Carneros

Todavía el sol estaba a flote cuando el perfil del llano se alegró con un pueblito: una iglesia que parecía estar pastoreando cuarenta o cincuenta casitas agrupadas a su alrededor. Habíamos hecho una jornada dura, porque después del paso del río avanzamos al trote casi sin detenernos. Marcos dijo:

—Vamos a descansar ahí desde temprano, para salir mañana con el sol.

Y desviamos ligeramente la ruta, arrastrados por el imán del poblado. Como estábamos envueltos en cansancio, atravesamos, sin querer rodearlo, un plantío de maíz que comenzaba a verdear; no sé cómo quedaría después de nuestro ultraje.

Alcanzamos a unos labriegos que iban arreando dos yuntas de bueyes.

—Voy a preguntarles qué pueblo es ése —dije a Marcos.

—No —contestó—, nunca preguntes nada a nadie; ni siquiera el camino, si estás perdido. Hay que dar siempre la impresión de que uno sabe por dónde anda.

Pasamos junto a ellos sin hablarles. Los hombres levantaron la cabeza, pero los bueyes, con las pesadas coyundas agobiando sus testas, para vemos pasar movieron solamente sus lánguidos ojos amarillos. Encontramos unas rodadas de carro que se desenrollaban hacia el pueblo y nos dejamos guiar por ellas.

A un lado del camino, nacía de la tierra un hombre de ancho sombrero, erecto, que recargaba sus brazos en un bastón muy alto. En torno a él, un centenar de borregas, blancas como piedras dé cal, sobresalían de un matorral de medio metro de alto. En todo el día habíamos comido solamente pinole con agua. Y la carne de carnero, ensartada en una daga y puesta a asar…

Muchos debemos de haber roído el mismo pensamiento. Aguirre, el jefe del Estado Mayor, y dos o tres soldados se desprendieron de la columna y trotaron hacia el pastor. Los caballos lo ocultaron a nuestra vista. Oímos voces fuertes sin comprender las palabras. Luego, dos o tres disparos. Los jinetes rodearon la borregada, desenrollaron sus lazos y haciéndolos girar verticalmente, comenzaron a arrearla en dirección al pueblo. Los cameros corrieron esquivando las matas. Y ya no vi al hombre del bastón largo; solamente un matorral de medio metro de alto.

El pueblo era muy pequeño: casitas de campesinos, cada una con su corralito cercado con ramas espinosas de mezquite; una placita con doce o quince árboles de troeno; la iglesia que habíamos visto a distancia, de una sola torre, rodeada por una barda de adobe encalada de blanco.

—Vamos a tener que dormir al sereno —afirmó Aguirre.

—La iglesia parece ser bastante grande —insinuó alguno de los oficiales que venían atrás de mí.

Estaba cerrado el portón; una vuelta que dimos al templo nos convenció de que no tenía otra entrada.

—¿Dónde está el cura?

—No hay —dijeron los vecinos—; pasa por aquí una vez cada semana, dice la misa y cierra la puerta. Antes nos dejaba la llave, pero el domingo pasado, que supo que había bola otra vez, dijo que era mejor que él se la llevara…

—Pues mi general, usted dispone lo que se hace.

Marcos levantó los hombros.

—¡Hay tan poco lugar! —contestó—. Váyanse ustedes acomodando mientras yo veo dónde dejo la demás gente.

—Señor —clamaron los vecinos—, ¡que no vayan a meter los caballos!

—Bueno, ¡no metan los caballos! Al fin que no cabría ni la décima parte de los hombres.

Abrieron la puerta a culatazos. Algunos, al principio, descubrieron sus cabezas al entrar. Después, todos, andábamos con el sombrero encasquetado como cuando nos miraba el sol desde arriba. Cuando oscureció, encendimos algunas velas de los altares.

Fuera, en el atrio y en la plaza, se alzaron grandes fogatas: cincuenta soldados estaban asando otros tantos carneros. En los árboles del atrio estaban amarrados nuestros caballos, a los que les habían echado gruesos atos de tallos secos de maíz. Marcos regresó después de haber señalado a todos los soldados su lugar para pasar la noche y parejas de ellos se fueron a repartir la carne olorosa a grasa quemada. Cenamos espléndidamente: camero y agua. Después, habiendo revisado los puestos de los centinelas, nos fuimos a dormir en la sacristía.

En la oscuridad de la mente hundida en el sueño, pude distinguir a Aniceto, con los brazos cruzados, inmóvil, cubierto con un ancho sombrero, apoyándose en un bastón muy largo y rodeado de piedras calizas que se movían entre el mezquital.