Prólogo

Novela sin joroba

por Jorge Aguilar Mora

Ninguna novela mexicana, con excepción de Pedro Páramo, se abre con tanto deslumbramiento como Se llevaron el cañón para Bachimba de Rafael F. Muñoz, publicada en 1941. Nadie mejor que Muñoz y Rulfo ha sabido entregar tantos vislumbres simbólicos con una sobriedad más dolorosa y con una sabiduría más narrativa, y todo a través de la voz serena de sus protagonistas. En la novela de Muñoz, Álvaro Abasolo está perdiendo a su padre; en la de Rulfo, Juan Preciado viene a buscarlo a Comala y se encuentra con que está muerto. En ambas novelas, el relato de la orfandad de los protagonistas tiene la economía desnuda, implacable de la tragedia. El acontecimiento, dado al principio, se adelanta en Rulfo a la fatalidad de su final, y en Muñoz a la iluminación de una plenitud también al término de la narración. En esos principios o figuras de premonición reside la magistral singularidad de la estructura de ambas novelas.

Sin saberlo, Juan Preciado está caminando por las piedras que son las ruinas del cuerpo de su padre. Sin saberlo, y tal vez queriéndolo, Álvaro Abasolo está presintiendo la alegría de la inevitable doble orfandad que le espera. Cuando su padre biológico y su padre simbólico lo hayan dejado, él, al fin verdaderamente solo, se topará con la profecía de su apellido y al mismo tiempo con la alegría, esa alegría fundamental donde no hay madres, ni padres; donde la vida se reconcilia con el mundo y hace inútiles los símbolos. Álvaro Abasplo descubrirá que no hay nada en el mundo que necesite menos los símbolos —los intermediarios, los sustitutos— que la alegría; nada que se pueda vivir huérfanamente mejor que la felicidad.

Ahí terminan las similitudes de estas dos obras maestras. Después, cada hijo emprende una jornada singular. Juan Preciado inicia el camino que va de la tierra de los vivos a la tierra de los muertos, atravesando fronteras imperceptibles, tal vez porque ambas sean la misma tierra. Álvaro Abasolo, en cambio, asume la responsabilidad de un nuevo destino. Después de perder al padre biológico, va a encontrar a su padre simbólico.

De la noticia de la muerte del padre, la narración en Pedro Páramo se remonta hasta las entrañas del mito para destruirlo. Si los dioses y los héroes son transformaciones simbólicas de gestos singulares de la realidad —un secreto de la Naturaleza, el destino irrepetible de un acontecimiento—; si los dioses y los héroes esconden en su nombre la transfiguración de su pasado y el signo más recóndito del poder que los humanos les concedemos, Pedro Páramo no esconde nada, y su muerte es el espectáculo de cómo un mito regresa a su materia, a su origen común con la tierra. Para Pedro Páramo, como para los dioses, no hay sepelio. Los verdaderos dioses —a diferencia del cristiano— son humildes. Saben que su muerte es el momento, sólo un momento, en que se desata el nudo de su misterio, cuando el fenómeno y su símbolo se desconocen mutuamente. Y los dioses no piden, ni exigen, ni extrañan funerales sanitarios. No hay nada que enterrar. Ellos son el lenguaje de la tierra, porque la tierra no tiene lenguaje, porque la tierra sólo tiene su piel bastante. Así Pedro Páramo: queda tirado en la superficie, desmoronado.

El final de Se llevaron el cañón para Bachimba es la otra cara de una moneda diferente. No hay, en su término, una novela más abstracta que ésta en toda la literatura mexicana: ningún acontecimiento, ningún desenlace, ningún misterio develado, sólo la presencia intangible de la alegría y de la más asombrosa de las transformaciones que nos depara la vida.

No una vez, dos veces aparece la alegría; no es una casualidad, es una insistencia: primero es la alegría pura de los bosques; y luego la alegría que se deja compartir, que se abre para recibir al que ha sabido y querido transformarse.

En este final de Muñoz, nos encontramos con la afirmación más atrevida de un novelista, que recuerda el final de Narrative of Arthur Gordon Pym of Nantucket de Edgar Allan Poe: el destino no es un acontecimiento, el destino no es una anécdota, el destino es una iluminación. Es la revelación del lugar que el mundo tenía guardado para nosotros y que nosotros ya traíamos en nuestro cuerpo, o en nuestro nombre. Según la máxima de Nietzsche, extraída de Píndaro, nos convertimos en lo que somos, en lo que siempre hemos sido.

«La montaña lo acogió y a mí con él. Cuando la máquina llegó adonde los rieles terminan, como cortados a hachazos sobre un terraplén que se esfuma en el suelo rocoso, donde la guerra interrumpió la conquista de la sierra por el caballo de hierro, la montaña entera estaba de fiesta: alegría del sol en un cielo de porcelana; alegría de los árboles en un aire lavado y transparente; alegría de las rocas que jugaban a las esculturas en los relices inviolados; alegría de la tierra que desbordaba su vida en mil variedades de árboles y yerbas…; alegría de color y de rumor y de perfumes».

»Había que embriagarse de montaña abriendo los ojos, abriendo los labios, abriendo los brazos».

Ésta es la primera aparición de la alegría, donde se presenta el mundo que le espera a Álvaro —aunque nunca se quede en la montaña. Es el mundo de la orfandad pura, donde sólo existe la presencia abarcante de la alegría porque allí nunca ha habido ni madres ni padres. Es la paradoja primera de la vida: encontrar la orfandad en un regreso de transformación a la niñez, no para ser niño, sino para ser —según la máxima psicoanalítica de raíces muy antiguas— hijo de sí mismo. Allí, en la montaña se hará realidad la última, la auténtica soledad de su apellido, y nadie lo ha dicho mejor que Muñoz en ningún texto novelístico ni poético de la literatura mexicana.

Contra la afirmación anterior de que en sus principios terminan las similitudes de las novelas de Muñoz y Rulfo, sus finales parecen insistir en la similitud, pues en ambas los nombres de los protagonistas operan como claves del sentido de la novela. En Rulfo, la descomposición del nombre Pedro y del apellido Páramo señala que todo el funcionamiento mítico se ha invertido. En Muñoz, el apellido Abasolo se encuentra con lo más primigenio del mundo y con la soledad pura, donde se abren las posibilidades de la libertad absoluta. Sin embargo, este encuentro de Abasolo con la plenitud de la soledad indica que, justamente, a diferencia de Pedro Páramo, en esta narración no hubo nunca símbolos. El apellido no es un mito que se invierte y desmorona, es un anuncio de la iluminación del destino. Y a diferencia de Cien años de soledad, donde los personajes desembocan siempre en el reconocimiento de su soledad intrínseca, en el mundo de reflejos de un mundo cerrado, en Se llevaron el cañón para Bachimba, la soledad es sólo el principio de una vida en posesión de su alegría. Es la apertura de la vida verdadera de Álvaro Abasolo hacia su porvenir. En la literatura latinoamericana nadie ha mostrado con tanta serenidad y lucidez como Muñoz que la autenticidad vital necesita un rito de pasaje y que los ritos de pasaje consisten en romper todos los cordones umbilicales y todas las filiaciones simbólicas. La única vida posible no necesita símbolos, necesita la desnudez de la realidad —sin objetos ni sujetos—; sólo las repeticiones intensas o sólo las intenciones repetidas de una escena ausente. Y así aparece por segunda vez la alegría:

¡Hay que sacudir el polvo y hacer latir de nuevo el corazón, erguir el cuerpo y marchar por la vereda angosta pisando con firmeza, a pasos acompasados como en un desfile, alegre y seguro de mí mismo, como todo un hombre!

Aspiré la alegría de la montaña y tuve ganas de cantar, como el viento, como el bosque… ¡Libre, eterno, feliz!

Y dejé ir la voz, repitiendo muchas veces mientras marchaba a taconazos:

¡Lunes y martes y miércoles, tres!

¡Jueves y viernes y sábado, seis!

¡LUNES Y MARTES Y MIÉRCOLES, TRES!

¡JUEVES Y VIERNES Y SÁBADO, SEIS!

Le aseguro al lector de estas líneas que transcribir el final de la novela no le revela ningún misterio, ni le roba ninguna expectativa. El lector se dará cuenta, sin falta, de que la fuerza de estos párrafos viene desde el principio de la novela, y por fortuna la lectura personal es intransferible. Aquí la cita sólo tiene la función de mostrar de qué manera Muñoz acaba magistralmente su obra: al igual que Edipo, Álvaro pisa con firmeza en la tierra, pero a la inversa de él, no tiene ningún enigma que descifrar, ni le espera el lecho de su madre. Sólo tiene, en su futuro, su propia vida, y su vida comienza retomando los versos que le recitaba su ayo, el sabio Aniceto. Muñoz ha escrito un anti-Edipo y ha reescrito la fábula de Zaratustra: para crecer, para vivir auténticamente, hay que convertirse, de camello con joroba, en niño.

Bildungsroman se les llama a los relatos en los cuales el protagonista cumple esta travesía donde se realiza uno de los actos fundamentales de la vida, el pasaje del arraigo biológico y de la filiación simbólica a la conciencia absoluta de la individualidad. Esta conciencia es también el reconocimiento de la soledad como el ámbito donde puede resonar la alegría de estar vivo, solo vivo, puramente vivo.

Que este género narrativo use una palabra alemana para sus tratos con la Historia literaria no impide que en otros lenguajes se hayan descrito esos pasajes vitales con la misma seguridad.

Al pronunciar la palabra Bildungsroman en el ámbito de América Latina, se convoca la presencia singular de dos novelas: Don Segundo Sombra del argentino Ricardo Güiraldes y Los ríos profundos del peruano José María Arguedas. Dos obras admirables por la perfección de su estructura. La primera, publicada en 1926, puede parecer un claro antecedente de Se llevaron el cañón para Bachimba: en ambas, el ambiente es rural; en ambas, la narración es en primera persona; en ambas, el padre desaparece una vez cumplida su misión; en ambas, la transformación de un niño en adulto se realiza con el símbolo más mítico de un rito de pasaje: el caballo. Pero, vistas con detenimiento, se percibe que Muñoz parece haber escrito una réplica al libro de Güiraldes. No es una refutación, es una sutilísima demostración de cómo los contextos históricos y nacionales determinan el sentido de una narración y de una concepción de la vida. En la mexicana, la jornada de liberación es doble: Álvaro se transforma como persona y como individuo político, y va de lo «civilizado» al mundo de las orfandades puras en la Naturaleza de la montaña. En la argentina, en cambio, el niño se transforma en adulto adaptándose a las normas de la civilización, volviéndose «culto» y, sobre todo, un peón de hacienda, mientras el padre adoptivo (así se le nombra en la novela) simboliza la desaparición de un modo de vida libre y en simpatía con las orfandades naturales de la pampa. En ambas novelas, los protagonistas quedan enfrentados a su soledad. Sin embargo, en Muñoz, el destino está incrustado en el nombre del niño; en Güiraldes, está en el del padre. Muñoz mira hacia el futuro de la rebelión permanente; Güiraldes mira hacia el pasado, hacia la inevitable desaparición del gaucho. Al final de Se llevaron el cañón para Bachimba, el protagonista recibe su nueva vida con alegría, con una alegría pura; mientras que en Don Segundo Sombra, el hijo, al ver desaparecer a su padre en el horizonte, siente que «No sé cuántas cosas se amontonaron en mi soledad. Pero eran cosas que un hombre jamás se confiesa. Centrando mi voluntad en la ejecución de los pequeños hechos, di vuelta a mi caballo y, lentamente, me fui para las casas. Me fui, como quien se desangra».

Estos signos contrarios desaparecen cuando Se llevaron el cañón para Bachimba se proyecta en otra gran Bildungsroman latinoamericana, Los ríos profundos de José María Arguedas (1958). En ambas se encuentra esa conciencia de la soledad como un principio, como una atmósfera donde la vida respira su condición más natural, y no como una condena, ni como una conciencia trágica. La diferencia, y grande, entre estas dos novelas es que ese rito de pasaje se da, en la peruana, en la escuela (un ámbito muy común en las novelas que tratan de este tema), mientras que en la mexicana se cumple en los campos de batalla de una terrible guerra civil. Finalmente, otro rasgo distintivo de la novela de Muñoz es el cuidadoso detalle con que él expone las enseñanzas del padre simbólico. Se llevaron el cañón para Bachimba es una Bildungsroman en el sentido más puro de este término: no sólo es la descripción de un rito de pasaje, es también el seguimiento de un aprendizaje profundo, hasta el fin, hasta donde el padre simbólico termina su tarea. Sin padres, ni madre, así termina el verdadero rito de pasaje, la transformación auténtica. La madre de Álvaro murió diez años antes, y los padres se han ido dejando esa ausencia suya que será siempre el soporte fundamental de los actos del hijo.

Ni madres, ni padres… En el mundo de Se llevaron el cañón para Bachimba no hay madres. Aquí, como unos años antes (1931), en ¡Vámonos con Pancho Villa!, Rafael F. Muñoz se introduce en los imperceptibles senderos de la paternidad, dejando atrás, en el origen, la figura y la función maternas. Sus novelas no se remontan a ningún principio y, en todo caso, son los padres simbólicos —Pancho Villa en una, Marcos Ruiz en la otra— los que regresan a la Naturaleza como al lugar privilegiado de refugio. Ésta no es una matriz simbólica, es un cuerpo donde los cuerpos de los fugitivos se transfiguran y encuentran su lugar inencontrable. Marcos Ruiz sabe dónde está su sabiduría, la de un hijo de la sierra: «Conozco cada montaña y cada vereda; conozco cada mina. Si algún día los federales llegan a venir por aquí, me sumerjo en la profundidad de la tierra y nadie se atreverá a ir a buscarme». Lo mismo dice Villa a su manera en la segunda parte de la primera novela de Muñoz: ni los carrancistas, ni los miles de soldados norteamericanos de la Expedición Punitiva logran encontrarlo, a pesar de que él, herido, está a unos cuantos pasos de sus campamentos. No es que la sierra proteja a Villa o a Ruiz, es que Villa y Ruiz son la sierra, la sierra de Chihuahua.

Ni símbolo, ni origen, la Naturaleza es la pareja de la Historia. No se reduce a ser la «escena» donde se desarrollan los hechos; su condición de ubicuidad determina las diversas estrategias vitales, sociales, bélicas; y también, y sobre todo, las interpreta, les provee su sentido último.

Se ha dicho que en Se llevaron el cañón para Bachimba, la Naturaleza tiene una presencia más notable que en ¡Vámonos con Pancho Villa! y se ha querido incluirla en una larga tradición de la novela latinoamericana donde se despliegan una dicotomía y hasta un maniqueísmo insalvables: civilización/Naturaleza; que tenían, en los años cuarenta, una vigencia todavía muy sólida, aunque anacrónica.

Ése fue y es un juicio crítico muy basto e ignorante tanto de la narrativa latinoamericana como de las profundas diferencias en las reflexiones sobre la Naturaleza.

Desde principios del siglo XIX, asimilando la visión neoclásica, el romanticismo latinoamericano opuso la civilización a la barbarie «natural», al mismo tiempo que sostenía la creencia en la armonía universal. El principio del poema narrativo «La cautiva» del argentino Esteban Echeverría es un modelo de esa actitud: su visión edénica de la pampa se ve de pronto interrumpida por el paso de los indios, los cuales, al desaparecer, permiten que se restablezca el equilibrio perfecto del paisaje. Posteriormente, en «El matadero», el mismo Echeverría opondría esa barbarie «natural» al proyecto civilizador.

La dualidad civilización/barbarie que Sarmiento convirtió en paradigma no sólo político sino mental para la historia argentina fue también un eje temático en la narrativa latinoamericana.

En 1879, cuando parecía que la fuerza de esa dualidad se agotaba, un novelista ecuatoriano, Juan León Mera, renovó sus fundamentos al publicar Cumandá. Aquí reaparecen todos los lugares comunes del primer romanticismo, en una expresión aún más esquemática que en la de Sarmiento. La reaparición de la Naturaleza sublime, del buen salvaje, de la misión civilizadora de los jesuitas parecen revelar un deseo secreto de la narrativa latinoamericana de empezar desde el principio, como si no hubiera pasado medio siglo desde la publicación de Xicoténcatl (de autor anónimo).

Lo que distingue a esta corriente narrativa y de pensamiento sobre la Naturaleza es su confianza en la existencia de una armonía universal, de un orden interno y de un propósito definido en el mecanismo del mundo. El proceso civilizador es una prolongación de este equilibrio y de esta perfección supuestamente naturales. En el otro lado de la cerca, está la barbarie a la que se le aplicaría el adjetivo «natural» por un malentendido. Los indios, los gauchos, los negros —todos los perturbadores del proyecto providencial de la Historia— son una degeneración de la Naturaleza, productos anómalos de un mecanismo que no se quiere comprender.

Esta corriente narrativa y reflexiva continuó su desarrollo a través del Modernismo, pero en particular del antecedente y procedente de Darío, gracias a las indecisiones y ambigüedades de éste, como se percibe en Los de abajo (1915-1916) de Mariano Azuela. En esta novela, la Naturaleza se mantiene a una distancia inocente de la Historia, sin ningún sentido crítico, como un mero paisaje idílico, ambiental, decorativo, y transcrita en un torpe estilo modernista.

En 1929 apareció Doña Bárbara del venezolano Rómulo Gallegos, que, como Cumandá, era un regreso anacrónico, no a los principios del romanticismo, pero sí a los postulados de Sarmiento. En los años 40, el burdo simbolismo de esta novela era elogiado con un énfasis que pretendía ocultar la desesperación de la crítica por alcanzar una buena conciencia literaria, si no política.

Esta corriente no ha muerto. Quizás esté demasiado arraigada —bajo diferentes disfraces— la fe en un orden que, dadas las catástrofes históricas del siglo XX, sólo puede garantizar la Naturaleza. Y es de prever que, con los nuevos rostros devastados del mundo natural, esta visión tendrá muy pronto que reconocer su agotamiento.

Mientras las expresiones narrativas de esta corriente se fueron degradando en intentos cada vez menos convincentes de la sinceridad de esa fe, una corriente poética, en la frontera del vanguardismo, a mediados de los años 40, se propuso renovar esta esperanza en la Naturaleza armónica y, sobre todo, acogedora del sentido humano. El representante más explícito e importante de esta empresa fue Octavio Paz. Sin embargo, la fe de éste en las correspondencias secretas de una armonía natural no perduró en su poesía, aunque sí en su pensamiento teórico.

Ya para fines del siglo XIX, la corriente dominante que oponía la civilización a la barbarie «natural», y que al mismo tiempo, de manera paradójica, quería creer en la existencia de una armonía universal, se había fracturado. Una obra clave fue Sin rumbo (1885) del argentino Eugenio Cambaceres, donde aparece el fracaso de los proyectos civilizadores y de progreso basados en la domesticación de la pampa, que era el gran plan de Sarmiento y de la misma generación del 80 argentino a la que pertenecía el novelista. Y en ese fracaso, también iba comprendida la convicción de que la armonía de la Naturaleza era sólo un autoengaño, una proyección de las ilusiones románticas de orden y de equilibrio. Con Cambaceres, la narrativa se dispone a enfrentar un mundo entregado a la voluntad del azar y una Historia sin metas providenciales.

Después de Sin rumbo, el mejor ejemplo de esta conciencia trágica del mundo sin sentido previo, sin desarrollo armónico, es la novela del colombiano José Asunción Silva, De sobremesa. Esta obra y poemas como «La respuesta de la tierra» son testimonios de la lucidez con la que el colombiano se enfrentó y describió las falsas ilusiones del Romanticismo y del Simbolismo; y, en general, de toda la empresa idealista del siglo XIX. Su suicidio privó a la literatura latinoamericana de muchos mundos poéticos y narrativos de inusitada osadía.

Dos años después de la publicación de Los de abajo, aparecieron los Cuentos de amor, de locuray de muerte de Horacio Quiroga y en ellos se renueva con deslumbramiento la narrativa de Eugenio Cambaceres y de José Asunción Silva. Además, a partir de Quiroga, la narrativa más perenne de América Latina se define por una trabazón de narración e Historia y por la plena autoconciencia narrativa que estaba ya en los grandes fundadores latinoamericanos como Echeverría, Sarmiento y, sobre todo, Ricardo Palma. Si éste no contribuyó a la visión de una Naturaleza entregada al azar, sí fue decisivo en la configuración de una narrativa donde narrativa e Historia forman nudos indestructibles, y donde se despliega, con una maestría singular, esa libertad creativa y formativa que se logra con la autoconciencia narrativa, es decir, con aquellas marcas que nos indican a los lectores que la narración se sabe narración a cada momento de su desarrollo.

En los intersticios del Modernismo y la Vanguardia, y transformando principios de ambas corrientes, Horacio Quiroga fue quizás el escritor más sólido que empezó a vislumbrar la posible superación de la dicotomía entre el dualismo civilización/barbarie y el desarrollo histórico concreto; y quien así renovó la importancia crítica de unir la narración con la reflexión sobre el acto mismo de narrar.

«El Decálogo del perfecto cuentista» fue una propuesta decisiva para ese género y para toda la narrativa en todo el siglo XX. La consideración del cuento como un objeto no sólo narrativo sino auto-conciente de su narratividad fue uno de los principios más importantes recuperados por Quiroga. Herederas suyas serán muchas intuiciones fructíferas para la novela y la narración en general que despuntaron a fines de los años 20 y principios de los 30. Entre ellas, el concepto de lo real maravilloso de Alejo Carpentier; la fusión de lo mítico e histórico desde una perspectiva única de conocimiento de Miguel Ángel Asturias; y la dispersión del discurso y la mirada de la Historia en diferentes perspectivas cuya legitimidad provenía no de una sanción centralizada por el Estado, la Sociedad, la Literatura, sino de un ejercicio de la intensidad vital. Esta última solución fue la de algunos novelistas de esa entidad desgraciadamente llamada «Novela de la Revolución Mexicana».

Por mala fortuna o por condiciones históricas adversas o por imposiciones de un discurso crítico de pensamiento muy holgazán y débil, o por todo esto junto (y algo más, tal vez), se ha creado ese compartimento absurdo y dañino llamado «Novela de la Revolución Mexicana». En algún momento, esa clasificación pudo servir para «salvar» o «rescatar» obras que de otra manera hubieran terminado en el total olvido. Pero es dudoso que ese beneficio fuera mayor que el maleficio que hizo caer sobre muchos de esos textos. Algunos lograron superar el enclaustramiento perezoso del «género», como La sombra del caudillo de Martín Luis Guzmán, pero otras, como las de Muñoz o las de Nellie Campobello, han quedado encerradas en ese circuito que sólo las recupera como síntomas de una época, y no les reconoce su valor como discursos narrativos de repercusiones que van más allá de ser meros «testimonios» de acontecimientos de la Revolución Mexicana o de la lucha villista, orozquista, maderista o zapatista… Todavía se siguen editando con la etiqueta que parecen necesitar para tener alguna aspiración de legitimidad y se siguen comentando siempre —incluso por críticos supuestamente heterodoxos— por separado. Nunca se incorporan, como novelas, al curso general de la literatura mexicana, siempre aparecen «aparte».

Y lo peor de todo es que ni encerradas en esos estrechos límites de ser «síntomas» de ciertos grupos o caudillos, se les ha ofrecido a estos textos la posibilidad de manifestar su original manera de percibir la Historia, de reflexionar sobre los acontecimientos históricos, de narrar los comportamientos más extremos y esperados de la guerra. Ni siquiera se les otorga la calidad de ser verdaderos testimonios, no para la elaboración de alguna cronología revolucionaria, no para la ilustración de algún hecho desconocido, sino para la incursión en una de las necesidades más vitales: comprender la posición existencial de los participantes en los hechos históricos. En ese sentido, algunas novelas de la Revolución Mexicana son una fuente ineludible, no de datos, sino de posiciones, de perspectivas, de interpretaciones. Son, en un sentido global, un verdadero discurso hermenéutico; el único que hasta la fecha se ha escrito en nuestro país no sólo sobre la Revolución, sino sobre la rebeldía popular, sobre la insurrección, la insurrección a secas.

Nadie en México ha escrito páginas más lúcidas y rigurosas sobre la violencia, sobre la muerte, sobre la rebeldía, sobre la fidelidad, sobre el caudillismo, sobre el nacionalismo, sobre la pertenencia regional, sobre la nostalgia, sobre el dolor, sobre el sentido de la Historia, sobre la posición de los hechos en la Historia que Nellie Campobello, Rafael F. Muñoz, Ramón Puente, Martín Luis Guzmán, Mariano Azuela… Nadie como ellos ha propuesto tantos valores como ejes de la vida popular e histórica en México. Ninguna página de nuestros ilustres hermeneutas o ensayistas o historiadores se acerca siquiera a la profundidad y la virtualidad de tantas imágenes que contienen los libros de esos «novelistas de la Revolución».

Para acceder a su literal originalidad se debe sacarlos de ese cajón polvoriento e inútil del género en donde los han colocado esas buenas intenciones que con el tiempo se han convertido en gestos esterilizadores, y colocarlos en el contexto general de la literatura mexicana y latinoamericana. Las novelas de Muñoz y los libros de Campobello tienen más parentesco con las novelas de Carpentier y de Asturias que con Los de abajo o La sombra del caudillo, para sólo hablar de posibles correspondencias entre novelas memorables.

Campobello y Guzmán tuvieron relaciones personales muy estrechas, compartieron muchas empresas culturales, se ayudaron mutuamente en su labor artística (gracias a Campobello, Guzmán tuvo acceso a un manuscrito que le permitió a éste escribir casi la primera mitad de Las memorias de Pancho Villa). No obstante, sus obras no pueden ser más disímiles. Excepto por algunos temas, no hay entre ellas ningún rasgo afín. E incluso si confrontamos los temas comunes, qué distancia más enorme hay entre la visión compleja, profunda, conmovedora del villismo en Campobello y la imagen acartonada que da Guzmán de Villa en Las memorias… con un estilo ampuloso, anacrónico, hueco y casi ilegible.

Se debe, después, rescatar la solidez de sus interpretaciones de los gestos vitales e históricos. La muerte como un acto afirmativo, no pasivo; la fidelidad como una disposición externa de la coherencia íntima de la vida; la fatalidad como el reconocimiento de la inocencia intrínseca de la Naturaleza y como la asunción lúcida de un mundo sin madres, ni padres; la violencia como la negación que no destruye la otredad, que reafirma paradójicamente la impenetrabilidad del Otro; la nostalgia como el único puente vivo que insiste en revertir la unidimensionalidad del tiempo hacia el futuro; el dolor como la aceptación generosa de la inexistencia de fronteras en un mundo de puras superficies y la alegría como el refugio inalcanzable, para los otros, de la autonomía del devenir; la Historia (la Historia vivida) como el revés del presente donde el acontecimiento se recuerda a sí mismo en el momento de suceder; el acontecimiento mismo como la negación de la realidad a asumir la dialéctica sujeto-objeto; la fuga como una estrategia de sobrevivencia y también de perdurabilidad de los principios vitales; la rebeldía como descentramiento de los poderes indiferenciadores del Estado, de la Sociedad.

Todos estos son valores que se rescatan en las novelas de «la Revolución Mexicana». Lo más importante: se rescatan narrativamente. Porque lo menos relevante de muchas novelas es su información o su divulgación ideológica. Las ideas villistas, las ideas zapatistas, las ideas maderistas aparecen como imposiciones postizas a una realidad que no necesita de objetivaciones políticas. En Los de abajo como en Se llevaron el cañón para Bachimba se dice lo mismo sobre los «propósitos», sobre los «soportes» ideológicos de la lucha: no importan. El destacamento del general Marcos Ruiz, cuando se exalta con la presencia de Orozco y se dispone a pelear, no encuentra ningún argumento ideológico para la lucha. La única justificación asumida es que van a pelear por el hecho puro y simple de ser orozquistas, de ser, como ellos se llaman a sí mismos, colorados. Nada más.

Para los críticos ideologizantes, concienzudos, estatistas, virtuosos, historificadores, sensatos o para los comentaristas conservadores enemigos de toda alteración popular del orden, este hecho descalifica la rebeldía como «gratuita», y descalifica a los mismos rebeldes como luchadores sin razones «de peso». No saben por qué pelean, no saben los motivos de su rebelión. La autodenominada coherencia ideológica se puede erigir en juez de esta insensatez, y sólo salvará de ella los resultados estructurales, los efectos generales, las consecuencias macro sociales o económicas. Lo demás, la lucha en sus detalles decisivos, se deja para la evasión o para el olvido de lo anecdótico o para la curiosidad ir relevante.

Sin embargo, las narraciones de Rafael F. Muñoz insisten en afirmar que la vivencia de la lucha es una experiencia de múltiples dimensiones, de infinitos sentidos, de irrecuperables sensaciones, de momentos que forman nudos en la realidad y se resisten a la traducción ideológica. En ¡Vámonos con Pancho Villa! y en Se llevaron el cañón para Bachimba, Muñoz muestra que la Historia sin la narración es un lector que se cree sabio aunque sólo lee las páginas nones de la realidad. A ella se le podría aplicar la máxima con la que Martí inició «Nuestra América»: «Cree el aldeano vanidoso que el mundo entero es su aldea». Muñoz también muestra que la narración sin la Historia es un balbuceo infantil ante la incomprensible e infatigable tendencia de los hechos a entregarse al caos.

Narrar hechos con Historia o hacer Historia contada no garantiza que se produzca la trabazón indisoluble de narración e Historia. Un elemento indispensable es el gesto de la auto-conciencia narrativa, no a la manera de comentario teórico sino como parte de la misma trama narrativa. Otro elemento fundamental es la presencia de la Historia no como un dato cronológico (fecha, referencia «objetiva» a algún hecho «histórico»), sino como una postura del tiempo que determine la estructura de la narración: la Historia como fuerza secreta, la Historia como potencia moduladora de la visión, de los objetos, de los hechos narrados. La Historia como gemela de la Naturaleza.

En Se llevaron el cañón para Bachimba la Naturaleza es reconocida con su doble rostro: armonía localizada, excepcional, de este mundo incrustada en una totalidad caótica. Ya Esteban Echeverría, desde mediados del siglo XIX, sospechaba la existencia de ese doble rostro, pero era más fuerte en él el deseo de una existencia exclusiva de la armonía universal. En Muñoz, ese doble rostro de la Naturaleza es una evidencia de la realidad. Se asume a la Naturaleza como un equilibrio producido por el mero azar y como un azar universal que tiene el poder y la alegría de crear sus propias dispersiones. La Naturaleza no se niega, nunca se entrega a un proceso dialéctico: su condición última de azar es la afirmación pura.

Son constantes las referencias en la novela a esa doble imagen: un desorden que encuentra su reconciliación en el punto extremo del espacio, la tierra en el cielo, los puntos inmediatos en la línea del horizonte, los hombres convertidos en objetos naturales, las ideas transformadas en instancias materiales: «Iba mal por ese camino. Arrojé el puñado de ideas podridas y el arenal las absorbió».

Y quizás la presencia más inquietante de la dualidad se encuentra en ese capítulo deslumbrante de la batalla de Santa Cruz de Neira, donde el mezquital aparece dos veces: primero es atravesado a caballo por la tropa siguiendo el capricho laberíntico, el sinsentido de las veredas, y luego es contemplado desde el tren, contemplado y apreciado en su magnífica inocencia: «Lo había creído agresivo y es humilde. El mezquite resucita. Es eterno como las rocas; es variable como las ondas que el viento hace en las dunas. Como es libre, como es alegre, como nada le preocupa, ni le detiene, como no posee nada, ni quiere nada, allá se va el mezquite correteando por el llano, como un muchacho travieso que persigue la puesta de sol».

Esta imagen anticipa el final de la novela, pero en este momento su función decisiva es introducir una perspectiva fundamental para Muñoz: en la Naturaleza, cuando comprendemos su doble rostro, encontramos el camino para alcanzar la verdadera libertad.

La comparación final con «un muchacho travieso» no llega a constituirse en un símbolo, porque ese muchacho es Álvaro, quien al final asumirá la alegría con su propia libertad. El mezquital no simboliza a Álvaro Abasolo; ni éste al mezquital: los dos pueden mirarse con su propia individualidad, sin temor a perder la solidez, la tangibilidad de sus cualidades. No hay distancia simbólica porque las dos alegrías son reales y las dos libertades son absolutas.

Eterna y variable, armónica y caótica, ésas son las características finales de la Naturaleza, de donde surgen la alegría y la libertad. Y de donde, sin tener que dar siquiera un paso, se topan con la Historia, para no separarse más. Entre las dos visiones del mezquital se desarrolla la batalla de Santa Cruz de Neira, en la que, antes de Rellano y de Bachimba, Abasolo el Colorado, y no «Alvarito», como se lo advierte a Marcos Ruiz, accede a la madurez guerrera.

La batalla de Santa Cruz de Neira se presenta como un acontecimiento pobre estratégicamente; pero la resistencia de los federales sitiados poco a poco va haciendo que los orozquistas consideren la toma del pueblo como un fin por sí mismo. No importa ya si vale o no la pena en términos militares; lo único importante es la batalla en sí, incluso sabiendo que los resultados pueden ser desastrosos. El destacamento orozquista pide refuerzos y sólo recibe a cambio, enviado por el mando superior, un tren vacío, con la consigna perentoria de Marcos Ruiz: «Regresen inmediatamente en este tren con los federales que hayan quedado vivos». Entonces, el sacrificio se vuelve una certidumbre para el destacamento orozquista. Pero, cuando están a punto de dar el asalto que consideran suicida, los orozquistas reciben la sorpresa del rendimiento de los federales, quienes creen que el tren ha llegado con refuerzos del enemigo. La batalla como ataque y la batalla como resistencia es un signo vacío de contenido. No tiene ninguna trascendencia más allá de cumplirse en sí misma, como experiencia pura. Y, contra la opinión de los sensatos, en esa condición reside su valor singular de mostrar cómo en la guerra los enemigos terminan reconociéndose en esa entidad indestructible que es el Otro, siempre y cuando ni uno de ellos decida ejercer una violencia aniquiladora y nihilista que destruya la humanidad del enemigo.

La narración de Se llevaron el cañón para Bachimba es un universo encerrado en sí mismo, no como mundo, sino como acontecimiento narrado. Como en el caso de toda gran obra artística, esta autonomía formal es la que le permite trascender las fronteras del «arte» para convertirse en una perspectiva sobre el mundo, sobre la Historia, sobre la vida.

Los elementos que configuran esa condición autosuficiente de mundo narrativo son la trabazón indisoluble de narración e Historia, y la conciencia narrativa con la cual las grandes obras nos muestran el dominio que tienen de sí mismas y, sobre todo, la conexión que mantienen con el mundo real, externo, inmediato.

El nudo de la narración y la Historia nunca está ausente en las grandes obras de ficción, incluso cuando no son «históricas». Toda narración memorable parte de ese punto donde los hechos narrados han encontrado las tendencias más secretas de la Historia de su momento, ahí donde los acontecimientos y las descripciones se identifican con ese movimiento. Se llevaron el cañón para Bachimba, como se verá, no necesariamente ilumina la rebelión orozquista como hecho histórico que ocurrió —si se reduce a las batallas más importantes— de febrero-marzo a agosto de 1912. Su conexión narrativa con la Historia se da más profundamente: en la perspectiva de la rebelión pura, orozquista o no.

Este nudo de narración e Historia no aparece separado de la otra condición, de la autoconciencia narrativa. Y es la trabazón de estos elementos uno de los recursos más sabios y felices del novelista.

Al principio, Muñoz intenta justamente unir la autoconciencia narrativa a los hechos consignados por la Historia, a la «historicidad» de la novela. Su proyecto secreto es demostrar que la Historia, como manifestación de hechos memorables y fechables y nombrables, no necesariamente se conecta con la narratividad. De esa manera, cuando la novela quiere utilizar esa figura exterior, pero decisiva, que es Pascual Orozco, el nudo se deshace. Aunque Orozco aparece entre la tropa y es exaltado como jefe de la rebelión, su liderazgo es indeciso, su estrategia guerrera es poco clara, y su presencia se vuelve opaca cuando sus seguidores más la necesitan. La fuerza de la rebelión y el movimiento de la Historia no residen en el líder como persona, ni siquiera en el lugar que ocupa el líder. La verdadera fuerza que mueve a los rebeldes es otra, es la paternidad simbólica, que no se encuentra en un lugar superior, sino contiguo, horizontal, de tal manera que todos pueden ser padres simbólicos de todos, sin distinción de jerarquía.

Marcos Ruiz le pregunta a Álvaro el Colorado:

—Si por casualidad salieras bien de ésta, ¿entrarías en otra?

Tuve que ser sincero.

—Contigo sí, Marcos.

Entonces fue él quien no contestó nada.

En estas cuatro líneas, Muñoz ofrece una lección singular de maestría narrativa, de penetración psicológica y de sabiduría histórica usando frases equívocas, usando espejismos semánticos.

«Tuve que ser sincero» anuncia una negación y nos entrega una declaración de amor. «Entonces fue él quien no contestó nada» es una frase que nos remonta a una escena anterior, en la que Álvaro no contestó una pregunta de Marcos sobre Pedro Crespo; y además, en este momento, es una declaración formalmente engañosa, porque Álvaro Abasolo sí le da una respuesta a Marcos Ruiz; pero no a la pregunta que éste le hace.

El adolescente no contesta porque su respuesta no se dirige a la posibilidad de otra rebelión orozquista; y, a su vez, Marcos Ruiz no responde porque se da cuenta que acaba de nacerle un hijo, y para siempre. Ninguna palabra puede sustituir el hecho contundente que está dispuesto a llevar a Álvaro Abasolo hasta el otro lado del pasaje, llevarlo hasta ese punto tan frágil, tan huidizo —y del que nadie, ni nada ofrece ninguna garantía de que pueda ser conseguido— de la conciencia plena de sí mismo. Marcos Ruiz —padre memorable de la literatura— sabe que a partir de ese momento todos sus actos son para construir un puente que él nunca cruzará, del que se tiene que ausentar a medida que lo construye. Ese puente es para Alvarito, el niño que rompió la figura de la ley, la última figura que quedaba en pie en la casa paterna, no para simbolizar su adhesión a una causa ilegal, sino para aceptar que el proceso del pasaje, que el camino hacia la plenitud de sí mismo no tiene reglas fijas, no tiene leyes ni naturales, ni sociales. Desde ese momento en que derriba la estatua de la ley, Álvaro Abasolo sabe que ha roto definitivamente con su padre biológico y que le espera otra orfandad, la de su padre simbólico, el que ha ocupado la casa y le ofrece la posibilidad de llevarlo a las puertas de su destino.

Pero la trabazón en la novela entre la narración, la Historia y la autoconciencia narrativa es más profunda aún, y con recursos de una admirable sutileza.

A punto de abandonar definitivamente su casa, Álvaro, «queriendo ser como ellos», como los rebeldes, derriba a puntapiés «una columna sobre la que había pasado muchos años, con un libro abierto en una mano y con espadón de bronce en la otra, una figura de mujer que simbolizaba a la ley».

Cualquier sospecha de que este gesto significa la afirmación de una actitud ilegal desde un punto de vista político se desvanece muy pronto de dos maneras: la más directa es el sueño en el cual el presidente Madero le dice al narrador: «Confío en la lealtad del general Álvaro Abasolo». En esta imagen se realiza una transformación, por decirlo así, cruzada: el narrador ocupa el lugar de Marcos Ruiz, y quizás el de Orozco, y en esa posición de mando es reconocido como leal por aquel contra el cual se realiza, aparentemente, la rebelión orozquista. Pero no se le retira la legitimidad a la rebelión, porque ésta, en sí misma, no tiene directamente a Madero como objeto. Es una rebelión para corregir agravios, no para destituir a una persona. Y es en ese punto donde Muñoz ejerce su mayor sabiduría narrativa.

Sin embargo, el hecho más importante es la lectura en voz alta que hace Álvaro de un retrato de Pascual Orozco. La semblanza termina así: «Pascual Orozco es un carácter entero, viril, recto; un carácter fundido en los bronces de la dignidad, de la probidad, de la sinceridad. Tiene algo del Pedro Crespo calderoniano. Es un Pedro Crespo joven, acometivo, zahareño».

Al término de la lectura, Marcos Ruiz pregunta:

—Oye, Alvarito, ¿quién es ese Pedro Crespo? ¿Y qué quiere decir «zahareño»?

Como yo tampoco lo sabía, dejé las preguntas sin contestar.

Y como la novela está escrita en primera persona, los lectores que tampoco sepan quién es Pedro Crespo tendrán que esperar alguna intervención del autor para colocar al narrador —a Álvaro— en circunstancia de conocer la identidad de ese nombre. Esa circunstancia —me adelanto a la lectura— nunca aparece. El narrador no sólo ignorará hasta el final ese dato; el autor deliberadamente deja al lector sin ninguna solución (a menos que éste sea un conocedor de la obra de Calderón de la Barca). Y aún más, poco después de la lectura en voz alta, el narrador todavía usará el nombre como una consigna de lucha: «Los colorados habremos de ser siempre acometivos y zahareños como Pedro Crespo».

En su expresión más inmediata, la frase reconfirma la opinión de que los rebeldes orozquistas (y por sinécdoque, todos los revolucionarios populares) no sabían por qué luchaban; peor aún, se apoyaban incluso en consignas cuyo contenido ignoraban; y convocaban personajes cuya identidad desconocían.

La ignorancia de Abasolo y el silencio de Muñoz tienen, no obstante, una ironía devastadora de todas esas críticas. Pedro Crespo es el alcalde de Zalamea, el rebelde que quiere y exige una retribución de su honor perdido. En la literatura clásica no hay rebeldía individual más legítima que la del alcalde (otra, que la iguala, es una rebeldía colectiva, la de Fuenteovejuna).

De tal manera que, en su ignorancia, Álvaro Abasolo no se equivoca, y más aún, gracias a su ignorancia y a su no equivocación, demuestra que su rebeldía es todavía más legítima porque responde, obedece, a las fuerzas más secretas de la Historia. La aparente sin razón es sólo el modo que tiene la fuerza histórica de manifestarse en el comportamiento de los seres humanos más desposeídos, más humillados, más despojados. La única garantía de estar escuchando bien esa fuerza secreta y subterránea es poseer corporal y vitalmente la disposición de arriesgar hasta la vida por el resarcimiento de una ofensa. Y parece ser que la garantía de esa disposición está en proporción directa de la irracionalidad misma de la respuesta: entre más gratuita, entre más ignorante, más legítima es la disposición. La rebelión es una expresión de la «Historia» y de las condiciones sociales; pero la rebelión quiere ser también un gran acontecimiento ceremonial que crea sus propias causas. Ahí, en las causas creadas, ante efectos realizados, la novela encuentra el movimiento histórico.

Por supuesto, la Historia no se opondrá a ser escuchada de esa manera; como tampoco se opondrá a que esa disposición tenga más probabilidades de acabar en el fracaso en términos de las posibles finalidades políticas, sociales y, en este caso, hasta guerreras incluidas en la rebelión. Sin embargo, la rebelión, en sí misma, es, como la batalla de Santa Cruz de Neira, su propia justificación. En ella se construyen y se destruyen símbolos, experiencias puras, destinos, fatalidades donde los actos y el tiempo de los hombres se manifiestan, para cada actor de la Historia, en toda su plenitud y en todo su sentido.

Para casi todos los métodos históricos estos actos y este tiempo —esta plenitud y este sentido— son irrecuperables, y hasta indeseables. Para los grandes narradores, es lo único deseable.

Muñoz introduce la referencia a Pedro Crespo para acabar la perfección de su novela con una imperfección, mejor dicho, con una abertura que conecta la coherencia absoluta de la estructura de la novela a su exterior, a la realidad. No son referencias a contenidos «reales»; son rupturas en la superficie de la ficción, son fisuras mínimas, son puntos casi invisibles, pero decisivos. Por ellos, la realidad pura (no la referencial) se introduce en la narración; por ellos, se deja ver el tiempo real que sigue transcurriendo en el momento de la escritura o de la lectura de la novela; en ellos aparecen personas totalmente ajenas al texto pero que están ahí, presentes, en el espacio de su escritura o de su lectura. Es la flexión infinitesimal donde la verosimilitud acoge a la realidad y la realidad sanciona lo verosímil.

Unos de los mejores ejemplos de esos puntos, de esas fisuras en una narración de forma autónoma perfecta aparecen en Crónica de una muerte anunciada. Pocas obras en el siglo XX tienen su coherencia interna; pocas tienen su perfección estructural, y muy pocas también tienen su sabiduría. Narrada por el autor-personaje-cronista en pasado, en un pasado donde aparecen no sólo los hechos, sino las declaraciones posteriores de personajes entrevistados por el autor-narrador, la novela se sostiene en un meticuloso y complejo entramado de actos paralelos y cruzados, contrapuestos y complementarios. El tejido de la narración de los hechos junto con la recopilación posterior de testimonios refuerza la autonomía formal de la obra. Muy pocas narraciones del siglo XX tienen la maestría de ésta en la demostración de un hecho fundamental: hay cosas en el mundo que no son para ser vistas, ni oídas; hay cosas en el mundo que sólo pueden ser narradas. Y en esa demostración, García Márquez no olvida que la corroboración paradójica de la autonomía formal de la obra necesita de esas fisuras donde la realidad paralela a su escritura y su lectura haga su aparición. Son dos momentos, dos momentos casi instantáneos en los cuales el pasado de la narración emerge y se transforma, como un milagro, en el presente. Es el presente de la narración y de la escritura del texto, es el presente del mundo entero donde la obra es un acontecimiento minúsculo pero suficiente. Es el presente donde, de pronto, por detrás de la voz totalizadora del cronista, aparece la presencia de su esposa. La primera aparición es cuando se habla de la madre de Ángela Vicario: «Purísima del Carmen, su madre, había sido maestra de escuela hasta que se casó para siempre. Su aspecto manso y un tanto afligido disimulaba muy bien el rigor de su carácter. “Parecía una monja”, recuerda Mercedes. Se consagró con tal espíritu de sacrificio a la atención del esposo y a la crianza de los hijos, que a uno se le olvidaba a veces que seguía existiendo». En la segunda aparición el narrador está hablando de Flora Miguel, la novia de Santiago Nasar: «Era una versión corriente que la familia entera dormía hasta las doce por orden de Nahir Miguel, el varón sabio de la comunidad. “Por eso Flora Miguel, que ya no se cocinaba en dos aguas, se mantenía como una rosa”, dice Mercedes. La verdad es que dejaban la casa cerrada hasta muy tarde, como tantas otras, pero eran gentes tempraneras y laboriosas».

Muñoz, años antes que García Márquez, hizo lo mismo con su referencia a Pedro Crespo. Además de ser una forma indirecta de afirmar la fuerza de la Historia, esta alusión a un personaje calderoniano ignorado por los protagonistas de la novela, por el hecho mismo de que permanece como ignorado, indica magistralmente que Muñoz abre el tejido de la narración hacia un elemento totalmente ajeno a ella y que permanecerá siempre como exterior. Saber la identidad de Pedro Crespo no es una labor que los personajes estén interesados en emprender; en todo caso, le corresponde al lector, y no como cualquier lector de una obra donde muchas cosas pueden ser desconocidas, sino como verdadero participante en el tejido de la narración, ya que sólo sabiendo la identidad de Pedro Crespo se podrá saber o entender o compartir la fuerza que mueve a los personajes en la novela. Ellos ignoran la identidad de Pedro Crespo; pero no la necesitan porque la viven. Los lectores sólo podemos aspirar a saberla, para acercarnos lo más posible a entender cómo otros la vivieron.

Finalmente, el cañón. Finalmente, digo, tal vez por cansancio. Por el cansancio que da saber que es imposible alcanzar en un comentario, por largo que sea, la velocidad y la totalidad de la coherencia de una novela como ésta. Bastará esperar que estas reflexiones puedan acompañar, sin estorbar, al lector o al relector de Se llevaron el cañón para Bachimba, en el placer de todos los descubrimientos que le esperan. Se podría seguir infinitamente: recorrer con serenidad ese espacio privilegiado en el que Álvaro y Marcos se hablan de tú; perderse en la descripción de la primera batalla de Rellano que ganaron los rebeldes enviando una máquina loca cargada de dinamita hasta el centro del campamento federal (los otros dos enfrentamientos decisivos de la rebelión, ambos derrotas de Orozco, la segunda batalla de Rellano y Bachimba, están significativamente narrados con rasgos muy impresionistas y escuetos).

Terminemos con el cañón, de presencia inaugural en el título, ya que empezamos con la alegría, que es el tema final de la novela. Terminemos con el cañón, que, no obstante su presencia dominante en el título, tiene una ausencia en el cuerpo de la novela más que simbólica, definitiva.

Y al leer el título es imposible evitar el recuerdo de Horacio Quiroga en el principio de ese cuento magistral: «El hombre muerto».

Dice así: «El hombre y su machete acababan de limpiar la quinta calle del bananal».

Como lo recordaba Cirilo Villaverde a mediados del siglo XIX, las categorías gramaticales son inventos estériles de académicos con falta de imaginación y sobre todo con falta de ejercicio lingüístico. El tiempo no sólo está en los verbos, la sustancia no sólo en los sustantivos, ni las cualidades exclusivamente en los adjetivos… ni sólo los verbos expresan acciones o estados; ni las conexiones sintácticas les pertenecen a las conjunciones; ni los modos a los adverbios… Para colmo, como autoridad de semejantes disparates, de semejante represión de la libertad del lenguaje, de sus modos secretos de transformación, no sólo están las gramáticas y las clases de lengua, también están los ubicuos diccionarios.

Afortunadamente, todo gran escritor nos descubre los poderes secretos del lenguaje porque sabe que es una facultad viva, no una lista de palabras. No hay necesidad de extenderse en esto. Basta releer la primera frase de «El hombre muerto»: «El hombre y su machete acababan de limpiar la quinta calle del bananal».

El uso del artículo determinado «el» en el inicio y en el contexto general del cuento indica que este artículo está en tiempo pasado. Los artículos también son verbos o los verbos también aparecen en forma de artículos. «El hombre» no es un «un hombre», ni «este hombre», es el hombre de una historia que ya comenzó desde hace mucho tiempo y que el cuento ha decidido relatar sólo en su último momento. El artículo determinado tiene también la función de colocar al personaje en una categoría específica: no es un especimen cualquiera del género humano (Un hombre), ni es un ejemplar concreto e inmediato (Este hombre). «El hombre» es un personaje sin nombre, pero ese nombre sólo nos serviría a nosotros, y desviaría la atención de algo más importante: el hombre que va a morir es «el hombre» porque él se conoce a sí mismo, porque él sabe quién es, y eso es lo único importante, ya que en el momento de la muerte sólo le importa precisamente eso: que él y sólo él, el hombre, es el que va a morir, y no su esposa, no sus hijos, no el caballo que lo ve tendido y sólo quiere costear el bananal, sin importarle, sin entender que su amo está a punto de morir. «El hombre» tiene un pasado, que no conocemos, y que es irrelevante, para nosotros, pero no para él.

Lo mismo sucede con «el cañón», sin que importe que sea un objeto que «se llevaron» a Bachimba. Carente o no de voluntad, el cañón tiene su propia Historia; una Historia que sólo él, como el hombre de Quiroga, conoce.

Alguna diferencia debe haber entre un hombre que muere y un cañón que batalla: aquél puede «pensar» en su vida, éste lanza proyectiles. Pero desde el punto de vista del acontecimiento puro, extremo; desde la perspectiva del juego vital son mayores las similitudes que las diferencias.

Para los combatientes, tanto aliados como enemigos; para la escena intransferible de la batalla donde el único juez es el destino, el cañón es el más grande que posee el ejército federal y merece el nombre de «El niño». Con la ironía o con el cariño de este bautizo, los soldados reconocían que el cañón tenía su propia Historia, que sólo él conocía, aunque no pudiera contársela a nadie. De la misma manera que «el hombre» no puede contar la suya, porque ya es demasiado tarde.

Pero Muñoz sabía también que ese bautizo era la expresión profunda e inconsciente de una fuerza histórica: en la guerra de Independencia, hubo otro cañón llamado «El niño». Fue la pieza de artillería que Peter Elias Bean fundió para Morelos y que dedicó al hijo de éste, Juan Nepomuceno Almonte.

En una forma de discreción absoluta, Muñoz finalmente despliega su sabiduría de escritor al describir la batalla de Bachimba. Pocos como él han sabido demostrar, narrando, que las palabras no sólo tienen sentido, no sólo son actos, también son encrucijadas internas de los acontecimientos, también son rostros secretos del azar. Son, en una perspectiva radicalmente antiplatónica, Ideas, que no surgen de una esencia inmutable, sino de la vida de los seres humanos. Así, en la rebelión orozquista, tal y como él la narra, interviene una de las bendiciones y desesperanzas del lenguaje: su polisemia. En la historia de Bachimba, la última batalla importante de la rebelión, ocurrida el 3 y el 4 de julio de 1912, la polisemia aparece con toda su fuerza decisiva.

El cañón, como arma de artillería, decidió la batalla a favor de los federales: «… si los federales nos hubieran atacado como la primera vez /…/ si hubiéramos tenido que comprender que ellos eran más valientes y más decididos, nos resignaríamos con la derrota. ¡Pero que sin acercarse nunca a tiro de fusil, sin exponerse a nuestro fuego, nos derrotaran nada más porque tienen unos tubos de acero que matan desde muy lejos!».

Aunque esta cita se refiere a la segunda batalla de Rellano, en el texto actúa como puente para describir la siguiente, la última, la decisiva, la de Bachimba.

En ésta, a «El Niño», cañón de los federales, los orozquistas sólo supieron oponer el arma de la geografía tratando de usar la disposición estratégica del cañón de Bachimba: «Nos encaramamos en dos cerros tan altos que se ve a treinta kilómetros de distancia. Pero en medio de ellos pasa la vía del ferrocarril, con curvas de arroyo. Ni un árbol, ni una vereda, ni fieras hambrientas. Desierto de basalto y arena, solamente; eso es el cañón de Bachimba».

Y en este sorprendente entramado alrededor de la polisemia de una palabra, Muñoz introduce (y reitera) la idea clave de su novela, de sus novelas. En todo conflicto humano, personal o social o masivo o violento o mortal, los dos enemigos afirman la legitimidad de su posición en la medida en que también afirman la otredad del enemigo, y la respetan. Los enemigos tienen una raíz común, así como los dos sentidos de la palabra cañón tienen un significante común. La oposición en este caso de los sentidos solo refuerza la tesis de Muñoz de que el sentido de «arma» no puede eliminar al sentido «geográfico», ni viceversa, uno depende del otro porque los dos tienen la misma raíz.

Las guerras bárbaras no son las que emprenden los bárbaros. Las guerras bárbaras son las de aquellos que quieren vencer no sólo matando al enemigo sino también eliminándolo como ser humano, borrando su calidad de otro.

En la primera Guerra Mundial, los altos mandos —de ambos lados del conflicto— buscaban la guerra bárbara; pero los soldados en las trincheras siempre respetaron al enemigo mortal y a muerte como otro, como una otredad inviolable y soberana. En la segunda Guerra Mundial, la barbarie nazi empezó cuando a los judíos, los esencialmente otros que eran parte inherente de su sociedad, por una cobardía disfrazada de ideología, les quitaron no sólo su ciudadanía, sino su otredad, su soberana e irreductible alteridad.

Y ése es el mensaje último que le deja, sin énfasis, sin retórica, Marcos Ruiz a Álvaro Abasolo: la lucha continuará, mientras no haya justicia, la lucha continuará. Las rebeliones no tendrán fin, pero no para eliminar al otro, nunca para acabar con la humanidad del enemigo.

Como conclusión, cada niño está en diferente lado de la polisemia. El arma de artillería consumó su rito de pasaje con una victoria; Álvaro, el joven guerrero de los Colorados, con una derrota, atrapado en el cañón de Bachimba. A partir de allí, cada uno seguiría su propia historia.

Así, regresa todo al principio, porque en la novela de Muñoz, como en un gran poema lírico y épico, todo rima y todo transcurre con un ritmo perfecto. Ése es el sentido crítico de la parábola que en las noches le contaba el criado Aniceto a Alvarito. Un jorobado va al bosque y se encuentra con unas brujas que cantan: Lunes y martes y miércoles tres, y él agrega, espontáneamente: Jueves y viernes y sábado seis. A las brujas les encanta el nuevo verso del jorobado y en agradecimiento le quitan la joroba, que dejan colgada de un árbol. Cuando regresa al pueblo sin la deformación, otro jorobado le pregunta cómo lo logró y él le cuenta su historia. El segundo jorobado decide que a él también le corresponde la generosidad de las brujas y se va al bosque. Cuando oye que éstas cantan: «¡Lunes y martes y miércoles, tres; jueves y viernes y sábado, seis!», él grita: «¡Y domingo siete!». Las brujas se ponen furiosas de que les hayan descompuesto su hermoso dístico y en castigo le imponen al segundo jorobado la joroba del primero.

Todo es cuestión de ritmo y de rima. El verso agregado del primer jorobado rimaba con el de las brujas duplicando al mismo tiempo su ritmo perfecto de endecasílabo: en ambos versos las dos palabras finales son una esdrújula y una aguda. El segundo jorobado, en cambio, rompe la rima, rompe el metro y ofrece un verso literalmente cojo.

El «Y domingo siete» introduce un encadenamiento racional, una consecuencia «lógica», ordinal: si lunes y martes y miércoles son tres, domingo es, por supuesto, siete. Pero el hallazgo del primer jorobado no había sido continuar la secuencia numérica de los días de la semana; sino introducir una presencia cardinal que no era un número, sino una correspondencia secreta, interna al desenlace del tiempo: jueves y viernes y sábado seis importan porque no existe el cuatro, ni el cinco, sino el número que rima y que cierra la cadena de los días. A las brujas no les interesa la cuenta completa, aunque la semana se quede con un día menos.

Y ahí, desde el principio, desde que Aniceto le cantaba al niño Alvarito el dístico de las brujas, ahí estaba el destino de la transformación. Cuando Álvaro Abasolo, al final de la novela, canta el estribillo, está celebrando, como el personaje del cuento, la pérdida de la joroba, así como el camello de Zaratustra pierde la suya para convertirse en niño. Álvaro se ha transformado en niño, no en el niño que fue, sino en el niño que era virtual desde la infancia: el que se identifica, abriéndose a la alegría del mundo, volviéndose eterno, libre, feliz, con la inocencia del mundo. Y la inocencia del mundo significa que, después de perder a los padres, biológicos y simbólicos, después de volverse huérfano, puede asumir con plenitud que no hay orfandad, porque su nuevo hogar nunca tuvo padres. Somos niños de principio a fin; y camellos por debilidad, por miedo, por imposición. El verdadero destino es vivir sin joroba.

Silver Spring, septiembre de 2006