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DOS días después de salir Guedes de mi casa, recibí una notificación de la comisaría de policía n.º 14 para ir a declarar. El día señalado para mi testimonio era la víspera de mi salida para el refugio del Pico del Gavilán, un lugar de difícil acceso en la sierra de la Bocaina. Para llegar allá tendría que ir primero a un lugar llamado Pereiras, una aldea al pie de la montaña, y, después de recorrer cierta distancia, creo que en microbús, cogería un tractor hasta el refugio, pues el camino era tan abrupto y accidentado que ningún otro vehículo podía recorrerlo. Hablé con Minolta y la idea le pareció buena. Ella iba a volver a Iguaba, después de pasar diez días en Río (pero no en mi apartamento conforme a nuestro acuerdo) y creía que Bufo & Spallanzani quizá precisara de un tratamiento heroico, una rutina enteramente nueva, para poder empezar a cuajar en el papel, es decir que tendría que apartarme de todas las mujeres, que abandonaría el TRS-80, me encerraría en una hacienda aislada con una máquina de escribir. Pero tal vez la notificación de la policía viniera a liarlo todo.

Telefoneé a mi abogado, el doctor Martins.

—Gustavo —me dijo—, puedo acompañarte si quieres, pero yo soy especialista en derecho editorial. No sé nada de lo penal. Si veo que se complica la cosa, vamos a tener que llamar a otro abogado.

Le dije que no quería otro abogado.

A la hora acordada llegamos a la comisaría, una casa de planta baja, pequeña y sucia. Martins entregó la notificación a un tipo que estaba en mangas de camisa tras una mesa que quedaba dentro de un cercado de madera, en un despacho espacioso. El tipo aquel dijo que esperásemos. Un cuarto de hora después se abrió una puerta en la que había un cartel que decía «Archivo», y se acercó a nosotros un individuo gordo, de gafas, que llevaba en la mano un papel que vi enseguida que era mi notificación, y preguntó:

—¿Gustavo Flávio?

—Soy yo.

—Pues puede marcharse.

—¿Cómo marcharme? He recibido una citación.

—¡Vámonos! —cortó Martins tirándome del brazo—. ¿No has oído que puedes irte?

—Es que quiero saber si tengo que volver otro día y, en definitiva, por qué me han llamado.

—¡Vámonos! —Martins me cortó nuevamente. No se encontraba a gusto en aquel ambiente. Creo que era la primera vez que entraba en una comisaría.

—No tiene que volver más por aquí —dijo el escribiente, que se había quedado al lado, oyendo mi conversación con el abogado.

—¿Por qué no tengo que volver más por aquí?

—Lo mejor es que se lo pregunte al inspector Guedes. Fue él quien me mandó que le hiciera llegar la notificación y luego dijo que no hacía falta.

—Me gustaría hablar con él —dije.

Martins, que hasta entonces me tenía agarrado del brazo, me soltó con un suspiro de irritación resignada.

—Voy a ver si puede venir a hablar con usted —dijo el escribiente.

Tardó unos quince o veinte minutos. Mientras Guedes venía, le dije a Martins:

—Si quieres, puedes irte.

—No te voy a dejar aquí solo —dijo.

—Han dicho que no quieren nada de mí. No hay peligro.

—Es mejor que me quede —dijo mirando a su alrededor con asco—. ¿Sabes una cosa? No sería abogado criminalista ni aunque me muriera de hambre.

—Ya lo veo —dije.

Guedes llevaba su uniforme, la cazadora grasienta y la camisa sucia de cuello abierto.

—Tengo que darle una explicación —dijo—. ¿Puede esperar cinco minutos más? Estoy acabando un trabajo.

—¿Cinco minutos? Soy su abogado y…

—Usted no tiene por qué quedarse —dijo Guedes alejándose.

—Debe de estar en plena sesión de tortura. Irá a darle unas tomas eléctricas a algún pobre diablo —dijo Martins.

—Si quieres irte —insistí—, puedes hacerlo.

—Claro que no —dijo, indignado.

Un mulato con un revólver al cinto apareció menos de cinco minutos después y preguntó:

—¿Quién es Gustavo Flávio?

Nos llevaron al despacho del inspector Guedes. Una mesa de madera, llena de manchas de café, algunos papeles y un diccionario Aurélio medio. Guedes estaba sentado y nos hizo una señal para que ocupáramos dos sillas frente a la mesa.

—Ayer —dijo Guedes cuando nos sentamos y se retiró el mulato armado—, una ronda de vigilancia detuvo a un individuo llamado Agenor da Silva, fugitivo de la isla Grande, que estaba atracando una panadería. Al llegar a la comisaría confesó que había asesinado a una mujer en un Mercedes hace unos diez días, en una calle junto al Botánico. Yo lo traje aquí, y al principio no creí su historia. Su confesión fue espontánea, y eso es muy raro.

El abogado me lanzó una mirada significativa, como diciendo: en la policía, la confesión sólo vale cuando se obtiene mediante tortura.

—Tampoco él sabía explicar muy bien por qué había llevado el coche a la Rua Diamantina. Dijo que no conocía aquella parte de la ciudad y pensó que podría ir por aquel camino hasta la Selva da Tijuca, donde quería violar a la mujer, luego de robarle lo que llevaba. Al ver que la Rua Diamantina no tenía salida, se puso nervioso y en ese instante la mujer empezó a gritar. Para acallarla, le disparó. ¿Por qué llevaba un 22? Es más fácil de esconder, respondió. ¿Por qué no robó nada más? Se asustó pensando que alguien podía haber oído el disparo y apenas tuvo tiempo de coger la pitillera de oro de la mujer. Aún tenía la pitillera cuando lo atraparon y no supo explicar por qué no la había vendido a un perista. El marido de Delfina confirmó que la pitillera era de ella. Tenemos que procesar a ese individuo, pese a que tendrán que ser aclarados algunos puntos que resultan oscuros. Su declaración —el inspector miró hacia mí—, ya no es necesaria. Gracias por su colaboración.

—Vámonos, Gustavo —dijo Martins.

Guedes nos acompañó hasta la puerta. Allí me cogió por el brazo.

—Ya sé… —empezó a hablar, pero se calló. Iba a decir algo, pero cambió de idea. Dijo—: Buenas tardes.

Pero por su mirada tuve la impresión de que iba a decir: sé su nombre verdadero, conozco su pasado negro.