Palabras

Cuando cesaron los gritos, porque una mano levantada indicó silencio, los jefes que estaban pie a tierra formaron un pequeño círculo. Alguien, a quien no veíamos, habló: «El nombre de Pascual Orozco, el primer guerrero, el más audaz, el que tuvo la grandeza de afrontar todo peligro, sacrificándose en aras de la patria, se convirtió en símbolo del insurgente, en el tipo del mexicano épico que sabe combatir por la libertad y por la patria.

»La revolución ha sido traicionada, pero sus hazañas, sus hecatombes, sus enseñanzas, no serán estériles; ella quedó arraigada en el corazón del pueblo, ha fructificado en nuevos sacrificios, y nuevamente se lanzan los hijos de Chihuahua a la pelea en que mueren sus hermanos.

»El momento está justificado ante la historia.

»El nombre de Pascual Orozco seguirá siendo el del primer insurgente. Por lo tanto, celosos de su honor, damos a usted el mando supremo de nuestras fuerzas y lo aclamamos como General en Jefe del Ejército Libertador».

Otra vez se levantaron los gritos, y el aire formó con ellos un remolino. Tocaron los clarines y ondearon banderas tricolores. Orozco no dijo nada; volvió a saludar con el sombrero, montó a caballo y emprendimos todos tras él la caminada a la ciudad. Entramos en ella taladrando una inundación de músicas, tañidos de campanas, voces, explosiones de cohetes, rumor de millares de caballos martilleando con sus cascos el pavimento de las avenidas.

Me pareció entonces que la revolución era hermosa: música, caras alegres, banderas brillantes volteando en el viento, brillo de armas, entusiasmo de hombres, impaciencias de caballos jóvenes.

A Orozco lo vi pasar junto a mí, muy cerca, cuando le formaron valla para que entrara en el Palacio de Gobierno. Me pareció que no tenía piel en la cara, de tan marcados que se veían los huesos; apretaba las mandíbulas una contra otra; al andar a caballo, su larga figura parecía desplomarse, laxa, falta de impulso, porque adelantaba el vientre y sumía el pecho como un enfermo. Sus ojos, casi inmóviles, daban la impresión del vacío.

No me gustó el hombre. Si otros tenían motivo para entusiasmarse a su vista, yo no sentí ninguno. Faltaba en él ese efluvio misterioso del jefe que arrastraba; el brillo, el calor, la fascinación de la llama. Por eso fue que mientras los demás exclamaban «Viva Orozco», yo, incrédulo, grité:

—¡Viva el Ejército Libertador!

Entre este grito y mi primer alarido habían pasado en tropel muchas ideas que yo no comprendía sino confusamente. «La revolución, arraigada en el corazón del pueblo…, las enseñanzas…, las hecatombes…, nuevos sacrificios…, la lucha en que mueren los hermanos…»

—¡Viva el Ejército Libertador!

Hasta que enronquecí.