rigurosamente iguales en su gran utilidad para el hombre.

Yo miraba perplejo a un sapo y a otro. Para mí, eran iguales.

—Vamos a ver —dijo el viejo.

—Vamos a ver, ¿qué?

—¿Su sapo era el Bufo paracnemis o el Bufo marinus?

—No lo sé —dije desconsolado.

—Es usted demasiado ignorante.

—No es vergonzoso dejar de saber alguna cosa.

—¡Contra! La maldita salida de Cicerón, tabla de salvación de todos los cretinos: «nec me pudet ut istos fateri nescire quid nesciam». Pues ha de saber que el único verdadero pecado del hombre es la ignorancia.

El viejo estaba tan furioso que movía la cabeza de un lado a otro como si hubiera anidado en su pelo un enjambre de abejas africanas.

—¡Póngase aquí! —dijo el viejo tras dar un puñetazo en la pared.

—¡Es éste!

La Providencia Divina me había iluminado y de repente sabía sin dudas cuál era mi sapo.

—Es éste —dije tocando con el dedo el grabado de uno de los sapos.

—¿El Bufo marinus?

—El Bufo marinus.

—Hm, grrr, rr —rugió el viejo—. ¡Sólo podía ser ése! Es el que los brujos suelen usar.

Cuando Ceresso dijo esto, mi corazón latió de nuevo apresurado y sentí ganas de arrodillarme en el suelo y besar sus pies calzados con botas de elástico. ¡Brujos! La palabra sonaba como música acompañada de tambores.

—¡Brujos! ¡Hábleme de los brujos! —le pedí.

—¿Dónde está mi Marcgrave? —El viejo rebuscó durante un tiempo en los libros del estante. Mientras, seguía hablando—: En la Historia naturalis brasiliae, que escribió en 1648, Marcgrave hablaba ya del uso del veneno del Bufo marinus por los hechiceros brasileños. Pero eso es prehistoria naturalista. Sobre este asunto, lea a Lamarque Douyon, un investigador de Puerto Príncipe que estudió los zombis haitianos; lea los artículos de Wade Davis, en el Journal of Ethnopharmacology, y su libro La serpiente y el arco iris, lea el libro de E. Nobre Soares, Os bocors, y el del Akira Kobayashi, La datura y sus hechizos zombificantes. Como ve, he investigado algo después de su llamada.

—¿Dónde puedo encontrar esos libros?

—Yo sólo tengo el Marcgrave, pero no sé dónde está. El libro de Davis no se encuentra. Imposible. Creo que le será difícil encontrar el material de Douyon. De todos modos, inténtelo en la Biblioteca Nacional. ¿Quién sabe?

—¿Y la plantita?

—¿Qué plantita?

Saqué de la bolsa el plástico con los restos vegetales que había encontrado en la basura de doña Clara Estrucho.

—¿Es comida de sapo? —pregunté.

—Los sapos no son vegetarianos —dijo Ceresso—. Deje eso ahí. Ya veré qué es. Déjeme su teléfono en este papel.

Salí de la casa del viejo Ceresso ligeramente desconcertado y aprensivo. Por un momento había tenido la seguridad de que el viejo me iba a dar la pista para desvelar el misterio de la falsa muerte de Mauricio Estrucho, fue entonces cuando estuve a punto de tirarme al suelo y besarle las botas de elástico. Pero el viejo me mandó a investigar en la Biblioteca Nacional, y ahora estaba allí, en las escaleras del edificio de la avenida Rio Branco, recordando el tiempo en que salía del colegio Pedro II, en la esquina de la calle Mariscal Floriano con Camerino, e iba a pie por toda la avenida hasta llegar a la Biblioteca. No era fácil entonces encontrar los libros que quería, nunca estaban en su sitio, o los tenían encuadernando, o, simplemente, no existían.

Tras una hora de inútiles pesquisas, tuve que parar, pues iban a cerrar la Biblioteca.

—Mañana, cuando llegue, búsqueme y le ayudo a dar con esos libros —dijo la chica de la Biblioteca. Era pálida, de pelo castaño, fino y liso.

Cuando salía, leyendo el papel con las notas que había tomado en casa de Ceresso, tropecé con una chica que estaba sentada en la escalinata. Si no me agarra, hubiera caído rodando por los peldaños hasta la calle.

—¡Eh, zombi! ¡A ver si miras por dónde andas! —me dijo.

—¿Has dicho «zombi»? —pregunté excitado.

—Dije zombi —dijo.

—Es increíble. Yo iba pensando precisamente en eso.

—¿En eso, qué?

—En zombis.

—Pensaste y te convertiste en uno —dijo.

Iba vestida como una hippionga de la antigüedad, falda ancha, pelo erizado, sandalias, bolso de tela colgando del hombro, y exhalaba un agradable olor a sobaco.

—Me llamo Minolta.

—Hay un tipo de la jet-set internacional que le puso a su hijo Gramófono RCA Victor.

—Hermoso nombre —dijo.

—Yo me llamo Ivan Canabrava.

—Canabrava siempre es mejor que Gramófono.

—¿Eres estudiante? —le pregunté.

—¿Estudiante? Ya he estudiado todo lo que tenía que estudiar. Ahora invento. Soy poeta. ¿Y tú? ¿Qué vienes a hacer aquí a la Biblioteca?

—Investigo sobre brujería.

—Me encanta la brujería —dijo Minolta.

Los empleados de la Biblioteca salían ya, y la bibliotecaria que había dicho que me ayudaría se nos quedó mirando. Le sonreí, pero no me respondió.

—¿Qué te parece si tomamos una cervecita mientras hablamos de brujería? —dijo Minolta—. Pero tendrás que pagar tú, porque estoy sin blanca.

Por sugerencia suya tomamos el autobús en Cinelandia y bajamos en Gloria.

—Esta taberna tiene una cerveza riquísima —dijo Minolta.

Al fin, acabamos no hablando de hechiceros. A Minolta la habían echado del piso aquel día. Estaba pensando en quedarse a dormir en las escaleras de la Biblioteca, la proximidad de aquel montón de libros le daba seguridad.

—El libro es un alto astral.

—¿Por qué no duermes en casa hasta que encuentres un sitio?

—No sé. Depende. ¿Quieres desarrollar tu lado femenino?

—¿Qué?

—Me he cansado de esos hombres que quieren desarrollar su lado femenino. Mírame bien.

La miré. Tenía una mancha en la esclerótica, resultado de una mañana entera de lectura en la playa, bajo el fuerte sol.

—Tu lado femenino es inexpresivo, insustancial, desarraigado. Déjalo. Desarrolla tu lado masculino; de ahí tal vez puedas sacar algo —sentenció Minolta.

—No me has contestado. Mi casa está a tu servicio.

—¿Tienes máquina de escribir? Sólo sé escribir a máquina.

—Tengo máquina de escribir —le dije.

—Entonces, bueno.

—¿Y tus cosas? —pregunté.

—Mis cosas están aquí —dijo poniéndose el índice en el pecho, al lado izquierdo—. Y aquí.

Una bolsa de tela que parecía trabajo indio artesano, colgándole del hombro.

Cuando apenas acabábamos de entrar en casa, sonó el teléfono. Yo estaba en el cuarto de baño, y descolgó Minolta.

Era Zilda.

—¿Quién es esa mujer que cogió el teléfono? —preguntó Zilda.

—Minolta.

—¿Minolta? Ése es un nombre de bicicleta —dijo Zilda.

—Pues me dijo que se llama así —dije.

—¿Y qué hace ahí?

—La echaron del piso, y se queda aquí hasta que encuentre algo.

—En cuanto doy un paso, vas y metes en casa a la primera golfa que encuentras por la calle —dijo Zilda. Es de suponer que había olvidado que fue ella quien me dejó.

—Es una buena chica —dije.

—¡Buena chica! Buena ¿para qué? ¡Idiota, más que idiota! Te las das de muy listo, pero cualquier pendejo te enrolla. Pon a esa cabra en la calle o no me verás más.

—Querida, no puedo. No tiene adónde ir. Además, ya le he dicho que se quede aquí. No puedo volverme atrás.

—¡Claro que puedes!

—No. No puedo.

—Entonces, ¡adiós! ¡Adiós! Pero ahora va en serio. ¡Cretino, más que cretino! ¡Subnormal! ¡Baboso!

—Pero, querida, no hables así…

—¡Vete a la mierda! ¡Ojalá te mueras! —dijo Zilda, colgando.

Zilda era muy nerviosa, pero no era mala. No quería decir realmente nada de aquello, pero perdía fácilmente la cabeza y decía lo que no debía.

—¿Quién era? —preguntó Minolta.

—Zilda. Vivíamos juntos, se cabreó conmigo y se largó. Ahora está enfadada porque estás aquí. Pero mañana ya se le habrá pasado.

—¿La quieres?

—Bueno. Es muy bonita. Te voy a enseñar una foto.

Le enseñé el retrato de Zilda.

—No está mal —dijo Minolta.

—En persona, es más bonita.

—Quizá —dijo Minolta.

Minolta quería dormir en la sala, pero yo insistí para que durmiera en el cuarto.

—Me encanta dormir en el sofá —dijo.

Desperté muy temprano, con un fuerte dolor de espalda. Me bañé, me afeité. Hice café, calenté la leche, preparé la mesa del café. Llamé a la puerta del cuarto.

Minolta abrió, completamente desnuda. Con la bolsa de tela colgándole del hombro.

—Está el café en la mesa —dije.

—Ya voy —dijo ella.

—Ponte la bata —dije volviendo a la sala.

Tomamos café sin hablar mucho.

—Voy a trabajar. Estaré aquí hacia las siete —dije—. Ponte a tus anchas. Tienes café en polvo, leche y fruta en el frigorífico. Debe de haber más cosas.

—¿Dónde está la máquina?

Le mostré la máquina y un bloc grande de papel. Le mostré también dónde estaban las toallas de baño limpias.

Cuando llegué a la Panamericana, ya estaba allí Gomes.

—¿Todo bien? —preguntó mirándome como si llevara la cabeza envuelta en vendas manchadas de sangre.

—Todo bien —dije.

—¿Realmente, todo bien?

Me ajusté la corbata.

—Todo.

No había ninguna orden de servicio en la mesa. Fui hasta el despacho de la secretaria del doctor Zumbano para saludar a Duda. Siempre me ponía al día de lo que pasaba. Cuando cambiaron de jefe del jurídico y nombraron al doctor Ribeiroles, Duda me dio la noticia antes de que circulara el aviso por la Panamericana. Era muy buena chica, y siempre me daba un caramelo que sacaba de una caja de dentro del cajón de la mesa.

—¡Quién pudiera ser como tú! —dijo Duda.

—¿Como yo?

—Comes de todo, caramelos, bombones, y estás siempre delgado y elegante.

Me metí el caramelo en el bolsillo.

—Cómetelo —dijo, sacando uno para ella y devorándolo inmediatamente—. ¿Todo bien? —preguntó engullendo otro.

—Todo bien —dije.

—¿Viste ayer la novela?

Odio las novelas. Odio la televisión. Odio a los niños (de eso ya hablé). Pero no podía decírselo a Duda.

Duda veía tres novelas, como Zilda, a partir del momento en que llegaba a casa, a las siete de la tarde. Su sueño era jubilarse y ver también los seriales de la mañana. También le encantaban las películas dobladas. Las voces de los que las doblaban eran siempre las mismas, y eso le gustaba. Cuando aparecía una voz nueva —caso raro ése— protestaba. Llegó incluso a escribir una carta a la TV Globo: «No me gustó la voz que le pusieron a Burt Reynolds en la película del viernes. ¿Qué pasó con la voz de antes? El que doblaba a Burt, doblaba a Lee Majors, a Humphrey Bogart, a Clark Gable, a Telly Savalas, a Laurence Olivier y al Sherif Lobo. A ver si la van a quitar también en esos personajes. Duília Teixeira, secretaria de Dirección». Le gustaba oír voces familiares. Una vez riñó conmigo porque le dije que Humphrey Bogart, para tener aquella voz rasposa, había hecho el sacrificio mortal de coger voluntariamente un cáncer de laringe, y quien lo doblase debería al menos sufrir del mismo mal. Aquel día, mientras comía el caramelo, le pregunté a qué novela se refería, si a la de las seis, la de las siete, la de las ocho o la de las diez.

—La de las seis nunca la veo —dijo suspirando—. La de las ocho.

—La de las ocho, no la vi. —Pude esquivarla.

—¿Sabes quién fue el que mató al director de la compañía, al doctor Max?

—No.

—Gerard Vamprey. Yo ya lo sabía. Lo había leído en la Revista Amiga. Gerard Vamprey, con aquella carita de santo, fue quien mató al doctor Max.

Y Duda me contó todo el capítulo.

O sea, que no había novedades en el despacho del doctor Zumbano.

Volví a mi oficina, mía y de Gomes, y noté que seguía mirándome de un modo raro.

—Puedes confiar en mí —dijo al cabo de un rato—. Soy tu amigo.

—Lo sé, lo sé —dije, suponiendo que él, de alguna forma, se habría enterado de mis investigaciones sobre la falsa muerte de Mauricio Estrucho. Pero no era eso. Se trataba de una intriga de Zilda.

—Me ha llamado Zilda y me dijo que sufriste un ataque de estrés.

Respiré aliviado.

—¿Un ataque de estrés? ¿Eso dijo?

—No con estas palabras. Dijo que te has vuelto loco, majareta, que ves sapos en las paredes, que comes la basura de los vecinos y que la has echado de casa para meter en ella a una golfa del barrio de puterío.

—Pues no hay nada de eso —dije indignado.

—¿Quieres decir que va todo bien entre vosotros?

—No, eso no. Se fue de casa, sí, pero por propia decisión.

—¿Quieres decir que no hay ninguna chica en tu casa?

Gomes había aprendido a hacer interrogatorios en el manual norteamericano Interrogar. Sondaje y comprobación.

—Sí, la hay. Pero, Gomes, tú no tienes por qué meterte en esto. Zilda se peleó conmigo, la verdad es que fue por un sapo, pero no veo sapos por las paredes, no te preocupes; y se fue de casa. Al día siguiente, ayer —era increíble, pero todo aquello había ocurrido la víspera— encontré a esa chica. Estaba sentada en las escaleras de la Biblioteca Nacional, se llama Minolta, sí, Minolta, como la máquina fotográfica, y no tenía dónde dormir y yo le ofrecí mi casa para que pasara la noche, y ella durmió en el dormitorio y yo en el sofá de la sala, y, posiblemente, cuando yo vuelva no estará en casa, quizá no esté ya en este momento. ¿Satisfecho? Y si alguien está loco en este asunto es Zilda.

Gomes se mordió los labios y miró al suelo.

—¿Estás satisfecho? —repetí.

Continuó mordiéndose los labios y se rascó la punta de la nariz. No sé si quedó convencido o no. De todas formas, era hora de ir a la Biblioteca Nacional, a continuar mis pesquisas.

—Si preguntan por mí, di que he ido a hacer un trabajo fuera.

Gomes movió la cabeza, sin mirarme.

En la Biblioteca Nacional busqué a la bibliotecaria que parecía tan dispuesta a ayudarme. Se llamaba Carminha. Sus ojos estaban tristes y me cortaron el corazón. Conocía a Ceresso, de la Sociedad Brasileña de Protección a los Anfibios, asiduo de la Biblioteca Nacional.

—¿Qué tema le interesa?

—Experiencias con venenos de sapos.

—¡Ah! —dijo, y sus ojos parecieron quedar aún más tristes—. Creí que le interesaba la música. Tonterías mías. Sapos… Vamos a ver. ¿Hay algo especial que usted quiera? ¿Algún libro?

—Quiero ver todo lo que haya. Pero, especialmente, me gustaría leer éstos.

Le di la lista con todos los nombres que me había dado el director de la Sociedad Brasileña de Protección a los Anfibios.

Carminha me consiguió el Journal of Ethnopharmacology, con el artículo de Wade Davis, el libro de Kobayashi y el de Nobre Santos.

Me hundí en la lectura de aquellos volúmenes fascinantes. «El sapo —decía Davis— es un laboratorio y una factoría química que contiene, aparte de alucinógenos, poderosos anestésicos no identificados que afectan al corazón y al sistema nervioso». Los descubrimientos de Davis confirmaban los de Kobayashi. El sapo tenía por lo visto una sustancia igual a la tetradoxina encontrada por Kobayashi en el baiacu o sapo de mar.

Bajo la acción de esta sustancia, un hombre podía quedar muerto bajo el punto de vista fisiológico, pero conservando ciertas facultades mentales, como la memoria. A ese estado le llamaban zombinismo. Enterrado o fuera de la sepultura, el zombi permanecía diez horas como muerto, a menos que siguiera siendo alimentado con una mezcla de veneno de sapo y determinadas sustancias químicas halladas en algunas plantas, como la Pyrethrumparthenium, en una proporción de 1 mg por 50 mg. Entonces, el estado cataléptico podría prorrogarse algo más. Los investigadores no sabían cuánto.

Quedé tan excitado después de leer y anotar todo aquello, que le dije a Carminha:

—¿Tenía yo razón, o no?

—Si me dice de qué se trata, le podré responder.

—Un tipo puede parecer muerto y estar vivo.

—Y puede parecer vivo y estar muerto —dijo.

Debe de tener un problema, pensé, pobrecilla, tan joven y tan blanquita y tan flacucha y tan guapa.

—¿Está usted triste? —le pregunté.

—¿Yo? —dijo, sorprendida—. No había pensado en eso.

—Hubo una época en mi vida en que yo estaba triste —dije.

—Yo no estoy triste —dijo—. Sólo…

—¿Sólo?

—Que no estoy alegre. Hay una diferencia.

—Claro.

—Tengo mi trabajo —dijo—. Me gusta mi trabajo.

—Lo sé.

—Es hora de cerrar —dijo.

Fui corriendo hasta la Panamericana, pero no había nadie, fuera del personal de limpieza. Decidí llamar a casa de mi jefe, el doctor Zumbano. Cogió el teléfono una mujer y me dijo que esperara un momento.

—Doctor Zumbano —dije—. Soy Canabrava.

—¿Quién?

—Canabrava, del despacho.

—¡Ah, sí! Canabrava.

—He descubierto una cosa importante relacionada con el seguro de Mauricio Estrucho.

Zumbano se quedó un momento en silencio.

—¿Y no puede esperar hasta mañana para hablarme de eso en el despacho?

—Mañana es sábado. No se trabaja.

—¡Ah, claro! Pues el lunes…

—Es muy importante, doctor Zumbano.

—Pero el sábado y el domingo no podemos hacer nada, ¿no? Y, además, estoy a punto de salir para Petrópolis. El lunes, ¿de acuerdo? Temprano, por la mañana.

Minolta estaba en la cocina del apartamento. Se había cambiado de ropa.

—Vigila el arroz. Es integral. ¿Te gusta el arroz integral? Estoy escribiendo un poema sobre el mico-león dorado, el mono ese que fue repatriado de los Estados Unidos.

Metió la mano en el bolso, que llevaba siempre al hombro, y sacó un retrato.

—¿Has visto cosa más bonita? —Era un mono, agarrado a una rama—. ¿Conoces la historia?

—¿El arroz integral es ese oscuro?

—Es lo mejor para la salud. El otro sólo tiene almidón, no vale nada. Pero ese tipo de micos estaba desapareciendo del Brasil. Vivía aquí cerca, en Silva Jardim, en el Estado de Río, pero la deforestación estaba acabando con él. Entonces, llevaron unas parejas a los Estados Unidos para que se reprodujeran en cautiverio. Ahora los devuelven aquí, y el problema es saber si sabrán vivir en libertad.

—Es difícil vivir en libertad —dije.

—¿Qué quieres decir con eso? —Minolta me miró desconfiada.

—Quiero decir que es difícil. Sólo eso.

—A ti te gusta vivir con tu libertad cercenada porque es más fácil, ¿no?

—No. Me gusta vivir en libertad. Pero es difícil. Sólo eso.

Se me quedó mirando un tiempo.

—Si es difícil para ti, imagina lo que será para un mono que ha crecido en una jaula. Alimentado como un prisionero, no ha aprendido a buscar alimentos, a defenderse. Hay cosas venenosas en la naturaleza, aunque eso parezca absurdo. Los ecologistas sugirieron entonces que las hembras y las crías repatriadas fuesen colocadas en libertad junto a un macho que hubiera crecido libre aquí, donde los van a soltar, en Silva Jardim. Ese macho (¿o machista?) enseñaría a la familia a sobrevivir. ¿Qué te parece?

—Me parece bien —dije. Mi cabeza estaba lejos. El único animal que me interesaba era el sapo, aparte, claro, de algunos racionales, como doña Clara Estrucho.

—Me parece una solución típica del pensamiento machista. ¿Por qué no colocar a los machos repatriados y a las crías con una hembra salvaje de aquí? La mujer también sabe enseñar, ¿o no? —dijo Minolta.

—Debe de ser para separar a la hembra de las crías —dije.

—¡Siempre la mujer prisionera de las convenciones!

—Entiendo poco de micos, ¿pero por qué no colocar a la familia repatriada entera, padres e hijos, con un macho o una hembra local? —dije.

—Los micos son monógamos, dicen los ecologistas. ¿Has entendido el problema?

—Tal vez los machos adopten a los hijos de otros, y las hembras no. De todos modos, por lo que dices, una pareja emigrante tendrá que ser aislada, dentro de ese esquema, de una pareja local —dije.

—¿Ves como la monogamia es una cosa complicada? —dijo Minolta—. Creo que voy a escribir un poema sobre la monogamia. No he encontrado azúcar integral. Tú cuídate del arroz, que voy a acercarme al Paraíso de la Salud, ahí en Dias Ferreira.

Minolta hizo una comida que constaba de arroz integral, un bife de soja y calabaza cocida. No sé dónde encontró azúcar sin refinar.

—¿Está bueno? —preguntó Minolta comiendo vigorosa y lentamente.

Estaba horrible.

—Está bien —dije. ¿Para qué molestar a la chica?

Afortunadamente, cuando fuimos a vivir ocultos en Iguaba, Minolta abandonó aquella manía de macrobiótica y descubrimos los placeres de la mesa y de la cama. Pero eso vendrá luego.

Sonó el teléfono. Era Ceresso, de la Sociedad Brasileña de Protección a los Anfibios.

—La planta aquella que me trajo.

—Sí.

—Un amigo, botánico, la examinó para mí. Me ha dicho que aquellas hojas recortadas, las flores ovoides dispuestas en espiguitas paniculadas, el fruto aquenio, todo indica sin duda que se trata de Pyrethrum parthenium, una planta compuesta.

—Doctor Ceresso, ¿y qué resultado puede tener mezclar una sustancia extraída de esa planta con veneno de sapo? —balbuceé.

—Lo sé —me cortó—. Está en el libro de Nobre Soares. Puede causar un estado de catalepsia profunda. Buenas noches —colgó.

Minolta dijo:

—Voy a dar una vuelta. Déjame la llave, para no despertarte. Volveré tarde.

Apenas la oí, de tan nervioso y excitado como estaba. Tenía fiebre.

Dormí de modo intermitente. Creo que tuve varias pesadillas —no las recordaba al despertarme, pero sí que eran pesadillas, por el sudor de la frente y los latidos descompasados del corazón—. Al fin amaneció y salté de la cama, o mejor, del sofá, con los mismos dolores en la espalda.

Pegué el oído a la puerta del dormitorio. Había visto llegar a Minolta, muy tarde, pero fingí estar dormido.

Hice café, tosté pan, le puse mantequilla, corté papaya a la francesa, y llamé a la puerta.

—¿Qué hay? —Oí—. Entra.

Minolta despertaba con la misma cara de cuando se iba a dormir. Zilda era muy bonita, pero al levantarse tenía los ojos hinchados. El rostro de Minolta aparecía limpio y lozano, como el de un niño sano.

—Ponte la bata —dije cerrando la puerta. Si yo durmiera desnudo agarraba un resfriado. Aunque no fuera completamente desnudo, sería suficiente con no llevar una de las piezas, la de arriba o la de abajo, para resfriarme terriblemente, aunque me tapase con la sábana.

—¡Basta de dominarme! —dijo Minolta saliendo del dormitorio—. He tenido que vestirme completamente —se había puesto un short y una blusa sobre la piel— en un día como éste, con este calor, sólo porque estás empeñado en dar órdenes.

—He hecho el café —dije.

—Pero por el simple hecho de hacer el café no puedes mandar en mí.

—No quiero mandar en ti.

—Todos los hombres quieren mandar en la mujer.

—Yo no quiero.

—Mentira. ¿Por qué te ha dejado esa mujer que vivía contigo?

—Zilda.

—Zilda. ¿Has tenido otras?

—No. Zilda es una mujer muy nerviosa.

—Di que está loca. Es así como los hombres destruyen a las mujeres.

—No, Zilda no está loca.

—Mira, la Zilda esa no me importa nada.

—Bueno. Pues hablemos de los micos.

—Tampoco quiero hablar de micos.

Debía de haber pasado una mala noche. Quien ve el rostro no ve las pesadillas.

—¿Tomas el café?

—¿No tienes pan negro?

—Desgraciadamente, no.

Minolta cogió una tostada y le dio un mordisquillo. Luego, otra, y otra.

—Están bien estas tostadas. ¿Cómo las has hecho?

—Al horno. Usé pan de dos días, cortado en rebanadas finitas, transparentes.

—Pues están deliciosas. Pero el pan blanco es malo. ¿No lo sabías?

—Bueno. Tengo que irme. ¿Vas a estar aquí cuando vuelva?

—Es posible.

—Vendré temprano.

Al llegar a la oficina puse sobre la mesa las notas que había tomado en la Biblioteca Nacional y empecé a escribir un informe para el doctor Zumbano, jefe del Departamento de Investigaciones Sigilosas de la Panamericana. Hablaba del sapo que había encontrado en casa de Clara Estrucho, de la Pyrethrum parthenium, de las investigaciones de Davis, Kobayashi, y Nobre Soares. Pese a que me interrumpieron varias veces —una de ellas Zilda, que dijo por teléfono: «¿Qué? ¿No se va la golfa esa?» (había llamado al apartamento, y descolgó Minolta). «Échala de una vez, o no vuelves a verme»— conseguí escribir un informe claro, conciso y fundamentado sobre el caso Mauricio Estrucho, demostrando mi teoría de que la Panamericana había sido víctima de un fraude. «El más astuto y maquiavélico de la historia de los seguros en Brasil», terminaba mi informe.

El doctor Zumbano no me recibió.

—Está muy ocupado —dijo Duda.

—Me dijo que viniera a verlo hoy por la mañana. Lo llamé a su casa el viernes. Es un asunto urgente.

—Pero está muy ocupado. Un asunto de dirección.

Por primera vez, Duda no me dio un caramelo de las inagotables reservas de su cajón. ¿Estaría molestándola con mi insistencia?

—Hazme entonces un favor. Pásale este informe. No dejes que nadie lo vea, por favor. Entrégaselo en mano.

—Puedes dejármelo.

—Es muy importante.

—Puedes dejármelo.

—Es muy, muy importante.

—Lo sé.

—Dáselo sólo a él.

—Ya he dicho que no te preocupes.

Le di el informe, esperé a que lo colocara dentro del cajón y salí, tras sonreírle, con mi sonrisa más simpática, con todos los dientes. No respondió.

—Acaba de llamar Zilda —dijo Gomes cuando volví al despacho.

—Le he pasado un informe al doctor Zumbano sobre el caso Estrucho.

—Dice que va a ir al apartamento a echar de allí a la chica.

—¿Qué?

—Bueno, no lo dijo así. Dijo: Voy a plantar de patitas en la calle a esa asquerosa puta, piraña; a patadas la voy a echar.

Cogí el teléfono y llamé a casa. Minolta tardó mucho en cogerlo.

—Has interrumpido mi meditación trascendental —dijo.

—Pon la tranca en la puerta y no dejes entrar a nadie. Especialmente si es Zilda.

—Déjamelo de mi cuenta —dijo Minolta. Y colgó.

—Problemas, ¿no? —dijo Gomes mirándome de soslayo.

—No, no. Va bien todo.

—Péinate —dijo Gomes.

—Tengo que hablar con el doctor Zumbano.

—Razón de más para peinarte.

—No tengo peine.

—Te dejo el mío.

Gomes me tendió un peine negro, con dientes cenicientos de caspa. La chaqueta de Gomes estaba siempre llena de caspa.

—No. Gracias.

El doctor Zumbano iba a salir cuando intenté hablar con él.

—¿Qué quiere? Tengo prisa —dijo cuando le pregunté si podía decirle unas palabras. Duda parecía asustada.

—Se trata del caso Estrucho. ¿Ha leído mi informe?

—Lo leí, lo leí. Acabo de leerlo.

—Creo que no podemos perder más tiempo. Apuesto a que si abrimos aquella sepultura no encontramos a nadie dentro —dije.

—Las cosas no son tan sencillas, Canabrava —dijo Zumbano manteniendo cierta distancia frente a mí—. Tengo que hablar con Ribeiroles. El asunto es delicado.

—Doctor Zumbano, aquella sepultura está vacía. No hay nadie allá. Estoy seguro. No tengo la menor duda.

—No tener dudas es siempre muy peligroso —dijo Zumbano—. Y, además, ¿qué pruebas tenemos? ¿Ha olvidado el examen realizado por nuestros médicos? El hombre está muerto.

—Estaba en un estado de catalepsia profunda.

—¿Catalepsia profunda?

—¿No ha leído mi informe?

—Leí, leí su informe. ¿Sabe lo que me pareció? Uno de esos relatos que quieren probar la existencia de platillos volantes, o de extraterrestres.

—No creo en platillos volantes.

—Pues no lo parece.

—¿Y si los accionistas se enteran de que no hicimos nada en defensa de sus intereses, dejando que estafen a la compañía un millón de dólares?

El doctor Zumbano me interrumpió:

—¿Me está amenazando?

Es verdad. Estaba amenazando al doctor Zumbano. Cuando me di cuenta, sentí vergüenza. No quería amenazar al doctor Zumbano. Sólo quería convencerlo, persuadirlo, para que hiciera lo que yo creía más favorable para los intereses de la compañía. Pero no amenazarlo.

—No. No le estoy amenazando.

—No esté tan seguro. No existen verdades absolutas.

—Lo sé, pero existe la verdad simple, ¿no?

Zumbano se quedó pensativo.

—Si la verdad es relativa, la mentira es relativa… Vea cómo pensar es una cosa estimulante —dijo el doctor Zumbano. Sacó una agenda del bolsillo—. Siempre anoto las ideas que me parecen importantes, ideas que pueden enriquecer mi patrimonio intelectual. —Anotó, repitiendo en voz alta—: Si la verdad es relativa, la mentira es relativa.

Ese aforismo es de Nietzsche, está en Así hablaba Zaratustra, uno de los libros más aburridos que había leído en mi corta y magra vida. Pensé en decírselo al doctor Zumbano, pero me pareció mejor no abrir la boca[4].

—¿Entonces?

—¿Entonces, qué?

—¿Mi informe?

—Espere, señor Canabrava. Lo envié al doctor Ribeiroles. Necesito una opinión del Jurídico.

Dicho esto, me volvió la espalda con una expresión ostentosa de impaciencia y de irritación en el rostro. Y en los brazos. Mientras andaba, parecía apartar a un mendigo que lo agarrara de la manga de la chaqueta.

Llegué a casa y encontré a Minolta en la mesa de la sala con telas, pinceles y tubos de color.

—Encontré un poco de dinero en el cajón y aproveché para comprar estas cosas para pintar. Luego te lo pago. Estoy pintando un cuadro, Pesadilla en una mañana soleada, pero no mires, no me gusta que miren mis cuadros mientras los estoy pintando. ¡Ah! Estuvo aquí esa mujer.

—¿Quién?

—Tu ex. Discutimos un poco. Pero todo fue bien. —Minolta siguió pintando.

Sonó el teléfono.

Era Zilda.

—¡Oye, gusano de mierda! Esa zorra por poco me mata. Estoy cubierta de mataduras, de los golpes que me arreó. Te voy a avisar, carroña: voy a presentar una denuncia en la policía. A una puta asesina como ésa había que tenerla en una jaula.

—Pero ¿qué pasó, Zilda?

—¿Qué pasó, Zilda? Esa golfa psicópata me mató a porrazos. Me dijo que es campeona de karate, y eso hace más grave la agresión. Va a pudrirse en la cárcel o le meto un tiro en los cuernos.

—Calma, Zilda.

—O la pones inmediatamente en la calle, o me presento ahí con la policía. Voy a que examinen el cuerpo del delito. Vas a ver tú con quién te la estás jugando.

Soltó unas cuantas amenazas más y me tiró el teléfono a la cara.

Mientras tanto, Minolta seguía pintando tranquilamente.

—¿Algún problema?

—Dice que le pegaste.

—Fue ella quien me quiso pegar. Sólo le di un empujoncito de nada.

—¿Eres campeona de karate?

Minolta se echó a reír.

—Lo dije para asustar a ese pendón. Se puso a gritar y le dije que cerrara el pico. Me preguntó: ¿Y tú, gusano, quién eres para mandarme callar? Le eché las manos así, como en el cine, y le dije: Soy campeona de karate, y me eché encima gritando sayonara!, que es lo único que sé en japonés. Cuando me di cuenta, estaba en el suelo. Creo que resbaló, pues el golpe, si es que se puede llamar golpe a aquello, no fue nada. ¿Quieres que te haga una demostración?

—¿De qué?

—Del golpe.

Lo pensé un poco.

—No, gracias. Zilda dice que viene para aquí con los guardias.

—Un farol.

—No la conoces…

—Lo que tiene es mucho cuento. ¡A mí con ésas! Va a achantar la mui, la gibada esa. ¡A que no tiene güevos!

—Tu gente, los de tu, bueno, quiero decir tus amigos… por cierto, ¿cuántos años tienes? —pregunté.

—¿Cuántos me echas?

—Entre dieciséis y treinta.

—Acertaste.

—Los de tu edad, ¿hablan todos así?

—Así ¿cómo?

—Con esa mezcla de argot viejo y de hoy.

—A veces me gusta decir cosas que decía mi abuela, otras las invento, otras meto una frase del ministro de Hacienda. Mi especialidad es la polisemia.

—¿Me ayudarías en una investigación?

—Depende —dijo.

—Depende, ¿de qué?

—Primero, quiero saber de qué va. No quiero más líos.

—Voy a tomar una cosa para ver si entro en catalepsia.

No le hablé de los motivos que me llevaban a hacerlo, ni ella me los preguntó.

Llamé a Ceresso, de la Sociedad Brasileña de Protección a los Anfibios.

—Doctor Ceresso, soy Ivan Canabrava. ¿Se acuerda de mí?

Se acordaba. Le pregunté si podía pedirle un favor. Se quedó callado. Hasta pensé que había dejado el auricular.

—Puede —dijo.

—Quería que me proporcionara un sapo y cierta cantidad de Pyrethrum parthenium.

—¿Pero quién se cree que soy? ¿Un almacén de pronta entrega de individuos de la fauna y la flora universales? Tengo otras cosas que hacer, muchacho.

Su voz era áspera e irritada, pero no colgó.

—Doctor Ceresso, es usted la única persona en el mundo que puede ayudarme —supliqué—. Por favor.

—Estoy muy ocupado —dijo, ahora sólo un poco hosco.

—Sé muy bien que está muy ocupado. Usted es un científico importante, dedicado a una noble causa que es la protección de los anfibios —dije.

—¿Qué sapo quiere? ¿El Bufo marinus?

Confirmé que era el Bufo marinus, el sapo que había identificado en la pared de su despacho.

—Mire, joven, me está encargando usted un trabajo difícil, la familia de las compuestas es enorme. El Pyrethrum parthenium puede estar en la artemisa, en la losna, en el árnica, en la caléndula…

Vi que Minolta se quitaba la ropa y se quedaba en bragas.

—Hace un calor de todos los diablos —dijo.

—En el cardo, en la escarola, en el edelweiss, evidentemente en el píretro, en la carrapicha…

—Ponte la ropa —dije tapando la boca del aparato mientras Ceresso iba recitando nombres de plantas de la familia de las compuestas.

—¿Por qué? ¿Es que mi cuerpo te da asco? ¿Es que te encalabrino? A ver si es que pierdes el oremus cuando ves mis gracias. Vamos, dame una razón por la que no pueda estar desnuda…

—Bueno… Puedes coger un resfriado.

—El último lo cogí hace diez años.

—… áster, perpetua, dalia…

El cuerpo de Minolta no me daba asco, evidentemente. Tal vez los huesos asomaran más de lo debido, en las costillas, y encima de los pechos, cosa normal, vista su dieta macrobiótica. El trasero era pequeño, redondo y musculoso; las piernas eran también musculosas, con cuádriceps sorprendentemente voluminosos y desarrollados. Noté un calor en el cuerpo, seguido de un escalofrío.

—… tanaceto, manzanilla, achicoria y muchas otras —dijo Ceresso.

Los pechos de Minolta eran también inesperados; de aquel saco de huesos se proyectaban dos globos sólidos y enhiestos, como si estuviesen rellenos de silicona.

Perdí un poco de lo que Ceresso decía.

—Entonces, ¿cuándo me puede dar eso?

—Ya le he dicho que dentro de un par de días se lo tengo todo. ¿Es que es sordo, muchacho?

—Es que mi teléfono no va bien —le dije.

Me despedí de Ceresso con gratitud pusilánime y servil.

Viendo a Minolta desnuda, pintando, recordé, no sé por qué, a Zilda. ¿Y si aparecía de pronto y veía a Minolta desnuda por la casa? Imposible imaginar lo que podría ocurrir.

—Si llaman al timbre, no abras —dije—. Ya abriré yo.

—Para comer, hice una ensalada de brotes de bambú —dijo Minolta.

Acababa de decir esto cuando sonó el timbre.

—Deja, que voy a ver.

Fui alarmado hasta la puerta, de puntillas, y miré por el chivato. Un hombre y una mujer, con los rostros desfigurados por la lente del visor, miraban amenazadoramente con las narices deformadas clavadas en la puerta.

—¿Quién es? —preguntó Minolta.

Volví de puntillas con el corazón, asustado, al galope, hasta donde estaba ella.

—Gente siniestra —murmuré—. Deben de ser de la policía.

—¿Por qué?

—¿Por qué? Pues será cosa de Zilda —siempre susurrando—. Sabe Dios lo que habrá inventado. ¿Tienes algo contigo?

—¿Algo? ¿Qué?

Sonó de nuevo el timbre.

—Estimulantes, drogas, o… —le dije al oído.

—¿Estimulantes? Eso era antes, tío. Ahora los que andan en esa mierda son banqueros, profesores, comerciantes, burgueses de la zona sur. Deja que entre la pasma.

—¿Y tú, así, en pelota? Ponte al menos una bata.

La llevé por el brazo hasta el cuarto.

—Ponte ese vestido —le dije dándole uno larguísimo y holgado, por otra parte, el único que ella tenía.

Irritada, Minolta se metió el vestido por la cabeza mientras caminaba de vuelta a la sala.

Sonó de nuevo el timbre.

Por el chivato contemplé de nuevo las dos figuras siniestras. La mujer parecía decir algo así como: «Vamos a tirar la puerta». ¡Iban a tirar la puerta!

—¡Van a tirar la puerta! —le dije a Minolta.

—¡Mierda! —dijo Minolta dejando el pincel—. ¡Ya verás cómo arreglo yo eso!

Sin mirar por el chivato, Minolta abrió.

—¿Conque policías, eh? —dijo abrazando a los dos recién llegados—. Éste es Siri, y esta Marianita. Hacen bisutería y la venden en la feria hippy.

—Vendíamos. Nos echaron los guardias. Ahora vendemos a la puerta de correos, en Copacabana —dijo Marianita—. ¿Todo bien?

—¿No te dije que venían a comer con nosotros?

—No. No lo dijiste.

—¡Claro que lo dije!

—Entonces, lo olvidé.

—¿Éste es el…? —empezó a decir Marianita, y se paró.

—¿El qué? —pregunté.

—Puedes decirlo —dijo Minolta.

—¿El carroza que decías?

—Sí —dijo Minolta.

—Pues parece simpático —dijo Marianita.

—¡No hagas caso a estas mujeres, tío! —dijo Siri.

—Decía que ibais a tirar la puerta —dijo Minolta.

—¿Nosotros? —dijeron los visitantes al mismo tiempo, sorprendidos.

—¿No dijiste tú: vamos a tirar la puerta?

—¿Yo? Yo dije: vámonos, que no abren la puerta.

—Quien tiene miedo, ni ve ni oye a derechas —dijo Siri.

—Te voy a dar un regalo —dijo Marianita—. Yo misma lo hice.

Me dio un colgante dorado, con un animalito.

—¿Qué bichito es éste?

—Es un tatú —dijo Siri.

—Póntelo —dijo Marianita.

Me lo coloqué.

—He hecho ensalada de brotes de bambú para todos —dijo Minolta.

—Nosotros hemos traído requesón de Ceará, que compramos en São Cristovão —dijo Siri.

Siri no era apodo, como supe luego. Era su nombre. Simpaticé de inmediato con la pareja. Después de cenar nos quedamos charlando hasta tarde. A aquellas horas apenas circulaban autobuses, y ellos vivían en Santa Teresa. Minolta les dijo que se quedaran a dormir.

—Vosotros dormís en el cuarto. Ivan y yo dormimos en la sala.

Ellos no quisieron, pero insistimos, eran nuestros huéspedes.

—Tú duermes en el sofá y yo duermo en el suelo —dijo Minolta cuando los visitantes se habían instalado ya en el dormitorio.

—Tú duermes en el sofá y yo duermo en el suelo. Soy yo el dueño de la casa —dije.

Hicimos una especie de colchón con las mantas. Realmente, dormir en el suelo era mejor que dormir en el sofá, como comprobé a la mañana siguiente al despertarme[5].

Los dos días siguientes fueron de penosa espera. Yo esperaba ansioso a que Ceresso, de la Sociedad Brasileña de Protección a los Anfibios, diera noticias.

Mientras tanto, trabajaba normalmente en la Panamericana. Sabía que Zumbano no me iba a llamar. Tenía que colocarlo ante evidencias irrefutables.

Marianita y Siri se quedaron a vivir en mi apartamento. Estaban provisionalmente en casa de unos amigos en Santa Teresa, surgió un problema cualquiera y tuvieron que salir de allí al día siguiente de pernoctar en mi casa. Cándidamente, ocuparon mi dormitorio, que en definitiva ya no era mío, sino de Minolta. El acuerdo de aquel primer día se mantuvo: Minolta dormía en el sofá, y yo en el suelo. Pero eso no me molestaba demasiado, no pensaba más que en la experiencia que iba a realizar cuando recibiera el Bufo marinus y el Pyrethrum parthenium. Por otra parte, Marianita y Siri eran gente simpática, cuya presencia no me incomodaba. Por la noche, cuando se instalaron definitivamente en mi casa, les conté, a ellos y a Minolta, el experimento que pretendía realizar. Se mostraron interesadísimos. Les pregunté si querían ayudarme, y aún más, seguir el experimento, y luego firmar, como testigos, el informe que pretendía preparar para Zumbano en caso de que el resultado fuera positivo, como yo esperaba. Quedaron entusiasmados. Marianita, sin embargo, puso una condición:

—Yo no toco al sapo. Me da asco.

—Yo lo toco. Sólo me dan asco las cucarachas —dijo Minolta.

—Yo te ayudo —dijo Siri.

Les expliqué que nadie tenía por qué tocar el sapo. Yo mismo le sacaría el veneno de las glándulas. Bastaba hacer una pequeña presión sobre las paratoides. El problema era la cantidad de veneno que tendría yo que usar. Ceresso, de la Sociedad Brasileña de Protección a los Anfibios, me había dicho que el veneno del Bufo marinus era poderosísimo, y que cualquier animal al que se le inoculara sufriría terribles convulsiones seguidas de muerte. El propio sapo era sensible a la acción de su veneno y perecía, como los otros animales.

—Leí, no sé dónde, que si una quiere impedir que el novio le ponga cuernos o la deje, basta poner un sapo bajo la cama —dijo Minolta.

—Pues yo preferiría perder al novio —dijo Marianita.

En la Panamericana, evitaba conversar con Gomes. No confiaba en él, no sólo en lo referente a los asuntos de la compañía, sino también en los míos, porque tenía la seguridad de que me espiaba para Zilda. Ella no había cumplido la amenaza de ir con la policía a mi casa, y tal vez andaba tramando algo peor.

Al fin me telefoneó Ceresso, de la Sociedad Brasileña de Protección a los Anfibios.

—Tengo ya todo lo que quiere. Pase por la Sociedad.

—¿Ahora? ¿Ahora mismo?

Intenté hablar bajo para que Gomes, en la mesa de al lado, no oyera lo que decía. Incluso así, me miró aguzando las orejas.

—Ahora —respondió Ceresso.

—Ya voy —dije.

Me puse la chaqueta, e iba a salir cuando Gomes se me cruzó.

—Soy tu amigo —dijo Gomes.

—Tengo prisa. Tengo un asunto urgente en marcha.

—En estos últimos días estás extraño. ¿Te pasa algo? Puedes confiar en mí.

—Voy a llegar tarde —dije, esquivando a Gomes y saliendo del despacho.

Cogí un taxi que me llevó hasta las oficinas de la Sociedad Brasileña de Protección a los Anfibios.

Ceresso estaba esperándome.

—Mire qué macho más hermoso le he encontrado —dijo Ceresso.

Era un sapo inmenso, amarillo verdoso, con el vientre lleno de manchas pardas. Tenía todo el cuerpo cubierto de glándulas verrugosas, algunas rematadas en puntas córneas. Noté que el sapo, a medida que lo miraba, iba aumentando de tamaño, hinchando el vientre de una manera horrible.

—Esta especie es muy vanidosa —dijo Ceresso—. Y este individuo, particularmente, parece aún más jactancioso que la media. Mire cómo se hincha de soberbia.

—¿Está bromeando? ¿Este bicho se considera bonito?

—La verdad es que piensa que usted es una serpiente, y se está hinchando para que no pueda engullirlo fácilmente.

Había una sonrisa divertida en los labios (no eran exactamente labios; era una raya fina entre la nariz y el mentón) de Ceresso.

Ceresso cogió un recipiente de cristal y empezó a sacar el veneno de las glándulas del sapo.

—Hay que apretar las glándulas con cuidado, si no, la secreción puede ser expelida a más de medio metro de distancia —dijo Ceresso.

Palpaba al sapo, que se mantenía inmóvil, con extremo cuidado. Una sustancia repugnante, con un hedor fuerte que nunca había percibido yo antes, se desprendió del tegumento del animal. Con un bastoncillo de vidrio, Ceresso cogió la secreción metiéndola en el recipiente.

—¡Bueno! —dijo Ceresso—. ¡Aquí está! Pero recuerde: cuidado con lo que hace con eso.

—Doctor Ceresso, ya le dije que quiero desenmascarar a un delincuente, a un estafador, a un tramposo. Estoy al servicio del Bien.

—Es lo que más abunda en Brasil, estafadores, tramposos, principalmente en el mundo científico —dijo Ceresso—. Mediocridades audaces que adquieren prestigio mediante la apropiación simulada y hábil de la creatividad ajena. ¡Ladrones! ¡Garduños! ¡Expoliadores!

Oí pacientemente las diatribas vociferadas por Ceresso. Tenía razón. Había que acabar con esa situación.

En posesión ya del veneno del sapo y de la Pyrethrum parthenium, corrí a casa, junto a mis amigos, que iban a ayudarme, Minolta, Marianita y Siri.

—Amigos —dije—. Hermanos: ha llegado el momento. Una proporción de un miligramo por cincuenta miligramos, de acuerdo con los autores consagrados.

No recordaba en aquel momento si era el portugués, el japonés o el norteamericano o sabe Dios quién el que había determinado la proporción. Yo estaba dominado por una idea fija, dispuesto a morir por ella.

El método sería éste: yo tomaría la primera dosis del brebaje y me tumbaría en la cama. Luego me quedaría diez horas acostado y ellos, con un embudo, me meterían en la boca la otra dosis, tal como había hecho Clara Estrucho con el marido.

Entonces, llamarían al médico. Después, me encerrarían, es decir me envolverían la cabeza en un plástico, para impedirme la respiración (era imposible disponer una sepultura en el cementerio) durante más de veinticuatro horas.

—Pero oye, loco —dijo Minolta—. ¿Te has dado cuenta de que puedes morir? Pero si es por una buena causa, ¡qué le vamos a hacer!

Era una buena causa, desenmascarar a dos mentirosos.

Antes de tomar el líquido, Marianita me obligó a darme un baño ritual. Echó sal gruesa en un barreño de agua caliente, me metió desnudo en la bañera y, antes de echarme el agua salada encima, recitó la siguiente plegaria, que yo repetí:

—Ángel de la guardia, guía y protector, derrama sobre mí tus influencias haciéndome poseedor de energía, fe y firmeza de pensamiento; que al tomar este baño sienta vuestras vibraciones y vuestra bendición. Así sea.

Yo no creía en brujerías mandingas, pero aquel baño, no sé por qué, me dio más confianza.

Me tumbé en el suelo. No quería impedir que Siri y Marianita gozasen del confort de la cama. Para el resultado de la experiencia tanto era que me tumbara en la cama como en el suelo.

—Dame el brebaje —dije.

—¿Tienes madre? —me preguntó Marianita.

—No seas idiota —dije.

—Que sea lo que Dios quiera —dijo Siri.

—¡Mierda! —dijo Marianita—. ¿Crees ahora en Dios?

—¡Se nos ha vuelto bruja, la moza! —dijo Siri—. Dios anda metido en todas las brujerías.

—¿Tienes madre? —repitió Marianita.

—¿Por qué?

—Si pasa algo malo, a tu madre le gustaría saberlo.

—Las madres quieren saberlo todo, menos las cosas malas —dijo Siri—. No nos fastidies. Venga, vamos allá, muchacho.

Tomé el brebaje.

—¿Notas algo? —preguntó Minolta.

—Por ahora, no.

No notaba nada. Tal vez tarde en hacer efecto, pensé. Y apagué.

Fui despertando poco a poco. Primero fue el olfato, un olor conocido pero que no identifiqué de inmediato (era incienso indio, que Marianita había quemado). Luego, comencé a oír ruidos, voces sofocadas, ruido de platos, un claxon en la calle. La vista fue lo último, quizá porque mantuve los ojos cerrados mientras volvía a sentirme en el mundo.

Los tres, Minolta, Marianita y Siri, estaban inclinados sobre mí, ansiosos.

—Nos has dado un susto de todos los diablos —dijo Siri.

—Tú dijiste que ibas a quedarte como muerto, y estábamos preparados, pero ni con ésas, incluso así quedamos preocupados.

—Nunca vi un muerto más muerto que tú —dijo Minolta—. Hasta daban ganas de enterrarte.

—¿Llamasteis al médico? —fue lo primero que dije.

—Sí. Aquí está el certificado de defunción. Te examinó y extendió el certificado.

—¿Lo hicisteis como os mandé?

—Todo exactamente. Cuando dijo que habías tenido un infarto fulminante, yo empecé a tirarme de los pelos y a decirle que no era posible, que te mirara de nuevo, que tenías una salud de hierro, que en la familia ya una vez se había dado un caso de un tío tuyo a quien dieron por muerto, y que en el velatorio saltó del ataúd y nos pegó a todos un susto terrible. No creyó lo del tío, lo vi por su cara, debe de haberlo tomado por invención de su desconsolada viuda —dijo Marianita.

—Pero lo examinó de nuevo.

—¡Claro! ¡Gritabas tanto!

—Después dijo: lo lamento mucho, señora, pero no hay duda de que su marido ha muerto. Entonces me vinieron ganas de reír y solté una carcajada.

—¿Y desconfió? —pregunté.

—Nada. Me dio unas píldoras. Debió de creer que me había vuelto loca. Las tiré al retrete. A buena hora voy yo a tomar píldoras.

Cogí mi propio certificado de defunción y lo leí con la agitación posible, dado mi estado de somnolencia. Tenía ya las pruebas que necesitaba para convencer a Zumbano y a los directores de la Panamericana para que abrieran la sepultura donde decían que estaba enterrado Mauricio Estrucho y comprobaran que estaba vacía. Luego, no habría más que encontrar a los sepultureros complicados en la trama criminal y desenmascarar a aquella pareja de estafadores.

Una cosa graciosa: durante los dos días en que estuve bajo el influjo de la droga, no me creció la barba. Me afeito todos los días, por la mañana y por la noche, y un rastrojo duro ennegrece siempre mi rostro. Muchas veces Zilda me obligó a levantarme de la cama y afeitarme, alegando que la arañaba. Pero aquel día que pasé en estado cataléptico no me había crecido ni un hilillo de la barba.

Con el certificado de defunción en el bolsillo, me fui a la Panamericana.

—¿Qué te pasó? —preguntó Gomes—. He estado llamando a tu casa y me dijeron que andabas de viaje.

—En cierto modo, es verdad —dije.

—No entiendo nada.

—Tengo que hablar con Zumbano —dije.

—Calma. No hagas tonterías. Van a acabar poniéndote en la calle.

—¡Que me pongan!

Duda no me dio el caramelo. Me recibió con frialdad, diciendo antes de que yo abriera la boca:

—El doctor Zumbano está ocupado.

—Pues necesito hablar con él.

—Es imposible. Está ocupado, te lo he dicho ya.

—Lo siento mucho, Duda —dije, y empujando la puerta del despacho del doctor Zumbano, entré.

El doctor Zumbano estaba leyendo el periódico. Se levantó sorprendido.

—Le dije que estaba ocupado, pero no hizo caso —dijo Duda a mi espalda.

—¡Salga! —dijo Zumbano.

—No lo haré hasta que me escuche —dije.

—Pues va a salir a la fuerza. Llame a los vigilantes, señorita Duda, y que echen a este loco de mi despacho.

Estaba furioso, le temblaba la voz.

—Tengo aquí todas las pruebas del montaje de los Estrucho.

Saqué el certificado de defunción del bolsillo y lo agité ante la cara de Zumbano.

Su actitud cambió súbitamente.

—Déjenos solos, señorita Duda. Voy a hablar un rato con el señor Canabrava.

—Entonces, ¿no quiere que llame?

—No. Puede salir. —Y, en otro tono, dirigiéndose a mí—: Siéntese, por favor, señor Canabrava, y cuéntemelo todo. Tal vez tenga usted razón.

Se lo conté todo. Mis sospechas iniciales, las pesquisas realizadas en la Biblioteca Nacional («eso está en el informe que le entregué»), la ayuda de Ceresso y, finalmente, la experiencia que había hecho, provocando en mí mismo el estado cataléptico que había llevado al médico a suponer mi muerte.

—Aquí está el certificado de defunción.

—¡Hummm! —dijo leyendo el informe—. Muy interesante. Mire, Canabrava, no diga una palabra de esto a nadie, podría complicar la investigación. Déjeme el informe. Ha hecho usted un excelente trabajo. La Panamericana necesita gente como usted, inteligente y abnegada. Voy a proponerle para un ascenso.

—Muchas gracias.

—Vuelva a su despacho, y no lo olvide: silencio. Tenemos que andar con mucho cuidado para no alertar a los tramposos. Pueden tener un cómplice aquí dentro.

No había pensado en eso. No era una posibilidad absurda. Era mucho el dinero que había en juego. Cuando llegué a mi despacho, Gomes me preguntó qué era lo que había ido a tratar con el doctor Zumbano. Me salí diciendo que era una cosa particular, sin importancia. Súbitamente, empecé a sospechar de Gomes. Recordé que, últimamente, andaba muy curioso, vigilándome y haciendo preguntas extrañas.

—Si no quieres contarlo, no lo cuentes —dijo Gomes—. Sé que me escondes algo, algo serio.

Pasé el día sin hacer nada. Gomes fue llamado del despacho de Zumbano y luego salió a hacer una diligencia. Por la tarde me fui a casa. Conté a Minolta, a Marianita y a Siri lo ocurrido. Luego llamé al doctor Ceresso, de la Sociedad Brasileña de Protección a los Anfibios, para decirle que su ayuda había sido valiosísima. Le pregunté si quería comer el sábado en mi casa.

—Soy vegetariano —dijo.

—También nosotros. Quiero que conozca usted a mis amigos Minolta, Marianita y Siri.

—Ha estado hoy aquí un hombre haciendo preguntas. ¿De dónde dijo que era, Siri? —dijo Marianita.

—Del BNV.

—¿Del Banco Nacional de la Vivienda?

—Eso es. Dijo que quería saber cuánta gente vivía aquí, nuestra profesión, si tenemos hijos. Es para una estadística que andan haciendo, o no sé qué.

—Un rollo que no se aclaraba. Pesadísimo —dijo Minolta.

Al día siguiente llegué a la Panamericana a la hora habitual. Un poco antes de la hora de entrada, como siempre. Ya iba adelantada la mañana. Gomes no había aparecido aún cuando me llamaron del Departamento de Personal.

Al llegar, por poco me desmayo: me habían despedido.

—No es posible. Debe de ser un error.

—Órdenes de Dirección —dijo el empleado del Departamento de Personal—. Me dijeron que le preparara la liquidación. Aquí está.

No firmé los papeles. Fui corriendo al despacho del doctor Zumbano. En el despacho de Duda había un guardia de vigilancia leyendo un diario. Cuando entré la secretaria le hizo una señal.

—Quiero hablar con el doctor Zumbano. Ha habido un error, y me han despedido.

—El doctor Zumbano no está —dijo Duda.

—No está —dijo el vigilante, colocándose ante la puerta.

De pronto, tuve una revelación.

¡Zumbano formaba parte de la banda! ¡Qué idiota había sido al no darme cuenta desde el principio! ¡Y le había dejado el certificado de defunción! Tenía que permanecer tranquilo, de nada servía hacerles el juego. Desde luego, el doctor Ribeiroles, jefe del Jurídico, no estaba comprometido en la estafa. Tenía que hacerme con otro certificado.

El médico que me había firmado el certificado, se llamaba Pedro M. Silva. Su consultorio estaba en la avenida Nossa Senhora, de Copacabana, cerca del cine Art Palacio. Lo había elegido por el listín de teléfonos, porque el consultorio estaba a poca distancia de mi apartamento, en la calle Figueiredo de Magalhães, casi esquina a Domingos Ferreira (no se iba a negar a atender a un enfermo tan cerca) y también por ser cardiólogo. El médico llegaba a las dos. Llamé a Minolta y le dije que fuera al consultorio y pidiese una copia del certificado, alegando que había perdido el primero. Quedé con ella a las dos y media en la puerta del cine.

Eran las once de la mañana. Tenía que matar el tiempo hasta la hora de la cita con Minolta. Decidí ir a ver a Ceresso, en la Sociedad Brasileña de Protección a los Anfibios, en el edificio Marquês do Herval, avenida Rio Branco, esquina a Almirante Barroso.

Me atendió una mujer.

—¿Pero no se ha enterado?

—¿De qué?

—El doctor Ceresso se ha suicidado esta noche. Pobre…

—¿Que se ha suicidado? ¿El doctor Ceresso? ¡No es posible! Hablé con él anoche, por teléfono. Debe de haber algún error.

No podía creer lo que me decía la mujer.

—Se tiró desde la ventana de su apartamento. De madrugada. No andaba bueno, estaba muy enfermo, ¿no lo sabía?

Bajé en el ascensor abarrotado de gente, con ganas de gritar. Aquellos bandidos habían matado al pobre viejo. Había sido un estúpido al decirle a Zumbano que Ceresso me había ayudado en mis investigaciones. Posiblemente iban a por mí también. Tenía que hacer algo, y rápidamente. ¿Ir a la policía? ¿Hablar con Ribeiroles? ¿Ir primero a Ribeiroles, o a la policía? Estaba confuso. Primero, lo del certificado de defunción, decidí. Zumbano debía de haber dicho por toda la compañía que yo estaba loco. Duda y Gomes corroborarían cualquier afirmación en este sentido. Mi situación no era nada buena. Probablemente aquel tipo que apareció por mi apartamento diciendo que era del BNV era miembro de la banda.

Telefoneé a casa, pero no se puso nadie. Era la una y cuarto.

¡Cuánto tardaba en pasar el tiempo! Mi encuentro con Minolta, para hacerme con la copia del certificado, sería a las dos y media. Noté que estaba hablando solo en el autobús que me llevaba a Copacabana. Decía, entre dientes: ¿cómo demostrar que Ceresso fue asesinado? En primer lugar, era necesario desenmascarar a los asesinos de dentro de la Panamericana. Sólo entonces tendría credibilidad para exigir una investigación de la muerte del presidente de la Sociedad Brasileña de Protección a los Anfibios.

A las dos y cuarenta y cinco minutos apareció Minolta en la puerta del Art Palacio. Ya de lejos, al verme, empezó a gesticular exasperada, haciendo muecas.

—¿Conseguiste el certificado? —le pregunté, con el corazón oprimido, sintiendo que algo malo había ocurrido.

—No. El tío ese acaba de decirme que no firmó ningún certificado de defunción a nombre de Ivan Canabrava, que no sabía quién era ese Ivan, y cuando me enfadé y lo llamé embustero, mandó a la enfermera que llamara al Psiquiátrico. Continué gritando, y la enfermera llamó al Psiquiátrico diciendo que había allí una enferma bajo los efectos de un shock psicótico. Me largué, ¿qué iba a hacer?

Entonces, se me ocurrió una idea luminosa.

—Sólo podemos hacer una cosa —dije.

—¿Qué?

Le conté mi plan a Minolta.

—¡Qué locura! —dijo.

—¿Me ayudas?

—Te ayudo. Puedes contar conmigo. ¿Dónde se puede comprar eso?

—Hay que verlo en el listín telefónico.

—También necesitamos un saco grande.

—Bueno, vámonos, que no tenemos mucho tiempo.

Eran las cuatro y cuarto cuando llegamos al cementerio de São João Batista, cargados con un saco grande en el que iban un pico de mango corto, una maza, un formón y una pala, también de mango corto.

—¿Sabes dónde enterraron a ese pájaro? —preguntó Minolta.

—Sé dónde no está encerrado. Asistí al falso entierro. La sepultura está cerca de un mausoleo grande, todo rococó. Es fácil dar con él.

Mi plan era el siguiente. Yo abriría el sepulcro, llamaría al administrador del cementerio, a los enterradores, llamaría también a la prensa, a la policía, al diablo, para que todos viesen el sepulcro vacío. Armaría un escándalo de tales proporciones que no podrían sofocarlo. Saldría hasta en TV, y los criminales podrían ser, al fin, castigados.

Sobre la falsa tumba habían colocado una losa de mármol negro donde sólo aparecía esta inscripción: Mauricio Estrucho, y las fechas de su nacimiento y de su (falsa) muerte.

—Coge el formón y la maza. Yo uso el pico.

¡Aquel maldito mármol! Estaba tan cementado que para moverlo habría que partirlo en pedazos. Evidentemente habían hecho una sepultura para que no se pudiera abrir jamás. Empecé a dar furiosamente con el pico en el mármol. Con el formón y la maza, Minolta hacía agujeros en la superficie de la lápida. Poco a poco se fue astillando el mármol y al fin conseguimos arrancarlo, dejando aparecer la laja de cemento que cubría la fosa.

—¡Paren! ¡Paren! —Se oyó una voz.

A poca distancia estaba un enterrador mirándonos espantado. Corrí hacia él. Lo agarré del brazo.

—¡Calla la boca! —dije—. ¡Quieto o te doy con el pico en la cabeza!

Necesitaba acabar de abrir la tumba.

—¡Socorro! —gritó el enterrador—. ¡Socorro!

Debía de ser uno de los cómplices de la tramoya.

Con el grito del sepulturero, Minolta dejó de trabajar, sin saber qué hacer.

—¡Cállate la boca! —le dije, sacudiendo al enterrador, un viejo de pelo canoso.

—¡Socorro! —volvió a gritar el enterrador con voz más débil.

Estábamos en medio del cementerio, lejos de la calle, y nadie parecía haber oído sus gritos.

—¡Cállate, por favor! —supliqué.

—¡Socorro! ¡Ladrones! —gritó el enterrador con voz quebrada.

Le di con el pico, con todas mis fuerzas, en la cabeza. Cayó al suelo con el rostro lleno de sangre.

—¿Está muerto? —preguntó Minolta.

Oí un pito. A lo lejos, por el lado del depósito, algunas siluetas se aproximaban corriendo.

—¡Vámonos! —dije.

Pero Minolta no se movió.

—¿Está muerto? —preguntó, sosteniendo aún la maza y el formón.

La agarré por el brazo, tiré de ella violentamente, y entonces pareció despertar de un trance y salió corriendo conmigo disparada por la puerta principal. Fuimos soltando las herramientas por la calle, el pico, el formón, la maza, todo. Al fin conseguimos coger un taxi. Hicimos la maleta mientras Minolta decía:

—¡Vámonos! No hay tiempo que perder.

Decidí dejarles una nota a Marianita y Siri. El tiempo que perdí con esto fue la causa de mi prisión. En el mismo momento en que salíamos del edificio, llegó un coche de la policía. Gomes iba en él. Lo que ocurrió después lo he intentado olvidar, pero a veces vuelve en forma de pesadilla. Me llevaron a una comisaría, y luego a otra, y finalmente al Manicomio Judicial, donde me examinaron. En el Manicomio Judicial quedó claro que creían, o habían sido pagados para que creyeran, que yo estaba loco. Esto me puso tan furioso que empecé a comportarme como un loco. Tuve una crisis de paranoia, seguro como estaba de que los médicos formaban parte de la conspiración. Me puse a llamarles mafiosos siniestros, agredí a uno de ellos, intenté huir de la enfermería. Cada vez me hundía más. Me di cuenta de que iba a pasar el resto de mi vida allí, de un médico a otro, hasta que al fin acabase realmente loco o matase a alguien y justificaría así mi reclusión. Me llené de horror al pensar en esto. Aún hoy intento borrar de mi cabeza lo que aconteció, y hago, siempre, ejercicios nemónicos especiales, no para recordar, sino para olvidar todo aquello. Hablaré poco de los días que pasé en aquel infierno horrendo, el Manicomio Judicial. Los manicomios comunes, cuyos reglamentos no son tan rígidos, deben de estar llenos de personas en estas condiciones. Un Manicomio Judicial es mucho peor. ¿Cuántos inocentes como yo, que maté al enterrador sin querer, se estarían pudriendo allí? Pensé que realmente iba a volverme loco, tras pasar noches enteras, no sé cuántas, temblando de fiebre, oyendo gritos y con las esperanzas perdidas. Estaba como el poeta del Paradise Lost «So farewell Hope, and with Hope farewell Fear, / Farewell Remorse: all Good to me is lost; / Evil be thou my Good».

Un día, cuando mi desesperación había llegado al máximo, un guardia vino y me dijo que mi hermana y un cura habían obtenido permiso para visitarme. Yo estaba tumbado en el estrecho catre inmundo del cubículo. Me levanté sorprendido.

—Ivan, mi Ivan —dijo mi hermana abrazándome—. He traído al padre João para que te confiese.

—Déjennos solos —dijo el cura, un hombre de barba negra, dirigiéndose al guardia.

Cuando salió el guardia, Minolta dijo:

—Tú te vienes ahora conmigo.

—Yo me quedo en tu lugar —dijo Siri quitándose las barbas postizas y la sotana.

—Te van a matar en este infierno. No voy a permitir que hagas eso por mí —dije.

Minolta me explicó que Siri no era, como yo, un loco violador de sepulturas. Habían consultado a un abogado, y el delito por el que Siri podría ser acusado era algo insignificante. Entre los dos, acabaron convenciéndome.

Pasé por todas las puertas con mi disfraz de cura consolador de una desgraciada jovencita que lloraba tanto que nadie me miraba a mí. Fue un alivio para los guardianes librarse de los gritos de Minolta. Uno de ellos llegó a cogerme por el brazo (cosa que casi me mata del susto) diciendo:

—Llévese de una vez a esta mujer de aquí, señor cura.

Del manicomio fuimos directamente a la estación de autobuses. En el retrete de la estación me puse las ropas que Minolta llevaba en una maleta, me quité las barbas y las metí, junto con la sotana, en la misma maleta. Cogimos un autobús y salimos para un lugar en la región de los lagos llamado Iguaba.

En ese lugar pasé diez años. Minolta sugirió que me hiciese escritor y me dio la idea de mi primer libro. Minolta llevó el libro al editor y consiguió que lo publicara. Mi seudónimo, Gustavo Flávio, fue elegido en homenaje a Flaubert; en aquella época, yo, como Flaubert, odiaba a las mujeres. Hoy habría homenajeado a otro escritor. Minolta me enseñó a amar. Me enseñó a amar la comida. Hacíamos el amor varias veces al día. Engordé treinta kilos. Me hice famoso.

Un día, Minolta me dijo:

—Creo que puedes ya volver a Río. Ya nadie se acuerda de Ivan Canabrava.

—¿Vienes conmigo?

—No. Pero te amo, y quiero seguir viéndote. Cada seis meses bajaré hasta allí. Quiero quedarme en estas playas desiertas, escribiendo mis poemas. Sé bueno con las mujeres.

Ella sabía que me había hecho descubrir el placer de amar a las mujeres.

Y, cada seis meses, Minolta vino a verme, a lo largo de esos diez años que llevo en Río. Y le cuento mis aventuras. La última fue mi historia con Delfina Delamare.

Vuelvo a la historia con Delfina, que dejé interrumpida para recordar mi pasado negro.

Tras la amenaza de Eugenio Delamare, pasé dos días preocupado hasta que leí en las columnas de los diarios que el matrimonio había embarcado para París.

«El resto ya lo sabes: Delfina volvió antes, apareció muerta, etc. El marido no me preocupa tanto como ese javert de vía estrecha, el inspector Guedes».

Eso le dije a Minolta antes de ir a la comisaría donde Guedes me dijo que un atracador había confesado ser el asesino de Delfina.

Volví de la comisaría preocupado, con miedo a que el inspector Guedes descubriera mi pasado negro. Minolta me tranquilizó diciendo que sería imposible. Había pasado mucho tiempo, etc.

«Me preocupa más eso de que no puedas escribir Bufo & Spallanzani», dijo.

Fue entonces cuando se me ocurrió la idea de ir a pasar unos días en un lugar llamado Refugio del Pico del Gavilán, en la sierra de Bocaina. No recuerdo exactamente cuándo.

«Tal vez sea conveniente que dejes un poco el TRS-80. Estás viciado y eso no es bueno. Un autor debe escribir en cualquier circunstancia», dijo Minolta.