La Revolución
Apenas las ruedas de la locomotora que nos arrastraba fuera de Parral habían dado dos vueltas, cuando alguien se acercó a nuestro carro, el último, y arrojó al interior un paquete de papeles impresos; conocimos los periódicos de la ciudad de México, que nos caían después de un rodeo en parábolas por los Estados Unidos, y nos echamos a deshacer el paquete con manos impacientes, tomando cada uno un ejemplar. Buscamos en las páginas con ojos inquietos, y atropelladamente, conforme las íbamos leyendo, gritábamos las noticias:
—Aquí dice que la columna del general González Salas salió de Torreón el día dieciocho de marzo. Vienen con él los generales Joaquín Téllez y Fernando Trucy Aubert, y el coronel Aureliano Blanquet, con el Veintinueve Batallón…
—Noticia vieja; éste dice que llegaron el diecinueve a Bermejillo, caminando por tierra la caballería de Téllez.
—Y el veinte avanzaron catorce leguas por el desierto de arena.
—El veintidós, el tren de reparaciones anunció con cinco silbidos que había enemigos al frente.
—Lee eso…; lee eso…
Todos dejamos caer nuestros ejemplares y atendimos a la lectura que Aguirre hacía lentamente, como si no quisiera que una sola palabra saliera del carro sin que todos la hubiéramos oído. Era la versión enemiga de un «combate breve» contra unos «rebeldes» que aparecieron al flanco derecho de la columna. Una caballería salió a su encuentro y los cañones les hacen varios disparos. Los «rebeldes» se van; unas chispas de las locomotoras incendian el matorral, donde hay muchos heridos orozquistas caídos durante el encuentro. Y la caballería de Téllez recoge bajo las panzas de sus caballos a los «oficiales rebeldes» Ramón Cruz y Félix Hernández…
Marcos saltó:
—Yo creí que habían caído muertos.
—«Ramón Cruz estaba herido en la clavícula derecha; la chaqueta de Félix Hernández, en la que brillaban las tres espigas doradas de capitán, estaba manchada de sangre…».
Lejos ya de la ciudad, el tren se balanceaba velozmente sobre la vía; en las curvas, el silbato arrojaba vapor azul y sonido agudo. Cerros cubiertos de matorral compacto pasaban frente a las puertas abiertas de nuestro carro. Dentro, todos nosotros, en silencio espeso de angustia, esperábamos cada palabra.
—«A todas las preguntas que se les hicieron sobre la posición y efectivos de sus tropas, contestaron con sonrisas desdeñosas. Nada se supo a través de ellos. Considerándolos estorbos en la columna, la superioridad ordenó que fueran fusilados, y cinco minutos después, ambos cayeron perforados por las balas. El jefe Cruz recibió en la cara todos los proyectiles, y por eso, cuando ambos cadáveres fueron colgados de los postes más próximos, una mano piadosa cubrió la cara de Cruz con un pañuelo…».
Marcos no soportó más; la mezcla de su cólera y de su angustia hizo explosión. Apretaba las quijadas, y apretaba los puños, se dilataban sus ojos húmedos, enrojeció su cara como si toda la sangre quisiera salir a través de la piel. Se puso en pie y fue hacia la puerta, a recibir aire. Todos los demás seguimos en silencio. Alguno se pasó la mano por los ojos, otro tosió. Marcos nos daba la espalda, como si no quisiera que en su cara viéramos la ira y el dolor.
—Nunca pensé que nos mataran así. ¡Cinco minutos! Luego, en exhibición, colgando de los postes… Y aquellas manos «piadosas» que le cubren la cara… ¡Horrible! Hombres de una misma patria, matándose así, como bestias…
Me acerqué a él, dejándole caer, suavemente, mi mano en el hombre. Sin volver la cara, me habló:
—¿Ves? Tú, que has unido tu suerte a la nuestra, sin saber por qué andamos aquí… Ése será tu fin: colgado de un poste, con la cara destrozada por los proyectiles…
Hablaba como llorando, ocultándome su cara. Su voz apagada se perdía casi en el coro de chirridos de las ruedas, las cadenas, las maderas.
—El mayor Adolfo Ramírez, el de Cruz de Neira, tiene en Chihuahua la ciudad por cárcel, bajo su palabra de honor. Félix Hernández oscila como péndulo de un poste, dando la hora de la muerte.
¿Félix Hernández? ¿Félix Hernández? ¿Qué recuerdo tenía yo de él? ¿Qué recuerdo?… ¡Ah! Su voz, su voz alegre y juvenil, que en la marcha por las arenas blancas del norte de Rellano, decía: «Tiene dos años…, le gusta tomar la pistola de mi funda…, nos apunta…, se ríe…». ¡Un niño! ¡Un hijo!
Otro largo rato callados, viendo las montañas lejanas hundir su perfil en las nubes oscuras de tormenta, viendo cómo se encoge el matorral, y la tierra enrojece y brilla bajo el sol.
—Eso ya no tiene remedio, Marcos. Vengaremos a Ramón y a Félix Hernández. Al federal que capturemos nosotros, lo fusilaremos en cinco minutos.
—Pero no estamos peleando por venganza, Alvarito. La revolución es algo más, algo tan grande, que nos exhibe a los hombres en toda nuestra insignificancia: es la inconformidad del pueblo con su miseria. Cuatrocientos años trabajando para recibir en pago el hambre que lo enerva, que lo debilita, que lo agota. El hambre, una punta de hierro hundida en el vientre. Las generaciones nacen y mueren con hambre, sin haberse sentido hartas nunca. Hasta que se arrancan del vientre aquel hierro, que en sus manos se convierte en arma para luchar contra su enemigo. Eso es la revolución.
—¿El presidente Madero no es revolucionario?
—Sí, lo es, y nosotros, sus contrarios, lo somos también. Pero queremos llegar al mismo lugar por caminos distintos. Madero, Orozco. Nombres nada más. Nosotros no debemos personificar las ideas, porque el pueblo se aleja más fácilmente de los hombres que de las tendencias. No es preciso que sea Orozco el que triunfe sobre Madero, ni Madero el que se imponga sobre Orozco; es preciso que sea el pueblo el que triunfe, a pesar de los errores, de las pasiones, de las locuras, de la ceguera de sangre, de los odios… y a pesar de los hombres. De estos hombres que estamos divididos en dos grupos: los que ayudan y los que estorban. Que nos serene y que nos consuele la seguridad de que podemos ayudar todavía, después de haber ayudado un poco…
Se calmó. Volvió hacia nosotros su cara de cartón, dura y pálida. Se sentó de nuevo. Y después de un rato, Aguirre siguió leyendo:
—«El veinticuatro de marzo, los rebeldes estaban atrincherados en los cerros de Rellano…».