Cruz de Neira
Al reanudar la marcha nos encontramos con que la hostilidad del monte se iba desvaneciendo; era como si el frío de las estrellas lo hubiera diluido. Los mezquites se encogían y se dispersaban; ya podíamos ver sobre ellos, ya podíamos cabalgar entre ellos sin necesidad de ir enfundados en un camino de metro y medio de ancho. A veces pasábamos al lado de planos donde no había un solo arbusto; eran parcelas de las que emanaba el olor tibio de la hoja de maíz. Luego, árboles muy altos, dormidos en una sola pata, como las gallinas, roncaron muy levemente a nuestro paso. Todos íbamos cautelosos, con más temor que del enemigo de la orden dicha a cada uno al salir del abra:
—Al que haga un ruido que nos descubra, se lo devuelvo con la pistola. Hay que acercarse al pueblo lo más posible, extendernos alrededor y luego, a una señal de tres disparos seguiditos, entrar todos por las callejuelas echando tiros aunque no veamos a nadie.
Más tarde, en el camino, Armendáriz agregó:
—Nos juntamos frente a la iglesia. Después salimos por distintos rumbos, aunque sin alejarnos mucho, para poder capturar a los «pelones» que hayan salido a pie.
Todo parecía previsto; al amanecer ya podíamos acostarnos a dormir un rato, dejando unos cuantos centinelas para que vigilaran a los prisioneros, encerrados en algún lugar seguro, quizá la iglesia misma. Y antes del mediodía emprenderíamos el regreso para dar parte a Marcos antes de que se acostara.
Así, creyendo interpretar el porvenir por medio de los matices del silencio, avanzábamos distrayéndonos con las sombras del paisaje nocturno. Todavía no se veían señales del pueblo próximo: ni masas de árboles ni la imprescindible torre de la iglesia; tampoco nos ladraban los perros.
Repentinamente, como codornices que huyeran de su lecho de pasto espantadas por el redoble de la cabalgata, se levantaron del matorral tres gritos, uno tras otro, vibraciones de una misma voz.
—¡Quién vive! ¡Quién vive! ¡Quién vive!
Y sin esperar respuestas, una bala aleteó en las capas superiores de la sombra. Algún centinela, apostado a distancia de precaución, nos había descubierto antes que nosotros a él; había lanzado los gritos de reglamento y el disparo. La sorpresa había sido, pues, para nosotros.
—¡Que me trague el infierno!
—¡Allá va, mi coronel, uno que corre!
A galope fuimos tras él: una chusma lo cercó y lo tendió a tiros. Demasiado tarde. Un canto de clarín nos indicaba a punto cierto dónde estaban los federales. Y a gritos, Armendáriz dio sus órdenes:
—¡Dispérsense! ¡Vamos a darles trancazos por todos lados! ¡Arriba los colorados!
Nos esparcimos por el plan, como un haz de leños cuando se rompen las ligaduras que le ataban, acercándonos al pueblo por varios rumbos, buscando algún vallado de piedras, alguna quebrada del terreno, alguna cascucha en ruinas, árboles, pedruscos. Dejamos la caballada atrás a cargo de unos cuantos hombres, y una vez que cada uno encontró su trinchera comenzamos a disparar.
Y de lejos, entre toques de cometa, los federales lanzaron sus balas a cruzarse con las nuestras, mas su fuego no era una granizada como la que producíamos, sino un oleaje: era un momento de silencio, luego una detonación continuada como la rodada de un carro sobre un pedregal; después otro intervalo y otra ráfaga. Principiaron a caernos sobre los hombros hojas de árbol y a los que se habían parapetado tras de piedras, riscos violentos les arañaban la cara. Los federales estaban tirando a pegar.
Ahí sí pude ver la claridad de los disparos: los soldados estaban seguramente alineados detrás de los pretiles de la iglesia y de las casas, o rodilla en tierra tras las esquinas, o tendidos de barriga a la entrada de las callejuelas: posiciones de soldado de plomo, las tres. Así era como yo me había imaginado las batallas y me sentí tranquilo. ¡Cuántas veces, desde años atrás, cuando quizá muchos de los demás «colorados», mis compañeros, aún no manejaban el rifle, yo había jugado aquel juego! Rodaba puñados de munición para derribar los muñecos, los levantaba y de nuevo los hacia caer, hasta que, cansado, los echaba a todos en una caja de cartón. La guerra se reducía, pues, a echar munición, levantar a los que cayeran, y nada más. (Hasta que nos arrojaran a nosotros también a la caja.)
Me senté en cuclillas detrás del tronco de un árbol y disparé muchas veces mi carabina hacia adelante, hacia donde veía resplandores instantáneos, como de cerillas. Mecanicé el acto hasta poder pensar en otra cosa: en que, a partir del mediodía, no había tomado sino pinole con agua. Tenía hambre, tenía sed. Tomé agua de mi cantimplora. Tenía sueño. Algún disparo lo hice mientras estiraba la piel de mis carrillos en un bostezo apretado como el mezquital que atravesamos al mediodía. A veces, a los lados, percibía sobre el suelo algo como el correr de una rata; en otras, tronaban las ramas del árbol sobre mi cabeza. ¡Munición! Aquello se iba prolongando mucho: el cañón de mi carabina estaba tibio y olía parecido al trapo quemado. Una vez más mi boca hizo elipse en un bostezo. «¡Qué ocurrencia de hacer estas cosas a la medianoche! Si no fuera por ese ruidero, yo…»
—¡Arriba los colorados! ¡Adelante, muchachos! ¡Ya están aflojando, y hay que remachárselas!
Algunos de los compañeros pasaron cerca de mí a la carrera con dirección al poblado. Yo no me levanté: estaba muy cansado para correr ni para adelante ni para atrás si se hubiera ofrecido. «Allá los alcanzo cuando pueda ir andando.» Lo que pude hacer en su ayuda fue no disparar más mi carabina. ¡En qué forma había arreciado el tiroteo! Era como si estuvieran triturando huesos en un molino de manubrio volteado a toda prisa. A cada grito de cometa contestábamos con un alarido:
—¡Arriba los colorados!
El ruido parecía que no iba a terminar nunca, tan fuerte como era. Pero, a poco rato, nuestros gritos fueron durmiéndose y los clarines no. Comenzó a deshacerse la sombra en el aire, el cielo se puso pardo y apareció entre él y yo el perfil del pueblo: un campanario que parecía salir de entre los árboles y las líneas horizontales de las casas. Agazapándose, volvieron a pasar junto a mí, ahora en sentido contrario, los «colorados» que yo había visto avanzar en dirección al pueblo. Yo me quedé tras de mi árbol, sentado en cuclillas.
Cesó el tiroteo completamente. Amaneció. Vi movimiento de cabezas en la torre y sobre las casas. A mis lados no había nadie. Atrás, sí, a mucha distancia, adonde no podían llegar balas lanzadas desde la iglesia, mis compañeros se reunían tirando de sus caballos. Y a juntarme con ellos fui, agazapándome como había visto caminar a los que se retiraron antes. Paso a paso, sin correr, porque no podía con mi cansancio.
—Muy bien, teniente Abasolo. Es usted el último que se retira.
—¿Qué pasa?
—No pudimos sorprender al enemigo, y ahora vamos a sitiarle. No teniendo él caballos, ni pensar que intente una salida: vamos, pues, a buscar posiciones desde las cuales podamos estarlo hostilizando. Y si no lo vencemos en el día, por la noche intentaremos un nuevo asalto, entrando esta vez todos por un mismo lado.
—Mi coronel —informó alguien—, nos trajimos ocho heridos y faltan cinco muchachos que parece se quedaron allá, muertos.
—¿Algún herido está grave?
—No, señor, todos son de pellejo.
De nuevo sentí hambre. Si hubiera encontrado en aquel momento al viejo que iba arreando al puerco… Ni esperanza había de que consiguiéramos para comer algo más que nuestro endulzado polvo de maíz. Menos mal que un río pasaba cerca, a un kilómetro del otro lado del pueblo. Y que un jinete partió cargado con nuestras cantimploras vacías, para traérnoslas llenas.
Armendáriz señaló las posiciones: una arboleda a la orilla del río, unas huertas, una joroba de la tierra. Cincuenta hombres deberían permanecer junto a los caballos, listos para defenderlos si los federales salían para quererlos tomar. No se me ocurrió solicitar de Armendáriz que me enviara a formar parte de esa reserva, y me pasé la mañana, ebrio de sueño, arrancando fruta verde de los árboles de una huerta. Horas y horas, los nuestros estuvieron cambiándose balas con los federales, mas ya no descargas en torrente, sino disparos aislados, enviados a buscar determinado bulto que habían visto moviéndose por las azoteas. Del grupo en que yo estaba, cinco salieron heridos en la cabeza, y como no había con qué vendarlos, les quitábamos la camisa y se la amarrábamos después de ponerles una plasta de tierra muy menuda, para que se les secara la sangre.
Teníamos órdenes de no malgastar el parque, tirando únicamente cuando viéramos un soldado; pero a falta de otra cosa que hacer, tirábamos contra la torre, contra las copas de los árboles. Yo envié diez o doce balas al pretil de la iglesia, que asomaba sobre la trinchera verde de los álamos; pero me fastidié de no saber a dónde habían ido a situarse. Temblores de balazos arreciaban de vez en cuando en otros lados: era que los nuestros intentaban avanzar a otra posición más próxima a los enemigos. Armendáriz daba vuelta y vuelta al pueblo en su caballo. Sería media jornada de sol, cuando me quedé dormido bajo una higuera.
Mi sueño no pudo variar en nada el curso de la lucha. Toda la tarde continuó la palabrería insultante de los disparos molestándonos, cansándonos en vez de excitarnos contra aquel grupo más pequeño que el nuestro y que, sin embargo, no lográbamos abatir. Al caer el sol, sus largos proyectiles luminosos venían a herirnos clavándose en nuestros ojos, mientras los pequeños y acerados de los federales pasaban más alto, haciendo ruido de pájaros entre el ramaje. Y otra vez, las láminas de plomo de la noche se fueron superponiendo.
Una orden de Armendáriz llegó hasta la huerta: la mitad de los hombres que hubiera en cada posición debía reconcentrarse en la retaguardia, en tanto que la otra mitad permanecería donde estaba, para hacer fuego únicamente en el caso de que los federales sitiados intentaran salir del pueblo.
Nos reunimos en el matorral donde la noche antes había caído muerto el centinela; todavía vi su cuerpo, con los brazos abiertos y las piernas unidas en una sola banda larga; parecía un tronco de árbol con la cruz de dos ramas muertas derribado en la tierra. Atrás de nosotros, en el pueblo y en la circunferencia que formaban los «colorados» sitiadores, había un silencio de bosque dormido; pero en las huertas, en los caminos, en las callejuelas, sobre los techos de las casas y bajo los arcos de la torre, todos velaban. La misma tranquilidad envolvía una imprecisa amenaza, la que se reconcentraba en Armendáriz e irradiaba hacia nosotros. La voz del coronel había enronquecido.
—Prepárense a atacar —ordenó—. Yo voy a guiarlos por un camino que estudié esta tarde. Pie a tierra, todos avanzaremos silenciosamente hasta que nos descubran; entonces nos vamos a la carrera y disparando para todos lados. Nadie se detenga ni se devuelva.
No aparecía aún la luna, y del ojo al suelo no se veía. Caminamos unos tras otros dando traspiés, con la carabina acostada en las dos manos. Hundimos los pies en la tierra recién revuelta por el arado, luego fuimos dando puntapiés a piedras de filosas aristas, arañándonos las piernas en las espinas del monte. La pequeña columna se encañonó por los cercados paralelos de dos huertas y pasó entre grupos de sitiadores apostados entre los árboles. Sólo los grillos chirriadores parecían estar de centinelas, porque hasta el viento se había dormido.
Pero no fue de ellos un grito de «¡Quién vive!». Ni una explosión que tras él nos salió al encuentro. Era el instante de comenzar a calentar nuestras armas con la pólvora de los cartuchos y allá fueron, a voltear por el aire, las balas zumbonas de los 30-30. Iban hacia arriba por temor a tocar a los «colorados» que marchaban delante. En cambio, los proyectiles encamisados de acero, de los máuseres, caían sobre nosotros como un tropel de caballos cerriles, azuzados por el continuo vibrar de latón de las trompetas.
—¡Adentro los colorados!
Sin ver más que el palpitar de los estallidos, corrimos hacia adelante. Se fue estrechando la garganta que nos tragaba; altas paredes formaban un canal a la avalancha de hombres y a ellas nos restregábamos, uno tras otro, levantando las carabinas para rastrillar a tiros los pretiles; a veces, tropezábamos o poníamos el pie sobre cuerpos caídos; en otras, los zapatos resbalaban sobre la piedra embadurnada como con brochazos de aceite. En una ocasión tropecé, dejé caer el Winchester y, puse las manos en una cosa parecida a miel, espesa y caliente. Tuve que frotármelas en el pantalón y secármelas con tierra para recoger mi carabina y seguir disparando. Mientras tanto, contrariando las órdenes, otros «colorados» se habían detenido recargados en las paredes, con la rodilla en tierra, dispersaban balas a toda prisa. Los ojos, excitados por el olor acre de la pólvora, comenzaron a distinguir los perfiles de las cosas; frente a nosotros estaba la torre; habíamos llegado a la orilla de un claro, como un abra cuadrada en un bosquecillo de casas. Algunos de los nuestros atravesaron la plazoleta a la carrera y poco después se oyó como el redoble de un tambor muy grande; a culatazos, tres «colorados» querían abrir la puerta que daba entrada a la torre. Pero no siguieron golpeando y no los vimos regresar.
Oí tiros sobre mi cabeza; de la azotea de la casa a la que me encontraba apoyado, disparaban hacia el lado de enfrente. Quizá dentro de pocos momentos, de la otra casa tirarían para donde yo estaba. Muchos compañeros pasaron frente a mí, corriendo hacia las afueras del pueblo.
—Vámonos, están muy duros estos «pelones»…
¡Qué rabia! Nos habían detenido otra vez…; no me levanté hasta encender todos los cartuchos que había metido en la carabina. Y me dieron ganas de aventarla para arriba, como un garrote que no sirve sino para golpear. De arriba abajo, el chorro de disparos no adelgazaba: nos fue siguiendo hasta que llegamos otra vez a las huertas y dimos un brinco sobre las piedras redondas del cercado. Ya había muchos dentro de las huertas lanzando ahora insultos en vez de balas; y cuando salió la luna, nos reunimos a la retaguardia.
—Se nos han puesto difíciles los «juanes» —rugió Armendáriz a través de los dientes apretados—. Nos ha costado como treinta hombres el asalto de esta noche y no hemos ganado terreno. Necesito uno que vaya a matacaballo hasta el general Ruiz y le diga que si nos puede ayudar mañana mismo. Uno que le explique por qué no hemos podido acabar con este negocio.
—Mi coronel, si usted desea, yo iré —ofreció una voz detrás de mí.
—¿Quién es?
—Roque… Roque Arteaga.
—Anda, pues…, pero no te vayas a quedar en el camino…
Se fue, y nosotros nos quedamos sentados en el suelo, contemplando la silueta del pueblo, nuevamente silencioso, al reflejo azulenco de la luna.
—No hay que dejarlos descansar —ordenó Armendáriz—; váyanse todos a los puestos que tenían en la tarde y tiren toda la noche, al fin, que mañana será otro día.
Así pasamos la noche, inclinando la cabeza sobre la culata de la carabina, apoyando el cañón en la rama de un árbol y esperando ver la luciérnaga de un disparo para apuntar al rumbo y contestar con otro.
Otra vez llegaron el alba y el sol, y el sueño. Los federales tampoco habían dejado de hacer fuego durante la noche, como para saber si todavía estábamos decididos a quedamos ahí.
Armendáriz pasó junto a nosotros.
—No se apuren, muchachos, que hoy acabamos con este asuntito. No debe tardar el refuerzo y entonces en cinco minutos ponemos fin a la discusión.
Se fijó en mí.
—¿Estás herido?
—¿Por qué lo imagina?
—Tienes los pantalones sucios y las manos costrudas de sangre.
En un principio no recordé mi caída en las calles del pueblo. Me palpé las piernas, pero no sentí dolor alguno. Luego, comprendí.
—No fui yo, mi coronel; esta sangre es de otro.
—Pues tuviste suerte, porque pudo ser que el otro estuviera sucio con sangre tuya…
Otra hora, y otra más después de que salió el sol. Habíamos seguido cambiando, con desgano, nuestras balas por las contrarias, indolentes, fastidiados. La jornada de la víspera debía repetirse, y quizá mañana por tercera vez. Nadie hablaba; el mismo Armendáriz, viéndonos silenciosos, pasaba de largo sin atreverse a decirnos algunas palabras de ánimo que nos hubieran sonado a insulto. Hasta que, poco antes del mediodía, oímos un grito largo que parecía venir de muy lejos, algo como un mugido, pero menos animal, más mecánico; menos modulado, más uniforme. Armendáriz, que estaba sentado en el suelo, en una sombra de manzano silvestre, dio un brinco para caer sobre la silla del caballo.
Nos levantó a todos con un ademán y echamos carrera tras él. El mugido se iba acercando, se metalizaba cada vez más: era una locomotora que venía rodando sobre la vía.
A tres kilómetros del pueblo estaba una estación de ferrocarril, una casa de cal y canto con un rótulo que decía «Baca». No había restos de madera en las puertas, ni en las ventanas, sino huecos nada más, y unas pinceladas de humo en rayos hacia arriba. Allí, junto a la casa en ruinas, nos aglomeramos a ver acercarse, al compás de campanadas lentas, el tren que traía los refuerzos solicitados de Marcos.
Pasó la máquina frente a nosotros; desde sus pequeñas ventanillas, dos hombres de traje azul, sucios de aceite, nos hicieron saludos con las manos enguantadas. Después fueron desfilando carros vacíos, uno tras otro, como jacales encadenados, tan despacio, que por las puertas abiertas podíamos ver, primero hacia el fondo, luego hacia el frente, que no había nadie ni nada: ni un hombre, ni una caja de parque, ni un arma. Pasaron cinco, seis, ocho carros frente a nosotros, como si el maquinista quisiera mostrarnos todo el vacío de su tren; y sólo lo detuvo, cuidadosamente, sin hacer rechinar mucho los frenos al frotar contra las ruedas, cuando la parte posterior del último carro quedó frente a Armendáriz, inmovilizado por la sorpresa.
Sobre las tablas mal unidas del vagón final, había unas cuantas palabras escritas con yeso; todos las leímos, pero nadie se atrevió a pronunciarlas. Ahí estaban las letras claramente trazadas por el antiguo maestro de escuela en Ciudad Guerrero, diciendo una orden concisa, que era un reproche al mismo tiempo.
Yeso sobre tablas, hablaba así: «Regresen inmediatamente en este tren con los federales que hayan quedado vivos». Abajo, una línea horizontal que se ensancha de derecha a izquierda: la rúbrica de Marcos Ruiz. No hubo necesidad de la firma, ni de iniciales, ni la había de la rúbrica siquiera; todos conocimos al jefe, que parecía emerger de la mancha blanca de la escritura.
—Muy bien —mumuró Armendáriz, y dirigiéndose a un oficial—; dile al maquinista que ahorita venimos.
Lo vimos montar sobre su caballo, y montamos; lo vimos revisar su pistola y su rifle, completando las cargas, y cargamos los nuestros; lo vimos emprender el galope rumbo al pueblo, y galopamos tras él. No dio orden alguna, pero todos comprendimos que aquélla era la marcha definitiva. Teníamos que regresar al tren, los que quedáramos vivos de nosotros, con los federales que quedaran en pie.
Galopamos por el llano envueltos en la capa blanca de nuestra polvareda. Nos acercábamos al pueblo de Santa Cruz de Neira, que nos miraba con el ojo único de su torre. Al vernos acercar, nuestros compañeros, los que habían esperado en las posiciones de sitio nuestro regreso con los refuerzos, dejaron partir, como asustadas, las balas que tenían calentando en las carabinas.
Nosotros estábamos lejos del pueblo todavía, a un kilómetro quizá, pero sentimos ya esa corrosión interior de un principio de combate. Íbamos listos a terminar de una vez; a no retroceder, sino a dominar; debíamos arrojar al suelo, para que la remolieran las patas de nuestros caballos, la sensación de inferioridad ante el soldado federal, que era la que nos había mantenido agobiados y temerosos.
La distancia se acortó, se dividió en dos. Ya podía llegar hasta nosotros el vuelo de un proyectil, mas llegó solamente una frase pronunciada por el clarín, unas palabras moduladas por la garganta de latón, que nosotros no entendimos, una tonada que no habíamos oído nunca. Y notamos que nuestros «colorados» sitiadores suspendían el fuego.
Armendáriz levantó la diestra y todos nuestros jinetes se detuvieron. Él se adelantó, seguido por cuatro o cinco oficiales. Llegábamos a trescientos metros de la iglesia cuando vimos, atravesando una cortina de árboles, a un hombre que llevaba un jirón de tela blanquecina levantado sobre su cabeza. Nos acercamos a él; lo primero que se distinguió de su cara fueron los largos bigotes de guías horizontales; su uniforme, de dril color de tierra, y su quepis azul oscuro franjeado de oro, nos anunciaron al jefe de los federales. En su espada, mantenida en vertical, llevaba ensartado un trapo de forma rara, quizá un paño de sol.
Dijo:
—Soy el mayor Adolfo Ramírez, jefe de esta columna. En vista de la fatiga de mis soldados y la carencia de parque, vengo a capitular, comprendiendo que nos es imposible resistir por más tiempo, sobre todo ahora que ustedes acaban de recibir refuerzos. Solicito únicamente que se respete la vida de mis soldados.
—Y la de usted también, mayor —respondió Armendáriz amablemente—; admiramos a usted y a sus soldados por la resistencia que nos han hecho, y declaramos que su rendición no puede ser motivo de afrenta.
Se pusieron de acuerdo: los federales debían salir de cuatro en línea, entregar sus rifles y parque y marchar rumbo a la estación de ferrocarril a ocupar los techos de los vagones del tren en espera. Así lo hicieron. Fueron pasando frente a nosotros, de cuatro en cuatro, hombres pequeños, de rostros oscuros enmascarados de tierra, de ojos opacos, de bocas secas, de manos costrudas como troncos. Colocaban sus rifles en tierra, arrojaban despectivamente las cartucheras casi vacías y se alejaban como habían venido, de cuatro en fondo, sumergiéndose en el polvo que, como paño de sol, flotaba tras otra fila de hombres. Ni siquiera volvían los ojos para mirarnos; estoy seguro de que no nos contaron. Iban indiferentes, marcando el paso como en un desfile.
Y al ver pasar los últimos cuatro hombres, de ciento veinte, todos mudos, todos impávidos, cuando el mayor Ramírez dijo a nuestro jefe: «Estoy a sus órdenes», y aquél contestó: «Vámonos»; cuando seguimos, al paso de nuestros caballos, su marcha recta y uniforme, comprendimos que no los habíamos vencido; que nuestra rivalidad quedaba en pie; más vigorizada, más profunda.
No podíamos quedar satisfechos de haber recogido sus armas aceptando su capitulación; no éramos nosotros quienes habíamos decidido la lucha, sino unos silbidos de vapor, una locomotora que llegó, un tren vacío.