Sueño

Álamos y Baca despertaron. Oscurecía. Encendimos una vela y jugamos a las cartas. Bajamos a cenar. Regresé al carro y me quedé dormido.

Al igual que a Marcos Ruiz y, sin duda, como a todos los demás hombres de la columna orozquista, aquella inactividad me había desesperado, llenándome de aburrimiento. La mente fue propicia a la pesadilla: un hombre con plumas blancas en la cabeza salía de cada mezquite del llano, y entre ellos, viejos de ojos grises arreaban cerdos amarrados de las patas. Sentí que no podría correr porque una gran fuerza me inmovilizaba las piernas. Los emplumados se me acercaron, me envolvieron, me cubrieron, me aplastaron. A través de la masa que formaron en torno a mí, apenas pudieron cruzar, opacos, ojerosos, como enfermos, silbidos de locomotoras. «Lunes y martes y miércoles, tres.» El presidente Madero tendió su diestra en horizontal y me señaló con el dedo índice: «Confio en la lealtad del general Álvaro Abasolo». Oí carreras sobre un tablado, voces de precipitación, chirridos de ruedas que protestan como las gallinas cuando les retuercen el cuello, el mezquital se estrechó cada vez más hasta que solamente yo podía ir por el camino. «No metan los caballos en el templo.» Unos caballos con ruedas negras leyendo periódicos. Al paso de la cabalgata, rayos de luna chuecos y espinosos se levantaban del arenal. La cantimplora de Marcos estaba llena siempre; tuve sed y me ahogó el torrente. «El general Zapata ataca Cuernavaca.» Ocho trenes al galope por el llano, granadas que estallan quedándose fijas en el aire como pequeños soles…, círculos azules que giran como si fueran perseguidos, cadenas de luz que se entrecruzan, confusión, avalancha, catarata, precipicio… Aire fresco. Luz.

La mañana.

—Abasolo, vaya a buscar su caballo, que nada más hasta aquí nos arrastran.

La neblina se fue, los ojos quedaron enrojecidos. Al ponerme en pie rápidamente, me tambaleo un poco, como si hubiera bebido.

—Muy bien, mi general, voy a ensillar en este momento.

Brinqué del carro. Las vías paralelas que ayer servían de peanas a los otros trenes, se habían sumergido en la arena; la estación del tejado rojizo se fue con la noche. Nuestro tren parecía haber encallado en un mar de tierra blanca.

—Como usted no despertaba, mandé que le ensillaran el caballo. Ahí lo tiene.

—Perdóneme, mi general, hacía muchas noches que no dormía bien.