IV

IV

EL RETUMBAR DE UN TAMBOR NEGRO

Belesa no llegó a saber nunca cuánto tiempo permaneció en aquel estado, vencida e inconsciente. Lo primero que percibió fueron los brazos de Tina a su alrededor y el llanto de la muchacha en sus oídos. Se puso en pie mecánicamente y atrajo a la niña a sus brazos; y permaneció así, con los ojos secos y una mirada que no veía clavada en la temblorosa vela. No se oía nada en el fuerte. Las canciones de los bucaneros habían cesado. De una manera distante, casi impersonal, estudió su problema.

Valenso había perdido el juicio por culpa de la historia del misterioso negro. Si deseaba abandonar el lugar y marcharse con Zarono era para escapar de aquel desconocido. Eso era evidente. Y no menos evidente era el hecho de que estaba dispuesto a sacrificarla a cambio de una oportunidad de huir. En la negrura que la rodeaba no se advertía el menor atisbo de luz. Los criados eran hombres estúpidos o insensibles salvajes y sus mujeres eran ignorantes y apáticas. No se atreverían a ayudarla ni se sentirían inclinados a hacerlo. Estaba totalmente sola.

Tina levantó el rostro inundado de lágrimas como si estuviera escuchando la llamada de una voz interior. La comprensión que la muchacha exhibía de los pensamientos más secretos de Belesa era casi sobrenatural, al igual que su aceptación de la inexorable fuerza del destino y de la única alternativa que les quedaba a los débiles.

—¡Debemos escapar, señora! —susurró—. Zarono no debe teneros. Escapemos al bosque. Huiremos hasta que no nos queden fuerzas y entonces nos dejaremos caer en el suelo para morir juntas.

La fuerza trágica que es el último refugio de los débiles penetró en el alma de Belesa. Era la única salida de las sombras que habían estado cerniéndose sobre ella desde el día en que huyera de Zíngara.

—Nos iremos, muchacha.

Se levantó, y estaba buscando una capa a tientas cuando una exclamación de Tina la obligó a volverse. La chica estaba de pie, con un dedo en los labios y los ojos abiertos de par en par y llenos de terror.

—¿Qué ocurre, Tina? —La expresión de temor que se veía en el rostro de la niña la indujo a hablar con susurros, mientras una aprensión sin nombre se iba apoderando de ella.

—Hay alguien en el pasillo —susurró Tina al tiempo que se apretaba convulsamente con los brazos—. Se ha detenido en la puerta y luego ha continuado en dirección a la cámara del conde, al final.

—Tienes mejor oído que yo —murmuró Belesa—. Pero no hay nada extraño en eso. Será el propio conde, seguramente, o Galbro. —Se dispuso a abrir la puerta, pero Tina le echó frenéticamente los brazos al cuello y Belesa percibió los violentos latidos de su corazón.

—¡No, no, no, señora! ¡No abráis la puerta! ¡Tengo miedo! ¡No sé por qué, pero siento que una criatura malvada acecha cerca de nosotras!

Impresionada, Belesa le dio unas palmaditas tranquilizadoras y extendió una mano hacia el disco dorado que cubría la pequeña mirilla que la puerta tenía en el centro.

—¡Ahí vuelve! —dijo la muchacha con voz temblorosa—. ¡Lo oigo!

Belesa también oyó algo: unos pasos curiosamente sigilosos que, comprendió con un escalofrío de terror sin nombre, no pertenecían a nadie que conociera. No eran los pasos de Valenso ni de ningún otro hombre calzado con botas. ¿Podía ser el bucanero que se acercaba a hurtadillas por el pasillo, con pies descalzos y sigilosos, para matar a su anfitrión mientras dormía? Se acordó de los soldados que estarían de guardia en el piso de abajo. Si el bucanero se había quedado en la mansión para pasar la noche, habría un hombre de armas apostado delante de su puerta. Pero ¿quién era el que caminaba tan silenciosamente por el pasillo? El único que dormía en el piso de arriba, aparte del conde, Tina y ella misma, era Glabro.

Con un rápido ademán apagó la vela para que su luz no se escapara por la mirilla y apartó el disco de oro. Todas las velas del pasillo, que normalmente estaba iluminado con velas, estaban apagadas. Alguien se movía en la oscuridad. Más que verla, sintió que una forma pasaba delante de su puerta, pero no pudo distinguir nada aparte de que parecía humana. Pero una oleada de terror gélido la invadió, y permaneció como aturdida, incapaz de proferir el grito que aguardaba justo detrás de sus labios. No era un terror como el que ahora le inspiraba su tío, ni como el que sentía al pensar en Zarono o incluso en el sombrío bosque. Era un terror ciego e inasequible a la razón, que posaba una mano de hielo sobre su alma y le pegaba la lengua al paladar.

La figura continuó hacia la escalera, donde quedó momentáneamente perfilada por la escasa luz que ascendía desde el piso inferior, y al vislumbrar aquella imagen vaga y negra recortada contra el fondo rojizo, Belesa estuvo a punto de perder el conocimiento.

Permaneció allí, agazapada en la oscuridad, esperando los gritos que anunciarían que los soldados del salón principal habían visto al intruso. Pero la mansión continuó en silencio. En alguna parte aullaba un viento agudo. Eso fue todo.

La mano de Belesa estaba húmeda de sudor al buscar a tientas la vela para volver a encenderla. Seguía temblando de espanto, aunque no era capaz de decidir qué había visto en la figura recortada contra el fondo rojizo que le hubiese inspirado aquel frenético espanto en el alma. Tenía forma humana, pero su perfil era extrañamente ajeno, anormal, aunque ella no fuese capaz de definir claramente aquella anormalidad. Pero sabía que no era un ser humano lo que había visto y sabía que la visión le había arrebatado toda la determinación que acababa de tomar. Estaba desmoralizada, incapaz de actuar.

La vela se encendió y el rostro blanco de Tina apareció dibujado bajo la luz amarillenta.

—¡Era el negro! —susurró la muchacha—. ¡Lo sé! Me ha helado la sangre, igual que cuando lo vi en la playa. Hay soldados abajo. ¿Por qué no lo han visto? ¿Avisamos al conde?

Belesa negó con la cabeza. No quería repetir la escena que se había desencadenado tras la primera vez que Tina viera al negro. Y, en cualquier caso, no se atrevía a salir al oscuro pasillo.

—¡No podemos ir al bosque! —dijo Tina con un estremecimiento—. ¡Estará allí esperando…!

Belesa no preguntó a la muchacha cómo sabía que el negro estaría en el bosque; era el escondite lógico para cualquier criatura malvada, fuera humana o diabólica. Y sabía que Tina tenía razón; ahora no podían abandonar el fuerte. Su determinación, que no había vacilado ante la perspectiva de una muerte cierta, se revolvía ahora ante la idea de atravesar los sombríos bosques con aquella criatura negra y pavorosa acechando entre la vegetación. Impotente, se sentó y enterró la cara entre las manos.

Al cabo de un rato Tina se quedó dormida en el diván. De vez en cuando, algún sollozo interrumpía su sueño. Las lágrimas brillaban sobre sus largas pestañas. Su cuerpo esbelto se removía inquieto en su desasosegado sueño. Cuando estaba acercándose el alba, Belesa reparó en que la atmósfera se había vuelto agobiante. Oyó un trueno sordo procedente del mar. Tras apagar la vela, que se había consumido casi del todo, se dirigió a una ventana desde la que podía ver tanto el océano como una franja de la región boscosa que se extendía más allá del fuerte.

La niebla había desaparecido, pero en el mar estaba levantándose una masa oscura desde el horizonte. En su interior crepitaba el rayo y restallaba el trueno. Un ruido sordo respondió desde los negros bosques. Sobresaltada, se volvió y recorrió con la mirada la amenazante muralla negra. Un extraño ritmo pulsante llegó hasta sus oídos: una repetitiva reverberación que no era el sonido de un tambor picto.

—¡El tambor! —sollozó Tina mientras, en su sueño, abría y cerraba espasmódicamente los dedos—. ¡El negro… toca un tambor negro, en los bosques negros! ¡Oh, sálvanos…!

Belesa se estremeció. Sobre el horizonte de levante se veía una fina línea blanca que presagiaba el amanecer. Pero las negras nubes que venían de poniente temblaban y se hinchaban mientras iban avanzando y expandiéndose. Se las quedó mirando, llena de asombro, porque las tormentas eran prácticamente desconocidas en aquellas costas a esas alturas del año, y ella nunca había visto una de tales dimensiones.

Se arrastraba pesadamente sobre el borde del mundo, en grandes e hinchadas masas de negrura veteadas de fuego. Se extendía preñada de vientos en su vientre. Su trepidación hacía vibrar el aire. Y había otro ruido que se mezclaba con las reverberaciones del trueno: la voz del viento, que precedía velozmente su llegada. El horizonte renegrido parecía desgarrado y convulsionado por los destellos de los relámpagos; mar adentro se veían las cúspides blancas de las olas que el viento arrastraba delante de sí. Belesa oyó su hipnótico tronar, cuyo volumen iba incrementándose a medida que se acercaba a la costa. Pero de momento no soplaba viento alguno sobre la tierra. El aire era caluroso, sofocante. El contraste provocaba una sensación de irrealidad; a un lado, viento, trueno y caos, avanzando hacia la costa; a otro, una sofocante quietud. En algún lugar por debajo de ella el golpe de unos postigos contra el marco la sobresaltó en medio del tenso silencio, y una voz de mujer se alzó aguda para dar la alarma. Pero parecía que la mayoría de los habitantes del fuerte estaban dormidos, ajenos al huracán que se les venía encima.

Belesa se dio cuenta de que seguía oyendo el misterioso y repetitivo tambor y, aterrorizada, dirigió la mirada hacia el negro bosque. No pudo ver nada, pero algún oscuro instinto o intuición le permitió imaginar una horripilante figura negra, agazapada entre el negro follaje mientras realizaba un inefable encantamiento con algo que sonaba como un tambor…

Desesperada, se quitó de encima esa pavorosa convicción y volvió a mirar al mar, en el preciso instante en que un rayo partía el cielo en dos. Perfilados bajo aquel resplandor, vio los mástiles de la nave de Zarono; vio las tiendas de los bucaneros en la playa, las dunas arenosas de la punta sur y los acantilados de la punta norte con tanta claridad como si estuvieran bajo el sol de mediodía. Más y más fuerte se alzó el rugido del trueno. La mansión ya estaba despierta. Unos pasos subían corriendo las escaleras y se oían los gritos de Zarono, teñidos de temor.

Se abrieron unas puertas y la voz de Valenso se alzó sobre los elementos en respuesta.

—¿Por qué no me advertisteis de que venía una tormenta del oeste? —aulló el bucanero—. Si las anclas no resisten…

—¡Nunca había llegado una tormenta del oeste a estas alturas del año! —chilló Valenso mientras salía de su dormitorio con el camisón, el rostro lívido y el pelo de punta—. Esto es obra de… —Sus palabras se perdieron mientras subía corriendo desaforadamente por la escalera de la torre de vigilancia, seguido por el enfurecido bucanero.

Belesa permaneció junto a la ventana, asombrada y ensordecida. El viento siguió aumentando más y más, hasta que finalmente se impuso a todos los demás sonidos… a todos salvo al enloquecedor tamborileo, que ahora se alzaba como un inhumano canto de triunfo. Se aproximó a la tierra rugiendo, arrastrando delante de sí una cresta blanca de una legua de anchura… y entonces el infierno y la destrucción se abatieron sobre la costa. La lluvia empezó a caer en auténticos torrentes que azotaron las playas con ciega furia. El viento golpeó como una detonación y los maderos del fuerte temblaron. Con un rugido, el oleaje cubrió las arenas y engulló los rescoldos de las hogueras que los marineros habían encendido. A la luz de los relámpagos y más allá de la cortina de la lluvia, Belesa vio que las tiendas de los bucaneros eran hechas jirones y arrastradas por las aguas; vio que los hombres trataban de ganar el fuerte, arrojados casi de bruces sobre la arena por la furia de la lluvia y la ventisca.

Y, recortado contra la luz azulada, vio que la nave de Zarono, rotas las amarras de las anclas, se precipitaba en dirección a los afilados acantilados, que parecían extender los brazos para recibirla…