II
II
LOS HOMBRES DEL MAR
Belesa empujó levemente la concha con un pie calzado con una delicada babucha y comparó mentalmente sus suaves bordes rosados con la neblina rosa del primer amanecer, que flotaba sobre las playas. Aún no había amanecido, pero el sol no estaba muy lejos y las livianas y perlinas nubes que flotaban sobre las aguas no se habían disipado aún.
Belesa levantó su espléndida cabeza y contempló una escena que le resultaba ajena y repelente, al tiempo que oníricamente familiar hasta el último detalle. Las doradas arenas parecían correr al encuentro del suave oleaje, que se alejaba en dirección oeste, hasta perderse en la azulada neblina del horizonte. Se encontraba en el extremo meridional de la amplia bahía y al sur de ella la tierra ascendía hasta la loma que formaba uno de los cuernos de aquella formación natural. Desde aquella loma, sabía ella, uno podía contemplar el mar abierto… y perderse en el infinito de la distancia.
Al dirigir la mirada tierra adentro, reparó de manera ausente en el fuerte que había sido su hogar durante el último año. Una vez más, un amanecer vagamente perlino y cerúleo flotaba sobre el estandarte dorado y escarlata de su casa, una insignia que no inspiraba entusiasmo alguno en su juvenil pecho, a pesar de que había ondeado triunfante sobre muchos campos ensangrentados en el lejano sur. Distinguió las figuras de los hombres que trabajaban en las huertas y los campos que rodeaban el fuerte y que parecían menguar en comparación con el umbrío muro del bosque que rodeaba la franja de tierra despejada y se extendía en dirección norte y sur hasta donde alcanzaba la vista. Temía aquel bosque y su temor era compartido por todos los habitantes de aquel asentamiento. Y no era un temor infundado: la muerte acechaba en sus susurrantes profundidades, una muerte rápida y terrible, una muerte lenta y espantosa, oculta, pintarrajeada, incansable, implacable.
Suspiró y se encaminó ociosamente hacia las aguas, sin propósito definido en mente. Los largos días eran todos del mismo color, y el mundo de las ciudades, las cortes y la alegría no parecía encontrarse sólo a miles de kilómetros de allí, sino también a varias épocas de distancia. Una vez más, volvió a buscar en vano la razón que había obligado a un conde de Zingara a huir con sus seguidores hasta aquella costa salvaje, a miles de kilómetros de la tierra de su nacimiento, e intercambiar el castillo de sus antepasados por una cabaña de troncos.
Su expresión se dulcificó al oír el suave sonido de unos pies desnudos sobre la arena. Una muchacha venía corriendo por el chato montículo de arena, casi desnuda, con el cuerpo empapado y el blondo cabello pegado a su pequeña cabeza. Sus vivaces ojos resplandecían de emoción.
—¡Lady Belesa! —exclamó, en el idioma zíngaro, moldeado por un leve acento ofireo—. ¡Oh, lady Belesa!
Sin aliento por la carrera, balbuceó e hizo gestos incoherentes con las manos. Belesa sonrió y rodeó a la muchacha con un brazo, sin preocuparse de que su vestido de seda entrara en contacto con el mojado y cálido cuerpo. En su solitaria y aislada vida, Belesa había tomado un gran y delicado afecto por la desgraciada chiquilla a la que había arrebatado de las garras de un amo brutal durante el largo viaje desde las costas meridionales.
—¿Qué estás tratando de decirme, Tina? Respira, muchacha.
—¡Un barco! —gritó la niña mientras señalaba hacia el sur—. Estaba nadando en una piscina natural dejada por la marea en la arena, al otro lado del risco, cuando lo vi. ¡Un barco se acerca desde el sur!
Tiró tímidamente de la mano de Belesa, con el cuerpo tembloroso. Y Belesa sintió que su propio corazón aceleraba sus latidos de sólo pensar que venía un visitante desconocido. No habían visto ningún barco desde que llegaran a aquella costa deshabitada.
Tina echó a correr por las arenas amarillas, esquivando los minúsculos charcos dejados en los bajíos por la marea al retirarse. Llegaron al final de la ondulada duna y Tina se irguió allí, una esbelta figura blanca recortada contra el cielo del alba, con el mojado y rubio cabello agitado alrededor de su fino rostro, y un delgado y tembloroso brazo extendido.
—¡Mirad, mi señora!
Pero Belesa ya lo había visto: una vela blanca e hinchada por el refrescante viento del sur, que avanzaba a lo largo de la costa, a pocos kilómetros de su posición. El corazón le dio un vuelco. Las cosas insignificantes pueden parecer mucho más grandes en unas vidas monótonas y aisladas; pero Belesa tuvo la premonición de que se avecinaban acontecimientos extraños y violentos. Sintió que no era cosa del azar que aquella vela estuviese aproximándose a aquella costa solitaria. No había puerto alguno al norte de allí, aunque uno navegase hasta las riberas de hielo del fin del mundo. Y el puerto más próximo en dirección sur se encontraba a mil millas de distancia. ¿Qué traía a aquel extraño a la solitaria bahía de Korvela?
Tina se pegó a su señora, con las delgadas facciones teñidas de aprensión.
—¿Quién puede ser, señora? —preguntó con voz balbuceante y las mejillas ruborizadas por el azote del viento—. ¿Es el hombre al que teme el conde?
Belesa bajó la mirada hacia ella con el entrecejo fruncido.
—¿Por qué dices eso, chiquilla? ¿Qué te hace pensar que mi tío le teme a alguien?
—Ha de ser así —repuso Tina ingenuamente— o nunca habría acabado en este paraje solitario. ¡Mirad, señora, qué de prisa se acerca!
—Debemos ir a informar a mi tío —murmuró Belesa—. Las barcas de pesca no han salido aún y ninguno de los hombres ha visto todavía esa vela. Recoge tu ropa, Tina. ¡De prisa!
La chica bajó corriendo por la ladera en dirección a la piscina natural en la que había estado bañándose cuando avistó la nave y allí recogió las zapatillas, la túnica y el cinturón que había dejado sobre la arena. Volvió a subir dando saltos grotescos para poder ponerse su escaso atuendo sin dejar de correr.
Belesa, que estaba observando con ansiedad la nave que se les acercaba, le cogió la mano y juntas echaron a correr en dirección al fuerte. Pocos momentos después de que cruzaran la puerta de la empalizada que rodeaba el edificio, la estridente llamada de una trompeta sobresaltó a los trabajadores de las huertas y a los hombres que estaban abriendo las puertas de la choza en la que se guardaban las embarcaciones cuando se disponían a sacar las barcas de pesca y empujarlas sobre unos troncos cilíndricos hasta la orilla del mar.
Todos los hombres que había en el exterior del fuerte dejaron caer las herramientas o abandonaron lo que fuera que estuviesen haciendo y corrieron hacia la empalizada sin perder tiempo en tratar de averiguar qué había ocasionado la alarma. La línea irregular de hombres convergió en las puertas abiertas y todas las cabezas se volvieron para lanzar miradas atemorizadas a los bosques que se extendían hacia el este. Nadie miró al mar.
Se apelotonaron en las puertas y asediaron a preguntas a los centinelas apostados en las pasarelas de madera construidas a por debajo de las puntas afiladas de los maderos de la empalizada.
—¿Qué pasa? ¿Por qué tenemos que entrar? ¿Vienen los pictos?
Por toda respuesta, un taciturno soldado con una armadura de cuero gastado y acero oxidado señaló hacia el sur. Desde su posición elevada, la vela era visible. Los hombres empezaron a subirse a las pasarelas para mirar hacia el mar.
En una pequeña torre de vigilancia construida sobre el tejado de la casa señorial, hecha de madera como el resto de los edificios, el conde Valenso observaba cómo doblaba aquella vela la punta del cuerno meridional. El conde era un hombre delgado y fibroso, de mediana estatura y edad madura. Su expresión era torva. Sus pantalones y su jubón eran de seda negra y la única nota de color de su atuendo la proporcionaban las piedras preciosas que refulgían en la empuñadura de su espada y la capa de color vino que llevaba descuidadamente. Estaba retorciéndose el fino bigote de manera nerviosa. Se volvió con mirada sombría hacia su senescal, un hombre de rostro ajado, vestido de acero y satén.
—¿Qué crees tú, Galbro?
—Una carraca —respondió el senescal—. Es una carraca aparejada como los barcos de los piratas barachanos. ¡Mirad!
Un coro de gritos procedentes de abajo respondió a esta exclamación. La nave había doblado la punta de la bahía y estaba virando hacia la playa. Y todos veían la bandera que ondeaba en el palo mayor: una bandera negra, con un cráneo escarlata que resplandecía bajo el sol.
La gente que había dentro de la empalizada contempló con expresión lívida el temido emblema. A continuación, todos los ojos se volvieron hacia la torre, donde el señor del fuerte aguardaba ceñudo, la capa ondeando al viento.
—Es barachana, sí —masculló Galbro—. Y a menos que me haya vuelto loco, es La mano roja de Strom. ¿Qué está haciendo en esta costa deshabitada?
—Nada bueno para nosotros —gruñó el conde. Una mirada hacia abajo le mostró que las puertas ya se habían cerrado y que el capitán de sus soldados, reluciente en su armadura de acero, estaba ordenando a los hombres que ocuparan sus posiciones, algunos en las pasarelas y otros en las saeteras inferiores. Estaba acumulando la mayoría de sus fuerzas en la pared oeste, que albergaba la puerta.
Un centenar de hombres había acompañado a Valenso al exilio: soldados, vasallos y siervos. De ellos, unos cuarenta eran hombres de armas, con yelmos y cotas de malla y armados con espadas, hachas y ballestas. El resto eran trabajadores, sin más armadura que unos justillos de cuero endurecido, pero gente fornida igualmente, adiestrada en el uso del arco de caza, el hacha de leña y la lanza para jabalíes. Tomaron posiciones y observaron con mirada ceñuda a sus enemigos tradicionales. Los piratas de las islas Barachanas, un pequeño archipiélago situado al suroeste de la costa de Zíngara, llevaban más de un siglo hostigando a los habitantes de la metrópolis.
Los hombres de la empalizada asieron con fuerza sus arcos y sus lanzas, observaron con mirada sombría la carraca que se aproximaba a la playa, con los metales resplandeciendo al sol. Habían empezado a ver las figuras que correteaban por cubierta y a oír los gritos salvajes de los marineros. El acero resplandecía en lo alto de la empalizada.
El conde se había retirado de la torre, acompañado por su sobrina y la protegida de ésta y, tras ponerse el yelmo y la coraza, salió a la empalizada para dirigir la defensa. Sus súbditos lo observaron con fatalismo. Estaban decididos a vender caras sus vidas, pero, a pesar de la solidez de su posición, no tenían demasiadas esperanzas en la victoria. El pesimismo los oprimía. Un año en aquella costa deshabitada, con la perenne amenaza del bosque infestado de diablos a sus espaldas, les había velado el espíritu con negros presagios. Sus mujeres permanecían en silencio en la puerta de sus chozas, construidas dentro de la empalizada, y acallaban el clamor de sus hijos.
Belesa y Tina observaban con inquietud desde una de las ventanas superiores de la casa señorial. Belesa sentía que el pequeño cuerpo de la niña, rodeado por su brazo protector, temblaba de pies a cabeza.
—Van a echar el ancla cerca de la choza de los botes —murmuró Belesa—. ¡Sí! Ahí va, a cien metros de la playa. ¡No tiembles tanto, niña! No pueden tomar el fuerte. Puede que no quieran más que agua y vituallas. Puede que una tormenta los arrastre mar adentro.
—¡Están desembarcando en grandes botes! —exclamó la niña—. ¡Oh, señora, tengo miedo! ¡Son hombres grandes y van armados! ¡Mirad cómo se refleja el sol en sus picas y sus armaduras! ¿Se nos van a comer?
Belesa se echó a reír a pesar de su aprensión.
—¡Pues claro que no! ¿Quién te ha metido esa idea en la cabeza?
—Zingelito me dijo que los barachanos se comen a las mujeres.
—Estaba burlándose de ti. Los barachanos son crueles, pero no más que los renegados zíngaros que se hacen llamar bucaneros. Zingelito fue bucanero una vez.
—Era malo —musitó la niña—. Me alegro de que los pictos le cortaran la cabeza.
—Calla, niña. —Belesa se estremeció—. No debes hablar así. Mira, los piratas han llegado a la costa. Han formado una línea en la playa y uno de ellos se acerca al fuerte. Debe de ser Strom.
—¡Ah del fuerte! —dijo a modo de saludo una voz fuerte como el viento—. ¡Vengo en son de paz!
El yelmo que cubría la cabeza del conde asomó sobre las puntas de la empalizada; su severo rostro, enmarcado en acero, estudió al pirata. Strom se había detenido a la distancia justa para hacerse oír. Era un hombre grande, sin casco, cuya melena leonada ondeaba al viento. De todos los lobos de mar que navegaban por las Barachanas, ninguno tenía la fama más negra que él.
—¡Habla! —le ordenó Valenso—. No ardo en deseos de charlar con alguien como tú.
Los labios de Strom esbozaron una sonrisa que desmentían sus ojos.
—¡Cuando tu galeón se me escapó en aquella tormenta en las Trallibes el año pasado, no pensé que volveríamos a vernos en la costa picta, Valenso! —dijo—. Aunque en aquel momento me pregunté cuál podía ser tu destino. ¡Por Mitra que, de haberlo sabido, te habría seguido entonces! Me he llevado el susto de mi vida hace un rato, al ver tu halcón escarlata ondeando sobre una fortaleza en un lugar donde no esperaba encontrar otra cosa que una playa desnuda. Lo has encontrado, claro.
—¿De qué hablas? —replicó el conde con impaciencia.
—¡No trates de engañarme! —La naturaleza tormentosa del pirata se mostró por un momento en un destello de impaciencia—. Sé por qué has venido… Por la misma razón que yo. No permitiré que te burles de mí. ¿Dónde está tu barco?
—Eso no es asunto tuyo.
—Así que no tienes —afirmó el pirata—. Veo los restos del mástil de un galeón en esa empalizada. Debió de naufragar después de que recalaras aquí. Si hubieras tenido un barco, te habrías marchado con el botín hace mucho.
—¿De qué me hablas, maldita sea? —gritó el conde—. ¿El botín? ¿Acaso soy un barachano, saqueador y asesino? Y aunque lo fuera, ¿qué iba a encontrar en esta costa deshabitada?
—Lo que viniste a buscar —respondió el pirata fríamente—. Lo mismo que yo busco… y tengo la intención de conseguir. Pero te lo pondré fácil: si me das el botín, me marcharé y os dejaré en paz.
—Debes de estar loco —replicó Valenso con voz tensa—. Vine aquí a buscar soledad y reclusión, de las que pude disfrutar hasta que tú, perro de cabeza amarilla, saliste arrastrándote del mar. ¡Márchate! No he solicitado un parlamento y estoy cansado de esta charla. Llévate a tus perros y marchaos por donde habéis venido.
—¡Cuando me vaya, dejaré el fuerte reducido a cenizas! —rugió el pirata, enfurecido—. Por última vez: dame el botín y os perdonaré la vida. Os tengo ahí atrapados y cuento con ciento cincuenta hombres dispuestos a cortaros el cuello a una sola orden mía.
Por toda respuesta, el conde hizo un rápido ademán. Casi al instante, una flecha lanzada con venenosa puntería por una saetera fue a partirse contra la coraza de Strom. El pirata profirió un grito feroz, retrocedió de un salto y corrió hacia la playa, rodeado por el siseo de las flechas. Sus hombres rugieron y se lanzaron a la carga como una oleada, con las armas refulgiendo al sol.
—¡Maldito seas, perro! —bramó el conde refiriéndose al arquero y agitando en el aire un puño embutido en hierro—. ¿Por qué no apuntaste al cuello, por encima de la gorguera? Aprestad los arcos, soldados… ¡Aquí vienen!
Pero Strom había llegado a la altura de sus hombres y había detenido su alocada carga. Los piratas se desplegaron formando una larga línea que se extendía más allá de los extremos del muro occidental y empezaron a disparar mientras avanzaban cautelosamente. Llevaban arcos largos y su puntería era superior a la de los zingaros. Pero éstos contaban con la protección de los muros. Las flechas pasaban sobre la empalizada y se clavaban en la tierra. Una de ellas hizo blanco en el alféizar de la ventana desde la que observaba Belesa y provocó que Tina lanzara un grito y retrocediera encogida de temor, con los grandes ojos clavados en el letal proyectil, que aún seguía vibrando.
Los zingaros respondieron con las saetas de sus ballestas y las flechas de sus arcos de caza. Apuntaron y dispararon sin apresurarse, concienzudamente. Las mujeres habían llevado a los niños a las chozas y ahora aguardaban estoicamente la suerte que los dioses pudieran tenerles reservada.
Los barachanos eran famosos por su forma de luchar furiosa y directa, pero también eran tan cautos como fieros y no tenían la menor intención de derrochar vanamente las fuerzas en cargas contra unas fortificaciones. Mantuvieron la formación abierta y avanzaron lentamente, aprovechándose de todas las depresiones naturales y la vegetación existente, que no era mucha, pues el lugar se había limpiado en todas direcciones en previsión de un asalto de los pictos.
Algunos cuerpos yacían tendidos de bruces sobre el suelo arenoso, con las espalderas refulgiendo a la luz del sol y alguna saeta clavada en la axila o el cuello. Pero los piratas eran rápidos como gatos y, además de cambiar constantemente de posición, contaban con la protección de su armadura ligera. La constante descarga era una amenaza continua para los hombres de la empalizada. No obstante, era evidente que mientras la batalla continuara siendo un duelo de arqueros, la ventaja estaría del lado de los fortificados zingaros.
Pero en la playa, en la choza que contenía las embarcaciones de pesca, algunos hombres estaban atareados con sus hachas. El conde profirió una vitriólica imprecación al ver el destrozo que estaban haciendo con sus barcas, que tan laboriosamente habían construido con troncos.
—¡Están fabricando un refugio móvil, malditos sean! —rugió—. Hay que hacer una salida ahora mismo, antes de que lo terminen…, mientras están dispersos.
Galbro meneó la cabeza mientras miraba de soslayo a los hombres, con sus brazos desnudos y sus voluminosas picas.
—Sus flechas nos diezmarían y no seríamos rivales cuerpo a cuerpo. Debemos quedarnos tras los muros y confiar en nuestros arqueros.
—Es un buen plan —refunfuñó Valenso— si conseguimos mantenerlos alejados de las murallas.
Al cabo de unos momentos, las intenciones de los piratas se hicieron evidentes para todos, cuando un grupo de unos treinta hombres empezó a avanzar empujando un gran escudo fabricado con las planchas arrancadas a los botes y los troncos de la cabaña. Habían encontrado un carromato y montado el escudo sobre las ruedas, unos grandes y sólidos discos de roble. Mientras avanzaba pesadamente, los ocultaba de los defensores, que no veían otra cosa que algún ocasional atisbo de sus pies en movimiento.
La improvisada máquina se aproximó rodando a la puerta y la línea de arqueros fue haciendo converger sus disparos sobre él.
—¡Disparad! —gritó Valenso, lívido—. ¡Detenedlos antes de que lleguen a la puerta!
Una tormenta de flechas voló desde la empalizada y se clavó en la gruesa madera sin causar daño. Un grito burlón respondió a la descarga. Ahora que los piratas estaban más cerca, sus flechazos empezaban a aumentar de precisión, y uno de los soldados de la empalizada se tambaleó y cayó desde la pasarela, gimiendo y jadeando, con una flecha de penachos de tela clavada en el cuello.
—¡Disparad a sus pies! —chilló Valenso, y luego—. ¡Cuarenta hombres a las puertas con picos y hachas! ¡Que el resto defienda las murallas!
Las saetas se clavaban en la arena, delante del escudo móvil. Un aullido feroz anunció que una de ellas había hecho blanco bajo el borde y un hombre apareció tambaleándose a la vista de todos, maldiciendo y dando brincos mientras trataba de arrancarse el proyectil del pie. Al instante fue abatido por una docena de flechas de caza.
Pero entonces, con un grito atronador, los piratas apoyaron el escudo contra el muro y una recia botavara con punta de hierro, empujada por una abertura en el centro del escudo, empezó a golpear la puerta, impulsada por brazos de músculos de hierro y respaldada con una furibunda sed de sangre. El enorme portón gimió y se combó mientras desde el interior de la empalizada llegaba una auténtica lluvia de saetas, algunas de las cuales hacían blanco. Pero los salvajes hombres de la mar estaban inflamados por una rabia asesina.
Con fuertes gritos empujaron su ariete mientras sus camaradas se congregaban desde todas direcciones y, afrontando la descarga de flechas cada vez más debilitada que llegaba desde las murallas, disparaban lo más rápido que podían.
Aullando como un poseso, el conde saltó desde la empalizada y corrió hacia la puerta con la espada desenvainada. Un puñado de desesperados soldados se reunió tras él, con las lanzas prestas. En cuestión de segundos, el portón cedería y tendrían que reemplazarlo con sus cuerpos.
En ese momento, una nueva nota se sumó al clamor de la batalla. Era una trompeta, que soplaba estridente desde el barco. En lo alto del mástil una figura agitaba los brazos y gesticulaba nerviosamente.
El sonido llegó hasta los oídos de Strom mientras prestaba sus fuerzas al impulso del ariete. Recurriendo a sus poderosos músculos, resistió el empuje de los demás brazos y, con los pies firmemente plantados en el suelo, detuvo el ariete en el movimiento de retroceso. Volvió la cabeza con la cara empapada de sudor.
—¡Esperad! —rugió—. ¡Esperad, maldición! ¡Escuchad!
En el silencio que siguió a este bramido de toro, se oyó el sonido de la trompeta con toda claridad, y luego una voz que gritaba algo ininteligible para los que se encontraban tras la empalizada.
Pero no para Strom, pues entonces volvió a alzar la voz para emitir una orden acompañada de una sarta de maldiciones. Los hombres soltaron el ariete y el escudo empezó a alejarse de la puerta con la misma rapidez con la que había llegado.
—¡Mirad! —gritó Tina desde la ventana, mientras, presa de la excitación, saltaba por toda la habitación—. ¡Están huyendo! ¡Todos! ¡Están huyendo hacia la playa! ¡Mirad! ¡Han abandonado el escudo una vez que han estado fuera del alcance de nuestras flechas! ¡Suben a sus botes y reman hacia la nave! Oh, señora, ¿hemos ganado?
—¡No lo creo! —Belesa estaba mirando en dirección al mar—. ¡Mira!
Abrió las cortinas de par en par y se asomó por la ventana. Su clara y joven voz se alzó sobre los asombrados gritos de los defensores y les hizo volver la cabeza en la dirección en la que señalaba. Los hombres lanzaron un fuerte grito al ver que otra nave doblaba majestuosamente la punta meridional de la bahía. Ante los ojos de todos apareció la bandera real de Zíngara.
Los piratas de Strom estaban trepando como insectos por la borda de su carraca, mientras sus compañeros izaban el ancla. Antes de que el recién llegado hubiese cruzado la mitad de la bahía, La mano roja había desaparecido tras la otra punta de la bahía.