Vanguardia
Marcos Ruiz recibió, días después, una orden de partir. Ya no sería solamente para salir unas cuantas horas a pasear a caballo por las afueras de la ciudad, sino para dejarla por tiempo indefinido. Y nos estuvimos preparando toda la noche, limpiando las armas, arreglando las monturas, herrando los caballos, requisando cuanta mula hubo en la ciudad para cargarla con cajas de parque. Varias mujeres estuvieron toda la noche moliendo maíz tostado en sus metales, y, revolviéndolo con piloncillo, produjeron el pinole, el alimento del campesino y del caminante, allá en el norte. Nos dieron a cada uno un saco como de tres kilos: era la ración alimenticia para tres días. «Con un puñado de pinole y un trago de agua de tu cantimplora, muy bien te pasas el día.» Todos estaban acostumbrados a esa dosis; yo no, y pensé que podía pasar hambre.
Había que salir antes de que nos viera el sol, pero no fue posible. A última hora no servían unos arneses de las mulas, faltaban varias cajas de parque que tenían que enviamos del Cuartel General, y Marcos había salido a la casa de Orozco a pedir las últimas órdenes. Estaba mi calle llena de hombres, unos a caballo, otros fumando sentados a la orilla de las banquetas, en espera de la orden de marcha; y de acémilas cargadas. De la casa salían los oficiales llevando sus cobijas de abrigo, su ropa enrollada en largos chorizos, para amarrarla así en la parte posterior de la silla de montar; calzadas las espuelas sobre la mitaza de cuero, sujetos los sombreros por el barboquejo atado bajo la nariz, colgando la cuarta, de correas trenzadas, en la muñeca.
Salían y volvían a entrar por lo que se les hubiera olvidado. Entré yo también, por hacer algo; vi las cortinas rasgadas en pedazos por quienes habían querido hacer mantillas de terciopelo para sus caballos; los muebles derribados, los objetos revueltos, las caballerizas vacías, ropas sucias abandonadas, papeles rotos; todo el que salía se llevaba lo que pudiera servirle, aun cuando no fuera de él, y abandonaba lo superfluo en el patio, en los corredores, en los cuartos.
El desastre de mi casa no me afectó. Había perdido el interés por todo ello. La nueva vida me apasionaba, mientras la antigua —si vida había sido— la consideraba como mi lastre. Por fin, iba a estar fuera de aquella casa, para sentirme igual a los otros y que no hubiera motivo para que ellos me miraran como un extraño. Iba a partir a la guerra únicamente por mi gusto, como sin excepción lo hacían todos los demás. Y queriendo ser como ellos, siendo quizá como ellos, ya para salir corté yo también un cuadrado de peluche carnesí para mantilla de mi caballo, y derribé a puntapiés una columna sobre la que había pasado muchos años, con un libro abierto en una mano y con un espadón de bronce en la otra, una figura de mujer que simboliza a la ley; estallaron los mármoles al chocar contra el suelo, y salí pisoteándolos, satisfecho de mí mismo.
Ya la multitud había principiado a moverse: Marcos había llegado, dando la señal de partida. Pasaban las órdenes en gritos, como una corriente que llenara la calle de pared a pared. Galopaban los caballos al sentir las espuelas y corrían las mulas, inclinando el lomo al peso de las cajas de cartuchos que hacían rechinar acompasadamente los aparejos de cuero. En el minuto que transcurrió mientras quité la montura de mi caballo, coloqué la mantilla y ensillé otra vez, todos los hombres pasaron frente a mí a la carrera; a una cuadra de distancia iban dando la vuelta. Yo apretaba los cinchos nerviosamente, con prisa, como si mi vida se contara por instantes y con los dedos. Pero los otros fueron más rápidos que yo; pronto la calle viose desierta: ni un hombre ni una bestia quedaban ahí de la Brigada de Marcos Ruiz. Nadie me había urgido para seguir en ella; nadie, cuando menos, me había esperado. Solamente un poco de ruido y unos copos de polvo se agitaban en la calle algo temblorosa aún.
Ni siquiera pensé en quedarme: monté en el caballo, metí espuelas, y en veinte saltos salí a la avenida por donde la columna había dado vuelta. La vi a través de un velo de polvo, y únicamente cuando me puse a la altura de la última fila de la retaguardia recordé que había dejado abierta la puerta de mi casa. Ya no era tiempo de retroceder sólo para cerrarla.