Capítulo 3

Capítulo 3

Desperté de repente y me incorporé en la cama. Tenía la ventana abierta, tanto los dos postigos como los batientes de cristal, para dejar que entrara el fresco, pues la habitación se encontraba en el segundo piso y no había ningún árbol cercano por el que pudiera entrar un ladrón. Pero un ruido me había despertado, y mientras estaba mirando la ventana, vi que una figura voluminosa y deforme tapaba el cielo estrellado. Saqué los pies de la cama mientras exigía saber de quién se trataba y trataba de coger el hacha. Pero la criatura se me echó encima con aterradora velocidad y antes de que pudiera levantarme, me había rodeado el cuello con algo y estaba tratando de estrangularme. Pegado a mi cara había un semblante borroso y aterrador, pero lo único que se podía distinguir en la oscuridad era un par de ojos rojizos y una cabeza con un hocico. Un tufo bestial inundaba mis fosas nasales.

Cogí una de las muñecas de la bestia. Era hirsuta como la de un simio y tenía músculos de acero. Pero entonces mi mano encontró el mango del hacha, la levanté y hendí el cráneo deforme de un golpe. Me soltó y yo me puse de pie de un salto, jadeando, casi sin aliento y con todos los miembros temblorosos. Encontré yesca y pedernal, con los que encendí una vela, y me quedé mirando a la criatura que yacía en el suelo, asombrado.

Tenía la forma de un hombre encorvado y deforme, cubierta de un grueso pelaje. Sus uñas eran largas y negras, como las garras de una bestia, y su cabeza no tenía barbilla, la frente chata como la de un simio. Era unchakan, una de esas criaturas semihumanas que moran en el interior de los bosques.

Entonces alguien llamó a mi puerta y la voz de Hakon se alzó para preguntar qué ocurría, así que le dije que entrara. Lo hizo precipitadamente, hacha en mano y al ver la criatura del suelo, sus ojos se abrieron de par en par.

—¡Uncbakan! —susurró—. Los he visto al oeste, husmeando nuestros rastros en el bosque… ¡Malditos sabuesos! ¿Qué tiene entre los dedos?

Un escalofrío recorrió mi columna vertebral al ver que la criatura aferraba aún un pañuelo entre los dedos… el mismo pañuelo que había tratado de utilizar como soga alrededor de mi cuello.

—He oído que los chamanes pictos capturan a estas criaturas, las domestican y las usan para encontrar el rastro de sus enemigos —dijo lentamente—. Pero ¿cómo ha podido hacerlo lord Valeriano?

—No lo sé —respondí—. Pero alguien le dio a la bestia el pañuelo y, obedeciendo a su naturaleza, lo usó para encontrar mi rastro y trató de romperme el cuello. Vamos a la cárcel sin perder un instante.

Hakon llamó a sus hombres y corrimos a la cárcel; allí encontramos al guardia tendido frente a la puerta abierta de la celda de lord Valeriano, degollado. Hakon se quedó petrificado y entonces una voz débil nos obligó a volvernos y vimos que el rostro pálido del borracho nos observaba desde la celda contigua.

—Se ha ido —dijo—. Lord Valeriano se ha ido. Hace una hora, mientras yo dormía en mi camastro, me despertó un sonido procedente del exterior, y vi que una extraña mujer morena salía de las sombras y se aproximaba al centinela. Este levantó el arco y le dijo que se detuviera, pero ella se rio, lo miró a los ojos y él quedó como sumido en un trance. Permaneció allí, mirando estúpidamente hacia adelante… y, Mitra, la chica le sacó el cuchillo del cinto, le cortó la garganta y él se desplomó y murió. Entonces cogió las llaves de su cinturón y abrió la puerta, y Valeriano salió, se echó a reír como un diablo del Infierno y besó a la mujer, que se rio con él. Y no venía sola, porque había algo agazapado entre las sombras, tras ella… una criatura extraña y monstruosa que nunca llegó a iluminar el haz de luz de la lámpara que colgaba sobre la puerta.

»Oí que la mujer decía que era mejor matar al gordo borracho de la celda de al lado, y me entró tanto miedo que ni siquiera supe si seguía con vida. Pero Valeriano dijo que yo estaba totalmente borracho, y juro que lo hubiera besado por decir esa palabra. Así que se fueron, y mientras salían, él dijo que enviaría al compañero de la chica a una misión y que ellos dos irían a una cabaña situada en el barranco del Lince para reunirse con sus hombres, que habían estado allí escondidos desde que se marcharan de la Casa. Dijo que Teyanoga se reuniría allí con ellos y cruzarían la frontera para reunirse con los pictos, y luego regresarían para cortarnos el cuello a todos.

Hakon estaba lívido.

—¿Quién es esa mujer? —pregunté con curiosidad.

—Su amante medio picta —respondió él—. Medio picta y medio liguriana. He oído hablar de ella. La llaman la Bruja de Skandanga. Nunca la había visto, ni había dado crédito a las historias que se contaban sobre Valeriano y ella. Pero parecer ser que son ciertas.

—Yo creía que había matado al viejo Teyanoga —musité—. Ese viejo demonio debe estar protegido por magia. Vi cómo se clavaba mi flecha en su pecho. ¿Y ahora qué hacemos?

—Tenemos que ir a la cabaña del barranco del Lince y matarlos a todos —dijo Hakon—. Si los pictos de la frontera nos atacan, se desatará un infierno. No podemos pedir ayuda a los hombres del fuerte ni de la ciudad. Tenemos que bastarnos solos. No sé cuánta gente tendrá en el barranco del Lince, y no me importa. Los cogeremos por sorpresa.

Partimos sin perder un momento a la luz de las estrellas. La tierra estaba silenciosa y sólo se veían las débiles lucecillas de las casas. Al oeste se alzaba el negro boque, silencioso, primordial, una amenaza siniestra para cualquiera que se atreviera a afrontarlo.

Entramos en fila india, con los arcos preparados en la mano izquierda y las hachas en la derecha. Nuestros mocasines no hacían el menor ruido sobre la hierba empapada de rocío. Nos fundimos con los árboles y seguimos un camino serpenteante que discurría entre robles y alerces. Marchábamos separados por unos cinco metros cada uno, Hakon en cabeza, y al cabo de un rato llegamos a un claro cubierto de hierba y vimos unas luces que escapaban por las grietas de los batientes que cubrían las ventanas de una choza.

Hakon se detuvo y susurró a los hombres que esperaran, mientras nosotros nos adelantábamos reptando para echar un vistazo. Nos aproximamos a hurtadillas a la entrada y sorprendimos al centinela, un renegado de Schohira que nos habría oído a pesar de nuestro sigilo de no ser por el vino que se olía en su aliento. Nunca olvidaré el fiero siseo de satisfacción que salió de entre los dientes apretados de Hakon al clavarle al villano su cuchillo en el corazón. Dejamos el cuerpo escondido entre la hierba, nos acercamos hasta la pared de la cabaña y nos atrevimos a echar un vistazo por una de las grietas. Allí estaba Valeriano, con sus feroces ojos ardiendo, y una mujer morena y dotada de una belleza salvaje, con un taparrabos de piel de ciervo, unos mocasines con cuentas y la negra cabellera recogida con una banda dorada de curiosa factura. Y había también media docena de renegados de Schohira, canallas mal encarados, con pantalones de lana y justillos de granjero, con sables al cinto, tres fronterizos ataviados con ropa de piel de ciervo, hombres de aspecto salvaje, y otra media docena de guardias de Gunderland, guerreros de complexión poderosa, con el cabello rubio recortado y confinado bajo un capacete de acero, corselete de cota de malla y grebas de metal bruñido. Estaban armados con espadas y dagas: hombres rubios de tez pálida, ojos acerados y un acento muy diferente al de los nativos del Westermarck. Eran luchadores muy duros, implacables y disciplinados, y muy populares como centinelas entre los terratenientes de la frontera.

Mientras estábamos allí oímos la conversación que estaban manteniendo entre carcajadas: Valeriano presumía de su fuga y se jactaba de haberle enviado un visitante al maldito thandarano que no le había mostrado el debido respeto; los renegados, amargados, sólo tenían palabras de odio y venganza para sus antiguos amigos; los fronterizos se mostraban taciturnos y atentos; los hombres de Gunderland, descuidados y joviales, cosa que apenas disimulaba su naturaleza despiadada. Y la mestiza, a la que llamaban Kwarada, se reía y pinchaba a Valeriano, a quien esto parecía divertirlo. Y Hakon se puso a temblar de furia cuando le oyó decir que pretendía azuzar a los pictos y llevarlos al otro lado de la frontera para caer sobre Schohira a traición mientras Brocas atacaba Coyaga.

Entonces, al oír unos pasos sigilosos, nos pegamos a la pared, y vimos que la puerta se abría y entraban siete pictos, figuras horrorosas con sus pinturas y sus plumas. Los dirigía el viejo Teyanoga, que tenía los pectorales vendados en el mismo sitio donde yo había visto que se le clavaba la flecha. Y me pregunté si el viejo demonio no sería un licántropo, que no podía ser muerto por armas mortales, como él mismo decía y muchos creían.

Nos quedamos allí, Hakon y yo, mientras Teyanoga decía que los Halcones, los Gatos Monteses y las Tortugas no se atreverían a cruzar la frontera salvo que pudiesen concertar una alianza con los poderosos Lobos, pues temían que éstos aprovecharan su guerra con los habitantes de Schohira para arrasar sus tierras. Teyanoga dijo que las tres tribus menores iban a reunirse con los Lobos en la frontera del pantano de los Espectros y que los Lobos seguirían el consejo del mago del pantano.

Así que Valeriano dijo que irían al pantano de los Espectros y tratarían de convencer al mago para que indujera a los Lobos a unirse a los demás. Y al oírlo, Hakon me dijo que regresara con los demás y los trajera, y yo me di cuenta de que estaba decidido a atacar, a pesar de nuestra inferioridad numérica, pero estaba tan indignado por la infamia del plan que acabábamos de escuchar que me sentía tan ansioso como él por hacerlo. Regresé y traje a los otros, y en cuanto nos oyó llegar se puso en pie de un salto, corrió hacia la puerta y la emprendió a hachazos.

Al mismo tiempo, los demás rompimos los postigos de las ventanas e inundamos la cabaña de flechas incendiarias, que derribaron a algunos enemigos.

Confundidos, nuestros enemigos no intentaron defender la cabaña. Apagaron las velas, pero el fuego nos proporcionó la poca luz que nos hacía falta. Ellos corrieron hacia las puertas y algunos cayeron allí, y otros luchando con nosotros. Pero al final todos huyeron a los bosques, salvo aquellos que habíamos matado, los hombres de Gunderland, los renegados y los pictos. Pero Valeriano y la chica seguían en la cabaña. Entonces salieron riéndose y arrojaron al suelo algo que estalló y nos cegó con una nube de sucio humo, que aprovecharon para escapar.

Todos nuestros hombres, menos cuatro, habían muerto en la desesperada refriega, pero a pesar de ello, tras enviar a uno de los heridos a la ciudad para advertirles, salimos instantáneamente en su persecución.

El camino se adentraba en los bosques.