Guerrillas
Parecía que estaba enfermo el convoy en que íbamos; adelantaba lentamente, balanceándose sobre la vía, jadeando la locomotora como un ser poseído de fiebre. A veces, al llegar a una estación, Marcos bajaba y nosotros tras él, a inspeccionar todo; entraba en las piezas abandonadas, asomaba por las ventanas de rotos cristales, salía a los andenes y echando mano a sus prismáticos, veía y veía y volvía a ver el horizonte; luego, observaba las líneas rotas del telégrafo, algún poste derribado, alguna huella sobre la tierra cercana. Y volvíamos a montar al tren, que proseguía su marcha como un herido que camina renqueando rumbo al hospital.
La vía jugaba, gozándose en hacer curva tras curva, entre lomas y montes, pasando por el flanco de uno, partiendo en dos los acantilados de otro, cruzando más allá el cauce de un torrente abierto en el flanco de un cerro más grande. Una vez, como si la fuéramos persiguiendo, se metió entre dos picachos muy altos, y nos detuvimos. Marcos ordenó que se desprendiera la locomotora y fuese delante, arrastrando tan sólo una góndola de las que se usan para el metal, de paredes de hierro, tras de las cuales veinte de nuestros hombres asomaban las cabezas y la punta de sus fusiles.
La locomotora se perdió en los vericuetos de la vía. Vi cómo iba empequeñeciendo hasta entrar en el cañón de los picachos. Después, oímos su agudo silbido, puñal de vapor que desgarra las capas de aire, resonar a distancia, como si quisiera espantar algún mal espíritu escondido en los pliegues de las rocas. El eco devolvía débilmente la voz mecánica, y bandadas de pájaros volaron lejanas sobre las crestas de los cerros vacíos.
Un rato largo pasó antes de que volviera a aparecer la góndola en la entrada del cañón. La máquina vino a engancharse de nuevo a los demás eslabones. El jefe del pequeño grupo que fue a explorar, rindió su parte:
—Parece que no hay nadie, mi general.
Y reanudamos la rodada, curva y curva por entre los cerros.
En nuestro vagón había un nuevo huésped: una de las ametralladoras que recogimos en la falda del cerro de Rellano, aquel día de la máquina loca, de la casa blanca y de la camisa lila. Le habían abierto sus tres patas, rara postura entre la del hombre y la del caballo, y la pusieron apuntando hacia el campo a través del portón abierto. Era una especie de carabina, pero más gorda y más larga; por un lado, como si dijéramos por la cadera, se le metían unos peines largos, cuyas puntas eran balas; meneándole un rabillo que tenía más atrás, salían todos los tiros en el tiempo de un estornudo. Además, tenía un asiento como los de las bicicletas, en el que uno podía sentarse para inclinarse sobre el cañón y afirmar la puntería.
—Tienes que aprender a manejar eso —me dijo Marcos—, porque si agarramos más te voy a nombrar para que te lleves una.
—Está bueno, nada más que no tenga yo que echármela en el lomo…
—Habrá uno que te ayude, que la cargue, que la limpie…
Le hice un cariño a la ametralladora.
Curvas, cerros, precauciones. El sol que pasa, que baja.
—¿Por qué vamos tan despacio, Marcos?
—No conoces a ese Villa. Es el tipo más mañoso que hay. Si al amanecer estaba en Parral, al mediodía puede encontrarse a ochenta kilómetros al norte o al sur. Campa dice que no tenía locomotoras, pero no es difícil que se nos presente en el camino, en cualquier cañón, en cualquier bosque, donde crea que nos sorprende. Por eso, más vale ir despacio y viendo con cuidado para todos lados. Si las liebres saltan por donde menos se piensa, Villa se aparece más cerca todavía…
—Le están dando mucha fama con decir tantas cosas de él. Mañana que lo tengamos cogido…
—No lo pienses; a Villa no lo apresará nadie, ni con una red de esas grandes para pescar en el mar. Lo derrotaremos, sí; pero tomarlo…, como no se quede paralítico…
Otro alto. Aguirre anunció:
—Mi general, ya llegamos.
Era más de la media tarde. Los rayos del sol pasaban horizontales sobre la tierra. Colinas y más colinas nos rodeaban por todos lados. Un mezquital poco elevado, pero espeso, parecía arrancar de los flancos del terraplén para ir a alfombrar los altos y los bajos de la tierra arrugada. No se veía ni un caserío, ni un lote de tierra labrada, ni ganados pastando. Parecíamos estar en la mitad del campo, en el centro del vacío y del silencio.
Sin embargo, ya los soldados habían comenzado a bajar; abrieron las jaulas de la caballada, y echaron los animales a tierra. Fuimos a ensillar, y una media hora después todos estábamos sobre la silla, listos para partir, cuando Marcos dio la orden. La columna se puso en marcha por un camino de rueda descubierto a pocos metros de la vía. Los carros se quedaron abandonados, apenas escoltados por dos docenas de hombres que conservaron la ametralladora.
—Yo creí, Marcos, que íbamos a Parral.
—Pues para allá vamos. Sólo que no nos vamos a meter a la estación montados en el tren y toque y toque la campana.
—Claro que no. Villa es tan terrible…
Me miró, creyendo con algo de razón que yo tenía ganas de burla.
El mezquital comenzó a espesar y a elevarse. Marcos iba receloso de una sorpresa. Otra vez nos habíamos formado en una columna larga y angosta, como aquella de Cruz de Neira. El sol había bajado hasta tocar la tierra; ahora sus rayos iban hacia arriba, desflecando las nubes doradas, desvaneciéndose en la mitad del cielo pardo y opaco.
No hicimos el menor alto. Procurando conservar el silencio, atentos a todos los ruidos de la noche y del matorral, trotamos hora tras hora. Se iluminó el lucero de la tarde y luego muchas estrellas más. Y los caballos continuaron su trote haciendo curvas entre los mezquites, subiendo y bajando laderas. Yo comenzaba a cansarme; hubiera preferido llegar en tren a la estación de Parral, suene y suene la campana. Yo no creía que fuese tanta cosa ese Pancho Villa.
—¡Pie a tierra todo el mundo!
Habíamos llegado a un bajo entre dos cerros largos, de poca vegetación. Arriba, en el cielo, se expandía una claridad grisácea. Yo no sabía cómo conocer la hora por las estrellas, pero por mi cansancio pensé que la medianoche no debía estar muy lejos. Ya era hora de dormir un poco.
—¡Carabinas y toda la dotación de parque!
Comprendí que no se trataba de dormir todavía. Me armé, dejé mi caballo a los que estaban encadenando y me fui a reunir a Marcos.
—¿Para dónde?
El general extendió el brazo: a un kilómetro, o menos quizá, estaba un cerrito cuya silueta se demarcaba claramente en el fondo de un cielo color plomo azulenco. Un cerrito de flancos muy pronunciados, casi como la copa de un sombrero de charro. Gente nuestra se había adelantado ya y su sombra oscurecía la sombra que flotaba en la tierra. Todos los movimientos se hacían en silencio. Yo esperaba algún centinela enemigo aparecer tras unas matas, gritarnos el quién vive y echar un tiro al aire. O bien, sonidos de cornetas, descargas uniformes. Nada de eso ocurrió; pronto nuestros hombres llegaron casi a donde debía estar la cinta de aquella copa de sombrero. Nosotros íbamos detrás, a unos doscientos metros.
De pronto, lucecillas en la punta del cerro y un cacaraqueo como aquel de la ametralladora de los federales. Alguien le debía estar meneando el rabo a una carabina gorda, montada en tres patas abiertas.
—¿Esa ametralladora es para mí, Marcos?
—Hombre…, espérate a que la agarremos…
—¿Voy?
—No. Tú te quedas aquí, conmigo.
—Yo voy, Marcos… ¿Para qué dijiste que trajéramos carabinas y toda la dotación de parque?
—¡Usted se queda aquí conmigo, Abasolo!
La balacera arreció; allá arriba seguía la ametralladora que yo consideraba ya como mía meneando el rabo como perro que recibe a su amo. Luego, la voz más conocida de los fusiles habló de arriba para abajo y de abajo para arriba. Marcos, inquieto, parecía querer medir la intensidad del combate, si había más gente en la copa o si era mayor el número de la del ala. Así estuvo unos minutos, con los ojos abiertos e inmóviles, y yo me daba cuenta de que él quería tener algo así como manos en las orejas para captar los sonidos, para contar todos los disparos, para separar los de allá y los de acá. El cuerpo en tensión se aflojó y dijo:
—Son muy pocos. Si no les llega más gente en un cuarto de hora les quitamos el cerro.
Como el volumen de los estallidos no aumentaba, nos fuimos acercando. Nuestros hombres subían ya por la mitad de la pendiente. Marcos dijo a Aguirre:
—Manda gente a caballo a dar vueltas por las orillas. No vaya a ser que estén parapetados en otro sitio.
—Yo iré personalmente, mi general.
—Bueno, pero regresas luego a informarme.
Repentinamente cesó de rezongar la ametralladora. Nos quedamos atentos, esperando oírla de nuevo. Pasaron dos o tres minutos, tiempo de sobra para volverla a cargar o para que el operador, si estaba herido, cediera a otro su asiento de bicicleta. Nada. Luego, el tiroteo huyó perseguido por el silencio. Todo quedó quieto: segundos que vuelan, minutos que corren y algún disparo suelto, como salpicadura.
—Ya está. ¡Vamos!
Corrimos mientras el suelo era plano; repentinamente se inclinó hacia arriba, tan pendiente, que a veces había que apoyar las manos en alguna piedra para poder subir. Sobre nuestras espaldas comenzaron a pesar los rayos de la luna. Y sin oír más disparos llegamos a la cima, una planicie pequeña que podía caber en un vagón de ferrocarril. Alatorre estaba ahí con unos cuantos hombres, los demás se habían diseminado, ladera abajo, hacia el otro lado. Ocho o diez manchas negras, de realce, eran los restos de la gente de Villa.
—¿Cuántos había?
—Unos quince, mi general.
—¿Por qué dejarían aquí tan pocos?
—Tenían esta ametralladora…
La mostró; estaba entre dos rocas grandes y no era como la de los federales; ésta tenía un tubo más grueso, como el de los cañones, tapado en la boca y abierto solamente en un tubito más pequeño, del tamaño de la falangeta de un dedo, por donde salen todas las balas. En lugar de peine, una cinta de lona, larga, que sale de un cajón de madera, le trae los cartuchos para disparar. Parecía como si se le estuviera cayendo una venda. No me gustó.
—Es americana… ¿De dónde la habrán agarrado?
—Un prisionero dijo que un gringo la manejaba, no más que se fue en cuanto nos vio cerca.
—¿Cuál prisionero?
—Uno de esos que están tirados ahí. Como no sabía nada más, pues le dimos su pasaporte.
—¿Qué dijo de Villa?
—No sabía nada, mi general. Ellos tenían aquí casi treinta horas sin que los relevaran. Sólo el americano iba a comer y volvía. Tenían órdenes de no abandonar la posición.
Al otro lado del cerro estaba la ciudad, pero todas las luces estaban apagadas. Al fulgor de la luna que se elevaba, vimos torres, cúpulas, casas en los flancos de otros cerros, un río.
—Que no avance ninguno. Pueden estar escondidos en las calles queriendo darnos una sorpresa. Vamos a esperar a que regrese la gente que se llevó Aguirre para explorar.
—Muy bien, mi general.
Un rato después se oyeron ruidos por las calles como de caballería. Reflejos amarillentos de luces que salían de alguna casa, por alguna puerta, por alguna ventana, daban la impresión de que la ciudad revivía.
—¡Atención! Todos dispuestos a combatir.
—¡Atención!
—¡Atención!
Las voces fueron bajando del cerro a la ciudad. Y de la bocacalle más próxima se adelantó un grito:
—¡No tiren!
—¡Quién vive!
—¡Colorados!
—¡Qué gente!
—¡Aguirre!
Bajamos rápidamente. Era, en efecto, Aguirre, que había dado la vuelta a la ciudad. No había más enemigo que los quince hombres de aquel cerro. Villa se había salido desde la tarde, temeroso de que Campa recibiera refuerzos y los sitiara.
—Te dije que era más difícil agarrar a Villa que a una liebre con anzuelo…
Ya estaba parpadeando cuando entramos en un hotel de dos pisos, escogido para Cuartel General. Unos camareros con más miedo que sueño me llevaron a un cuarto donde había una cama con sábanas; ahora sí tendría que desnudarme para dormir. Y mientras me iba hundiendo en el sueño, recordé que una vez, hace quién sabe cuánto tiempo, tenía yo una casa con corredor y patios…