IV

IV

UNA ESTOCADA A TRAVÉS DE LA CORTINA

Cuando Zabibi se vio arrastrada por la puerta secreta que se abría detrás del ídolo, su primer pensamiento, vertiginoso e inconexo, fue que había llegado su hora. Instintivamente cerró los ojos y esperó a que cayera el golpe. Pero en lugar de ello se encontró arrojada sin miramiento alguno sobre un pulido suelo de mármol que le magulló las rodillas y una cadera. Abrió los ojos y lanzó una mirada temerosa en derredor, al tiempo que, desde el otro lado, llegaba un sonido apagado. Había un gigante de tez morena, ataviado sólo con un taparrabos, junto a ella y, al otro lado de la estancia en la que se encontraba, un hombre sentado en un diván, de espaldas a una cortina de lustroso terciopelo negro, un hombre rollizo y carnoso, de manos blancas y gruesas, y ojos tortuosos. Al verlo se le puso la carne de gallina, porque el hombre era Totrasmek, el sacerdote de Hanuman, quien, durante años había tejido sus viscosas telarañas de poder por toda la ciudad de Zamboula.

—El bárbaro quiere echar la pared abajo —dijo Totrasmek sarcásticamente—, pero la tranca aguantará.

La chica vio que habían cerrado la puerta secreta, que a ese lado de la pared era fácilmente discernible, con una sólida y gruesa tranca dorada. La tranca y sus abrazaderas habrían resistido sin dificultades las embestidas de un elefante.

—¡Ve a abrirle una puerta, Baal-pteor! —ordenó el sacerdote—. Mátalo en la habitación cuadrada del otro lado del pasillo.

El kosalano hizo una reverencia y se marchó por una puerta lateral. Zabibi se levantó y observó con mirada temerosa al sacerdote, cuyos ojos estaban recorriendo con avidez su espléndida figura. No es que esto la molestara. En Zamboula, las bailarinas estaban acostumbradas a la desnudez. Pero la crueldad de aquellos ojos hizo que sus miembros empezaran a temblar.

—Una vez más acudes a mi retiro, hermosa mía —dijo Totrasmek con un ronroneo de cínica hipocresía—. Es un inesperado honor. Pareciste disfrutar tan poco de tu última visita que no me atrevía a esperar que se repitiese. Y eso que hice todo cuanto estuvo en mi mano para procurarte una experiencia interesante.

Para una bailarina de Zamboula, ruborizarse era imposible, pero un fuego de cólera se mezcló con el miedo en los dilatados ojos de Zabibi.

—¡Cerdo seboso! Sabes que no he venido por amor a ti.

—No —rio Totrasmek—, has venido como una estúpida, arrastrándote en plena noche con un bárbaro para cortarme el cuello. ¿Por qué quieres matarme?

—¡Ya sabes por qué! —gritó ella, consciente de la futilidad de tratar de negarlo.

—Te refieres a tu amante —rio él—. El hecho de que estés aquí tratando de quitarme la vida significa que se tomó la droga que te proporcioné. Bueno, ¿acaso no la pediste? ¿Y acaso no te mandé lo que me pedías, por el amor que te profeso?

—Te pedí un narcótico que lo hiciera dormir durante varias horas sin hacerle daño —dijo ella con amargura— y tú… ¡tú enviaste a tu criado con una droga que lo volvió loco! Fui una estúpida al confiar en ti. Tendría que haber sabido que tus promesas de amistad eran mentiras para disimular tu odio y tu desprecio.

—¿Para qué querías que durmiera tu amante? —repuso él—. Para poder robarle la única cosa que jamás te habría entregado por su propia voluntad, el anillo con la gema que los hombres conocen como la Estrella de Khorala, la estrella que le fue robada a la reina de Ofir, quien estaría dispuesta a pagar una estancia llena de oro por ella. Nunca te la hubiese dado voluntariamente porque sabe que posee un encantamiento que, cuando se utiliza adecuadamente, permite esclavizar el corazón de cualquier persona del sexo opuesto. Querías robársela porque temías que sus magos descubrieran la forma de utilizar esa magia y que si lo hacían te olvidaría para lanzarse a la conquista de todas las reinas del mundo. Tú querías vendérsela a la reina de Ofir, quien conoce su poder y lo usaría para esclavizar a los hombres, como hizo hasta que le fue robada.

—¿Y tú para qué lo querías? —preguntó ella, contrariada.

—Yo comprendo sus poderes. Aumentarían la fuerza de mis artes.

—Bueno —le espetó—, pues ya la tienes.

—¿Que yo tengo la Estrella de Khorala? No, te equivocas.

—¿Por qué pierdes el tiempo mintiéndome? —replicó ella con amargura—. La tenía en el dedo cuando me arrojó a la calle. Y no la tenía cuando volví a verlo. Supongo que tu sirviente estaba vigilando la casa y se la arrebató después de que yo huyera. ¡Al diablo con ella! Lo único que quiero es que mi amante recupere la cordura. Tienes el anillo, nos has castigado a los dos. ¿Por qué no lo curas? ¿Puedes hacerlo?

—Podría —le aseguró él, evidentemente complacido por la desesperación de la muchacha. Sacó un frasco de su túnica—. Este recipiente contiene el zumo del loto dorado. Si tu amante lo bebe recobrará la cordura. Sí, seré misericordioso. Me habéis engañado y os habéis burlado de mí, no una sino varias veces. Él se opone constantemente a mi voluntad. Pero seré misericordioso. Ven y toma el frasco de mi mano.

La chica miró fijamente a Totrasmek, temblando de ganas de hacerlo pero temiendo que fuera alguna broma cruel. Avanzó tímidamente, con la mano extendida, pero él se rio de manera implacable y lo apartó. Mientras sus labios se abrían para maldecirlo, un instinto la obligó a levantar la mirada. Desde el techo dorado cayeron cuatro recipientes de color de jade. Trató de esquivarlos, pero no estaban dirigidos contra ella. Y Zabibi gritó una vez, y volvió a gritar. Pues cada uno de los recipientes hechos añicos contenía la cabeza erguida de una cobra y una de ellas trató de picarle en la pierna desnuda. El movimiento brusco que tuvo que hacer para esquivarla la acercó a una de las que estaba al otro lado y de nuevo tuvo que moverse a la velocidad del rayo para evitar el movimiento veloz de la horripilante cabeza.

Estaba metida en una horrible trampa. Las cuatro serpientes trataban de alcanzar su piel, su tobillo, su muslo, su rodilla, su cadera, cualquier parte de su voluptuoso cuerpo que el azar les acercara, y la chica no podía saltarlas ni pasar sobre ellas para ponerse a salvo. No podía más que girar y saltar de un lado a otro, y retorcer el cuerpo para esquivar los ataques, y cada vez que lograba evitar una picadura, el movimiento la ponía al alcance de otra serpiente, así que tenía que seguir moviéndose a toda velocidad. Sólo podía desplazarse un poco en cualquier dirección, y las aterradoras cabezas la amenazaban en todo momento. Sólo una bailarina de Zamboula podría haber sobrevivido en aquel grotesco confinamiento.

Se convirtió en una mancha borrosa de desconcertante movimiento. Las cabezas fallaban por un pelo, pero seguían atacando y ella tenía que coordinar el movimiento de sus veloces pies, el vuelo de todos sus miembros con la velocidad cegadora de los escamosos monstruos que su enemigo había conjurado de la nada.

En algún lugar empezó a sonar una débil y aguda música que se mezcló con los siseos de las serpientes, como un maléfico viento nocturno que soplara por las cuencas vacías de un cráneo. Pese a la velocidad de vértigo con que se movía advirtió que los ataques de las serpientes habían dejado de ser fortuitos. Obedecían a los espantosos ritmos de la espeluznante música. Atacaban siguiendo una horripilante cadencia y la obligaban a retorcerse, a girar el cuerpo, a moverse siguiendo a su vez el ritmo. Sus frenéticos movimientos se transformaron en los pasos de una danza, comparada con la cual la más frenética tarantella de Zamora habría parecido reposada. Enferma de vergüenza y terror, Zabibi escuchó la odiosa risa de su implacable torturador.

—¡La danza de las cobras, querida mía! —se burló Totrasmek—. Con la que bailaban las doncellas en sacrificio a Hanuman hace siglos… aunque jamás con tanta belleza y elegancia. ¡Baila, chica, baila! ¿Cuánto tiempo podrás esquivar los colmillos del veneno? ¿Segundos? ¿Minutos? ¿Horas? Al final te cansarás. Tus rápidos y seguros pies tropezarán, tus piernas temblarán, tus caderas girarán más despacio… Entonces los colmillos empezarán a hundirse profundamente en tu carne de marfil…

Tras él la cortina se agitó como si la hubiera atravesado una ráfaga de viento y Totrasmek lanzó un grito. Sus ojos se dilataron y sus manos asieron convulsivamente el largo pedazo de metal que sobresalía de su pecho.

La música cesó de repente. La muchacha seguía girando vertiginosamente en su baile, mientras, llorando, esperaba sentir en cualquier momento el espantoso mordisco de los relucientes colmillos…, pero entonces, mientras Totrasmek caía al suelo, las serpientes quedaron reducidas a cuatro volutas de inofensivo humo azul que se ensortijaban alrededor de sus piernas.

Conan salió de detrás de la cortina limpiando su espada. Desde allí había visto que la muchacha bailaba desesperadamente entre cuatro espirales de humo, pero había supuesto que ella las vería de manera muy diferente. Sabía que había matado a Totrasmek.

Zabibi cayó al suelo jadeando y mientras Conan se le acercaba volvió a levantarse, aunque sus piernas temblaban de agotamiento.

—¡El frasco! —dijo con voz entrecortada—. ¡El frasco!

Totrasmek aún lo aferraba con mano rígida. Se lo arrancó sin contemplaciones de los dedos y empezó a registrar frenéticamente su ropa.

—¿Qué diablos estás buscando? —inquirió Conan.

—Un anillo… Se lo robó a Alafdhal. Debió de hacerlo mientras mi amante caminaba enloquecido por las calles. ¡Diablos de Set!

Finalmente la mujer se había convencido de que no lo tenía Totrasmek. Empezó a recorrer la estancia, levantando las telas que cubrían los divanes y los tapices y volcando los recipientes.

Se detuvo y se apartó un húmedo mechón de cabello de los ojos.

—¡Me olvidaba de Baal-pteor!

—Está en el Infierno, con el cuello roto —le aseguró Conan.

Ella reaccionó con la satisfacción de la venganza ante esa noticia, pero un instante después maldijo con vehemencia.

—No podemos quedarnos aquí. No falta mucho para el alba. Los sacerdotes menores pueden visitar el templo a cualquier hora de la noche y si nos descubren aquí con su cadáver, el pueblo nos hará pedazos. Ni los turanios podrían salvarnos.

Levantó la tranca de la puerta secreta y unos momentos después estaban en las calles, huyendo de la silenciosa plaza donde se levantaba la centenaria capilla de Hanuman.

En una callejuela sinuosa, a corta distancia de allí, Conan se detuvo y puso una gruesa mano sobre el hombro desnudo de su acompañante.

—No olvides que había un precio…

—¡No lo he olvidado! —Se zafó de él—. Pero primero… ¡debemos encontrar a Alafdhal!

Pocos minutos después el esclavo negro les franqueaba el paso por la puerta del ventanillo. El joven turanio yacía sobre el diván, maniatado de brazos y piernas con gruesas cuerdas de seda. Sus ojos estaban abiertos, pero eran como los de un perro rabioso y tenía los labios llenos de espuma. Zabibi se estremeció.

—¡Abridle las mandíbulas a la fuerza! —ordenó, y los dedos de hierro de Conan obedecieron. Zabibi vació el frasco en la garganta del loco. El efecto fue casi mágico. Al instante, el hombre quedó inmóvil. El brillo de hostilidad se desvaneció de sus ojos; se quedó mirando a la muchacha con aturdimiento, pero también con raciocinio y reconocimiento. Entonces cayó en un sueño natural.

—Cuando despierte estará totalmente cuerdo —susurró la muchacha mientras hacía un gesto al silencioso esclavo. Con una profunda reverencia, éste le entregó un saquito de cuero y cubrió sus hombros con una capa de seda. El comportamiento de Zabibi experimentó un cambio sutil tras ordenar a Conan que la siguiera fuera de la estancia.

En un arco que daba a la calle, se volvió hacia él y se irguió con una autoridad hasta ahora desconocida en ella.

—Ahora debo decirte la verdad —dijo—. No me llamo Zabibi. Soy Nafertari. Y él no es Alafdhal, un pobre capitán de la guardia. Es Jungir Khan, sátrapa de Zamboula.

Conan no dijo nada. Su semblante moreno y lleno de cicatrices estaba inmóvil.

—Te mentí porque no me atrevía a contarle la verdad a nadie —dijo ella—. Estábamos solos cuando Jungir Khan enloqueció. Nadie se enteró de ello salvo yo. De haberse corrido la voz de que el sátrapa de Zamboula estaba loco, se habrían producido revueltas y desórdenes, tal como planeaba Totrasmek, que había orquestado nuestra destrucción.

»Ahora ves que la recompensa que esperabas es imposible. La amante del sátrapa no es… no puede ser para ti. Pero no quedarás sin recompensa. Aquí tienes una bolsa de oro. —Le entregó el saquito que le había dado el esclavo.

»Ahora vete y, cuando salga el sol, acude al palacio. Haré que Jungir Khan te nombre capitán de la guardia. Pero recibirás tus órdenes de mí, en secreto. Tu primera misión será llevar un pelotón al templo de Hanuman, teóricamente para investigar la muerte del sacerdote; pero en realidad para encontrar la Estrella de Khorala. Debe de estar escondida en alguna parte. Cuando la encuentres, tráemela. Ahora tienes mi permiso para marcharte.

Conan asintió, aún en silencio, y se marchó. Al observar el balanceo de sus anchos hombros, la muchacha pensó, intrigada, que no había nada en su comportamiento que sugiriera que estaba decepcionado o avergonzado.

Tras doblar una esquina, el cimmerio miró hacia atrás y entonces cambió de dirección y aceleró el paso. Pocos momentos después se encontraba en el barrio de la ciudad donde se encontraba el mercado de caballos. Allí aporreó una puerta hasta que en la ventana que había sobre él asomó la cabeza barbuda de un hombre que exigió saber la razón por la que lo molestaban a esas horas.

—Un caballo —pidió Conan—. El corcel más rápido que tengas.

—No abro las puertas a esta hora de la noche —refunfuñó el tratante de caballos.

Conan hizo sonar sus monedas.

—¡Serás bellaco, hijo de perra! ¿No ves que soy blanco y estoy solo? ¡Baja, antes de que eche la puerta abajo!

Un rato después, Conan cabalgaba hacia la casa de Aram Baksh.

Se metió en el callejón que discurría entre el recinto de la taberna y el jardín de las palmeras, pero no paró en la puerta. Continuó hasta el extremo noreste del muro y luego se volvió y cabalgó junto al muro norte hasta detenerse a pocos pasos de la esquina noroeste. Cerca del muro no crecía ningún árbol, pero había algunos matorrales. Ató el caballo a uno y estaba a punto de volver a subirse a la silla cuando oyó un murmullo procedente de detrás de la esquina.

Bajó el pie del estribo, se acercó a la esquina y asomó la cabeza. Tres hombres avanzaban por el camino en dirección a las palmeras y de sus andares encorvados podía deducirse que eran negros. Se detuvieron al oír que los llamaba en voz baja y se arrimaron unos a otros mientras él, espada en mano, se dirigía hacia ellos. Sus ojos despedían resplandores blancos a la luz de las estrellas. Su brutal voracidad brillaba en sus rostros de ébano, pero sabían perfectamente, al igual que él, que tres garrotes no eran rivales para su espada.

—¿Adonde vais? —preguntó con voz desafiante.

—A decir a nuestros hermanos que apaguen el fuego del pozo que hay más allá de las palmeras —fue la hosca y gutural respuesta—. Aram Baksh nos prometió un hombre, pero mintió. Encontramos a uno de nuestros hermanos en el cuarto trampa. Esta noche nos quedaremos con el estómago vacío.

—Creo que no —sonrió Conan—. Aram Baksh os dará un hombre. ¿Veis esa puerta?

Señaló el pequeño portal reforzado con barras de hierro que había en medio del muro oeste.