Prisioneros
Durante la marcha de tres horas, Marcos no había dejado salir de su boca una palabra. Daba sus órdenes con movimientos de cabeza, respondía a las preguntas con miradas. Caído en la silla de montar, hundido el pecho, sueltos los brazos, flojas las piernas sobre los largos estribos, era el abandono mismo, hecho jinete. Me trajo a la mente el recuerdo de Pascual Orozco.
—Marcos —le pregunté—. ¿Qué tienes?
Me miró; luego volvió la vista hacia una sucesión de cerros que a nuestra derecha se alargaban como una manada de burros en marcha; y me volvió a mirar, haciendo un movimiento de cabeza para arriba, como si me interrogara. Apretaba las quijadas una contra otra y cerraba los labios, como si tuviera dentro de la boca algo que no quisiera dejar escapar. Una bocanada de angustia, quizá.
Yo también ingerí un trago de silencio; comprendí por qué esa mañana los preparativos para emprender la marcha habían sido lentos como una carreta; por qué, en lugar de marchar por el antiguo camino real, habíamos hecho una travesía en ángulo hasta la vía férrea, acercándonos a la sierra en donde había acampado la noche antes Pancho Villa con sus doscientos hombres.
Y como Marcos me miraba, le contesté, también con los ojos:
—Tienes razón en estar inquieto: Alatorre debió haber llegado al cañón a las tres de la mañana. Si le fue bien, esperaría hasta que saliera el sol para ver los efectos de su ataque; supongamos que hubiera montado de nuevo a las ocho…; son las once y media y, a pesar de que nos hemos acercado, no llega…
Habíamos pasado sobre el espinazo del ferrocarril y bajo el cuarteto vibrante de cuerdas del telégrafo; en algunas curvas, los rieles se habían, fugado de la paralela y los alambres descansaban en tierra, dispersando en la arena su caudal de señales transmitidas en redoble. Y marchábamos a la voluntad de los caballos que dejaban caer, con lentitud de gotas, sus pezuñas en la tierra.
Repentinamente, sin que nadie le preguntara, Marcos nos dijo a los oficiales, como si se tratara de darnos una explicación:
—Si yo hubiera desviado toda la columna detrás de Villa y me estuviera persiguiéndole todo el día, probablemente no podría cumplir la orden de pernoctar hoy en Camargo.
—Es cierto.
—Y puse a las órdenes de Alatorre más gente que la que traía el otro amigo.
—También.
—No podía hacer otra cosa.
Las palabras de Marcos abrían la puerta de su pensamiento, que era: «Acabaron con los nuestros».
—¿Quién trae la hora?
—Las doce y cuarto.
—Haremos un alto de quince minutos.
Alineados a lo largo del terraplén de la vía, desmontamos. Apretada en nuestras manos una punta de la reata que colgaba del cuello del caballo, volcamos el torrente de miradas hacia la sierra que aprisionaba en sus barrancas y entre sus cantiles el secreto de las horas que precedieron al alba. Pero el rebaño de cerros no tuvo para nosotros el menor indicio. Y montamos de nuevo.
Marcos había cambiado: ya no trataba de contener nada en sus quijadas anchas y sus labios pálidos. Todo cuanto tenía de cólera, de desesperación, de odio quizá, lo lanzó, y fue terrible lo que dijo. Ya no miraba siquiera hacia el cañón de Santa Rosalía.
—¡Ahora! Adelante y al galope. Ya hemos perdido mucho tiempo esperando a ésos.
Corrimos de nuevo por el llano, que había dejado de ser yermo; grandes álamos abanicaban sus hojas verdi-plata a la orilla de los charcos de agua, cada vez más próximos unos de otros, formados a la orilla del broquel de las norias. Veíanse casitas de adobe a través de los ramajes, bueyes solitarios, bandadas de pájaros. A veces pasaba a distancia un guayín, de toldo blanco, que un par de mulas arrastraba por los surcos de un camino. El viento traía, como hojas sueltas, ladridos y también un perfume fresco de agua que corre.
—¡General! ¡General! Mire…
Un brazo extendido señaló la dirección, como un faro en la sombra. Y el haz de todas las miradas corrió por el riel invisible que trazaba.
—¡Polvo!
¡Sí! Pero ¡qué polvo!; no era una polvareda de esas que ascienden por causa de un remolino, y que son cilindros verticales como troncos de cedro; era la cortina espumosa, la ola traslúcida que sólo saben desprender de la tierra las patas de los caballos. Existe, seguramente, la ciencia para calcular el número de jinetes que van levantando una polvareda, y esa ciencia debe de haber dicho a alguien que no eran más de trescientos hombres los que acicateaban sus cabalgaduras.
—¡Ahí vienen, mi general!
—¡Sí!; pero ¿quiénes? ¿Cómo vienen?
Nadie se atrevió a afirmar. Los nuestros o los otros. Vencedores o destrozados. Y Marcos disparó varias órdenes que se atropellaron en su carrera.
—¡Aguirre! Desmonte doscientos hombres y tiéndalos en línea medio kilómetro adelante. Baca, Campos, corran hacia ellos para ver de qué gente se trata. Los demás, firmes en sus monturas. Cada jefe con su grupo, nadie más eche pie a tierra.
Corría al galope de un lado a otro y nos comunicaba su impaciencia y su incertidumbre. Aun los caballos, inquietos, manoteaban a pezuña suelta.
La polvareda volaba muy lejos todavía; Aguirre y sus doscientos hombres a pie tuvieron tiempo para adelantarse. Los vimos dejarse caer en el suelo, formando una larga línea frente a nosotros. Germán Baca y Antonio Campos se fueron alejando a la carrera, arrastrando tras de sí nuestras miradas. Hubo ruido de cartuchos que se incrustaban en el cañón de las carabinas, y movimientos de grupos hacia los lados de la línea de «colorados», tendida en tierra. Hasta que, a lo lejos, los dos puntos negros de nuestros oficiales se unieron a la cenefa oscura de los jinetes que rastrillaban el llano.
—¡Son los nuestros! ¡Son los nuestros!
Todos lo comprendimos inmediatamente, y los oficiales brincamos sobre los infantes, tras de Marcos, al encuentro de Alatorre y los que le hubieran quedado de los trescientos.
—¿Qué le pasó, mayor? Lo hemos estado esperando toda la mañana.
Alatorre fue haciendo el relato cuando nos acercábamos de retomo al grueso de la columna. Había caído sobre Villa a las tres de la madrugada, pero el hombre estaba en vela, y sus hombres no se sorprendieron. Aprovecharon la oscuridad para estar tiroteando de todos lados hasta que amaneció. Luego se dispersaron en pequeños grupos que se escurrían por las laderas de los cerros. No fue posible saber para dónde había partido Villa, ni con cuánta gente; quizá estuviera en algún recodo oculto para salir en cuanto viera un grupo menor y aniquilarlo. Por eso Alatorre fue cauto, y el reconocimiento del cañón lo hizo con toda su gente reunida. Encontró como a veinte enemigos muertos y siete sin caballo, que eran los que venían amarrados de los codos, allá atrás.
—¿No reconoció a nadie entre los muertos?
—No, mi general. Eran puros de tropa. Los cabezones parece que durmieron en otra parte.
—Es lástima. Al general Orozco le hubiera dado gusto saber de alguno que hubiera estirado el cuero.
—Dicen que Aranda va herido.
—¿Quiénes dicen?
—Los prisioneros.
—A ver.
Los llevaron ante Marcos. Eran siete; vestidos con ropas de color sucio, con sombreros de fibra de palma. Poco más o menos como nuestros soldados, sólo que más polvosos, más barbados, más secos sus cabellos, más arrugados y rasgadas sus vestiduras. No traían cinta roja en el sombrero. Después, cuando los vi de cerca, encontré otra diferencia: la mirada. Las cejas caían, ocultando casi los ojos; el ceño se arrugaba como cicatriz y por la estrecha abertura de los párpados veíanse los globos enrojecidos. Nos odiaban, quizá por haber sido vencidos, pero quizá, también, por esa diferencia de colores: nosotros éramos «colorados» y ellos quién sabe qué serían. Yo les hubiera ofrecido un trozo de cinta roja para su sombrero; si se la ponían, que nos siguieran; si no, que se fueran por su rumbo.
Marcos los interrogó:
—¿Ustedes dicen que Aranda salió herido?
Ninguno contestó. Nos miraban como coyotes acorralados, inclinando la cabeza hacia adelante, pero sin bajar la vista.
El mayor Alatorre intervino. A un prisionero que tenía una mano envuelta en un pañuelo carmesí, le recordó:
—Tú me dijiste que lo habías visto, poco después que les caímos, y que estaba herido.
—Yo no más le dije que lo había oído quejarse.
—Y tú —a un muchacho a quien el sombrero le echaba el pelo sobre los ojos— me dijiste que lo habías visto cuando le subieron a un caballo, y que iba abrazado al cuello del animal.
—Pero yo estaba muy lejos; a lo mejor ni era él.
—Es inútil, Alatorre —terció Ruiz—. Todos son así; parece que su jefe les da clase de marrullería todos los días.
De nuevo nosotros, que éramos la descubierta de la columna, nos pusimos en marcha. El mayor interrogó:
—Mi general, ¿qué hacemos con éstos?
—No los hemos de ir jalando para todos lados…
Avanzamos por la orilla de la vía del ferrocarril. Los listones de acero eran como la flecha que indicaba la ruta. A los lados comenzaron a estrecharnos las vegas de tierra negruzca de la que emergían los brazos verdes y las manos pálidas de los maizales.
Allá por el final de la columna roncaron algunas detonaciones somnolientas. Me alcé sobre los estribos y volví la cara, para ver únicamente sombreros de soldados nuestros, todos con cinta roja.
Cuando llegamos a Camargo había una oscuridad para gatos. En la estación del ferrocarril un telegrafista, alumbrándose con linterna de petróleo, salió a buscar a Marcos.
—¿El general Ruiz?
—¿Qué ocurre?
—Desde las siete de la noche está restablecida la comunicación telegráfica con el norte. El general Orozco está preguntando si ya llegó usted.
—Vamos a avisarle.
El telegrafista se sentó junto a sus aparatos, se puso en la cabeza un arco de metal sujeto a la mesa por un alambre (algo así como las jáquimas que se les pone a los caballos para conducirlos) y comenzó a redoblar con los dedos sobre un pequeño balancín.
—Aquí está.
—Transmita lo que yo le vaya diciendo.
—Muy bien, general; estoy listo.
—General Pascual Orozco. Cuartel General. Chihuahua. Hónrome en participar a usted que en estos momentos…